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No es posible salir de Vladik sin un guía que ayude a esquivar los caminos minados. La ubicación de las minas antipersona se detalla en los mapas, el principal pertrecho de los guías. Hay mapas confiables para salir ileso de Vladik. Por tanto, también hay mapas que no son de fiar. Basta que un mapa tenga un desliz en un trazo (cuando son en papel) o un mínimo error de código de programación (cuando consisten en algoritmos alojados en dispositivos electrónicos) para que se torne letal, pese a que en su hechura o reproducción hayan privado los buenos propósitos y el conocimiento verídico de la ubicación, calidad y estado de las minas reseñadas. Es incorrecto hablar de mapas medianamente confiables, la precisión es fundamental y no admite matices o aproximaciones.
Hay expertos capaces de garantizar la autenticidad de un mapa impreso o de su código mediante un programa informático. Sin embargo, un asunto es la autenticidad y otro es una errata de origen. Un mapa puede ser un original o un facsímil certificado y tener un error garrafal de origen que escapa a la experticia del ojo más especializado. Entre los expertos en autentificar mapas los hay bastante confiables y poco confiables. En este punto es admisible la distinción de matices; ha ocurrido muchas veces que un experto no confiable acierte, por mero azar, en la autentificación de un mapa. También, hay expertos reputados a los que el azar (una mancha de grasa o sangre en el papel, un jugueteo de sombras en la recámara de examinación o el primer asomo de una incipiente catarata en el cristalino ocular) les ha jugado una mala pasada y han certificado como bueno un mapa malo, o a la inversa. Si a pesar de todas las pruebas de rigor un experto tiene dudas sobre la autenticidad de un mapa, debería abstenerse de emitir un juicio. En todo caso, no conviene presionarlos ni amenazarlos; el resultado podría ser una validación inconsecuente por parte del experto para salir con vida del atolladero. Pese a que un experto haya sido muy recomendado y goce de buena reputación, no hay manera de reconocer su auténtico calibre. Algunos exhiben dotes de histrionismo capaz de obnubilar cualquier juicio; otros son más bien retraídos y de maneras torpes. Existen expertos dedicados a validar expertos, y también hay expertos especializados en validar la experticia de estos últimos. Lo mínimo que se puede esperar de un experto es que sea capaz de descartar un mapa que él mismo no usaría para salir de Vladik; aunque también es cierto que en el límite de la desesperación todos podemos creer en cualquier trozo sucio de papel.
El solo hecho de adquirir mapas y someterlos al escrutinio de cartógrafos para su posterior uso entraña un acto de fe mayúscula. Incluso teniendo un mapa auténtico validado por un experto confiable, el documento se vuelve vano sin un guía que sepa traducirlo (esto es: llevarlo a cabo) y que esté dispuesto a transitar las rutas propuestas y evitar las proscritas. Un guía debe combinar el análisis de mapas con el conocimiento intuitivo del terreno. Un guía es una suerte de mapa vivo, el mapa hecho organismo. El único modo de traducir un mapa es aventurarse a recorrerlo. La traducción que hace el guía no es de un lenguaje a otro, sino de la teoría a la práctica. Una traducción en vivo que entraña muchas posibilidades frente a únicas elecciones: cada travesía es irrepetible, como una huella dactilar o como la forma de una nube. De ahí que los guías sean más apreciados que los expertos en cartografía. Hay que advertir, sin embargo, que un guía curtido pudo haber efectuado un mismo trayecto de ida y vuelta varias veces y aun así fallar en ese mismísimo recorrido, pues hay miles de minas antipersona programadas para activarse tras varias pisadas o después de meses o años de haber sido acariciadas por alguna suela.
Los mapas admiten miradas con fines contemplativos. Sus trazos y símbolos alientan la imaginación de sus portadores durante las noches insomnes: ¿senderos subterráneos, cascadas, colinas, bosques, almacenes, cabañas, antiguas vías de tren? Y en las partes donde el papel no es más que un manchón negro es lícito suponer la existencia de un lago o de un abismo. Además de la seguridad de poseerlos, esas imaginerías son lo más que se puede obtener de ellos si no se cuenta con la habilidad para leerlos y la experticia para compararlos con los caminos o con otros mapas.
Casi ningún mapa distingue el estado de las minas, ni mucho menos si factores como la erosión o los movimientos de tierra desplazaron la plantación de las minas a otro sitio. Tampoco especifican la cantidad de minas plantadas en determinado punto o el tipo de mina en cuestión. Las minas Soria o las Pionyang son de descomunal potencia, pero de baja sensibilidad; minas como las Golán o las Ozren no son tan potentes, pero sí en extremo sensibles: hasta la suave pisada de un lobo o el arrastrarse de una vaquita cambray activa el mecanismo detonante. Las minas abundan en tipos, combinaciones, letalidades y desperfectos técnicos que las hacen impredecibles. Debido a la gran variedad de minas antipersona, fabricadas con técnicas y materiales dispares, los instrumentos para su detección son múltiples y por lo mismo estériles: en cada expedición habría que portar una ingente cantidad de dispositivos, lo que le añadiría un punto más de insensatez al viaje.
Un guía, a diferencia del mercader o del cartógrafo, se expone con su propio cuerpo a la fatalidad del error. Y aunque hay guías que se han vuelto expertos en autentificar mapas, y también expertos que devinieron en guías, cada nuevo viaje constituye siempre una experiencia de grado cero. Por lo general los guías operan por zonas; son raros aquellos que ofrecen cruzar vastas extensiones de territorio. Así que, si se quiere salir totalmente de Vladik, se requieren varios guías y muchos mapas. Para obtener una ruta completa de salida segura de Vladik serían necesarios centenas de pliegos de mapas o un programa informático complejo que pueda unir y dar sentido a una serie de códigos disímiles de mapas. Influenciados por cartógrafos eminentes como Suárez Miranda y L. Carroll, abundan quienes no creen en la ficción de los mapas reducidos y sostienen que el único mapa exacto y confiable sería aquel que tuviera la misma extensión de Vladik. Otros más puristas sostienen que ese mapa de escala uno:uno es aún insuficiente, pues para ser total debería estar compuesto por distintas capas de mapa en las que se consideren sucesivamente los cambios del paisaje, las historias de minas que ya han explotado y de aquellas ya holladas pero que aún están por explotar a la espera de la pisada definitiva. Hay leyendas de mapas totales que son más grandes que el territorio que representan. De existir un mapa así de superlativo, su inutilidad quedaría compensada por su colosal rareza.
Se sabe, más allá de la intuición o de la imaginería popular, que la concentración de las minas se incrementa hacia las afueras de Vladik y disminuye mientras más cerca se está de lo que fue su centro geográfico y político. Las minas antipersona se plantaron con el objeto de proveer a Vladik de una muralla invisible para la protección frente a los enemigos externos que quisieran entrar y contra los enemigos internos que quisieran salir. Y aunque Vladik cesó como Estado, perdura gracias a sus minas que perpetúan la idea de Vladik bajo la forma de maquinaria ideal y ensueño eterno. La cualidad fantasma de la muralla de minas incrementa su letalidad y ha servido para contener la forma (o las formas) de Vladik, otorgándole cierta consistencia a unos contornos geográficos e ideológicos que de otra forma se hubiesen diluido, tal como ocurre tarde o temprano con todos los imperios sin importar su tamaño. El cuerpo del estado vládiko puede estar podrido o hecho polvo, pero las minas siguen allí para recordar su existencia, para perpetuar la idea de lo vládiko mediante el puro horror latente en cada pisada.
Hay quienes sostienen que las minas nunca existieron en absoluto, que su sola promesa fue suficiente para cercar a sus habitantes puertas adentro y evitar intromisiones incómodas cuando empezó el período de la paz vládika, aquella quietud artificial tan parecida a la paz de los cementerios. No obstante, los testimonios de innumerables ciegos, mutilados y errantes enloquecidos que sobrevivieron a explosiones durante alguna caravana atestiguan la existencia de las minas. Cuando no matan, las minas escriben sobre el cuerpo, se instalan en él y multiplican su mensaje a través de la mirada de los otros. Son una forma de virus que contagia el terror y tiende a favorecer la inmovilidad. “Las minas son la paz. Son un ecosistema natural que, como los arrecifes de coral, no hay que perturbar; hay que dejarlas estar”, repetían en sus tiempos los funcionarios de Vladik.
No es necesario transitar los caminos minados para padecer sus estragos. Una mina antipersona no necesita explotar para cumplir con su objetivo primario: la prohibición de imaginar o enunciar un mundo distinto. Las minas no solo demarcan las aparentes fronteras vládikas, también aspiran a delimitar el mundo y sus posibilidades, con el mensaje subrepticio de que después de un supuesto finisterre nada hay. Aún hoy circulan leyendas que cuestionan la abundancia de minas. Se cuenta, por ejemplo, que los funcionarios vládikos plantaron muchas menos de las prometidas, o que cientos de miles eran de utilería. Otras ideas peregrinas sostienen que algunos jardineros, a causa de errores de planificación o mera desidia, las sembraron en lugares no designados o las abandonaron en terrenos baldíos y caminos alejados de las rutas que conducen a las fronteras de Vladik. Aunque todo esto pudiera ser cierto, son historias (quizá diseminadas en su momento por los propios funcionarios de Vladik) destinadas a desprestigiar la labor de los expertos en cartografía y de los guías. Historias que prometen vanas esperanzas solo para volvernos más laxos y confiados en que el mal es torpe y por tanto destructible. Estos juegos especulativos pueden resultar entretenidos, pero lo cierto es que conducen a callejones ciegos. Lo más sensato, si se quiere salir ileso de Vladik y comprobar si existe o no algo después de sus fronteras, es creer en la existencia de todas las minas, en su potencial destructivo, en su amenaza latente.
Algunos mercaderes se jactan de ofrecer mapas alternativos en los que se marca la ubicación de las supuestas minas desperdigadas en lugares no oficiales, o mapas que prometen rutas amplísimas, casi fantásticas, en las que no hay ni una sola mina auténtica. Todo guía, incluso el más escéptico, ha de cargar siempre con la cruz de la incertidumbre; aunque esté convencido de que las minas de utilería y las no registradas son un mito, sabe que ese tipo de prácticas no eran inusuales en la burocracia del estado vládiko. Un guía debe creer, sin escepticismos juveniles, en la existencia de todas las minas, las reales y las imaginarias.
Los guías, debido a su talante silencioso y contemplativo, no suelen hacer comentarios sobre sus creencias a estos respectos. Ello no quiere decir que no piensen en el asunto. De hecho, la vocación de los auténticos guías está fraguada en las brasas de un constante meditar sobre su oficio, no solo en lo concerniente a cuestiones estratégicas (como la interpretación de los mapas y de las señales en el camino dejadas por otros guías), sino también en lo referente a asuntos espirituales.
Los guías, en su origen, son seres que ya lo perdieron todo una y otra vez. Y aunque es verdad que todos ya lo perdimos todo, no siempre eso nos ha ocurrido una y otra vez. Un auténtico guía, de hecho, anhela volver a perderlo todo de nuevo hasta que eso deja de importarle: he ahí un guía en el máximo esplendor de su oficio. En este preciso instante, en algún lugar de Vladik, es seguro que al menos un guía se repite que todas las posibilidades recién dichas son potencialmente ciertas.
Aunque no hay certeza de cuántos, hay muchos guías que se han asomado a través de la puerta de salida de Vladik. ¿Pero por qué vuelven? Quizá tiemblan de terror de solo pensar cómo serían sus vidas más allá, en esas tierras ignotas. ¿Persistirían en su oficio? ¿Guías de qué? Acaso suponen que al cruzar la frontera se encontrarán con un nuevo Vladik, con otro nombre, otros caminos minados y otros guías más jóvenes y capaces, y a los viejos guías recién llegados no les quedaría más remedio que perseguir las sombras de estos nuevos guías hasta llegar a otra frontera más.
Cuando el guía enfermo se terminó de apagar del todo, se desarrolló una trifulca sosegada que dividió al grupo en tres partes.
Quienes estaban en posesión de los mapas, del coltán y de la navaja sin filo (el titiritero, la tabernera, el sacerdote y la médico) acordaron continuar la ruta que parecía estaba siguiendo el guía, quizá empleando la estrategia de veintitrés pasos más una pausa.
Un grupo más reducido, formado por la botánica y el tarotista, creía insensato avanzar a ciegas; preferían desandar la ruta hasta volver al poblado de donde habían partido y allí conseguir más dineros, otros mapas y otro guía. Con la lectura de cartas para recalcular la trayectoria de vuelta y el conocimiento herbolario para identificar cuál había sido el pasto que recién habían recorrido, la pareja consideraba que tenían una o dos oportunidades más de sobrevivir que con unos mapas que nadie sabía interpretar.
Estos últimos invitaron a Zoran a unirse a sus filas, pero el falso domador permanecía tendido junto al cuerpo del guía sin adherirse a ninguno de los dos bandos.
“Se equivocan. Todos”, murmuró Zoran sin convicción.
“¿Por qué, domador? ¿Nos esperan jaguares, osos, lobos? ¿O es que nos toparemos con peligrosas mariposas y temibles vaquitas cambray?”, le escupió burlona la falsa médico, y todo su grupo la secundó con risas fatigadas.
Zoran pensaba que devolverse sería repetirse y tarde o temprano retornar al punto exacto donde estaban. En cuanto a avanzar con el grupo de los mapas, temía menos la amenaza de las minas que el revólver del titiritero y la inminente delación de la hostil falsa médico. Su mejor chance era esperar a que apareciera otra caravana en la que pudiera incorporarse.
“Vaya usted por donde quiera menos con nosotros. Si quiere sus dineros de vuelta pídale cuentas a ese”, le dijo el titiritero señalando con el mentón el cuerpo del guía.
La falsa médico le susurró a Zoran al oído la palabra farsante; luego comentó con su grupo que ése ya era hombre muerto y que ella nomás había cumplido con avisarle. El sacerdote escupió al suelo y el titiritero se palpó el talego del coltán con la mano mala. De nuevo los reojos de la tabernera y el sacerdote coincidieron en aquella protuberante entrepierna metálica.
Los dos grupos se dispersaron en direcciones opuestas: los de la huida hacia atrás y los de la huida hacia adelante.
Las posibilidades que se abrían ante Zoran entrañaban un falso trilema; en realidad no existía una tercera vía concreta hacia donde caminar. Es decir, había miles de opciones más hacia donde ir, pero no una opción clara y distinta a la de los dos grupos que acababan de abandonarlo. Y esperar, como lo hacía, no era más que un mientras tanto; tarde o temprano tendría que moverse.
Si hubiese sabido calcular el camino que matemáticamente se oponía a la suma de las rutas de ambos grupos lo habría tomado. Si hubiese tenido una moneda de cobre, la habría aventado al aire como brújula azarosa para elegir y descartar rumbos. Pero solo tenía una sola y de coltán, y como éstas no están acuñadas en ninguna de sus caras, su superficie es un espejo oscuro que parece decir: no hay Dios para jugar a los dados.
“Vamos a esperar”, pluralizó Zoran para sí.
Tendido junto al cuerpo del guía confiaba en que su decisión de haber decidido no moverse era la mejor.
Zoran intentó quedarse con las botas del guía, pero le fue imposible quitárselas. Quizá era cierto que las llevaban cosidas a los pies.
Se creía que desde que iniciaban su vida como guías ellos mismos se cosían el cuero de las botas a su propio pellejo, y una vez que el pico del dolor descendía emprendían sus primeras caminatas rumbo a las fronteras. El dolor nunca se les iba del todo y eso era un recordatorio del tacto con que debían calibrar cada una de sus pisadas. Esa leyenda le parecía a Zoran exagerada, aunque creíble. Si bien las historias y pensamientos desmedidos tienen graduaciones que van de lo probable a lo imposible, en Vladik todo era admisible. Vladik era una tierra fértil en posibilidades, donde desde tiempos inmemoriales la normalidad había estallado en pequeñas astillas de rarezas y sinsentidos que pasaron a constituir el sustrato de los días. “Cuando lo extraordinario se hace cotidiano” era de hecho uno de los lemas del Partido cuando los orígenes del orden vládiko.
¿Había un pasado antes de Vladik? La narrativa vládika, más que satanizarlo, lo negaba; el pasado era un lastre que había que superar. Lo vládiko se conjugaba en tiempo futuro, pero el futuro ya había pasado también. Perdura un Vladik en ruinas que es puro presente destilado en su más pura sustancia; un presente desmemoriado y desesperanzado que recuerda a la locura contenida de los pájaros cuando se están quietos. No es un presente místico de desprendimiento e iluminación, sino uno oscuro, como el de las máquinas analógicas cuando mueven sus engranajes por pura inercia o por efecto de los elementos.
Como Zoran no le pudo sacar las botas al guía, intentó quitarle la chaqueta; pero la descartó porque olía terrible, no el olor irritante de los fluidos corporales y la falta de higiene, era el helado efluvio de la putrefacción. O se trataba de algún trozo de carne que el guía allí guardaba como vianda, o bien el guía se había estado muriendo por partes, desde dentro, hasta que ya no pudo dar un paso más.
Aun así, pese al olor rancio, o a causa de él, Zoran permaneció allí, con las caderas paralizadas. Era capaz de realizar movimientos con sus brazos y piernas, pero no podía levantarse. Su estado era el de alguien que hubiese pisado una mina de las que funcionan por alivio de presión, es decir, que estallan no cuando son pisadas, sino cuando se les retira el peso del cuerpo que las pisa.
Allí tendido, Zoran le sacó al guía del bolsillo un encendedor y una pipa. No podía eludir la vieja costumbre vládika de saquear al muerto, de alivianarle el peso para hacerle más ágil su camino hacia más allá. Intentó abrirle los ojos, como también ordena la costumbre funeraria, pero no pudo; ya los párpados se le habían endurecido y era imposible abrirlos sin hacer un corte. Si es que había otro mundo con sus fronteras y sus caminos minados, al guía muerto le tocaría cruzarlo en completa ceguera. Eso era la oscuridad final. Por eso en Vladik daba tanto miedo morirse solo, sin la compañía de un alma buena que nos abriera los párpados cuando hiciera falta.
Tomado de la primera edición de miliapassuum libros, 2024