Gasolineras, de Hensli Rahn

28/ 07/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

gasolineraLo único material que me dejó Maria, fue una libreta rectangular y prieta. Para tus dibujos, dijo. Ella tenía una igual. Mucho tiempo después, en una librería frufru al este de la ciudad, vi una libreta idéntica, excesivamente costosa. En el envoltorio la marca se promocionaba como la que usó Hemingway, la misma de Miró, igual a la de este y aquel. Me dio algo de náuseas todo el asunto. El día que me la regaló, lo único que hice fue coger un bolígrafo y rayar la primera hoja con mi firma. Hice una sola caricatura. Las demás páginas las usé como bitácora.

 

Tucupita, Delta Amacuro. Tanto calor y monte pueden sancocharte el cerebro. Dimos con un caserío en pleno delta, llegando a Clavelina. La vivienda era de Queca, una conocida de Maria. Para pasar el rato, nos prestaron un par de caballos raquíticos y grises. Los montamos a pelo. A las seis de la tarde había que recogerse puertas adentro por la avanzada de zancudos. Te pican aún por encima de la ropa. Al oscurecer nos sirvieron arroz con tajadas y cachama, un pescado de la zona.

Queca dispuso un chinchorro para mí y una colchoneta para Maria. Nos dijo que no tuviéramos sexo en su casa. Había un par de niños, además de una vieja y ninguno de los cuartos tenía puerta. Explicó algo referente a sus nexos filiales, pero no presté mayor atención. La mañana siguiente Maria y yo arrancamos. En el asiento del autobús recuperamos parte del tiempo perdido.

 

Puerto Ordaz, Bolívar. Se nos pegó una compatriota de Maria: Sabine Schink. Puro cachete y cabello amarillo. Domina el español al dedillo y pertenece al grupo de los que gozan entrometiéndose en cualquier conversación. Sus anécdotas las contó sin pelos en la lengua. Venía de una temporada de intercambio estudiantil, en una mansión al sureste de Caracas. El viaje en autobús forjó una mirada demente en su cara; discutió con una pasajera, cuyo celular retumbaba en toda la unidad con música bailable. Se apersonó el conductor para calmar los ánimos. El atajaperros se resolvió a favor de Sabine, pero la otra pasajera la espetó (Cachapa, muchacha gafa) y la risotada general dio fin al episodio.

Por más que sudáramos, Sabine nunca soltó su guía turística ni para secarse las palmas de las manos. No sé quién tenía mejor perfil psicótico, si ella o yo por haberme fijado de eso. Vamos al Centro, propuse. No, me refutó con sonrisas, la guía dice que es un sitio poco seguro. ¿Para qué salió de su cabaña en la pradera de Erfurt? Es una de esas tipas de porte rígido, que parecen empaladas, apenas mueven los brazos y jamás tuercen el cuello. Me da mala espina. Esa guía y esa mujer llegaron para equivocar las cosas.

Nos movimos entonces para conseguir una posada “certificada”. Quedaban sólo dos habitaciones y a Sabine se le ocurrió una idea grandiosa: meternos los tres en una sola. A Maria no sé qué le pasó, se le cortó la libido con la amarillenta rondando por ahí. Algo le cliqueó el interruptor germánico a modo encendido.

 

Ciudad Bolívar, Bolívar. Rodamos pocas horas hasta el terminal. Hubo que sortear si seguir vía Santa Elena de Uairén o vía Amazonas. La ventaja de la primera opción era la cercanía de Boa Vista. ¿Quién no quiere ir a Brasil? Pero Sabine hizo un acuerdo con Maria; le pide prestado todo el dinero que necesita con la promesa de devolvérselo en Alemania. La excusa es verosímil, bien tramada. Un embaucador reconoce a otro, quizá por eso nos repelemos. Total que Maria, nuestro banco, decidió virar hacia Puerto Ayacucho, donde al menos tiene la seguridad de que hay cajeros automáticos, según la guía. Debe pensar bien sus decisiones, ahora que tiene dos parias que mantener.

 

Gasolinera, estado indeterminado. No puedo dormir. Maria ronca como un tipo. Le saco del morral unos billetes; es preciso meterle algo al estómago. El hambre da insomnio y piensas en gafedades. Bombillos, asfalto, kilómetros. Rodar por ahí es extraño. No me gusta y me gusta. Te aproximas verdaderamente a una cosa sólo en la medida en que te alejas de otra. Algo de eso hay en que la gente del Este no quiere comprender a la del Oeste, y viceversa. (Hablamos de un Oeste habitado por una variedad de gente ex Este, pro Este, anti Este, y una vez más viceversa.) Pero, ¿de qué les serviría la experiencia del viaje a los del Este o a los del Oeste? ¿De qué sirve entender algo que no eres? Desplazamiento y comprensión, podría hacer una serie con esa idea.

Nada complicado ni original. El formato que más me gusta ahora mismo es el esténcil. El soporte serían las paredes de la galería. Los primeros recuadros tienen una mancha diminuta, digamos la letra z. En el segundo hay un paralelepípedo de mayor tamaño, adentro vemos una masa de edificios, algunos con ventanas donde hay muchísimos más caracteres de la misma letra. Y así, cada vez recuadros mayores con más zzz (me empieza a dar sueño). Que la gente crea que está cerca de una expresión callejera (Caramba Carlota, mira esto, uy, horrible pero bello). Que los callejeros sepan que son esténcils acerca de sus esténcils (Tripa, o sea, es un peo conceptual gótico, dentro de un peo metadiscursivo). De título, le ponemos Zoom y perdemos el Premio Nacional de Pintura.

Esta bomba gasolinera es igual a la anterior. No hace falta describirla. Puede que uno busque lo desconocido en una ciudad B porque te recuerda demasiado a la ciudad A, como llevándole la contraria a las distancias. Como si todos los pueblos el pueblo.

Mañana será otra madrugada más rodando por la carretera. Depende de cómo se vea. Porque si llego de nuevo a Caracas, y reviso estas notas, me habrá parecido una madrugada menos en la totalidad de días que me llevó volver.

 

Puerto Ayacucho, Amazonas. Varias veces corrí la cortinilla a ver qué pasaba del otro lado de la ventana, pero no veía un carajo. Avanzábamos en la selva con noche cerrada. En un punto la cosa cambió. El firmamento comenzó a rajarse con grietas fluorescentes. Los rayos ganaban verticalidad y precisión, ensañados sobre el mismo punto. Una zona perdida en la maleza, hacia el sur, de textura turbia, como una pizarra de la que borran todo pero quedan rastros de tiza. Daba susto, pero también ganas de perderse en aquella jungla estroboscópica. Sin tregua y sin sonido, puras detonaciones de luz.

 

Desayunamos empanadas de bagre. Sabían a pollo. Sabine quiso saber más acerca del pescado, su aspecto, su ingesta. Me oyó atenta y se fue corriendo al baño. Tenía que desembucharle a Maria lo que tenía en mente:

–Quiero… Tú sabes.

Se rió:

–Yo también, mi amor. Pero Sabine…

–Sabine nada.

–Mira, no voy a gastar todo el dinero en hoteles contigo. Ahora somos tres.

Sabine llegó con los cachetes fucsia y la frente pálida. Vomitó todo. Me dijo que la próxima vez le avisara a tiempo.

–Usa tu guía –le dije.

De ahí agarramos un autobús muy escandaloso que rodó una hora y nos dejó en el Tobogán de la Selva. Es una de las montañas características del sitio; un enorme brote de piedra negra. Parecen huevos de dinosaurio chorreados de pintura o montículos de pupú. Desde la cima del Tobogán corría una cascada. La gente trepa la empinada hasta donde quiere y se deja caer sentada hasta un pozo. De culicross. Así pasamos la tarde.

Más abajo del pozo había un pequeño balneario. Una familia preparaba un sancocho, con ollas y fogata. Una de las mujeres sacó de la cava un pollo envuelto en plástico, alcanzó un cuchillo grande y se zambulló en el río. Desbarató el pollo en partes y botó las vísceras y la bolsa en el agua. Me dio hambre.

Nos vestimos y a un taxi. En el camino vimos otra de esas piedras enormes y negras pero en forma de tortuga. Sabine hojeó rápido la guía. Miren, ¡es La Tortuga!, y señaló la montaña. Le disparó unas cuantas fotos digitales.

Ya en la ciudad no quedaba mucho por hacer. Subimos al Cerro Perico. Una loma poblada de ranchos en el centro de Puerto Ayacucho. Hicimos un alto en el mirador. A simple vista parecía la superficie de Marte. Pero era una ciudad en llamas, hecha de arenisca roja y esteros. Atardecía. Quedaba loma por recorrer. Metros por encima de nosotros, una pareja se daba besitos. Indios jóvenes. Mejor no interrumpirlos.

Bajamos hasta la plaza de los artesanos. Más indígenas. Vendían pulseras, franelas, tatuajes. Tres tipos de picante: de bachaco, de ají y en polvo. Me llevé este último. Era un viejo frasco de compota reciclado. Adentro, una viruta vino tinto. Pica, pica, dijo la india.

Casuarito, Colombia. Pasamos la noche en una pensión inmunda. Pagamos y con los bolsos encima caminamos hasta un muelle custodiado por militares. Nuestra lancha atravesó el grosor del Orinoco, un kilómetro de agua caqui hasta la otra orilla. Casuarito es un pueblo mercante que consiste en una sola calle empedrada. Las casuchas han sido transformadas en tiendas. Vimos perfumes, zapatos de jogging, joyas y refrescos insólitos.

Comimos unas bolas de masa fritas con carne molida y arroz por dentro. La cocinera llevaba un turbante de trapo en la cabeza. Sudaba a chorros. Nos contó que las empanadas, las arepas y los bollos en realidad eran colombianos. Y no sabía por qué los venezolanos se los adjudicaban. Soñar es gratis, le dije. No se alteró. La música del Arauca, insistió, lo que llaman joropo es colombiano. Del mismo modo, el merengue campesino y los aguinaldos. Me atraganté para apurar el paso, no quería oír más boberías.

Nos devolvimos al muelle de Puerto Ayacucho y le preguntamos a la guía de Sabine dónde más podíamos ir. Nos dirigimos a un local, mitad agencia de lotería, mitad agencia de viajes. Hidrotours. Compramos tres pasajes ida y vuelta al pueblo más lejos río abajo.

San Fernando de Atabapo, Amazonas. La lancha iba hasta el orto, pero íbamos soplados. El Orinoco se estrechaba y se expandía, mostrando bosques inundados, cayos de tierra o alguna curiara flotando sola. De vez en cuando, sobre los cayos se levantaban aldeas donde algunos pasajeros se quedaban. Bastante lejos se veían unos tepuyes. Montañas de punta chata. A mi lado se había dormido un anciano indio, usando mi hombro de almohada. Colocados en los asientos del frente, una familia con franelas y gorras de una tolda política hablaba de proyectos por aquí y proyectos por allá. Se veían contentos.

Llegamos a un arenal, el puerto de San Fernando. El agua bordeándonos no se parecía a ninguna otra. Un nativo sentado al borde del muelle, exhibía una larga fila de botellas. Sus contenidos iban desde una solución cobriza hasta un líquido de sombras. Representaban muestras, según su pregón, tomadas de varias zonas del río. No las vendía caro, pero nadie compró nada. Fuera de su cauce, el agua revelaba una tonalidad próxima al café, tal como evidenciaba la última botella de la fila. Daba la ilusión de un río negro. Un río hacia las catacumbas infernales del sur.

Unas calles pueblo adentro fueron suficientes para enterarnos de que no había dónde pernoctar. Cada persona que nos cruzábamos nos lo repetía, por si acaso se nos olvidaba. Abundaban más uniformados que civiles. En ese momento, debimos ser los únicos turistas en ese pueblo del demonio en medio de la nada. Un pueblo es la mejor excusa para una base militar fronteriza. Íbamos sin rumbo, ya habíamos liquidado las calles y transitábamos un sendero incandescente de arena a través del follaje. El sol nos hizo sopa los cerebelos. Habíamos perdido el sentido común, pero había que seguir buscando.

La luz fue extinguiéndose. Hubo que volver a las calles pavimentadas. En una esquina, nos topamos de frente con un soldado. Se quedó mirándome el tabique fijamente, queriendo saber qué haría yo al respecto. Pavoneó un rato la potente erección de su FAL. Por el bien de todos, recorrí otros planos con la mirada. Seguimos andando calle arriba. La gente se desplazaba con apatía por la cuadra, en bicicletas destartaladas o en motos igualmente destartaladas. La noche sin bombillos nos iba borrando del paisaje. Todos parecíamos fantasmas.

No sé en qué momento prendieron algunas luces y nos cruzamos con una antigua posada en desuso; cuatro habitaciones solitarias de cara a la maleza, ya en los límites del pueblo. Tardamos en encontrar a la dueña, pero cuando lo hicimos acordamos un precio por una sola habitación. Nos abrió el candado de la puerta. Puso a andar el aire acondicionado. Se metió al baño y espantó una rata.

Nos bañamos por turnos con perola. Un pote de pintura de galón lleno de agua y una totuma para echársela encima. Sabine tardó casi una hora limpiándose. Maria y yo gastamos cada minuto dormitando. Ni un solo beso. El limbo del sueño no era tan distinto al limbo de San Fernando. Imposible llegarle por tierra, sólo con lancha o avioneta.

Amaneció, salimos a dar una vuelta y un tipo se apiadó de las alemanas. Se llamaba Dámaso. Tenía el único Jeep CJ-7 de todo el pueblo. Nos ofreció un paseo hasta la playa. En el camino nos dijo que él había llegado al pueblo antes que los militares, y por eso tenía vehículo y había logrado comprar muchas hectáreas, donde sembró matas de caucho. Nos mostró su parcela minada de árboles, sus peones recolectando goma bajo el sol. Dámaso alzó una mano para saludarlos, desde el jeep en movimiento.

Llegamos a lo que llamaban playa. Un espacio en medio de la selva con arena blanca, de grano fino. Eran tierras irregulares y el agua de las lluvias se empozaba hasta formar piscinas de varios cuerpos de profundidad. Báñense tranquilos, invitó Dámaso y se perdió de vista entre los matorrales.

Me eché de cabeza en el pozo. Nadé hasta la parte más honda, donde había un árbol con el agua hasta la copa. Me abracé al tronco y me sentí fugazmente como Tarzán o algo. En la orilla, las alemanas coqueteaban con una bandada de mariposas verde muy claro. Había cientos de ellas, coreográficas, minúsculas. Percibí una corriente fría acariciándome la planta de un pie. Me vino la idea de que podía haber una culebra en las mismas que yo, refrescándose en el pozo y enroscada en alguna rama del árbol sumergido. O nadando a ciegas por el fondo. Me escurrí hasta la orilla de nuevo. Caminé un poco. Sobre la arena, botellas de cerveza, bolsas de fritanga y un par de pañales cubiertos de las mariposas verdes que ya mencioné. Se asustaron cuando les pasé por un lado y se echaron al viento. De súbito los pañales quedaron al descubierto, como flores adhesivas con polen de materia fecal.

A su regreso, Dámaso nos informó que al día siguiente salía una lancha hacia Puerto Ayacucho. Sería la última en una semana, por lo menos. Problemas con la gasolina. La guardia había elevado el peaje y los lancheros se alzaron. Despedimos a nuestro anfitrión cuando llegamos a la posada.

Ya oscuro salimos a cenar. Déjà vu: recordé el precario tendido eléctrico. Unos tipos en moto nos alumbraron la casa que vendía comida. Adentro estaba la familia de la lancha, vestidos de militantes. Pidieron un banquete. Sabine y yo habíamos despalillado a Maria, sólo quedaba un poco de efectivo para tres platos. Los tres vasos de agua fueron regalados. De chorro. Color café diluido.

Gasolinera. Maria desinflada en el asiento y su vista apagada. La única señal de vida proviene desde su tórax, se abulta y se espicha. Es necesario estirar mis extremidades. Junto a otros pasajeros urgidos, me interno en la madriguera del baño público. A la salida, dos vigilantes me cortan el paso. No es cuestión de propina sino de código: si entraste, pagaste. Les informo que no tengo plata. Que apenas meé y enjuagué la grasa de mi cara (cagar ya es más delicado). Tras unas breves amenazas me dejan ir.

Deambulo por el mostrador de la fuente de soda. Las vidrieras enseñan las posibilidades de relleno que tienen para una arepa, pastelitos varios y pasta seca fosilizada. Al frente hay un puesto de cachivaches. Artesanía, linternas, pendrives. Me preparo para regresar a la butaca, pero un sujeto oscuro surge de la nada y posa sus brazos sobre el mostrador de los peretos. No sé por qué, me le quedo viendo. Ordena a la empleada que le alcance un cuatro de los que guindan del techo. Ya con el instrumento en sus manos, me fijo en su talla enclenque y la medialuna de rostro que deja ver su pasamontañas. Es un indio viejo. Viste un chaquetón, jean nevado y botines de basket. Rasga unos acordes y los acompaña de quejidos. Lo que oigo no guarda relación con nada que haya oído antes. Suena como un chorro de mercurio desparramándose en un oído. Acto seguido, levanta la mirada a ver quién husmea lo que hace. Se espanta, retorna el instrumento y se esfuma en algún autobús de la noche, llevándose su música secreta.

 

Mérida, Mérida. Las alemanas perdieron sus pasaportes. Reconstruyeron los hechos una y otra vez. Desaparecieron en algún punto del viaje en lancha y el terminal de buses. Sabine dijo todas las groserías que conozco y luego dijo otras en su propia lengua. Maria no se quedó atrás. Mientras pasaban los minutos más largos del viaje, llegamos a la posada. El dueño era paisano de las muchachas, así que la crisis de identidad no pasó a mayores.

Pedimos la única habitación disponible. Maria sacó un buen fajo del cajero. Éramos felices. Las alemanas compraron una botella de ron, refresco y cajas de cigarrillo. Yo pedí un par de cervezas y punto. No quería borrarme, ellas sí. Nos acomodamos alrededor de la mesa de pool de la posada. El ron bajó. Sabine perdió la motricidad fina y, con cada tiro, su taco hacía nuevas rayas sobre el paño. Maria ganó todas las partidas que quiso. Lo que vino fue un poco confuso, como un video alemán sin subtítulos. Tal como me encontraba, fuera del diálogo y del juego, lo mejor era irme a la habitación.

A la hora, llegó Maria medio alegre. Media botella de ron la ponía medio alegre. A mí me hubiera puesto a vomitar. Nuestros hígados y sus diferencias continentales. No rodó el dimer de la luz, se vino directo a la cama con información de primera mano.

–Sabine va a dormir en la hamaca de afuera.

Olía a ron con pepsi. La enrollé sin prólogo. La madera de la cama, Maria y yo chirriamos al unísono. En medio de la inspiración, Maria me sonó un manotazo en la sien. Comenzó a jalar cabello. Le escupí la cara. Jaló más duro. Doblé sus brazos. Luchaba como poseída. Logré darle una voltereta y la inmovilicé. Se oían los berridos de los dos. Ella mordió una almohada para contenerse. Cuando me pareció una eternidad, tiré la toalla. Me fui al lavamanos. Cuando volví al colchón, ya Maria roncaba. Apagué la luz suavemente.

Soñé una serie de imágenes. El trecho de Puerto Ayacucho a Barinas. Estallidos de luz ya muy lejos, disueltos en la selva. Un sueño mudo, de colores explotados como las cintas de beta. Chalanas de acero donde el autobús y los carros y las motos cruzaban partes del río. El árbol ahogado en el pozo. Una anaconda alcanzándome el pie dentro del agua. Una orilla y Maria. Mi reina germánica, estirando los brazos en señal de adiós. Los anillos de la culebra sucediéndose hasta mi ingle. Maria con los brazos al viento, casi estatua, mientras yo me hundía sin un solo ruido.

A la mañana siguiente no me hablaba. Le hice una morisqueta pero nada. Ella miraba el techo, algo ida.

–Si quieres, cojo mi libreta y me voy.

Volteó hacia mí, sin decir palabra. Yo tenía un cohete y sin pantalón, como dice una cumbia. Masajeé sus senos, su vientre. Creo que se le aguaron los ojos. Removí su pantaleta. Muy cerca del lóbulo, le susurré algo idiota. Apenas abrió los labios, como asfixiándose. Hicimos las paces con lentitud.

 

Gasolinera. Traigo el radiador seco. Necesito agua y refrigerios para desacelerarme. Maria me facilita algo de efectivo. Ahora también debo comprar comida caliente para ellas y llevárselas a la cabina. Voy a traficar pastelitos entre dos planos, uno concreto y otro en fuga permanente, como los sueños. Alguien tiene que mediar entre los que se quedan, en sus puestos bien delimitados, y los que van sólo de pasada, sin tocar las cosas. Ambos espacios son ocupados por los mismos seres. La diferencia está en la cantidad de horror que se empoza en las pupilas de unos y no de otros.

Pido las arepas y espero mi turno para cancelar. En la caja, una gorda andina preciosa cubierta de gold filled. Tres zarcillos en uno de sus lóbulos, alrededor del cuello un dije que hila una estrella de David, un Cristo y una luna amapuchando a un sol. Ya sé qué clase de sueños tendré de regreso al asiento, cuando me desconecte.

 

Maracaibo, Zulia. Lo primero que hicimos fue localizar a mi prima. Todo un personaje, vive sola con treinta gatos. Las alemanas eran alérgicas, así que les buscamos un hotel. Hubo una breve escama en la recepción por la ausencia de identidades. ¿Cómo sé yo quiénes son ellas?, fue el argumento del secretario. De discutir con él, Maria y Sabine pasaron a gritarse entre sí y hasta yo salí salpicado. Pero logré que me oyeran, todo lo que tenían que hacer era pagarle. El secretario aceptó la propina y todos a dormir.

La prima me quería sólo para ella, así que nos fuimos a su casa. Además me alimentó bien. Mientras me preparaba el desayuno, dijo que las alemanas parecían amantes. Mosca, era la expresión que usaba. Después me alertó sobre el curso de las cosas, según ella. Hay gente acá que quiere que el estado sea autónomo, ¿me entendéis?

 

Sinamaica, Zulia. Me fui con las alemanas a ver palafitos. La prima le tiene miedo y asco a El Moján. Es como otro país dentro del estado, con gente y paisajes propios.

A bordo de la curiara no pasó gran cosa. Los palafitos ya no son de madera, como en los dibujos de los libros de historia. Son simples casas de bloques, que se elevan desde el agua con sus cuatro patas de vigas y concreto. La bodega del caserío es un palafito pintado con el logo de una cerveza. Hay un restaurante tapizado con maderos, que recuerda a la vieja arquitectura artesanal. El plato del día siempre es bagre. Lo pescan en el patio del palafito, donde se bañaban una cuerda de niños. Pero ninguno de nosotros tenía apetito. Desde la curiara se veía cómo funcionaban los baños. Sin tuberías ni pozo séptico, todo caía sobre el lago.

Maria me hablaba sólo en monosílabos. Tenía la cabeza en otra parte. El vapor distorsionaba la realidad, creaba espejismos donde había sólo un pueblo anfibio. Caí en cuenta de que era el único distraído con todo aquello. Ellas flotaban en la incertidumbre. Sólo existía lo inexistente, junto a los pasaportes había desaparecido toda su curiosidad. Cualquier solución hipotética les molestaba. No querían regresar a la capital sólo por trámites en su embajada. Les dije que mientras pagaran, estarían bien. Sabine tenía cara de perro. Y todo el paseo estaba fuera de la jurisdicción de su guía de porquería. Insistió en que aquello era poco seguro. Qué fue, catira, le dije por joder. Se puso muy roja. Violeta. Me dijo: Schwartz. Y una parrafada loca en alemán. Maria la gritó y la zarandeó. Sabine tuvo un instante de pataleo. Qué pasó, dije. Te dijo algo feo en alemán, dijo Maria. Algo como tonto o imbécil. Pero yo sabía lo que me había dicho.

 

Gasolinera. No puede ser que uno extrañe a una ciudad. Es verdad que las personas tienen la capacidad de acostumbrarse a cualquier cosa, incluso a las peores condiciones. Pero es mentira que sientas nostalgia de presenciar todas las expresiones de la miseria, diminutas zonas de progreso y un gran río de mierda que atraviesa todo lo anterior.

En cualquier caso, la nostalgia te atrapa con dos excusas locales: los nexos y la manera de hablar. 1. Ésas relaciones, por lo general, ya terminaron o cambiaron antes de dejar la ciudad (y jamás volverán a repetirse en los mismos términos). 2. El efecto relajante de que tu jerga y acento sean bienvenidos es una ilusión.

En suma, echas de menos la sensación de saber quién es quién. La impresión de saber cómo, cuándo y dónde caminar. O el pálpito de saber dónde habita el resentimiento. Es lógico sentirse a gusto cerca de los amigos y los enemigos.

Cuando la ciudad es joven, es leve. Nadie la conoce. Tiene poco pasado y parece de escaso o nulo significado. Su panorama es un choque de áreas verdes con obras a medio hacer. Una serie de hologramas, de geometrías semitransparentes.

Caracas es sólo un nombre vacío, como una cáscara de huevo. Los indios lo usaban para referirse a unas matas, con florecillas escarlatas en la copa, que se daban en el valle.

 

Valle de Quíbor, Lara. Tasca Kactus. Tres birras heladas sobre el mantel. Nos dio por beber de nuevo. Es Carnaval. Recorrimos un buen trecho y no conseguimos posada, todo estaba hasta las metras. Ni nos quitamos los morrales del lomo. No sabíamos qué hacer. Afuera había oscurecido y se batían unas ventoleras esporádicamente. Dentro se estaba bien, sin calor y sin frío.

–Estoy aburrido. ¿Cómo digo aburrido en alemán?

Thomasmann –dijo Maria.

–¿Y cómo se brinda?

–Igual que en español.

–¿Pero cómo se dice salud, inteligente?

Prost –subió la lata de cerveza Sabine.

El mesonero tenía las antenas parabólicas alzadas. Oyó nuestras risas y quizás se las atribuyó a sí mismo, a su físico estúpido. Se retiró hacia el bar, donde otro mesonero anciano le sacaba brillo a la barra. Ambos cuchichearon un rato, hicieron una breve pausa para observarnos mejor y luego siguieron cuchicheando. Maria se hizo la desentendida. La voz firme y la cuidada pronunciación de Sabine se hicieron escuchar:

–El Orejón ese nos está viendo mucho. ¿Qué le pica?

Sobre esta libreta, yo le daba los toques finales a un retrato de Sabine: un redondel descomunal sostenido por un cuerpo de palito, cuyas extremidades eran cuatro palitos más. La unión de sus piernas era atravesada, de abajo hacia arriba, por una colosal pistola Luger. Su cara tenía expresión estreñida y salpicaba gotas de sudor. Al lado, una nube indicaba su parlamento: “Hola, soy Cachapa la cachapera”.

–Esta es tu última parada, compa –me dijo entre murmullos, viéndose sobre la hoja–. Ya lo decidimos. Puedes quedarte a dibujar todo lo que quieras.

Levanté la mirada de la caricatura hacia el rostro de Maria, que parecía haber visto un crimen. Se me escapó una carcajada nerviosa.

–Mari y yo vamos a seguir por nuestra cuenta, sin estorbos –blandió su guía y la sonó contra la mesa–. ¿Comprende español?

Entre el silencio pegó un leve tufillo avinagrado. Algo cocinaban el Orejón y el Viejo, a quienes traté de mantener en mi radio de visión todo el tiempo. Me fijé de que Maria respiraba por la boca, como buscando el coraje en el aire:

–Viento, chamo –al fin condensó.

El sonido de unas rejas estrellándose me hizo dar un brinquito. Maria y Sabine se rieron con ganas. Desvié mis ojos hacia un biombo de madera que ocultaba la entrada, de donde provenían más ruidos, como de cerraduras y cadenas.

No había reparado en la cercanía del Orejón, sólo sentí su manotazo sobre la mesa. Dejó la factura temblando en el mantel y retornó junto al Viejo. No era la hora de cierre y nadie había pedido la cuenta. Pero ya era la hora partir.

–Ya que nos despedimos –aclaré la voz, dirigiéndome a las alemanas–, hay que brindar.

–¡Prost! –irrumpió Sabine. Maria elevó su cerveza, imitándola.

Chocamos las botellas. La voz se me escuchó extraña, como si no fuera mía:

–Por cierto, ¿no querrán sus pasaportes? –al oírme, las dos pelaron los ojos. Se miraron, entre divertidas e incrédulas. Encaré a Maria: Quiero toda la plata que cargues encima.

Ni se inmutó.

–Mari, dale lo que pide y nos da los pasaportes –medió Sabine.

Maria hurgó en los bolsillos de su mono. Desarrugó unos cuantos billetes sobre la mesa. Se los quité y los conté.

–Dije toda la plata.

Revolvió un par de bolsillos adicionales y volvió sobre los que ya había revisado. Me entregó el resto de su capital. Volví a contarlo. Listo, suficiente para cenar doble y volver a Caracas.

–Y el bulto tuyo, Cachapa –le ordené–. Quiero ver qué traes.

Sabine zafó un broche plástico que le quedaba a la altura de los senos, apartó las tiras de sus hombros y me sirvió el bulto bajo la mesa. Abrí el cierre. Enterré el brazo entre su ropa. Al fondo di con una bolsa pesada y grasienta. La extraje con cuidado y confirmé mis mejores sospechas: Gummibären. Dispuse los dedos en forma de araña y saqué un racimo de gomitas de varios colores. Con el mismo movimiento, las incluí en el bolsillo derecho de mi pantalón. Ahí tenía con qué entretener al estómago por un rato.

Mi mano izquierda aún sostenía los billetes. Los ordené de mayor a menor, les hice los dobleces necesarios y los escurrí en un lugar de máxima seguridad: al interior de una de mis medias. Con los pies empujé el bulto bajo la mesa, para indicar que había terminado.

–Los pasaportes –inquirió Sabine.

–Los dejé dentro del morral –les señalé la puerta del baño–. Ya vengo.

Corrí al urinario. Tranqué la portezuela, descargué y abrí el grifo del lavamanos. Pensé unos segundos. Miré alrededor, parecía un sanitario de película. Había una ventana clausurada con malla metálica y tablas cruzadas. Entre los orificios del armatoste se veía hacia el otro lado. Un callejón. Me propuse forzar la ventana con todas mis ganas, pero cedió apenas me le apoyé y casi estrello los dientes contra el piso.

Lancé el bulto y luego me trepé yo. Con mis pocas cosas a cuestas, avancé lo más rápido que pude, que igual era lento. Vine a salir hacia una cuadra. Estaba totalmente desubicado. Había grupos jugando con bombitas de agua y huevos. No me detuve. Alguien empezó a gritar en mi dirección. Sentí un impacto en el cuello, el primero de muchos. Apuré mis zancadas. Oí más gritos detrás de mí. Ahora tenía más claro de qué escapaba. Las razones sólo aparecen cuando te desplazas.

No tenía la menor idea de dónde habían perdido sus pasaportes Maria y Sabine. Sólo sabía dos cosas, la comilona que iba a darme y dónde pasaría la noche: sobre la butaca de un autobús. Si llegaba a cerrar los ojos, me rodaría por la cabeza una autopista de imágenes. Pero los mantuve muy abiertos, para llegar adonde tenía que llegar.

Del libro: Joven narrativa venezolana III (Equinoccio, 2011)

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