Las sirenas, Annie Van Der Dys

06/ 03/ 2013 | Categorías: Cuentos
“Sino que le hechizan las sirenas con el sonoro canto sentadas en una pradera y teniendo a su alrededor un montón de huesos de hombre putrefactos cuya piel se va consumiendo.”
Homero. La Odisea

polillasMadre ha amanecido esta mañana furiosa conmigo. Desde mi cama la oigo trastear en la cocina. Cada olla que deja caer con fuerza dentro del fregador es como una señal en clave Morse para mí: ¡Levántate! —me dice— ¿Es que acaso no sabes qué hora es?

Yo abro los ojos con cuidado, despacio, lentamente. Pero no sirve de nada. La resaca se ha dado cuenta de que estoy despierta y decide levantarse ella también. El dolor de cabeza comienza a latir rítmicamente en mis sienes, a presionar las cuencas de mis ojos. Si tan sólo pudiera dormir un poco más… pero allá, desde la “cocina profunda” resuenan los golpes de las sufridas puertas de los gabinetes —¡Ayúdanos, por favor! —me suplica una—. ¿Qué le has prometido hoy para que nos trate con tanta crueldad?— gime otra.

Debo levantarme, hoy es el cumpleaños de la abuela y como todos los años le he prometido a madre que esta vez sí llegaríamos temprano.

La cocina brilla impecable. Puede ocurrir un terremoto, un incendio, desaparecer todos del planeta que nosotras no tendríamos mayor motivo de angustia: las olas estarían en su sitio, el piso pulido, la nevera ordenada. Mi desayuno sobre la mesa tapado con un plato y cubierto, nuevamente, por la mitad del mantel. El jugo de naranja que bebo lentamente a sorbitos, acompañado por dos aspirinas y una cápsula de vitamina B12.

—Hay polillas en mi closet, ¿sabes? —le digo.

—Alcanfor —me responde.

Y eso es todo. Madre apenas me mira, pero sé que no pierde detalle de uno solo de mis movimientos, reprochándome con su silencio el estado tan poco satisfactorio en que me encuentro. Pero para ambas ya es demasiado tarde, hace tiempo que pasamos la edad de los reproches. La verdad es que hace tiempo que pasamos la edad de casi todo: tal vez sea por eso que seguimos viviendo juntas.

Termino de vestirme, estoy a punto de salir de la habitación cuando me quedo mirando mi closet. Hace varias noches que no me deja dormir. Ahora está tranquilo como si aprovechara las horas en que yo no estoy para descabezar un sueñito. Sus dos grandes y pesadas puertas de madera cerradas, en silencio. Sin embargo en su interior se está moviendo un mundo que desconozco. Seres nacen, se reproducen, y sobre todo comen haciéndose cada vez más fuertes. Antenoche decidieron hacer su primera incursión fuera del terreno conocido de la madera y mi ropa. Me desperté en la oscuridad escuchando cómo los nuevos habitantes revoloteaban sobre mi cama. Encendí la lámpara: la voz profunda de su Dios les dijo que bailaran en torno a ella, por lo menos cincuenta bichos alados danzaban buscando su luz, su calor. Me levanté y tomé una toalla vieja de entre la ropa sucia. No tardaron en retorcerse una buena cantidad en el suelo, estúpidamente, bajo la luz.

—¿Te divertiste anoche? —pregunta Madre. Estoy entrando en el auto, siento ese estado como si flotara que me da cada vez que bebo demasiado así que bajo la guardia, me distrae el brillo de sus ojitos negros, la aparente ingenuidad de su blando cuerpo sentada junto a mí con su conjunto de flores azules, diminutas.

—Sí —digo mientras giro la llave del encendido— bastante. ¿Y tú, qué tal la pasaste?

—¡Ahhhh! Yo también me divertí mucho —con mano experta recoge un mechón de su cabello y lo coloca de nuevo en su sitio—. Cené sola, luego vi todos esos programas de televisión donde la gente cuenta que violó a sus hijos, que se acostó con su hermana o que mató a su padre. Hasta las doce, después te esperé despierta hasta que llegaste a las tres y cuarenta y cinco minutos de la madrugada. No tuve tiempo de aburrirme.—

Saco los lentes oscuros de mi cartera y desaparezco tras ellos. Madre se queda también en silencio mientras retrocedo el auto y lo saco del estacionamiento. Es cerca del mediodía. Como en las películas todo es perfecto: el cielo está azul y despejado. Subo los vidrios, enciendo el aire acondicionado. Las autopistas están desatascadas. Pongo un casete dentro del reproductor. Se escucha la voz de George Harrison cantando que ahí viene el sol.

II

—¡Me llevé una decepción horrible de Rodin!— dice mi tía Marta. —¡Haber tratado a sí ala pobre Camila Claudel!

—Yo me dormí.— Me dice el tío Augusto mientras termina de llenar nuestros vasos con cerveza—. Por eso no me gustan las películas que me lleva a ver tu tía: me desvelan. Cuando llego a la casa no tengo nada de sueño—. Tomo mi cerveza y río cortésmente, el tío me imita halagado por el éxito de su chiste. La tía, en cambio, no parece tan dispuesta a las cortesías con el hombre que ha compartido más de veinte años de su vida. Lo mira con despreciativa frialdad, me toma del brazo alejándome de él. Yo le hago señas al tío de que me sirva otra, casi he vaciado mi vaso en dos tragos. La jaqueca cede, empiezo a sentirme tan bien como la noche anterior, poco antes de las tres de la madrugada.

—¿Y por qué no la has visto?— Me pregunta mi tía incrédula. La tía Marta sabe que trabajo como secretaria del Director de la Cinemateca Nacional , por lo que supone que debo haber visto todas las películas del mundo, o por lo menos más que las que ella sueña ver alguna vez en su vida.

La sala se mueve llena de primos, primas, los hijos de éstos corriendo de un lado a otro, mi madre está sentada junto a mi abuela.

Madre censura primero la cerveza en mi mano, después me censura directamente a mí con una de sus miradas.

La abuela en cambio sonríe haciéndome un gesto con su mano para que me acerque a ella. Obediente, en atenta espera a la llegada de mi nueva cerveza, me siento a su lado. Abuela cumple noventa años. Camina ahora con la ayuda de una especie de andadera, habla muy poco, escucha menos pero asiente a casi todo lo que se le diga. Abuela me pone su arrugada y manchada mano sobre mi brazo con la que me da palmaditas…

—¿Te sientes bien? ¿Estás contenta? —Le pregunto a su oído, la abuela asiente. Sus ojos son negros y pequeños como los de mi madre, como los míos. Abuela me da dos o tres palmaditas más en el brazo como tranquilizándome, luego su atención vaga de nuevo por la sala, donde la familia conversa ruidosamente.

—Son todos unos puercos asquerosos… ¿verdad, abuela?— musito a su oído. Ella muestra todos sus dientes con ese gesto de satisfacción perenne que imagino la acompañará hasta el final. En ese momento, Madre le da un plato de comida, ella me suelta para tomarlo mientras le lanza al almuerzo una de sus sonrisas. Madre le habla dulcemente como lo hace con el viejo gato de la casa cuando le pone galletas en el plato. Abuela toma el tenedor, coge un bocado de carne y lo lleva a su boca. Mastica acompasadamente moviendo su mandíbula de arriba abajo. Me recuerda a una oveja, una dulce y buena oveja pastando en el campo. El campo que ahora se ha vuelto un campo de baile. Han puesto a sonar una vieja canción de la Billo ‘s: “Los pañales del menor, los teteros del mayor tendrás que lavaaarrrr, cásate, cásate y verás.”

La tía Marta se acerca con su plato de comida, demostrándome su habilidad para comer y hablar al mismo tiempo.

—¿Te contaron el final? —la tía siempre me conmueve.

—Sí, me lo contaron —la tranquilizo.

—¡Me impresionó muchísimo! Imagínate, la protagonista termina loca como una cabra. ¡Una muchacha tan bonita!

—En el manicomio no sólo debe haber mujeres feas —le respondo.

—Es verdad —dice ella suspirando resignadamente—. Pero da más lástima cuando es bonita. ¡Y ese Rodín será todo un artista lo que quieras, pero se portó igual que cualquier hombre, como un verdadero animal!

—Eso no me sorprende.

—¡Ahhh! —exclama la tía satisfecha de que las dos estemos de acuerdo en ese detalle.

—Come —me ordena mi madre entregándome un plato con comida.

Tomo mi tenedor, pincho un trozo de carne, lo meto dentro de mi boca, después lo mastico lentamente moviendo mi mandíbula rítmicamente hacia arriba, hacia abajo. A mi lado la abuela espera, le encanta la torta y sabe que después que le canten el “Cumpleaños feliz” le darán un gran trozo de pastel.

—Llama a tu tío, querida —me pide la tía Marta— dile que lo espero en el carro. Da un beso a su hermana, mi madre, otro a mí y sale. Doy la vuelta para cumplir mi encargo —como una buena chica— cuando la mano de Madre toma la mía, en la que sostengo el vaso de whisky.

—También nos vamos. No bebas más.

—Estoy bien —le digo, pero el sonido pastoso e inseguro de mi propia voz me desmiente.

—Tienes que manejar y no pretendo morir como una idiota en la autopista. Si te quieres matar sola es tu problema, pero no conmigo adentro.

Ella habla con fuerza, como me ha tratado toda la vida, pero yo siento en el frío de su mano que está temblando. Tiene miedo, miedo de esta hija que cada vez le habla menos y bebe más. Ya no tengo ánimo para los retos, así que decido darle la razón, le cedo el vaso.

—Está bien. No me mataré contigo adentro.

—Llama a tu tío y no bebas más.— Ella tampoco tiene ánimo para los retos.

Atravieso la sala tomada ahora por la nueva generación de sobrinos y primos. Ya no se oye salsa ni sones, sino alguna balada en inglés. No son las mismas que escuché yo, pero son iguales las letras tontas y melodía pegajosa. Los mayores beben y fuman abiertamente, los más jóvenes lo hacen a escondidas. Alguna vez también yo estuve sentada en esos muebles haciendo los mismos gestos, riendo de idéntica manera. Busco entre los tíos y tías que quedan reunidos en la cocina, pero el tío Augusto no está entre ellos.

Llego al patio trasero donde unas sombras llaman mi atención. Voy pensando en algún chiste para contárselo al bueno del tío Augusto, que tantos me ha contado desde que yo era una niña. Me detengo en el umbral del patio y permanezco allí como los animales, espiando amparada en las sombras. El patio está casi a oscuras, iluminado sólo por la luz que atraviesa las cortinas de la ventana. Los escucho claramente, es el ronco jadeo de un hombre y los gemidos suaves y guturales de una mujer que está siendo penetrada. Olvido que sé que esa ronca voz es de mi tío Augusto y los gemidos escapan de mi sobrina. Permanezco allí con los ojos cerrados siguiendo internamente la melodía de esa canción que alguna vez me supe hasta que todo termina.

III

En mi sueño llevo el traje de mis quince años. Tal vez lo lleve para que Madre diga que me gustó tanto que lo usé dos veces en mi vida. La verdad es que lo odio, que sólo en un mal sueño volvería a usar ese espantoso traje salmón claro, tan apropiado para una señorita, diría Madre, sus mangas bombachas, el escote cuadrado que protege la visión de los senos con cientos de castos pliegues (¡tan elegante! Diría mi madre. Pero Madre no estaba allí para decir eso sino de pie, junto a la ventana de mi cuarto mirando obstinadamente para afuera, tal vez porque sabe que en mis sueños jamás se ve hacia afuera de este cuarto). Ella lleva su vestido blanco de flores lila, de alguna parte me llega una melodía: “Eres tú el príncipe azul que yo soñé, eres tú mis ojos te vieron con ternura y amor, al mirarte a ti el fuego encendió mi corazón y mi ensoñación se hará realidad y te adoraré como sucedió en mi sueño ideal… Lara, lara, lara…”

Noto un cosquilleo en el estómago, respiro con fuerza a causa de la ansiedad: pronto todos saldremos a bailar, y del brazo de mi padre, presiento su olor a colonia para después de afeitarse mezclado con el aroma del ron Pampero.

—Estás soñando —me dice Madre sin dejar de ver hacia la ventana. Ella siempre ha sabido exactamente qué decir cuando me ilusiono. Desde aquí escucho revolotear a los animales, las polillas.

—Te dije que compraras alcanfor pero tú nunca haces lo que yo te digo ¿No las estás oyendo? ¡Se están comiendo toda tu ropa!

—¡Dios mío! ¿Por qué soy siempre tan descuidada? —le respondo con el tono de mis quince años. Puedo oírlas “mmmmammm, mmmmammm, mmmammm”, el closet se hincha y se deshincha como si respirara. Mi ropa no les es suficiente porque empiezan a comerse también la madera, el suelo se llena rápidamente de serrín.

—¡Te dije que les pusieras alcanfor, te lo dije! —repite Madre.

Salen revoloteando desesperadamente de entre cada rendija que abren buscando la luz de la lámpara, tratando de alcanzar tontamente el resplandor de la bombilla. No tardan en subir por mis zapatillas de cristal.

Debo despertarme, lo sé, trato con todas mis fuerzas de hacerlo. Pero sigo allí con los animales, vuelan ahora debajo de mi vestido, sus alas rozando mis piernas, se meten entre mi pelo, chocan con mi cara. Decido detener todo aquello abriendo con fuerza la pared del closet. No me desperté ahí, cosa rara, sino un poquito más adelante después de que toqué el traje militar de mi tío Augusto, el de seda azul marina que usó Madre para despedirme la primera vez que viajé a París, el conjunto de flux y pantalón marrón con finas rayas grises que llevaba puesto Padre la mañana en que me llevó al colegio y por equivocación, en su prisa, me besó en la boca a la hora de despedirnos; el conjunto beige de chaqueta corta y falda plisada que usó la tía Marta la tarde de mi bautizo en el que fue mi madrina.

Cuando finalmente abrí los ojos me llegó el perfume del suavizador que Madre le ponía las sábanas, mezclado con el vapor caliente, quemante, de mi propio aliento. Maravillada, volví a escuchar el canto de una mujer, me llegó nítidamente entre la confusión de la borrachera y del sueño, digo volví porque tuve la seguridad de que no era la primera vez que oía esa voz, que ella me era inquietantemente familiar como una olvidada canción de cuna. El canto provenía del interior del closet y tuve el irrefrenable impulso de levantarme e ir hacia ella, adentrarme en la búsqueda de esa voz pero también sentí miedo de responder a su llamado porque tal vez no habría cómo regresar, cómo abandonarla, cómo volver a esta casa, a Madre, a mi cuerpo solitario en la cama. Hundí mi cabeza todo lo que pude en las almohadas para impedir que el canto llegara a mis oídos.

IV

Cerca de las dos de la tarde Madre me llamó para avisarme que era la hora de almorzar.

Comí sin prestarle mucha atención a lo que tenía en el plato, bebiendo las dos primeras cervezas del día, aquella fue una excesiva provocación para Madre, que decidió quejarse durante todo el almuerzo de lo mala que le había quedado la comida. No dije nada. La inagotable experiencia en almuerzos me había enseñado que mientras más le asegurase yo que la comida estaba estupenda, más furiosa se pondría ella. De todas maneras terminó recogiendo los platos para tirarlos, con comida y todo, al fregadero. Ni así pronuncié palabra, demostrándome a mí misma cómo he aumentado mi autocontrol en los últimos años de convivencia, pero ella, en repuesta a mi delicadeza, decidió poner la televisión a todo volumen, obligándome a una retirada estratégica —empezaba a perder parte de mi dominio zen— hacia mi cuarto con la cuarta o quinta cerveza.

El resto de la tarde del domingo lo pasé frente a mi closet. Al principio observándolo detenidamente desde afuera, después registrándolo meticulosamente. Descubrí que conservaba ropa que no usaba desde hacía más de diez años, que en la segunda gaveta estaba el álbum de fotos en donde, en blanco y negro, me mostraban desnuda en un cochecito o en brazos de Madre quien me sostenía para que pudiera darle palos a una piñata. Luego, totalmente a color, bailando un vals con mi padre el día que cumplí los quince años. No faltaban, por supuesto, las fiestas familiares abrazada por el tío Augusto —embutido literalmente en su uniforme de teniente del ejército— y de la tía Marta que parecía estar hablando hasta en las fotos. Me encontré con algunos de mis novios de adolescencia, a los que el tiempo mejoraba considerablemente, o quizás eran los cristales de la compasión los que producían ese efecto regenerativo en sus rostros. Arriba, detrás de un paquete de revistas de cine, encontré una caja de madera que me había traído de regalo mi padre. Me impresionó saber que en ese cuarto vivió una niña que amó apasionadamente a algunos hombres, generalmente inalcanzables, que rogó a la luna porque le mandara un amor y que compró docenas de revistas sobre cine, garrapateando después cuartillas con trilladas ideas para guiones de películas en las que las mujeres eran siempre terriblemente infelices, los hombres se marchaban invariablemente con otras condenando a la heroína a una soledad que sólo el alcohol llenaba. Sentí ternura y lástima por aquella niña destinada desde tan joven a ver hechos realidad sus sueños.

Desde afuera me llegaban las estridentes voces del televisor frente al que Madre consumía sus últimas horas de vida llenando sus ilusiones con otros amores, otros fracasos, otros deseos más baratos, más efímeros, pero menos, mucho menos dolorosos que los de ella. Me pregunté si tal vez el closet de Madre no estaría también lleno de polillas que acababan con la ropa en las noches en que no podía dormir, si habría escuchado alguna vez el canto de esa mujer llamándola incesantemente a abrir la puerta, a entrar para perderse en la tibia oscuridad de la nada.

Ya con los rayos del sol de la tarde me preparé para la llegada de la noche. Cuidadosamente fui ordenando las fotos, las cartas, las hojas, los fragmentos de mis esperanzas sobre la cama. Hasta que la cubrí completamente de todo lo que yo no había sido, de la mujer que ahora era y me acosté sobre ella. Me dejé rodar, absorber, empapar. Cerré los ojos, me hubiera gustado tener una bata de seda blanca y una larga cabellera rubia, o tan sólo una rosa amarilla entre las manos, como se veía a la Bella Durmiente en la portada de ese disco que escuché incansablemente todas las tardes de mi infancia. No había nada de eso. Sólo las pastillas esperando en la gaveta de mi mesa de noche, la botella de whisky ya destapada. Cuando ella llegara a buscarme ya estaría lista, esta vez no lucharía. Me dejaría envolver por ese hermoso canto, suave, seductor, acariciante. Detendría por un momento, sólo por un momento, mis miedos para acercarme a ella y oír su voz.

Del libro: Tatuajes de ciudad (Sacven, 2007)
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