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Las carpetas de Babel

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El universo (que otros llaman playlist) se compone de un número indefinido, y quizás infinito de carpetas de archivos digitales. Las carpetas se despliegan una un poco más a la derecha y levemente más abajo que la precedente, de manera que dibujan una suerte de escalera de caracol en la pantalla.

El hecho es que en cada carpeta hay seis archivos musicales, o canciones, si se quiere.

Como todos los hombres, he pasado horas, días, años perdido en la peregrinación nocturna por esas carpetas en busca de una que guarda una canción que escuché una medianoche en la penumbra de un bar ruinoso, frente a una hermosa mujer de cabello ensortijado que bailaba con una cadencia que parecía profética, al ritmo de un piano que parecía dibujar respuestas en el aire. Los místicos hablan de una canción circular que gira caleidoscópica alrededor de nosotros como atándonos a un ritual de purificación. Ella daba vueltas sobre su eje mientras su cintura seguía a sus piernas y su espalda se arqueaba detrás, como delineando otra escalera en forma de caracol por la cual hubiese querido bajar.

El archivo, la mujer y la canción que busco es una esfera. Por donde la abordes, te encontrarás a la misma distancia de un centro que no sabemos si existe, pero que hala con una fuerza centrípeta, manteniéndote atado mientras giras. Te hace creer que estás en movimiento, escapando, pero la armonía musical es una cadena perfecta, que atrapa el tallo cerebral y el alma. Se queda retumbando aún después de haber apagado la luz. Te atrapa aún dormido, te alcanza mientras corres despavorido en busca del ruido.

Solo existen ocho notas, con semitonos entre ellas. En una carpeta había una tonada que repetía incesantemente tres notas de comienzo al final y luego otra que solo cambiaba la última nota. Lo cual nos hizo concluir que entre las carpetas se hallan todas las variaciones azarosas posibles que pueden realizarse con las permutaciones del sonido.

Las tribus adoradoras han concluido que entre las carpetas debe haber una canción para cada uno de nosotros. Alguna tonada que descifre nuestra alma a la perfección. Otra que predice, a través del sonido, nuestra muerte, y el sentido último de nuestra existencia.

El problema es que a menudo nos perdemos en fantasías, en espejismos sonoros, ante los cuales, por días, a veces meses, estamos seguros de haber encontrado respuestas absolutas, certezas anímicas. Pero esas canciones se diluyen como todas las demás dejándonos dulcemente perplejos, animados a seguir buscando, pero igual de perdidos.

En ocasiones provoca sacudir el cuerpo, en otras sentarnos calladamente a llorar, mientras descubrimos respuestas que parecerían dibujar el mapa de nuestro errar.

Los que nos hemos dedicado a la tarea de hurgar en todos los rincones de esta selva sonora nos sentimos bendecidos de contar con tanta belleza, con un tesoro inigualable, a pesar de que a menudo nos pasamos años errabundos en marasmos musicales sin el más mínimo indicio de sentido.

En una serie de archivos en los que pasé varios años inmerso, seguí las indicaciones percutivas de una música, aparentemente caribeña, nocturna y atroz. Pasé horas atendiendo a los misterios del quitiplás.

Un golpe de tambores, repetido, como un llamado al suspenso en medio de la selva, me invitó a internarme en una ilusión en la que pasé siete años entre enamorado y perdido. Fue un ritmo, una sombra, una adivinanza carente de palabras, un rasgado de guitarra junto a un sacudón a la vez triste, a la vez carnavalesco, que me robó mucha vida.

Por eso, varios expedicionarios comenzaron a lanzar archivos al basurero digital, intentando reducir la vastedad de los sonidos repetitivos. Intentando descartar calles ciegas. El minimalismo reinó en esa época. Los acordes predecibles se pusieron de moda. Los bailes estereotipados ganaron terreno sobre las contorsiones arrebatadas de las buscadoras febriles del pasado. La repetición parecía augurar algún cierre a tantos siglos de ansiedad. Pero fue otro precipicio del que cayeron sin misericordia generaciones enteras de danzantes estériles, de zombis juveniles que quedaron atrapados en coreografías estrechas como sus vidas inútiles.

Quizás algún día encuentre ese tema interpretado esa noche, recostado yo contra la pared del bar ruinoso de aquella noche juvenil, mientras esa cadera afirmaba de manera contundente conducir por el camino hacia el palacio de la verdad, la bondad y la belleza definitiva.

Al final todo conducirá al silencio.

 

Del libro Haz ruido con mi ataúd (Oscar Todtmann Editores, 2025)

 

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