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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Fuegos

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A Lorenzo, mi papá, le preguntaban de forma recurrente si no le había hecho falta tener hijos varones, seguido de las clásicas asunciones sobre lo que significa ser varón y ser papá de varones: darle a chupar un dedo mojado en whisky desde bebé, jugar pelota, llevarlo a los partidos de béisbol, enseñarle mecánica, llevarlo a un burdel a hacerse hombre, entrenarlo para heredar la empresa que nunca tuvimos. A papá nunca le faltó con quién jugar a la pelota pero, además, fue él quien enseñó a cocinar a Amanda —la mayor de las tres—, quien ensayaba los movimientos de ballet con América —el jamón del sándwich— y quien lloraba más que yo, Amira, cuando veíamos un programa de televisión donde a los niños se les cumplían sus deseos, en un país donde atreverse a soñar todavía no era una desfachatez.

De tanto escuchar la pregunta asumí que, al ser la menor, algún ecosonograma revelador había dinamitado la última esperanza de mis padres de tener el varoncito, aunque muchas veces no era solo una interpretación mía. Llegué a escuchar de mi abuela, o de alguna amiga a la que nadie pidió su opinión, cosas como:

—¡Ay, lástima Amira! Te hubiera salido varón y tendrías la parejita.

Y cuando no era tener la parejita, era tener a alguien que cuidara a las niñas, aunque no sé cómo, siendo catorce años menor, mi versión masculina iba a poder hacer nada por proteger a Amanda. Un varón que ayudara a arreglar cosas de la casa, pues es bien sabido que la testosterona es requisito indispensable para usar un alicate. Que tuviera cómo hablar con mi papá, porque al parecer nosotras éramos mudas. Que representara y cualquier cantidad de argumentos que ahora sé que son disparates, pero que cuando era pequeña me convencieron de que había decepcionado a mis padres. Fuese a mí o a cualquiera que acusara desilusión por mi género, ellos siempre aseguraban no haber tenido ninguna expectativa sobre el sexo de su descendencia y defendían mi «hembritud», así fuese solo por la mala suerte de que yo entendía las conversaciones con tres, cuatro, cinco años… Luego, el tiempo hizo su trabajo y ya nadie volvió a decirlo. Nunca me faltó afecto, ni de mi abuela ni de las tías ni de las amigas imprudentes, pero en algún resquicio de mi interior siempre sentí que tenía que ganarme mi lugar en el mundo, que tenía que ser yo a todo dar, como si tuviera que convencer al universo de que había valido la pena parirme. En mí, la autoafirmación y los complejos coexistían entre lindes permeables.

Me armé esta historia por alguna necesidad de justificar haber sido una niña insoportable. Aunque hubiera tenido un hermano en vez de dos hermanas o la gente hubiera sido tan prudente de no desearme varón en voz alta, probablemente yo hubiera salido con el mismo temperamento, la misma abundancia de sentimientos y opiniones. Pero brota el empeño de buscar interpretaciones que no necesariamente existen para aspectos de nuestra personalidad y nuestra vida. Las cosas son, y ya.

Si alguien me ayudó a moderar mi carácter fue mi hermana América. Siempre callada, había algo de su silencio que terminaba por avergonzarme de ser tan escandalosa, de llorar por todo, de reclamar incluso aquello a lo que no tenía derecho. Por supuesto que, como cualquier pareja de hermanos, peleábamos a gritos y patadas, aunque la mayoría de las ocasiones ella lograba tranquilizarme —y había veces en las que su calma me sacaba todavía más de quicio—. Pero la convivencia con ella, compartir un cuarto durante tanto tiempo, verme obligada a negociar con alguien que no cedía ante mi inmadurez y aprender que los argumentos me ganaban más discusiones que las pataletas, fue domando mis pasiones exacerbadas. Quizá esto sea también un cuento que me echo a mí misma, no sé por qué razón. Ni siquiera sé en qué momento llegué a la conclusión —o necesité llegar a ella— de que aprendí a ser una persona razonable y no un manojo de alborotos precisamente de mi hermana.

La verdad, yo no era tan rara en la familia: mamá tenía altos y bajos marcados —aunque yo, de pequeña, no entendía qué pasaba—; papá siempre fue un tipo sentimental, y Amanda tenía convicciones pasadas de fuertes sobre prácticamente cualquier asunto. Así pues yo tenía a quién salir, solo que Candelita —mi apodo de la infancia— era más grandilocuente a la hora de sacar el fuego al exterior y menos cuidadosa para advertir a quién quemaba. La extraña siempre fue América, como un río en reposo o, mejor dicho, como una laguna congelada: inamovible e impenetrable. Diría también que fría, pero siendo honesta, siempre fue atenta, empática, cariñosa. Estoy tentada a convertir esto en otra explicación, o por lo menos en parte de una. Pero ya aprendí —o eso me digo—.

 

Ana abre los ojos y el golpeteo estremecedor de la lluvia sobre el techo de zinc anuncia una gran noticia. Aunque son las tres de la madrugada y aún faltan tres horas para irse al trabajo, despierta a su esposo, quien de inmediato reconoce en el estruendo un llamado a levantarse de la cama.

Ana y su esposo salen a la calle con todos sus envases, de todos los tamaños y colores, a encontrarse con sus vecinos. Todos han tenido la misma idea.

Sin prestar atención al palo de agua, que además le lava la ropa puesta, Ana dispone los envases sobre la acera. Los más pequeños se llenan rápidamente y servirán para lavarse las manos o los dientes. Los más grandes, para llenar los tanques de las pocetas y enjuagarse el cuerpo («bañarse» sería una exageración). Quizá esa misma agua pueda reutilizarse para lavar la ropa, sin detergente, porque dos kilos cuestan lo mismo que todo su salario en un mes.

Para estas personas («el pueblo»), la política es de otros, una abstracción inútil excepto para robar, una herramienta para que ellos, los mismos que gobernaron por cuarenta o por dieciocho años, se apoderen del país, la marca de una casta que nada quiere con nosotros y nada hace por nosotros. En cambio este pueblo, para la política, representa un instrumento fundamental.

Pero la política está engranada en cada aspecto de sus vidas. La política determina que haya pasado un mes desde la última vez que recibieron agua corriente o que los alimentos ya no se adquieran en el abasto o en el automercado, sino que aparezcan en unas erráticas cajas. O que ya ni Ana ni su esposo ni sus hijos (que ya no viven con ellos, sino en Chile y Perú) ni muchos de sus vecinos sepan si volverán a tener la oportunidad de decidir quién los gobierna o cuándo podrán castigar a aquellos que a propósito hicieron que sus vidas fueran peores.

 

Me sentía desahogada pero había aprendido a controlar mi impulso de publicar de inmediato, a releer. Intercambié frases, eliminé paréntesis y, tras pensarlo unos segundos, sustituí «las pocetas» por «los inodoros». Si mi pequeño relato se volvía medianamente viral, como había ocurrido con otros que habían sido compartidos hasta mil veces, el lenguaje debía ser más accesible para un público internacional, aunque los «reposteadores» fuesen sobre todo venezolanos de la reiteradamente aludida diáspora.

Esa palabra siempre me hacía pensar en partículas de polvo flotando contra la luz.

Claro, si un lector no estaba familiarizado con la tan venezolana «poceta», menos entendería la alusión a las cajas CLAP, pero añadir una oración enciclopédica del tipo «paquetes de alimentos a precios subsidiados por el Estado» iba a romper con el tono que buscaba, el más casual posible, a pesar de lo solemne que me resultaba mi propia tristeza. No tenía cómo ayudar a Ana, el seudónimo que inventé para la señora Yamilé, encargada de limpiar la oficina, quien utilizaba el momento de barrer mi cubículo como desahogo a sus penas, casi siempre relacionadas con la precaria calidad de vida en su barriada. Por lo menos, podía usar las palabras para desnormalizar su situación.

Durante varios meses había dedicado buena parte de mi tiempo libre —y algunas horas robadas en la oficina— a escribir textos breves sobre anécdotas, hechos políticos o cualquier aspecto de la nueva vida que llevábamos los venezolanos desde la llegada de Hugo Chávez al poder en 1999. Yo no tenía edad para saber o prever lo que pasaría en Venezuela, para pensar mi vida en términos de antes o después, pero una cosa sí era cierta: mis recuerdos de niña contenían, casi siempre, a todos mis primos, una mesa tan llena de comida que mis peleas con mi mamá se debían a su insistencia en que comiera más, las patinatas en Navidad y los viajes una vez al año a Margarita, Mérida, la Colonia Tovar, Coro o incluso una vez a la Gran Sabana.

En mi adolescencia, esos pilares de la memoria comenzaron a ser solo eso, memoria. Las comidas familiares tenían cada vez más asientos vacíos y las conversaciones giraban más en torno a si a mi primo Lorenzo le iba bien en España o si era correcto que mi prima Rosana hubiera dejado la universidad a la mitad para ser mesera en Bogotá. La mesa ya no estaba tan llena como antes y los regaños caían sobre el que repitiera sin preguntar si esa comida sería también el almuerzo del día siguiente. La inseguridad convirtió en absurda la idea de dejar a los niños patinar solos en la calle y los viajes, cada vez más espaciados, cada vez a destinos más cercanos, cada vez más cortos, terminaron por desaparecer.

De manera que, aunque no había tenido conciencia de la vida durante la Cuarta República antes de Chávez, lo que tenía claro por mi propia experiencia era que algo había ido cambiando y no para mejor.

 

En casa teníamos una regla: quien se sirviera el último vaso de la jarra de agua, debía volverla a llenar antes de devolverla a la nevera. En parte por flojera, en parte por travesura, me aseguraba de dejar siempre lo suficiente como para justificar el retorno de la jarra sin tener que llenarla, de modo que la tarea le tocara al próximo en servirse, preferiblemente a América. En mi defensa, ella hacía lo mismo. Era un juego entre nosotras que tenía a nuestros padres como víctimas colaterales. Eventualmente maduré y dejé de hacerlo adrede. Aún sentía cierta satisfacción al servirme y dejar un par de dedos de agua en la jarra, pero esa satisfacción era más bien un dolor fantasma. Yo ya no buscaba evadir mis responsabilidades y América ya no estaba en el país.

Mi comportamiento, mis rutinas estaban entretejidas con las de América y por mucho tiempo me costó adaptarme a no tener que esperar para usar el baño, no compartir o esconder mis chocolates y, muy particularmente, encontrarme con un montón de tiempo sobrante, antes destinado a hablar con mi hermana. Con Amanda, la mayor, casi nunca tenía contacto, y más bien recordaba como muy lejana la época en que vivía con nosotros. Habíamos sido muy cercanas cuando yo estaba recién nacida y no tenía manera de recordarlo; más bien nuestra relación actual, e incluso la manera en que me trataba —nunca mal pero nunca especial—, jamás me hubieran revelado que, durante un tiempo de su adolescencia, Amanda prácticamente había sido mi madre. A veces tenía el impulso de hacer nuestra relación más cercana, o de tener algún gesto de agradecimiento con ella, pero enseguida me convencía de que sería demasiado incómodo y que probablemente no resultaría en nada.

Después de dar a luz a cada una de nosotras tres, Tania, mi mamá, se enfermó. Pero solo hasta mi nacimiento, ella empezó a contar con una hija lo suficientemente grande como para ayudarla. En la casa nunca se mencionó el padecimiento de mi mamá, a veces se aludía al hecho de que Amanda casi me había criado durante el primer año como si hubiera sido lo más natural, así que fui atando hilos con el tiempo y confirmé la verdad en una conversación casual con mi papá, una de las primeras veces que nos sentamos en el balcón a tomarnos unas cervezas. A él —seis Soleras después— se le escapó algo sobre un diagnóstico y una terapia que luego quiso negar.

Le conté el episodio a América, que tenía pocos meses de haberse ido de Venezuela. Solo se rio y no confirmó ni negó nada. Nunca me quedó claro si mi hermana sabía algo o no, pero esta ambigüedad no significaba nada en especial. Era solo parte de la personalidad de América. Se paseaba por la casa como un gato y me descubría tomando leche directo del cartón, a mi papá fumando en el balcón de madrugada o a mi mamá escribiendo a mano en un cuadernito que cerraba, nerviosa, apenas advertía a América contemplándola. Observaba, escuchaba, absorbía la vida con esmero. Quizá por eso había decidido estudiar Sociología y yo Periodismo.

Mi mamá tuvo un solo conato de hacerme desistir de ser periodista. Cuando yo aún cursaba bachillerato, RCTV, el mayor canal de televisión del país, tenía pocos años de haber desaparecido de las pantallas. El entonces presidente Hugo Chávez decidió no renovarle la concesión para transmitir. Si el objetivo disciplinario y de retaliación de ese cierre no había sido evidente entonces, fue inequívoco cuando los otros canales de variedades se plegaron a la línea de la «neutralidad», lo que en Venezuela no guardaba ninguna relación con los hechos o la verdad, sino con deslastrarse de cualquier indicio que los identificara como un medio de oposición. Mi mamá sabía que después de eso el panorama para el periodismo ya no podría mejorar y pintó tres escenarios para mí: no poder ejercer la profesión, terminar presa o muerta. Estaba acostumbrada a sus exageraciones, para ella el chavismo era el mismísimo Apocalipsis en desarrollo. A la vez, alguna conjunción de trastornos e ideas extrañas me convenció de que estaba decepcionada de mí por haber escogido Comunicación Social y no Sociología o Antropología, o cualquiera de las –ías más científicamente sustentadas y respetadas a nivel intelectual. No supe —o tal vez no quise— escuchar lo que quería decirme y quiero pensar que mi terquedad fue una bendición; de haber sido más inteligente, quizá sí hubiera desistido.

Desde «colaboracionista con el régimen» hasta «mala madre», se amplió el rango de epítetos que le lancé, y no solo presenté el examen de admisión en la universidad donde me interesaba estudiar, sino en todas las que ofrecían Comunicación Social en Caracas y un par en el interior del país, aunque no tenía ninguna intención de mudarme fuera de la capital. Quedé en todas menos en la Universidad Central de Venezuela, que era precisamente donde soñaba estudiar. Mi papá trabajaba como profesor en la Universidad Católica Andrés Bello y podía optar a un buen descuento en mi matrícula, así que se decidió que yo estudiara allí. Fue justamente él quien me explicó, en medio del duelo por mi futuro ucevista truncado, que mi mamá estaba muy orgullosa de mí —¿por qué me costaba tanto creerlo?— y que aquel discurso había surgido a raíz de una preocupación real por mi bienestar y mi futuro —¿y por qué ella no podía decirme eso directamente, con esas mismas palabras?—. América también parecía estar orgullosa de mí. Me regaló sus libros de los primeros años de Sociología.

—Pero sabes que no puedes hablarle así a mamá, ¿cierto?

—Ya pasó. Ya estamos bien.

—Sí, ya pasó. Pero sería bueno que no volviera a pasar. Tienes que aprender a controlarte.

—Ella también se tiene que controlar. ¿Tú crees que vino a preguntarme opciones, a discutir escenarios conmigo? Se plantó un día y me dijo: «No vas a estudiar Periodismo».

—Tú sabes cómo es mamá, Amira. No lo hace por mal.

—Pero no me ayuda. Todo lo ve peor de lo que es.

—Quizá lo ve tal cual es.

Me quedé callada. En parte, angustiada de que mi hermana también percibiera un futuro tan negro para el país. En parte me daba rabia que se pusiera del lado de mi mamá.

—¿Entonces qué? No me inscribo. ¿Para qué estudiar?, ¿para qué hacer nada si el chavismo nos va a matar o meter presos a todos?

América soltó una carcajada. Su risa era limpia, sabrosa.

—Conclusión: tienes de quién sacar el dramatismo.

—Te estoy hablando en serio. No sabía que pensabas que ella tenía razón.

—Si mamá tiene razón o no es irrelevante. Ya tú tomaste tu decisión y eso es lo que importa. Vas a hacer lo que quieres hacer. Y es lo que me importa a mí, por ti y por el país. Tal vez mamá tiene razón, pero si todos desistimos por miedo no va a quedar nadie que haga el trabajo que se tiene que hacer.

Para cualquiera habría sido un momento insignificante, pero escuchar esas palabras se sintió muy importante para mí. Aunque me costara admitirlo, la aprobación de América, más que la de mis padres, era una de las únicas cosas que podían hacerme cambiar de parecer sobre una decisión. Además, a pesar de mi fascinación por la UCV, me entusiasmaba sobremanera que estudiáramos en la misma universidad. Sabía que ella se sentía igual.

América tenía clarísimo que yo la veía como un ejemplo a seguir y por eso, a pesar de que éramos increíblemente cercanas, había elementos de su vida a los que yo no accedía; verbigracia, cuando yo tenía quince, casi hubo un accidente con un brownie envuelto en papel aluminio que encontré en un bolso que ella me había prestado. No entendí —sino mucho después— la ferocidad con la que me lo arrebató y me dijo NO cuando le pregunté si podía comérmelo.

 

De la edición de Editorial Eclepsidra (2024)

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