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La forma del tigre

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I

Año de la Rata, 2008

Barrio La Cobra, Venezuela 

Una lluvia intermitente azotaba el barrio y caía en ráfagas sobre la antigua cancha de básquet, sin aros y sin jugadores. Era noche cerrada y los Pegadores ejercían control de su zona. A cincuenta metros de la cancha, dos siluetas custodiaban la entrada del callejón de acceso. La cima del cerro, usual mirador de las calles empinadas y de los ranchos de bloque con techos de zinc, era una pared de neblina. A esa hora solo se distinguían bombillitos en la distancia como luces de un pesebre gigante.

Mustang y Miky cruzaron la línea lateral de la cancha, luego de ingresar por la reja ubicada junto a las gradas grises, y empujaron a sus cuatro prisioneros al centro de la rueda humana congregada allí. Los desataron y les quitaron las capuchas. Hacia ellos avanzó un hombre alto y corpulento, con un ajustado collar de cuero rematado con puntas de hierro. Los demás se apartaron abriendo la rueda, dándole paso.

—¿Esta es la banda de los Invisibles? Creo que no para nosotros —El hombre del collar soltó una carcajada que iluminó sus oscuras facciones—. ¡Se comieron la luz en mi zona y eso se paga con coliseo!

La muchedumbre que los rodeaba empezó a lanzar vítores y silbidos coreando la sentencia.

—¡Co-li-se-o! ¡Co-li-se-o! ¡Co-li-se-o!

El hombre del collar hizo un gesto con la mano derecha, tatuada en el dorso con la cara de un bulldog de colmillos afilados. La lluvia salpicaba en su cráneo rollizo, en las puntas metálicas alrededor de su cuello y en su chaqueta deportiva roja. Todos callaron.

—Les corresponde por derecho a Miky y a Mustang cobrar este coliseo. Ellos encontraron las ratas…

—¡Perdónanos, Perro! ¡No nos mates, líder! —imploró uno de los Invisibles. Mustang lo vio arrodillarse a tres pasos de él, y se figuró que el imberbe, de pelo afro y pelusilla rala sobre los labios temblorosos, difícilmente llegaría a la mayoría de edad.

—Los Pegadores resolvemos las culebras a puño limpio. Si ganan, viven y venden esa droga para mí —El hombre del collar lo alejó de una patada—. ¡Levántate!

—¡Perro! —intervino Mustang alzando la voz—. El Brujo no haría un coliseo a muerte con estos pichones y menos por droga —La capucha del suéter negro le cubría la cabeza y parte del rostro—. Lo nuestro es el robo de carros…

—El Brujo está preso y ahora mando yo —respondió el hombre del collar señalándose a sí mismo con el pulgar—. ¡Enséñales, Miky!

Miky se quitó la franelilla mojada y se puso en guardia flexionando los brazos, acatando las órdenes del Perro. Subió los puños a la altura del rostro, los antebrazos en paralelo como bloques cubriendo el torso tatuado con una cara de diablo, los cuernos negros que le llegaban a los hombros, los ojos en el pecho con forma de lápidas y la boca abierta en una sonrisa de cuchillos tinturados sobre los músculos definidos del abdomen. A un lado del cinturón llevaba un cuchillo de caza y, al otro lado, una pistola.

Los rehenes retrocedieron al ver a Miky tensar sus músculos y sonreír con sus dos incisivos enormes como paletas, pero fueron empujados de nuevo al coliseo por brazos anónimos salidos de la rueda humana. Miky adelantó su pierna izquierda, giró con rapidez la punta del pie derecho y, con el brazo del mismo lado, lanzó una recta a la cara de uno de los Invisibles, noqueándolo directo al piso. Otro intentó defenderse y recibió un sólido upper en el mentón, cuyo trayecto culminó en el instante en que la cabeza del hombre pegó en el concreto con un sonido apagado que amortiguó el agua.

—¡Tu turno, Mustang!

—Ya te dije que no voy a joder a nadie, Perro —respondió Mustang.

Miky frunció el ceño y se volteó hacia él.

—¡No te metas, Miky! —advirtió Mustang sin descuidar la guardia. Miky se mantuvo atento como un soldado esperando órdenes. Los rehenes que quedaban en pie temblaban en silencio.

—Déjamelo a mí —intervino el Perro—. Me tiene harto. ¡El Brujo no es nadie ya!

La multitud en la rueda silbó y aplaudió. Miky escupió y se hizo a un lado.

—¡El Brujo es tu hermano, cabrón! —replicó Mustang.

El aguacero arreciaba y, por un instante, un relámpago iluminó la cancha. El Perro sacó de su chaqueta impermeable un estuche de metal y extrajo dos manoplas de acero que ajustó a sus nudillos. Sin mediar palabra, asestó dos golpes cruzados partiendo los cráneos de los dos Invisibles que habían quedado en pie. Los cuatro rehenes yacían desparramados en el piso de concreto, y su sangre fluía en los charcos de lluvia. El Perro lanzó dos golpes más que fueron esquivados por Mustang. La capucha y las gotas que de ella chorreaban no le permitían al Perro observar la expresión de su cara.

—¿Te crees mejor que yo? —rugió con los ojos desorbitados—. ¡Mal parido! ¡Hijo de…!

Mustang no lo dejó terminar. Le encajó un puñetazo en la mandíbula que casi lo derriba. El Perro se recompuso apretando los dientes, saboreándose la sangre en la boca. Tomó su collar con la mano tatuada y le arrancó una de las púas. Un polvillo negruzco salió expelido. De súbito, a Mustang le entró un ardor por la nariz con olor a tierra de cementerio y un sabor a cenizas que le bajó por la garganta. La cabeza le dio vueltas mientras observaba, aturdido, cómo la manopla del Perro se acercaba antes de partirle la cara. Un único pensamiento cruzó su mente antes de que las patadas y puños sellaran la oscuridad sobre él, como la tapa de un ataúd: «Me echó polvo de muertos…».

Una avalancha de codos, rodillas y nudillos vapulearon su humanidad. Manos que le arrancaron la ropa y sangre salpicando los rostros de hienas carroñeras.

—Llévense los cuerpos y los tiran por el barranco. Incluido este —ordenó el Perro, señalando a un Mustang irreconocible, desangrándose en el piso.

 

De la edición de LP5 Editora (2022)

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