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Fetichismo

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Carta de un joven parisiense a un amigo suyo,
médico residente en provincia.

Has querido demostrarme, apoyándote en grandes autoridades científicas, que soy un enfermo. Con tal motivo has ido poco á poco nombrándome á Charcot, Magnan, Feré y otros más que no recuerdo, como si para confundir mi ignorancia te fuera necesario el concurso de tanto sabio ilustre. No he tenido el menor escrúpulo en revelarte mi secreto. Confiado en tu amistad inalterable, te he abierto el más escondido repliegue de mi ser. Me respondes categóricamente que estoy enfermo y me envías tu diagnóstico de mi enfermedad envuelto en un lujo inútil de buenos consejos. Digo lujo inútil, porque a pesar de que tus consejos son tan buenos y de que para mí, en particular, valen un tesoro, no los puedo seguir. No me riñas. Aunque quisiera seguirlos, no lograría jamás sustraerme a esa fascinación que me arrastra vencido, atado a la más bella de las cosas vivas.

En tu carta, carta amable y dulce, como todo lo que nace de tu corazón ingenuamente espontáneo y generoso, has cometido más de una vez pecado de ligereza. Quiero probártelo, y para ello me encuentro obligado a repetirte lo que ya tú sabes, agregando algunos detalles que todavía ignoras.

Recordarás que la conocí el mismo día que tú. Fue casa de las de X… a quienes frecuentábamos poco. Recordarás que penetró en el salón seguida de su marido, aquel señor alto, flaco, anguloso, huesudo, sobre cuyas espaldas la casaca parecía llevada por una percha ambulante, y que te pareció tan antipático por su cara de vicioso envejecido y por sus pretensiones nobiliarias. Desde lo alto de su noble desdén, como desde una elevada tribuna sin dejar un momento tranquilo el impertinente monóculo, tuvo a bien disertar conmigo sobre triviales asuntos. Tú, más feliz, departías con ella entretanto. Con mis humos de observador que quería analizar actitudes, gestos y vagas expresiones del semblante, llegué hasta componer en mi cerebro la más vulgar de las novelas. Veía nacer en ti el sentimiento de lástima y simpatía inspirado por mujeres como ella, de escasa hermosura y de cierta belleza que, dudosa si se considera aisladamente, crece y se realza con el irritante contraste de un marido grotesco. ¡Cuántas veces no es este contraste el punto de partida de las diarias intriguillas amorosas! El primitivo sentimiento de lástima y piedad camina sordamente a resolverse en ímpetus de pasión arrolladora; de manera que la gracia relativamente insignificante de la mujer, tiene por cómplice la desgracia física y moral de su marido en la obra de despertar los deseos en el corazón de un extraño. Si aquella noche hubieras podido leer en mi pensamiento, ¡cuánto no te habrías reído de mí algún tiempo después!

Después de tu partida hacia ese lugar de provincia donde ahora vives, mis visitas a las de X… menudearon. El proceso fue lento, insensible, pero fatal. Sin embargo, me pareció algo brusco, repentino, como una revelación, cuando me hallé prendido en la misma red que había imaginado para ti. No quería creerme a mí mismo: ¡si era imposible! Con la crueldad implacable del vivisector que ve y siente bajo el filo del escalpelo las palpitaciones de la carne viva, me ocupaba en analizar, hasta desvanecerlos, todos sus encantos. Resultaba, naturalmente, la mayor injusticia. Un espíritu limitado, nada susceptible de refinamiento, un cuerpo nada airoso y un rostro al que los ojos de un brillo azul de acero y la nariz de alas siempre dilatadas daban cierta expresión de altivez no simpática, eso era lo que de ella me quedaba al fin de mis cavilaciones. Y me complacía en acumular sobre este miserable engendro mío los más tristes rasgos: la línea incorrecta de los labios, la imperfección de los dientes, lo pobre del cabello, lo vulgar de sus mejillas, mejillas de belleza fría, llenas, rosadas y blancas, como de porcelana Pero cuando pensaba que podía romper a reír como reímos en la mañana, ya despiertos, de los sueños nocturnos poblados de fantasmas, me sobrecogía un miedo inexplicable, me sentía subyugado bajo la suave presión de unas manos de hada. El ídolo, escarnecido, mutilado, me vencía.

¿Por qué no repetirte lo que ya una vez te he confesado?: estoy enamorado fatal e irresistiblemente de sus manos. Hoy recuerdo, claras y precisas, las sensaciones para mí en aquel tiempo misteriosas, que me sacudían de pies a cabeza al saludarnos y al despedirnos. Ahora me doy cuenta de la irritación colérica, sorda y contenida que debía violentar mi semblante, cuando al pasear juntos por la grande avenida solitaria, en las frescas mañanas de primavera, ella ocultaba sus manos en el manguito de piel para protegerlas del frío. Cuando pude considerar de frente mi enfermedad, como tú dices, era ya muy tarde: mi vida se componía de una serie de subterfugios sin más fin que el de ver, admirar y oprimir lo más frecuentemente posible las manos adoradas. Siempre encontraba un pretexto para retener una de estas entre las mías, prolongando la despedida. Así fue como una vez no me pude refrenar y le dije frases de amor apasionadas e impetuosas, en una de aquellas mañanas de primavera, por la grande avenida solitaria, mientras sobre nuestras cabezas los castaños murmuraban, burlones, con el rumor sedoso de sus follajes nuevos, y más lejos, entre el césped recién nacido, las primeras flores entreabiertas, los pensamientos amarillos, tristes y pálidos, me parecían aún más que nunca pálidos y tristes, cómo los tímidos sueños de un enfermo sin esperanza.

Naturalmente la serie de subterfugios no ha sido hasta hoy sino una cadena de sufrimientos y goces. Al principio, los más fútiles pormenores me mortificaban, me enloquecían: unas veces eran los guantes que me inspiraban una envidia rabiosa; otras, en el teatro, era el antepecho de palco, que de cuando en cuando me ocultaba sus manos, el que me hacía probar todas las amarguras, en la sombra de mi apartado rincón, desde el cual, artistas, espectadores, todo me resultaba estúpido y necio. Una idea fija llenaba mi pensamiento: la de poseer sus manos, besándolas, acariciándolas, martirizándolas, lenta, larga, eternamente. En el día, caminando al azar por las calles me ocupaba en compararlas con las manos de las otras mujeres y con ciertas cosas animadas o no, como flores, hojas, cachivaches. Por la noche soñaba con lirios mágicos cuyos pétalos, en el trascurso del sueño, se alargaban, se adelgazaban, se teñían de rosa en un extremo, y en el otro extremo se deprimían, formando un hoyuelo semejante a los que llevan sus manos en el dorso, en el sitio de donde arrancan los dedos.

No realizan el ideal de los poetas que aman las manos breves como pétalos de rosa. Pero me placen así, grandes y finas, sin ser trasparentes como las de una frágil niña clorótica. Desde que las puedo poseer con toda libertad, en la estancita azul situada a dos pasos del Luxemburgo, me procuran cada día una nueva delicia. Cada uno de sus dedos es la cuerda de una lira en la que he compuesto los más tiernos poemas; cada lunar imperceptible que descubro es un trono de amor; cada hoyuelo es una breve copa en la que bebo hasta la saciedad el vino de todas las embriagueces; cada pliegue sonrosado es un venero de perfume, perfume acre que penetra en mis venas como un incendio. Mis labios han seguido todos sus contornos, todas sus líneas y las huellas azules de sus venas. Cuando pienso que pueden guardar todavía algún secreto deleitoso que mis labios no se sepan de memoria, me desespero. Fuera de sus manos, todo lo demás me importa poco, o mejor, únicamente lo necesario para que ella no sufra adivinando mi extraña manera de amarla. Solo sus manos son capaces de iniciarme en el misterio voluptuoso. Cuando me desordenan el cabello, cuando me rozan la cara, cuando me ciñen la frente como una corona de azucenas, o me enlazan el cuello como un dogal de lirios, bajo la blanda presión vibran todos mis nervios, cosquilleados por una múltiple caricia, como si de cada uno de ellos se levantase, agitando las alas, una bandada de mariposas. Entonces cierro los ojos, dominado por una sensación de aniquilamiento dulce, por un deseo vago, progresivamente intenso, de apagarme, de extinguirme, dilatándome en no sé qué ambiente, como el suspiro en el aire, como la onda en el mar, como la luz en los cielos. Es un esbozo de la suprema voluptuosidad, mezcla de espasmo de amor y calofrío de muerte.

Para que veas hasta lo más hondo de mi presente estado de ánimo, no te ocultaré que, a veces, experimento una necesidad invencible de ser castigado, golpeado, brutalizado, por sus manos. He querido gustar así el goce enfermizo probado por esas naturalezas femeninas que provocan voluntariamente las brutalidades del amante. Tampoco te ocultaré los celos que me asaltan y atormentan a propósito de las mayores nimiedades: celos del abanico, del parasol, de los guantes, del afable apretón de manos de los amigos.

A todo esto respondes con las palabras «fetichismo patológico» y te apoyas para responder así en los nombres de Charcot, Magnan y Feré. ¿Fetichista? Sea: soy fetichista, pero lo es también conmigo la humanidad entera. El fetiche no ha hecho sino transformarse: primero, fragmento de piedra mal pulimentada o amasijo de barro mal cocido, se cambió en estatua griega, se hizo carne en Jesús, se espiritualizó en el Dios de los filósofos; y el hombre civilizado moderno que pretende haber derrumbado todos los ídolos, solamente los ha sustituido por otros nuevos: ciencia, arte, ideal. No te hablo del salvaje, como tampoco del vulgo de nuestras razas. La desteñida madona del bandido italiano, por ejemplo, apenas se diferencia del fetiche que fue adorado en el fondo sombrío de la caverna prehistórica.

Si en el dominio intelectual la humanidad no ha alcanzado deshacerse del fetiche, menos aún lo ha alcanzado en los dominios florecidos del amor. El fondo de todo amor se compone de fetichismo. Sé que apruebas todo eso, diciendo que se trata de fetichismo normal, y dices normal cuando el fetiche está constituido por una mujer entera, completa. ¿No es por ventura lo mismo que el ídolo sea una mujer o un pedazo vivo de mujer? ¿Además, cómo apreciar los matices que necesariamente separan esos dos fetichismos en que tú crees? ¿Cómo saber dónde termina el normal y dónde comienza el patológico? Tú, que has vivido en contacto con los más eminentes profesores, no ignoras que muchos de ellos, en el seno de su ciencia, se erigen en partidarios abnegados de un solo grupo de ideas, o de cierta teoría determinada, y son por eso funestamente impulsados, en ocasiones, a sacrificar la verdad en aras de su ídolo. ¿La Venus de Milo dejará de ser porque le faltan los brazos, el más perfecto fetiche de artista?

No creas que en nuestra clase son poco numerosos los fetichistas a mi manera. Algunos lo son sin darse cuenta de ello: creyendo amar una mujer no aman sino su boca, sus ojos azules o sus cabellos rubios. Otros, dándose cuenta de ello, lo ocultan en el fondo del alma, tal vez temerosos de ser considerados como locos, tal vez cuidando, avaros, de mantener sin menoscabo el secreto que constituye la gracia y la gloria de su vida.

Ese gran número de fetichistas depende, dirás tú, del desequilibrio neurótico que reina entre nosotros, pobres hijos enclenques de las grandes viciosas como París. Sin duda, ¿pero ese desequilibrio, por lo generalizado, no debe considerarse como normal? La cuestión no está sino en la manera de derivarlo: tú, obrero de la ciencia, derivas ese desequilibrio neurótico en trabajo científico; el pintor y el poeta lo derivan en arte; y nosotros, los de la inmensa y humilde mayoría, lo derivamos en amor, amor que tiene por objeto una mujer o una porción hermosa de mujer. Poco importa: el ídolo es siempre uno.

Lo que sí importa es que tengamos un ídolo. Lo necesitamos. Suprimir el fetiche es acabar con la razón misma de la existencia, es apagar los pobres rayos de alegría que calientan nuestro espíritu, cerrar para siempre la ventanita misteriosa que todos llevamos aquí, dentro del cráneo, abierta hacia la luz, hacia la esperanza, hacia el ideal. Además, ¿sabes? sus manos…

 

Del libro Confidencias de psiquis (Tipografía El Cojo, 1896)

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