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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

La más fiera de las bestias

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1.

Despierta. No reconoce la habitación. Una bombilla de 60 watts, la pulcra esquina de un piso de cemento gris, la cabecera de tubos de hierro de una cama.

No puede levantarse. Lo inmovilizan correas en el tórax, piernas y brazos. Forcejea. Las paredes del cuarto se le vienen encima. El colchón es una tierra húmeda en la que se hunde.

Piensa: ¿Dónde estoy? Piensa: ¿Qué me han hecho? Piensa: ¿Quién soy?

Comienza a aullar. Sus gritos retumban en la oscuridad durante minutos. Se abre un cerrojo. Dos enfermeros. No distingue sus rostros. Huelen a jabón quirúrgico y cigarrillos baratos.

No se mueva, dice uno de ellos.

Inyección. La droga dibuja un corto relámpago en su antebrazo izquierdo.

Los bordes del mundo se ensombrecen. Los enfermeros lo contemplan a kilómetros de distancia, semejan la silueta de una lejana ciudad.

Escucha el canto ininterrumpido de unos grillos. No sabe donde está, no recuerda su nombre.

Oscuridad.

 

2.

Hombres en pijamas de rayas celestes deambulan por un jardín. Olor a hierba recién cortada. Sabor de huevos revueltos en el paladar.

Un hombre vestido con bata color magenta juega solitarios a su lado. Las cartas están dispuestas sobre una mesa plegable. No puede enfocar las imágenes de la baraja. El hombre de la bata magenta le habla sin verle.

Artillería pesada, ¿eh, broder? Fenobarbital…

Hoy no me dieron. Tienes que preocuparte cuando no te dan. Es cuando pasan las cosas fuertes.

Ah, mierda.

El hombre guarda silencio. Dos enfermeros. Visten batas blancas, pantalones inmaculados. Usan gorras blancas y botas militares. Uno retira la mesa plegable. El otro empuja la silla de ruedas cuidadosamente.

Es hora, anuncia uno de los enfermeros.

El hombre de la bata magenta no dice nada. Es llevado por una caminería de piedra. El otro enfermero recoge el mazo de cartas.

¿Dónde… estoy?

El enfermero sonríe.

¿Qué…es… esto?

El enfermero recoge las cartas, dobla las patas de la mesa plegable. Desaparece sin hacer ruido.

 

3.

Un enfermero gordo espera a que termine de orinar y lo ayuda a salir del baño. Lo lleva tomado del brazo por un pasillo. No siente las piernas. Escucha el sonido de las sandalias de plástico al deslizarse por el cemento, observa su sombra desplazándose por una pared.

Una sala de espera. Detrás de una ventanilla otro enfermero prepara una inyección, deposita pastillas en un vaso de plástico.

No me den más drogas, por favor, le suplica al enfermero de la ventanilla.

El enfermero gordo le golpea en el estómago. Oscuridad. El enfermero gordo le da vuelta y le abre la boca con una mano, con la otra le introduce las pastillas. Intenta escupir. El enfermero gordo le aprieta los labios hasta que traga.

No se le ocurra vomitar, dice el enfermero gordo.

Lo ayuda a levantarse. Mareos. Le duele el estómago, la cabeza, la boca. Una sangre oscura le gotea de la nariz. El enfermero de la ventanilla escribe en un bloc, revisa algún frasco de pastillas. El enfermero gordo le arregla la bata, con el pulgar le limpia la sangre, lo toma del brazo.

Otro pasillo. Una arcada lo fuerza a doblarse contra la pared.

No se le ocurra vomitar.

Se recompone. Comienza a llorar. Camina por el pasillo sorbiéndose la nariz.

¿A dónde me lleva? ¿Qué he hecho para que me traten así?, murmura.

Es hora de cenar. Vamos al comedor.

No tengo hambre.

El enfermero gordo le da una cachetada. El sonido produce un eco sordo en el pasillo. Oscuridad. El enfermero gordo lo ayuda a levantarse. Lo empuja por el pasillo. No hay ira ni hastío en sus movimientos. Su rostro es calmo e inexpresivo.

Es hora de cenar, dice.

Avanzan por el pasillo. El enfermero gordo tararea una canción.

 

4.

La sala se encuentra en penumbras. En una esquina del techo han fijado un televisor. Escenas inconexas de una telenovela. Rostros de mujeres maquilladas en demasía, torsos musculosos, laca, interferencias. Algunos observan la programación. Otros hojean viejas revistas. El enfermero gordo lo sienta al lado del hombre de la bata magenta.

¿Qué es esto?, pregunta luego de que el enfermero se haya retirado.

Baja la voz, murmura el hombre de la bata magenta sin dejar de ver la pantalla. Está prohibido hablar entre nosotros.

¿Qué?

Baja la voz, broder. Si nos escuchan estamos fritos.

¿Dónde estamos?

En un spa, broder. ¿Dónde te crees que estamos?

No recuerdo mi nombre… No sé cómo llegué aquí. ¿Qué lugar es este? ¿Es un manicomio? ¿Estamos locos?

Ojalá fuera un manicomio.

Guardan silencio. Un enfermero se pasea por la estancia. Chequea a los reclusos. Un hombre lee una revista. Otro empieza a reír con una escena de la televisión. El enfermero cambia de canal. Una banda de perros doberman asaltan a un banco. El hombre se ríe con más fuerza. Lleva un gran bigote rubio. El enfermero lo observa un momento, abandona la habitación.

Se jodió, murmura el recluso de la bata magenta.

El enfermero vuelve con un compañero. Entre los dos levantan al hombre que ríe. Lo sacan de la habitación. Su carcajada se extingue en algún lugar del edificio.

¿A dónde se lo llevaron?

Silencio, broder.

Los enfermeros traen de nuevo al hombre. Un ojo inflamado, los labios partidos. Su pijama a rayas está manchado de sangre. Lo sientan en el mismo puesto. El enfermero cambia de estación. Una sustancia efervescente hace desaparecer 10 kilogramos del cuerpo de una mujer rubia.

El hombre contempla la televisión y empieza a llorar. Lo hace en silencio y sus hombros se agitan desordenadamente. Las lágrimas trazan cauces rojos a lo largo de su rostro. El enfermero le da una palmada amistosa. Durante un rato revisan al resto de los reclusos. Abandonan la sala en silencio.

¿Qué lugar es este?

Ojalá fuera un manicomio, dice el hombre de la bata magenta.

 

5.

Una larga mesa de aluminio. Bandejas plásticas con puré, carne picada, vegetales mixtos. Cucharas y vasos de plástico. Algunos reclusos se llevan la comida a la boca con lentitud. Otros contemplan la bandeja durante un momento hasta que alguno de los enfermeros los conmina a comer. Un recluso de cabellos largos mastica la carne y de entre sus labios brotan delgados hilos rojizos.

Hay ventanas con hojas de vidrio, clausuradas por barrotes de metal. Los cristales están pulidos y reflejan a los comensales.

Distingue su cara, manifestada en uno de los vidrios. Realiza una serie de movimientos para comprobar que, en efecto, es su reflejo. Siente una vaga emoción. Es la primera vez que se ve a si mismo.

Detalla sus facciones. ¿Cuarenta años, cincuenta? Cabello largo, barba sin afeitar. Canas. Pómulos salientes y nariz abultada. Mentón fuerte. Sitúa el rostro en otro lugar distinto del que se encuentra ahora. En un bar, en una calle, en una playa. Ninguna de esas situaciones parece haber sucedido. Su existencia parece limitarse a este momento y lugar.

Piensa: ¿Quién soy? Piensa: ¿Qué he hecho para estar aquí? Piensa: ¿Qué lugar es este?

Una bandeja se estrella contra la pared. Un recluso se levanta. Corpulento, dos metros de alto.

¡SE ACABÓ!, chilla.

Golpea la ventana más cercana. Los nudillos se le cubren de sangre y fragmentos de cristal.

¡SE ACABÓ, HIJOS DE PUTA!

Agarra la cabeza de un rubio de ojos saltones, la entierra en el puré. La golpea con el codo como si quisiera clavarla al mesón. Un enfermero le asesta un gancho en los riñones. El recluso gira, le golpea en la nariz y lo lanza al suelo. Unos reclusos contemplan el combate en silencio, otros comen con redoblada concentración. El recluso patea al enfermero en el suelo. Cada patada es celebrada con una carcajada y un grito.

¡SE ACABÓ! ¡SE ACABÓ!

A su espalda otro enfermero empuña un largo bastón negro. Entierra la punta en el cuello del recluso. El gran cuerpo de dos metros se sacude en un único espasmo. Se derrumba entre convulsiones y rugidos.

Se acabó, se acabó, gime. Las palabras brotan de sus labios envueltas en espuma.

Claro que se acabó, dice el enfermero del bastón.

Apoya la punta en la entrepierna del recluso. El gigante aprieta las mandíbulas hasta astillarse las muelas. Se le ponen los ojos en blanco. El pijama de rayas azules se ensucia de orina y evacuaciones.

Los enfermeros socorren al compañero herido. Traen una camilla para retirarlo. Arrastran entre tres al recluso insurrecto. Retiran el cuerpo del rubio de los ojos saltones, el rostro cubierto de terrones de puré y sangre.

El enfermero del bastón se vuelve hacia al grupo.

Terminen de comer, dice con voz plácida.

 

De la edición de Ediciones Punto Cero, 2011

 

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