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Me detengo donde Sánchez Suárez. Lo lamenta de verdad verdad. Algo había escuchado pero no pensó que me sucedería a mí. Asegura que se encargará en persona de los pagos. Habla de un amigo en KPMG, dice me recomendará cabalmente.
Cuenta conmigo para lo que sea, Rogelio.
Asiento en silencio, calmado. La quietud que conoce el barco luego de horas hundiéndose, cuando se posa por fin en el fondo.
Me acaban de botar, digo en voz en alta.
Es una notificación, un memo oral al Universo. Espero unos segundos. El Universo no responde. Tal vez la línea esté ocupada. Tal vez deba llamar más tarde. Miro hacia el techo. La cubierta de tela, el foco de luz.
El Che, Simón Bolívar y Jesucristo reunidos en un mural de un viejo edificio de apartamentos. Un parking polvoriento lleno de camionetas último modelo. El encargado usa una silla de ruedas. Levanto una hipótesis de inmediato: Rodeado de vehículos todo el día su cuerpo comienza a transfigurarse en uno ellos. El proceso es gradual. Despierta una mañana y sus piernas se han convertido en ruedas.
Necesito un trago ya.
¿Qué va a ser, papá?
Whisky. Elige una botella del estante. La agita frente a mí. El whisky adulterado desprende, desde el fondo de la botella, unas burbujas particulares.
Jamás he sabido reconocerlas.
Los habituales usan camisas de poliéster, necesitan un afeitado. Tienen un aire de boxeadores que acaban de decidir que ha llegado el momento de tirar la toalla. Uno de ellos revisa una vieja cartera de cuero verde. Dice ¿tú pagas esta? y el otro responde sin dejar de ver la televisión: ¿Y qué otra cosa puedo hacer?
Eso, digo contemplando mi reflejo entre las botellas, ¿qué otra cosa puedo hacer? Consumir mi bebida. Calcular mentalmente cómo voy a administrar la liquidación hasta que consiga otro trabajo. Prefigurar las diferentes expresiones del rostro de Mirna cuando le cuente lo sucedido, con la corbata desanudada, el aliento impregnado del agrio aroma del whisky nacional.
Yo quería una vida de chicas tatuadas, erecciones inmediatas e interminables. Un ruido abrumador que me impidiese pensar y en el que mi estupidez, al ser grabada y vendida en discos de vinilo, generase un abundante capital.
El apartamento está alquilado desde hace años, dice uno de los parroquianos, por eso sólo me lo pueden vender a mí, viejo.
Pero tú estás en la goma.
¡Entonces me jodí yo y se jodió el dueño!
Conoce a Mirna en un curso de inducción en el antiguo Sheraton / Un carro pago, el otro en sus últimas cuotas / Un apartamento de dos habitaciones con política habitacional / Veinticinco días al año en un resort en Margarita.
Si me pusieran una guitarra en las manos no sabría sacarle el primer compás. El barman me señala la botella. Asiento. Cuando la inclina el líquido acaramelado desprende burbujas. ¿O son brillos?
Seguro, man, brillos.
¿Pero ella no tenía un hijo?, dice un tipo con una cadena de la que cuelgan una piedra de azabache y una medalla de la virgen.
Ese es un bueno para nada…Estuvo tres días en la casa y lo encontré en mi cuarto revisándome los bolsillos de la chaqueta.
Los muchachos son todos iguales…
¡El tipo tiene 37 años, chico!
No quieres brillar, Rogelio, dijo con gravedad el supervisor. Somos la crema, esto es una reserva de titanes, ¿me entiendes? No podemos conformarnos con otra cosa que no sea el estrellato. Somos los protagonistas de la serie y estamos forzados a ser lo mejor o desaparecer, Rogelio. Y tú no tienes ese drive, ¿me entiendes? Tú no quieres brillar.
Acomodó una foto sobre el escritorio. Uno foto que yo ya había visto, con su esposa e hijos sonriendo en Orlando. Tras ellos el ratón Mickey hacía la señal de la victoria con esos gigantescos dedos enguantados.
No brillo, le digo al techo de losa y fluorescentes del baño. La micción es un rumor inconstante: las líneas del Universo, siempre ocupadas.
Yo te conozco, dice alguien a mis espaldas.
Me vuelvo a medias, descolocado. Intento al mismo tiempo abrocharme los pantalones y parecer relajado. Fracaso en ambos propósitos. El hombre en el reservado me señala, la puerta de aluminio abierta. Está sentado sobre la tapa del wáter, en su mano tintinea una esclava de oro.
Sí, coño, sí, dice. Del Don Bosco, ¿no?
Lleva un traje gris de buen corte. Una camisa roja abierta en un pecho musculoso. El pulgar bajo la nariz. Esnifa.
Estudiabas ciencias, estima. Rogelio, ¿verdad?, Rogelio algo…
Busco su rostro en mi memoria, no acabó de cerrar el cinturón, la franqueza y comodidad del otro me desconciertan. Los bordes de todas las cosas del mundo se reproducen hacia adentro y hacia afuera.
¡Marcelino!, exclamo desesperado.
Y un buen día Marcelino abandonó el salón antes de la hora de salida, desatendió los llamamientos de un par de profesores en los pasillos y se fue de la escuela.
No se supo más de él.
¿Todo bien, licenciado?
¿Qué pasó?, le pregunto. Te paraste y te fuiste y quince años después nos encontramos en el baño de este antro.
Marcelino apoya los codos en la barra. Veo su perfil, un reloj costoso en su muñeca. Los mocasines de piel de cocodrilo. A esas horas las mesas están ocupadas por comensales de baja gerencia y asalariados menores. Otros beben a nuestro alrededor. El aroma amargo de la cerveza, el rumor de las conversaciones y del partido en la televisión.
¿Que qué me pasó? ¿Que qué hago en este antro?, dice Marcelino con media sonrisa. Apoya su mano sobre mi hombro. Esa no es la pregunta, ¿verdad?
Un tipo dobla los brazos sobre la barra y entierra su cabeza sudada, coronada de cabellos encanecidos.
Marcelino acerca sus labios a mi oído.
La pregunta es qué haces tú aquí.
El barman ha dispuesto chorizos fritos, pimientos morrones. Una tabla de quesos. Las viandas parecen traídas de otro lugar, incluso de otra dimensión.
Tuve una visión exacta de lo que se esperaba de mí y de cómo sería mi destino. De mi posición en el esquema de las cosas. Y apestaba. Era un timo monumental.
Mastica un pimiento, moja el pan en el aceite verduzco.
¿Tú te acuerdas de Robocop? ¿De la OCP? Eran la empresa que quería construir a Robocop. Un policía perfecto fabricado por una corporación perfecta. El mundo es eso. Los tipos con las pistolas y los trajes grises. Lo demás es materia prima y esclavos. Yo iba a ser de la OCP, Rogelio. Porque la OCP ganó. Hace años, tal vez siglos.
Ensarta un chorizo con el tenedor. Una gota carmesí discurre sobre el opaco metal del cubierto.
Y no puedes con ellos. No es posible la revolución. Las ideologías alternativas son ilusorias. Las religiones solo contemplan soluciones en el más allá. Así que llegué a una única conclusión que me pareció aceptable. Porque era eso o pegarme un tiro, Rogelio. Subir hasta el edificio más alto y saltar.
Escoge un triángulo de manchego. Un mordisco en la punta.
Me salí del sistema. Entré en la zona fantasma.
¿La zona fantasma?, pregunto.
La mano de Marcelino da vueltas como si buscase generar una centrifuga que atrajera a la barra, a las paredes cubiertas de fotos de futbolistas y celebridades de cuarta, a las mesas de pino barato y los parroquianos…
Te botaron, ¿eh?, me dice. ¿Cuánto tenías ahí?
Casi diez años.
¿Te gustaba?
Sigo tosiendo pero no dejo de inhalar. Los ojos se me llenan de lágrimas.
Detesté cada minuto que pasé en esa mierda…
¿Qué vas a hacer ahora?, pregunta.
No sé, terminarnos la botella, supongo…
¿Quieres ganarte un dinero?
Una vez adentro no hay vuelta a atrás…
Me detengo. Estoy algo bebido, pero aun así entiendo la gravedad de sus palabras.
¿Qué vamos a hacer, Marcelino?
No puedo decírtelo. Por eso te lo advierto desde ahora. Una vez que entras en la zona fantasma, no hay regreso.
Estoy con un tipo que no he visto en años. Que he reconocido en un bar en una parte desconocida de la ciudad. Que habla de la zona fantasma. No sé hacia dónde me dirijo y qué cosas pueden sucederme. ¡Qué malas hubiesen sido todas esas canciones de rock que jamás compuse, Dios mío!
Entro al Mercedes, cruje el cuero crema del asiento del copiloto. Apoyo mis manos sobre la guantera recubierta de caoba.
Okey, digo, okey.
En el interior del chalet no hay mobiliario. Las ventanas tienen las viejas cortinas corridas, todo está en penumbra. Las puertas de los cuartos cerradas. En lo que parece la habitación principal, Marcelino abre un closet y lanza sobre un jergón desnudo monos azules de pintor. Me tiende un par de botas de obrero muy usadas.
Ponte esto sobre la ropa y cámbiate los zapatos, indica.
Volvemos a la cochera, montamos en la furgo.
En medio de la autopista hace dos llamadas. En la primera dice: abre la puerta, voy llegando. En la segunda dice: en media hora estoy allá.
Frota el móvil contra el mono y lo lanza por la ventana. Enciende la radio y sintoniza la emisora cultural. Par de acordes de música de piano.
Chopin, dice.
El tipo con ojeras acaricia la espalda de la mujer. Evita vernos a los ojos. Yo sólo puedo pensar en las pecas del pecho de la mujer, en su cuello largo y pálido. El tipo hace un gesto con la cara, señala hacia un pasillo.
Marcelino entra primero a la habitación. Hay un espejo en el techo, cuadros espantosos de mal Op Art en las paredes. Un tipo desnudo sobre una cama circular. Su amplio abdomen como una bolsa a medio rellenar, caída de lado, las piernas velludas y desgarbadas. Los ojos abiertos parecen intentar ver algo en el interior de su propio cráneo. No paro de sudar.
Respira, dice Marcelino.
Mi viejo compañero de estudios coloca las manos del occiso sobre el pecho, le junta las piernas. Empieza a cubrirlo con las mismas sábanas de la cama en donde yace.
¿Cómo vamos?, me dice sin dejar de preparar el cuerpo.
Miro hacia arriba. Mi reflejo tiene el rostro demudado, pálido. Casi no me reconozco vestido con el mono de pintura azul. El pene del muerto es un signo de interrogación pobremente caligrafiado
Creo que voy a vomitar, digo.
Aguanta, Rogelio. No puedo parar y si vomitas en la camioneta va a ser un desastre.
No hay apremio en sus palabras, ni molestia. Maneja con un brazo apoyado en el borde de la ventanilla. Respeta las señales de tráfico. En la parte de atrás, el cuerpo está cubierto con una lona de vinil amarillo. Cada vez que el carro frena, la cabeza del muerto choca contra la parte posterior del respaldo de mi asiento.
Respira, me dice Marcelino. Es importante respirar.
Acá, dice Marcelino.
Dos obreros nos esperan, camisetas sucias y cuerpos musculosos. Uno de ellos le sonríe a Marcelino. Dos emplastes de oro. Un bigotillo como una línea pintada.
Licenciado, saluda.
Tienen preparada una mezcla de cemento en una batea. Una organizada pila de ladrillos. Ubicamos el cuerpo en un agujero practicado en una pared.
Es mejor que no veas esto, dice Marcelino.
Pero lo veo. Una vez acomodado, Marcelino recubre el cuerpo con cal viva. Los obreros se tapan el rostro con máscaras desechables y comienza a colocar los ladrillos.
Voy a vomitar, murmuro.
Atrás hay un baño, dice el del bigote sin dejar de trabajar.
West End girls, dice. Pet shop boys.
Tararea la canción.
No sé qué decir, digo.
¿Qué hemos hecho?, le pregunto, mi cerebro un ábaco frenético calculando un monto que supera meses de pago en mi anterior empleo.
Estamos en la zona fantasma, Rogelio. Todo lo que conocías es superficie, la ilusión que recubre lo verdadero. En la zona fantasma es donde sucede lo importante. Acá caminamos en los intestinos del mundo.
¿Y tú te la pasas en esto?
Millones de veces, Rogelio, todos los días. Esto y muchas cosas más.
¡Qué locura, Marcelino!
Enciende un cigarrillo de mariguana. Aspira profundamente. Observa con ojos entrecerrados la columna de humo que asciende por el cielo rojizo del atardecer.
Alégrate, dice. Ahora estas del otro lado. Ahora sabes.
Es ya de noche cuando vuelvo a casa. Después de estacionar el auto me quedo un momento contemplando la ciudad. A esas horas es solo el sonido de claxons y rumor de motores, música de salsa y confusas exclamaciones, la suma de miles de puntos luminosos transcurriendo en la oscuridad.
Y el blanco brillo de esa certeza y su intenso resplandor me maravillan.
Del libro El reino (Ediciones Puntocero, 2016)