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Él no estaba en el patio. Estaba en la sala de su casa. Terminó su cena y se sentó en la silla ahí mismo a fumarse su cigarrillo. Entre largas bocanadas recuerda la última tarde en el ruedo de los gallos. Él tenía un puertorriqueño muy bueno, con unas espuelas así. Sin mucho ruido, el gallo había pagado su precio desde hacía tiempo y había costeado otras cosas. La bicicleta nueva, el traje del domingo, la navaja española.
Miró hacia la ventana durante largo rato. De pronto sintió que algo le entraba en el cuerpo, algo así como un aire malo. De repente estuvo enfermo. Durante algunos días fue a la medicatura con la enfermedad por dentro y nadie sabía decirle qué cosa era lo que le quemaba la entraña y no le dejaba dormir. En un ataque de desesperación fue a verse al hospital de la ciudad. Habían pasado varias semanas y ya la enfermedad se le notaba por fuera porque se le estaban cayendo pedazos de carne de las piernas y de los brazos, así sin que le doliera nada. Cuando llegó al hospital la enfermedad le estaba picando en la cara y cuando se rascó allí en el pómulo, se le vino entre las uñas unos pedacitos de carne y entonces se asustó.
Sólo pensaba en esas cosas y se acordó del dolor del gallo herido aquella tarde del domingo, herido de todo mal, mirándolo con su único ojo que le quedaba como pidiéndole que terminara de matarlo de una vez. Él con su paciencia de campo, de saber esperar los nuevos vientos de la lluvia, de haber aprendido a esperar el verano para recoger las frutas del ciruelo, se lo llevó a la casa y se puso a curarlo con las manos y sintió compasión por aquel animal y por él mismo que ahora esperaba al médico para que lo viera.
No fue el médico sino una enfermera quien lo vio todo roído y lo recibió con mal gesto en la cara por los malos olores que tenía porque estaba supurando como una miel toda viscosa y la enfermera lo agarró por el filito de la manga de la camisa, como quien agarra una venda toda llena de sangre, y se lo llevó hasta la calle diciéndole que era mejor que fuera a morirse a su casa porque esa cosa que él tenía no lo curaba nadie.
Así fue que pasó todo. Estaba en la sala de su casa. Terminó su cena y se sentó en la silla ahí mismo en la sala a fumar su cigarrillo. Y pasó toda esta cosa de ahora. Y estaba enfermo. Se sentó en la acera a esperar una señal, alguna cosa, cualquier cosa que le indicara lo que debía hacer allí ahora él solito sin gallo y sin nada.
Entonces miró el árbol que está justo en frente del hospital y vio la cruz grande en el cielo toda vestida de fuego. La gente que estaba allí también la vio y comenzó todo ese gentío a gritar y a decir que aquello era cosa de fin de mundo y él sin hacerle caso a nadie se acercó al árbol y la cruz comenzó a bajar entre el griterío y los predicamentos de la gente que estaba allí, arrodillada y rezando todas las oraciones que se habían aprendido y que ahora con el susto recordaron de repente. La cruz se acercó. Él veía a la gente asustada, mientras él tan tranquilo, caminó hacia la cruz que se puso así de pequeña y se le pegó en el pecho, quemándole la camisa y la carne.
No pudo aguantar tanto dolor junto y se desmayó. Cuando despertó, la gente toda se había ido para sus casas y la ciudad se veía como abandonada aunque todavía se oían las cornetas y carros que estaban por allí cerca. Se paró del suelo de un solo salto y también se fue para su casa. Quiso entender que aquella cosa le había sucedido a él sólo y el destino se lo había guardado para que se curara de esa cosa fea que le picaba hasta por dentro.
Al día siguiente se levantó y fue a su trabajo en la gasolinera que queda en la salida del pueblo. Estaba feliz, no solamente porque se había curado. Era una alegría que le venía de adentro, como del corazón. En la tarde, como a las dos, le dio un dolor de cabeza muy grande y ni siquiera podía abrir los ojos por ese dolor que le había caído encima como un aguacero de piedras y se dio cuenta que estaba ciego más allá del dolor. Maldijo. Maldijo primero calladito, luego en voz alta y por último gritó a todo pulmón su desgracia.
Oyó la voz diciéndole que pusiera sus manos en los ojos, así. Lo hizo y se le quitó la ceguera y el dolor. Se dio cuenta de que sus manos tenían algo milagroso porque se había curado él mismo. Abrió los ojos para ver si era cierto y miró hacia la montaña y se dio cuenta de que el cigarrillo que había prendido en la sala después de la cena ya se había acabado y los gallos ya estaban anunciando la nueva madrugada.