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El Avispón acababa de caer en un bache, lo que indujo a Gerónimo a aventurar la teoría de que se trataba de la distribución. Sacó una linterna de debajo del asiento, abrió el capó y vio que los cables estaban bien. Entonces nos bajamos el Tuerto y yo. Revisamos las conexiones de la batería, zarandeamos el martillo del arranque y propinamos golpecitos en varias piezas escogidas aleatoriamente, dada la ignorancia general en mecánica.
Desde dentro del Avispón, Paúl sugirió, con la lengua ya algo atascada pues había estado bebiendo desde temprano, que se fijaran si había gasolina en el filtro. Paúl podía volverse algo lento y repetitivo cuando se embriagaba, pero no perdía la lucidez, y en efecto fue el filtro lo que nos hizo caer en cuenta de que estábamos sin gasolina. Hacía años que el Avispón no indicaba el nivel del tanque.
Nos pusimos en campaña. El Tuerto se fue con Gerónimo a llenar la garrafa de gasolina y yo me fui con Paúl a comprar unas cervezas. El camino era oscuro y en algunas partes un verdadero lodazal, pero llegamos sin problemas. Mientras caminábamos Paúl me habló por primera vez de Estocolmo, a la que definió como el gran amor de su vida; yo recordé varias de las otras veces que habló así de una mujer. Me dijo que ya hacía algún tiempo que no la veía, pues simplemente un día no la consiguió en el trabajo ni en la casa, y los días sucesivos siguió siendo lo mismo hasta que una voz de mujer le dijo por teléfono que estaba de viaje.
Llegamos al Avispón primero que el Tuerto y Gerónimo, y nos sentamos sobre el capó. Creo que eran como las once de la noche. “No lo podía creer cuando la conocí”, dijo Paúl refiriéndose a su Estocolmo. “Era tan transparente, le dije, que si la miraba fijamente a los ojos podía mirarle la nuca al tipo que estaba sentado en la barra, detrás de ella. Ella se reía de esas cosas y riéndose era como luminosa, como si brillara, como si fuera a encenderse ahí mismo, frente a mí”.
Según parece, esta Estocolmo sí había logrado darle a Paúl donde era. Realmente tenía un nombre muy común, de hecho una mezcla entre dos nombres muy comunes, pero como sus ojos eran verdes de un verde vegetal, y su piel era blanca de un blanco lácteo, y su melena dorada le caía hasta el final de la espalda, a Paúl se le antojó parecida a una sueca y ya nunca más la llamó por su nombre. Mientras la describía me era imposible evitar reírme de la forma como la idealizaba. Decía que hasta conocerla no sabía lo que era una relación madura, y que su principal virtud era la identidad plena que los unía. “Estocolmo nunca me reclamó nada, nunca me exigió nada; vivimos en un estado de completa felicidad en el que cada uno tenía su propia vida y ésta no afectaba a la del otro”, dijo. Agregó que estaba seguro de que algún día ella volvería para explicarle por qué había desaparecido repentinamente. Sí, Paúl, esa vuelve.
Al fin llegaron Gerónimo y el Tuerto y con algún esfuerzo logramos revivir al Avispón. Paúl se fue al asiento trasero y yo aproveché para preguntarle a los otros si conocían a la tal Estocolmo. “Nadie la conoce”, me dijo Gerónimo muerto de risa. Según ellos, era una invención de Paúl, siempre tan lelo. “No puede ser real”, decía el Tuerto, “una mujer así como él la describe no existe”. Les dije que quizás sí era real, pero que él la idealizaba. Ambos movieron la cabeza negativamente. “No”, dijo Gerónimo; “espera que él te cuente y sacas tus propias conclusiones”.
El Little tenía pocas mesas desocupadas, e instintivamente todos miramos hacia la zona atendida por la Guacharaca. Encontramos una mesa al borde del bar, casi debajo de la santamaría. Yo protesté porque desde el puesto de comida de la acera de enfrente llegaba un fuerte olor a cebolla, pero ni siquiera me escucharon. Gerónimo alzó las manos para dar una palmada en procura de la atención de la mesonera, pero ésta ya venía con cuatro cervezas y la cuenta metida en un vasito plástico. El Tuerto lanzó su acostumbrado chiste de que se llevara el vaso porque todos tomábamos directamente de la botella, le dio una nalgada a la Guacharaca y bebió el primer trago.
Paúl llamó mi atención dándome unos golpecitos en el codo. “Esa mujer pensaba siempre como yo pensaba, decía lo que yo estaba a punto de decir, miraba las cosas con el mismo cristal con que yo las miraba, y viceversa, me decía que yo pensaba como ella, decía lo que ella estaba a punto y miraba todo como ella”. Me clavaba los ojos como esperando mi inmediata aprobación, que presto le daba haciendo un movimiento afirmativo con la cabeza. Prosiguió su cuento, y cada cierto tiempo me preguntaba: “¿Tú has tenido alguna vez una mujer como mi Estocolmo, alguna vez has tenido una mujer que despida un hálito esotérico, alguna vez, como mi Estocolmo?”. No, Paúl, nunca, una mujer como tu Estocolmo sólo se ve en tu enrevesado cerebro, pensaba yo.
No tardó en llegar un vendedor ambulante, un hombrecillo bigotudo y desgarbado con artículos diversos atados a varias láminas de cartón. Paúl fue al baño, el Tuerto se puso a hacerle muecas con la lengua a la Guacharaca y Gerónimo y yo escuchamos la ametralladora parlante que teníamos enfrente. Vendía alicates, destornilladores, candados, destapadores, enchufes múltiples, cortaúñas, viseras, encendedores, llaveros, afeitadoras, calculadoras y otros cachivaches, y le quedaban en un bolsillo dos mapas viales que estaba rematando a mitad de precio. Gerónimo lo miró divertido y le preguntó si tenía condones. Yo pensé que el hombre iba a sacar un paquete de la gorra, pero para nuestra sorpresa se ofendió y empezó a increparle a Gerónimo que su burla supuestamente se debía a que él creía que su trabajo no era honesto. Dijo tres o cuatro cosas más y lo despaché sin mayores protocolos.
Me di cuenta de que Paúl había regresado porque me tomó del brazo y empezó otra vez con el tema. La Guacharaca llegó con otra ronda de cervezas y al escuchar el palabreo monótono me miró sonriente y se burló de Paúl. “Esos amigos tuyos… ¿Todavía no has hallado cómo quitártelo de encima?”, me preguntó y, antes de que pudiera responderle alguna cosa ingeniosa, lanzó su carcajada estentórea que inundó todo el Little.
Paúl continuó contándome que su relación con Estocolmo había sido la única verdaderamente perfecta de todas las que había tenido en su vida. Nunca tuvieron un desacuerdo, nunca discutieron, ni siquiera llegó alguno a sentirse molesto cuando el otro no podía llegar a una cita. “Le tenía confianza, pero confianza como se debe, una verdadera confianza”, repetía incesantemente. “Si ella hubiera llegado un día y me hubiera dicho que tenía otro hombre, te juro que no me habría molestado la decisión que ella tomara, fuera que debiera apartarme o que debiera estar dispuesto a aceptar un triángulo. No me habría importado, te lo juro, no me habría importado, para nada”.
Entonces volvió a hablar del álbum. Cada cierto tiempo, Paúl decía que guardaba ciertas imágenes en un álbum que custodiaba en las circunvoluciones de su cerebro. Afirmaba que esas imágenes lo acompañaban a donde quiera que fuera, y que las traía de vuelta al presente cuando se sentía nostálgico. “Estocolmo”, me dijo, “me dio varias nuevas imágenes para el álbum. Pero la más inquietante, la que no logro despegar de mi mente, es la del sol de su cabello”. Me explicó que la última vez que estuvieron juntos acomodó su melena multitudinaria en forma de círculo, como si fuera un sol de finas hebras de trigo, y quizás exageró cuando dijo que el cabello caía por los bordes de la cama.
La Guacharaca llegó con una nueva ronda de cervezas y todos, excepto Paúl que seguía hablando sin parar, nos quedamos en silencio mirando sus formas bajo la blusita roja, que destacaba sin pudor las tetas, apiñadas en el centro del pecho por un sostén bien apretado. Se paró detrás de Gerónimo y el Tuerto y sirvió las cervezas sin prisa, llenándonos primero los vasos a Paúl y a mí. Luego siguió con el Tuerto y terminó con Gerónimo. Cuando se inclinó para devolver el vaso de Gerónimo a la mesa, el Tuerto alargó sus mandíbulas y le mordió uno de los pezones, que se delineaban claramente bajo la blusa. La Guacharaca abrió la boca todo cuanto pudo en una mueca intermedia entre la indignación, la sorpresa y la risa. “Tuerto, eres un abusador”, le dijo al tiempo que le daba una sonora palmada en la espalda. Dos minutos más tarde traía la cuenta y nos decía que el dueño nos pedía que nos retiráramos.
Nos fuimos de mala gana y alguien propuso que hiciéramos una parada en el Mirador. Allí atendían mesoneros, no mesoneras, pero iban muchas mujeres solas en busca de compañía. Yo aplaudí la idea a la espera de que Paúl se sacara a la fulana Estocolmo de la boca, pero fue en vano. Entró al baño cuando llegamos, pero apenas llegó a la mesa se acercó la cantante del Mirador y le preguntó por Estocolmo. “Está de viaje”, dijo él en un tono melancólico. Ella sonrió e hizo un gesto que yo interpreté como de apoyo en la resignación.
“Venía muy seguido aquí con Estocolmo”, me dijo entonces Paúl y, señalando un lugar indeterminado de la barra, continuó: “Nos sentábamos de aquel lado y nos olvidábamos del mundo. No sé si lo has vivido, realmente no lo sé, pero hay algo especial cuando estás con alguien en medio de un gentío y sólo escuchas, aunque estés en medio del gentío, sólo escuchas su respiración, sus susurros, el incendio chiquito que ocurre en tus dedos cuando la acaricias”. Me pareció que Paúl habló durante décadas.
Cuando terminó el set de la cantante vi que se dirigía a la barra por una de las puertas laterales. Le dije a Paúl que iba al baño y salí por otra puerta, adelantándome, y la intercepté. Me saludó con un cálido apretón de manos y sin perder tiempo le pregunté si conocía a Estocolmo. “Realmente no”, me contestó ella. “Las veces que el señor Paúl llegó a traerla yo no estaba cantando aquí, porque era mi día libre o porque estaba enferma, pero varios amigos clientes del local me hablaron de ella. Desde entonces siempre le pregunto por ella, porque veo que se le ilumina el rostro cuando se la menciono”. Ambos miramos a Paúl desde lejos, ajeno a la conversación entre Gerónimo, el Tuerto y unas amigas que venían llegando y que se acercaron a ellos. “Sí puedo decirle que desde que dejó de venir con su Estocolmo está muy melancólico, y siento como que se emborracha más rápido”. Por último me miró como si hubiera cometido una imprudencia y, antes de despedirse apresuradamente, me dijo: “No sé, quizás sólo sean cosas mías”.
Realmente me habían dejado inquieto las impresiones de Gerónimo y el Tuerto sobre la supuesta inexistencia de Estocolmo. Le pregunté a dos de los mesoneros del Mirador y me dijeron que estaban tan ocupados que les era difícil fijarse en clientes específicos, pero que si le preguntaba al que atendía en la barra era probable que pudiera darme algún dato. El hombre fue igual de impreciso: “El señor Paúl ha venido con muchas mujeres, no creo que recuerde alguna en especial”. En ese punto pensé que Estocolmo era irreal o que había sido una chica demasiado elusiva.
Fui al baño, me detuve a hablar con un amigo y, cuando regresé a la mesa, la cantante había dado inicio a un nuevo set y Paúl estaba solo, encorvado y dándole golpecitos al vaso de cerveza con su dedo índice. Miré hacia la pista, y encontré a Gerónimo y el Tuerto bailando torpemente con las amigas a las que estaban saludando minutos antes. Entonces se me ocurrió que lo mejor para que Paúl dejara el tema era que bailara con alguien. Me levanté y observé la gente de las mesas hasta que vi, sentada con unos amigos al final del local, a Ruth, una colombiana recién divorciada a la que conocía de mis tiempos en la agencia. Fui hasta allá a convencerla de que bailara con Paúl con el argumento de que tenía problemas de amores, y ella accedió de inmediato.
Llegué hasta Paúl llevando a Ruth de la mano, le di un toque en el hombro y levantó la cabeza. “Paúl”, le dije con la mejor de mis sonrisas, “conoce a Ruth, quiere bailar contigo”. Paúl se levantó, le dio la mano con displicencia y le dijo su nombre sin mucho entusiasmo. Ruth lo miró sonriente, apretó su mano y lo atrajo hacia ella. “¿Vamos?”, le dijo suavizando su voz, aunque sin ocultar su acento. Paúl me lanzó una mirada en la que, sin palabras, me dijo que comprendía cuál era mi plan, y me lo reprochó. Yo fui a otra mesa y saqué a bailar, aliviado, a una morena a la que había visto desde que entré.
Bailaron aparatosamente. Paúl estaba muy borracho y yo veía que hablaba con Ruth por lo bajo, y supuse que estaba disculpándose. Cuando terminó la canción me despedí de la morena, que ya se marchaba, y fui a la mesa, donde ya estaban sentados Gerónimo y el Tuerto. Ruth condujo a Paúl hasta su silla con alguna dificultad y, cuando logró sentarlo, se me acercó y me dijo con una expresión grave: “Lo de tu amigo es serio… Yo diría que irreparable”. Comprendí que también a ella le había hablado de Estocolmo.
Tan sólo esperó a que Ruth se alejara para empezar de nuevo. “Estocolmo me adoraba, realmente me adoraba”, me dijo, y yo miraba para todos lados buscando una excusa para fugarme. “Yo, que soy tan feo, que mi único encanto es no ser un chino, era adorado por esa sueca. Le preguntaba qué le gustaba de mí si era tan feo, porque yo soy feo de verdad, pero feo, y ella me decía que no, que era lindo, me decía: ‘Todo tú eres lindo’; imagínate, yo lindo. Y hasta se molestaba cuando yo insistía con aquello de que soy feo, se molestaba, se molestaba, ¿sabes?”.
Creo que fue esa noche cuando visité el baño con más frecuencia en toda mi vida. Después de que se marchó la morena me costó mucho conseguir otra pareja de baile, y tuve que ir hasta dos veces por cada cerveza que me tomaba, buscando que Paúl dejara de hablar de Estocolmo. Pero era inútil. Gerónimo y el Tuerto se hacían los desentendidos; yo miraba hacia atrás buscando a Ruth pero siempre la veía bailando entre la multitud, así que no me quedó más remedio que aguantar las historias relamidas de Paúl durante horas.
El Mirador se fue vaciando y en cierto momento quedamos sólo algunas personas. Yo pedí la cuenta y Gerónimo protestó. “Todavía no se han acabado las mujeres”, dijo mientras Paúl me halaba una manga de la camisa para seguir contándome sobre el amor de su vida. El Tuerto abrió sorprendido su único ojo. “¿Quién queda por ahí?”, preguntó dirigiéndose a Gerónimo. “No vayas a voltear de golpe”, le dijo Gerónimo, “pero al final de la barra hay dos mujeres solas”. El Tuerto miró hacia allá con cautela, y cuando volvió su rostro hacia Gerónimo le dijo: “Pero son dos viejas”. Gerónimo lo convenció de invitarlas a salir para tomarse unas cervezas en otro sitio, y yo rogué que no aceptaran, porque eso habría significado que tenía que devolverme a casa en taxi y, para colmo, con Paúl.
En unos segundos elaboraron su plan y lo pusieron en marcha. Gerónimo fue al baño y el Tuerto se dirigió a las mujeres. Yo miré a Paúl, que seguía con su cháchara, y cuando volví a fijar la vista en la barra vi al Tuerto hablando con dos hombres. Volteé hacia las puertas laterales y vi pasar a Gerónimo directo a la barra. Cuando llegó cerca del Tuerto, se quedó atónito, como reprendiéndolo en silencio, y puso sus dos brazos sobre los respaldos de las sillas de las mujeres. Entonces lo escuché claramente decir, mientras señalaba al Tuerto con un gesto de su boca: “Mi amigo se pregunta… qué demonios hacen dos damas tan hermosas solas en una barra”. No escuché lo que dijeron las mujeres, pero las vi señalando a los dos hombres con los que hablaba el Tuerto, que empezaban a levantarse de sus sillas mirando a Gerónimo con malignidad. Entonces comprendí que debía pagar la cuenta y sacar de ahí a Paúl de inmediato.
Afortunadamente no ocurrió nada. Gerónimo y el Tuerto subieron al Avispón muertos de risa y agradeciéndole a Dios que los maridos no eran tipos violentos. Gerónimo propuso tomarnos las últimas en Las Mercedes, el único bar abierto a esa hora. “Ese es un bar de mierda”, dijo Paúl saliendo de su sopor, y todos celebramos que al fin había abierto la boca sin referirse a Estocolmo.
Eran más de las dos de la mañana cuando llegamos a Las Mercedes, y sin embargo estaba lleno. Gerónimo fue al baño apenas entramos y una de las mesoneras se acercó a nosotros para preguntarnos qué queríamos. El Tuerto pidió cuatro cervezas y una ración de queso que nos trajeron en un par de minutos. El ambiente de Las Mercedes terminó favoreciéndome, porque aunque Paúl seguía hablando sin cesar de Estocolmo, la iluminación carmesí, los borrachos tropezando con nuestra mesa y las puertas que se abrían a cada instante robándonos la atención me permitían desprenderme un poco de la obligación de escucharlo.
De pronto una de las mesoneras se acercó con cuatro cervezas y todos, salvo Gerónimo, nos quedamos mirándola con extrañeza. Las primeras que nos habían traído estaban aún por la mitad. La mujer protestó y dijo que Gerónimo le había pedido la ronda cuando venía del baño. “Señorita”, dijo el Tuerto tratando de dominar los temblores de su lengua, “la culpa la tuvo usted que no se cer—cio—ró de que la mesa ya estaba servida”. “¿Y ahora a quién le cobro esta factura?”, fue todo lo que dijo la mujer. Gerónimo habló vagamente de un malentendido y se dirigió a la barra a arreglar el problema con el dueño, quien entendió perfectamente, aunque la mesonera quedó bastante incómoda por el asunto.
Después del incidente, Paúl intentó reiniciar su eterna descripción de Estocolmo, pero ya yo no estaba dispuesto a seguirlo soportando y le pedí que dejara el tema. “Es que no te he contado, todavía no te he contado cómo nos conocimos”, balbuceó mirando fijamente mis ojos. “No me interesa, Paúl, ya realmente estoy cansado de la historia”. Tuve que alzarle la voz cuando insistió. Levantó su mano derecha como si fuera a hacer un juramento, la bajó hacia su pecho y planeó el aire con ella, como si indicara que todo había terminado y que no seguiría hablando, y tomó un cubito de queso. Su boca se torció, sus ojos se entrecerraron mirando la mesa y se abrazó en silencio a la botella ya casi vacía mientras las migajas de queso le caían de las comisuras de los labios. Respiré. Gerónimo y el Tuerto me miraban, burlones.
Salimos a bailar con tres de las mesoneras mientras Paúl dormía un sueño entrecortado. El Tuerto volteó a la suya y se puso a bailar contra su espalda, pero tuvo que ir a sentarse cuando empezó a agarrarle las tetas y la mujer protestó. Mientras terminaba de bailar con la que me había tocado, escuché a aquella hablando con la del incidente de la factura. En su andanada la escuché decir que era una mesa de abusadores, que le habían agarrado sus partes, y la otra aprobaba peligrosamente. Pensé que debíamos salir de ahí en el acto.
Cuando terminó la pieza y Gerónimo y yo fuimos a sentarnos, estaba una negra bajita, horrible, sentada al lado de Paúl, intentando revivirlo. El Tuerto estaba absorto mirando a las mesoneras que estaban en la barra. Tomé una silla de una mesa vecina y me senté al lado de la negra, que de inmediato volteó a mirarme con el cuello tambaleante. Estaba borracha, o drogada, y llevaba una falda corta de color blanco. “¿Y tú cómo te llamas?”, me preguntó articulando las palabras con dificultad. No le dije mi nombre, en su lugar le dije que era del signo tauro y le pregunté de qué signo era ella. Era capricornio, y me dijo que el suyo y el mío eran signos compatibles, aunque me pareció que, como yo, ella no tenía idea de lo que estaba diciendo. Antes de darme cuenta de lo que pasaba la negra había puesto una mano sobre mi pierna derecha y hablaba de quién sabe cuántas cosas. Yo me animé y puse mi mano sobre una de sus piernas descubiertas.
Tenía la piel más tersa que he tocado en mi vida. Cuando llegué a esta certeza no pude evitar mirar sus piernas con avidez. Me dijo que yo debía gustarle demasiado, pues ella no dejaba que cualquiera le tocara sus piernas. “Es lo que pasa cuando los signos son compatibles”, dije con una sonrisa, aunque realmente me estaba riendo de ella. Gerónimo me tocó el hombro e hizo una seña con la boca, indicándome que mirara hacia atrás de mí. Una mujer regordeta y de rasgos hombrunos miraba a la negra reprobatoriamente. Un instinto me impulsó a quitar la mano de la pierna de la negra y a conducirla hasta mi botella. La negra se levantó y se fue, sin decir absolutamente nada, con la mujer que la reclamaba.
No había pasado un minuto cuando volvió a abrirse la puerta de Las Mercedes. Gerónimo supuso que era la negra nuevamente y me dijo con una sonrisa: “Vienen a buscarte”. El Tuerto miró hacia la puerta y movió la cabeza hacia los lados, negativamente, con su ojo bien abierto y las cejas en arco. “Esa definitivamente no es la negra”, dijo Gerónimo con estupor. Yo miré hacia la puerta y la vi entrar.
Tenía, en efecto, una larga cabellera rubia hasta el final de la espalda, y aunque la poca luz impedía ver los detalles, podría jurar que vi el verde vegetal de sus ojos dominando la escena. El pecho me hervía cuando, finalmente, hablé.
—Estocolmo —dije entonces, pretendiendo que lo hacía en voz baja.
La mujer volteó hacia nosotros, nos miró sin reconocernos y se detuvo en Paúl, de cuyos labios goteaba un fino hilo de saliva. Por un segundo me pareció que la música, los gritos de los borrachos y los reclamos de las mesoneras se detenían y sólo escuché la voz genital de la rubia cuando pronunció el nombre de Paúl, mientras ponía una mano sobre su hombro izquierdo. Paúl despertó entonces como un títere, elevado desde arriba por hilos que nadie veía, y miró la mano blanca cerca de su rostro. Hizo un gesto indefinible y se levantó de su silla. Cuando miró a la rubia, dijo algo con voz muy baja, y yo creí reconocer bajo el retornante bullicio la palabra “Estocolmo”. Ella volvió a mencionar su nombre y se abrazaron.
La mujer realmente no brillaba ni despedía un aroma esotérico. Era una rubia hermosa, pero nada fuera de lo normal. Sin embargo, al verla abrazando a Paúl, al ver cómo lo conducía hacia la puerta y nos dirigía, ya a punto de salir, su mirada de camaradería, comprendí a Paúl, comprendí su empeño en que su historia fuera escuchada, comprendí la única verdad que valía la pena comprender como si ante mí se hubiera producido una revelación; comprendí que es tan sencilla esa cosa grande del amor, es tan de uno y tan de todos al mismo tiempo, que realmente es innecesario explicarla.