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San Antonio de Gibraltar.
Miércoles veintidós de julio del año mil seiscientos.
Volvió la cabeza y contempló la espantosa escena: del súbito oleaje emergió un caimán leviatán que, de un mordisco, cogió a su yegua por una pata y la arrastró hasta hundirse de nuevo. La orilla se manchó de sangre y, en breve, reinó un tétrico silencio. El agua fue, otra vez, un espejo pálido y apacible, pero los relinchos de agonía quedaron en su cabeza. La escena se repetía como pesadilla: los ojos amarillos del monstruo se sumergían lentos, sin poder quitárselos de encima.
Don Rodrigo de Argüello se preguntaba si aquel suceso extraño tendría algún significado. Creía que explicar un hecho era unirlo a otro. Como fuese, desenvainó el sable y se quedó mirando las tenues ondas por donde había desaparecido el leviatán. Vigilaba hasta el alcance de la vista. A la vez, dejaba que su mente divagara en lo vivido antes del siniestro evento: luego de cabalgar un rato, desmontó para que el animal saciara la sed y no fuera a molestarlo por cólicos. La dejó de su cuenta. Se distrajo pensando en Piña Ludueña. El veintiocho de julio haría cuatro meses de su fallecimiento. Una apoplejía fulminante no le dio chance de rogativas a ninguno de sus santos. Bastaría una misa de difunto. Algo sobrio. Para el primer aniversario, en cambio, encargaría un busto de su excelencia, fundador de aquel puerto sureste de la Laguna de Maracaibo.
Antes de embarcar hacia Caracas, Piña Ludueña le había pedido que extendiera los límites de la villa lo más próximo posible a los márgenes del río San Pedro. Y en eso andaba: explorando lugares para nuevos asentamientos, hasta que pasó esta cosa terrible.
«No aceptes a nadie sin recomendación de los oidores. O que no conozcas. Gibraltar no debe llenarse de bandoleros como Maracaibo», dijo Piña Ludueña la última vez que hablaron. Y añadió: «Recuerda, Rodrigo, que indio alzado, indio colgado. Eres el encomendero y tienes que imponer tu autoridad. Mételos en cintura. Sabe Dios que hemos intentado ser piadosos».
«Estas tierras bárbaras son una penitencia», pensaba incordiado don Rodrigo. No era buen marinero. Temía al mar en secreto. Jamás lo confesó a nadie, menos a Piña Ludueña. Y, a su pesar, se había hecho propietario de dos galeones para mantener abastecida la provincia.
Aunque eran tierras buenas para el cacao, los nativos se negaban al trabajo. Eran de espíritu ambulativo. Se ocupaban en la guerra y en urdir asaltos a las caravanas de los mercaderes castellanos. Ahora buscaban huir hacia las entrañas del bosque para no ser esclavizados.
Había rumores de una montaña con miles de cuevas que servían de guarida, apestada de animales insólitos y muertos que vagaban sin ley; la llamaban Itotos. Don Rodrigo barajaba estas extrañezas cuando lo invadía una incierta preocupación. Y más aún desde que fue hecho Alférez Mayor y Teniente Gobernador de Gibraltar y Nueva Zamora. A partir de entonces se obligaba a prestar atención a todo cuanto ocurría o decían. Sin pretenderlo siquiera, se convirtió en el mandamás de aquella perdida laguna del fin del mundo. Una reputada dignidad concedida por la voluntad serenísima de Su Majestad.
Ya no tenía sentido seguir allí con el sable en expectación. Iba siendo hora de volver.
Por donde pudo cortó camino. Igual le ganaron la noche, el hambre y la sed. Siguió andando, aunque las rodillas empezaban a chirriarle. Pensó que la aparición del monstruo tenía algo que ver con el eclipse lunar que se avecinaba. La luna se llenaría de sangre y todos se volverían locos, le había dicho doña Inés del Basto apenas ayer. Faltaban cuatro días y ya las bestias andaban desafiantes, inquietas, abandonaban sus escondrijos y se mataban unas a otras. Instruyó a su hija Leonor para que su pequeña Inés no mirara la luna esa noche. El Obispo de León advirtió en cierta ocasión: «Las señoritas pueden ser poseídas por espíritus malignos si se quedan mirando un eclipse». Recordó aquella pretensión suya de llevarla a Madrid para cumplir el sacramento del bautizo. Y los días se esfumaron en puro deseo. Tuvo que conformarse con la aspersión de un vicario cualquiera de La Española. Habría sido una fatalidad que muriera niña sin tener la marca de Dios. En fin, hacía tiempo de eso y no valía la pena mortificarse en viejas frustraciones.
El cielo de la laguna empezó a iluminarse con nerviosa intermitencia. Cada vez que esto ocurría, don Rodrigo imaginaba que los ángeles libraban una cruenta batalla contra los demonios. Suponía que no podía tratarse de un simple relámpago. Y siempre ocurría más o menos a la misma hora. También presumió que su esposa iba a reñirlo por no llegar a la cena, aunque la excusa que expondría sería incontestable.
No sabía ya cuánta maleza había cortado, solo hacía cálculos de las horas para llegar. El sable empezaba a dejarle ampollas en las manos. Entre menos camino faltaba, más angustia sentía. Al cabo de un rato, la intermitencia en el cielo cesó. Las nubes comenzaron a borrar estrellas. Solo se escuchaba el metálico aleteo de los gallos murciélagos. Nunca los había visto, pero podía imaginarlos. Lo que sí vio fue a cientos de gallinas huyendo despavoridas. Salían de entre los arbustos mientras él se abría paso. Cacareaban enloquecidas. Y en un movimiento diagonal y descendente de su afilada hoja de damasco, decorada con laureles, una gallina que saltaba hacia él quedó decapitada haciéndole perder el ritmo de su mecánica de avance. La cabeza de la desdichada quedó al frente y el cuerpo a la espalda de don Rodrigo. Este clavó el sable en la tierra y notó con asombro, y miedo, que el animal no tenía sangre. Eso le pareció en la oscurana. Miró las ramas por encima de él y pensó, otra vez, en los gallos murciélagos. Se quitó, por un instante, el sombrero chambergo y se pasó el pañuelo por la cabeza. El calor era insufrible. Llevaba una camisa de lienzo, de cuerdas en el pecho, toda enchumbada de sudor. Pantalones cortos hasta las rodillas y medias largas de seda, corridas por todas partes. Pensó en desabotonarse la chupa, pero podía engancharse de las ramas. Y sus zapatos de punta ancha, ajustados por correas, daban lo último. Miró los restos secos de la gallina y suspiró. Cogió el sable y retomó la marcha. La impaciencia y la inquietud le endurecían las articulaciones. Estimó, de pronto, que esa jauría de gallinas podía ser señal de que no estaba lejos. Entre el caimán leviatán, el calor y los mosquitos, había perdido la noción del tiempo y las distancias. Entonces arrancó un chubasco bíblico. Los relámpagos cayeron sobre la laguna como cuerdas lanzadas desde una carabela. Pensó en Zeus divirtiéndose con él. Era noche cerrada y aquellas centellas tremendas sirvieron de antorcha. En algún momento sintió pánico de solo sospechar que estaría viajando en círculos y lo invadió una fatiga radical. Se echó a tierra y tuvo la idea de estar debajo de una cascada gigante. ¿Y si en realidad nuestro mundo fuera el sótano de otro? A veces su mente lo traicionaba con herejías. «Prefiero ser un testigo limpio de ánimo inocente que un curioso elocuente», balbució recordando, en medio del diluvio, a su querido Garcilaso de la Vega. Y en tanto su imaginación vagaba entre percepciones apóstatas, creyó escuchar a lo lejos alaridos que se colaban entre los resquicios de aquellos estrepitosos centellazos.
Se paró de un brinco y cerró los ojos. Los gritos volvieron. Echó a correr hacia ellos. En casi nada cruzó el descampado de los límites de la villa, y vio que las desgracias ni siquiera olvidan los confines del mundo: un centenar de casas de bahareque, y altos techos de palmiche, habían sido arrasadas por el fuego. La lluvia había sofocado ya aquel infierno. Las vigas humeaban chamuscadas, y unas escasas gentes salvadas lloraban al montón de flechados regados por todas partes. Don Rodrigo se paralizó un segundo frente al tamaño de la tragedia y, por puro instinto, mantuvo el sable en alza. Con la mano libre se tiró el pelo hacia atrás, se encasquetó el sombrero y corrió a su casa gritando el nombre de cada uno de los suyos. No encontró a nadie. Unos vecinos le dijeron que en la iglesia se estaban reuniendo.
Del templo quedaba poco. Las paredes escaldadas por el fuego mostraban el entretejido de cañas. Amenazaban con derrumbarse. Notó el cuerpo colgado de una mujer en un árbol de la plaza mayor. Había sido flechada después de romperle el cuello en lo alto. Don Rodrigo se acercó y no hizo falta ninguna explicación. Él reconocería ese cuerpo a leguas tan bien como el suyo. La unicidad de la carne es otro de los misterios en los que creyó desde siempre. Empezó a sentir ardores. No tuvo que contar los flechazos que atravesaron a su querida Juana: se reprodujeron en él uno a uno, como estigmas, hasta que el dolor lo hizo desmayar. Lo llevaron hasta un improvisado camastro, en media plaza, donde atendían a los heridos. Cuando volvió en sí, su hijo Juan estaba con él. Las heridas dejaron de sangrar, pero su palidez era fantasmal.
«¿Qué pasó?», preguntó don Rodrigo con la voz temblorosa, tratando de ponerse en pie. Juan lo ayudó sin responder. Miró a su alrededor sobrecogido por el espanto: de todos los árboles colgaban mujeres, hombres y niños. Flechados. Y, en algunos casos, quemados. Detalló cada cuerpo y ninguno era el de sus hijas. Lo recorrió un escalofrío que igual pudo ser un mal presentimiento.
«¿Dónde están tus hermanas?»
Juan ya había pasado los veinte, pero empezó a llorar como un adolescente. Don Rodrigo esperó a que se calmara y volvió a preguntar:
«¿Dónde están mis hijas?»
«Llegaron antes que la lluvia», dijo Juan entre pucheros, dio un respingo y narró, lo mejor que pudo, la crónica de la tragedia:
«Vinieron en cientos de canoas, padre. Bordearon la costa en silencio. Y aunque todo estaba oscuro, habían comenzado los destellos en el cielo de la laguna. Sin embargo, nadie los vio desembarcar. La única explicación es que se hayan hecho invisibles. No cabe otra. Y de pronto empezaron los incendios. La gente corrió alarmada en busca de agua. Afuera solo llovían flechas y fuego. Nuestra casa fue de las últimas en consumirse. Mamá dijo que teníamos que escapar hacia el bosque, pero los salvajes nos arrastraron hasta la plaza apenas nos vieron salir. El que los mandaba se quedó mirándonos y decidió llevarse a mis hermanas. Dijo que tomarían a Paula, a Inés y a Leonor como suyas. A mi madre y a mí nos condenaron a muerte, pero no tuvieron tiempo de colgarme. La puerta mayor de la iglesia se desplomó por el fuego. El techo y las paredes ardieron con una ferocidad que nadie esperaba. Todo empezó a derrumbarse. Era una fogata majestuosa y encima, una cruz al rojo vivo. Todos los nativos se congregaron alrededor de aquella hoguera gigante.
«Y frente a esa lumbre infernal, padre, vi al ser más raro que nunca he visto: un duende. Llevaba guayuco. Iba pintado con una raya roja que lo atravesaba a la mitad, desde la parte baja de la espalda hasta el vientre. Los pies parecían patas de caimán. Tenía ojos amarillos y ojeras negras como antifaz. Dientes afilados. Calvo y lampiño. Los nativos le decían Pïpïntu. Luego sucedió algo que no sé si podrás creer. Aunque testigos sobran. Y si eres un hombre de fe, como sé que lo eres, padre, darás crédito a mi relato sin dejarte ganar por el escepticismo. El caso es que Pïpïntu comenzó a retroceder. Y el embeleso de los salvajes se hizo pánico. Algunos emprendieron la carrera hacia la laguna y otros entraron al bosque. Pïpïntu, en cambio, seguía allí. Y lo que vimos fue, ciertamente, asombroso. En medio del fuego, de entre las llamaradas, apareció flotando la imagen del Santo Cristo que estaba en el altar. Pïpïntu miró al cacique y este ordenó a los que todavía quedaban con ellos que lo atacaran sin piedad. Las flechas fueron a dar justo a sus sagradas heridas, incluso la del costado que no la tenía, porque el santísimo bulto no era el de la expiración. Después de este flechazo, dejó caer su rostro contra el pecho como ya es fama esta pose de Nuestro Señor. En ese justo momento, Pïpïntu miró otra vez al cacique y este ordenó la retirada. Fue allí cuando empezó a llover. La gente se olvidó de los muertos de la plaza. Corrieron a socorrer al Santo Cristo que había descendido sobre los restos humeantes de la puerta mayor. Y mientras lo levantaban, advirtieron otra cosa extraordinaria: estaba ennegrecido desde la corona de espinas hasta los pies. El hollín se había adherido a él con fiereza. Lo envolvieron en una capa que alguien entregó devotamente y se lo llevaron a Nueva Zamora».
Capítulo 1, La muerte y el milagroso bulto, tomado de la primera edición de Santillana, 2023