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Hace ya algunos años posteé en Facebook este poema de Julio Miranda:
La coherencia de la historia exigiría
un disparo ahorrándonos a todos el poeta.
La coherencia del poeta exigiría
un disparo ahorrándonos a todos el poema.
La coherencia del poema exigiría
una historia ahorrándonos a todos el disparo.
Nunca le di crédito a su autor. Pero sí coloqué comillas. En eso consistía el ejercicio: adivinar quién era el poeta. Unos cuantos se atrevieron a insinuar que aquellos versos me pertenecían. Que todo no era más que un test para medir la reacción del público. Un elogio para mí, que solo destaco como censor antiplagios y que alguna vez se me pasó por la cabeza escribir novelas que reflejaran la realidad venezolana. ¡Absurda idea! Ya el lector de estas páginas habrá comprobado mi torpeza estilística.
El post alcanzó media docena de comentarios. Solo uno acertó. O casi: «Eso lo escribió el pana que dice que Cadenas es sendo plagiario ja, ja, ja».
En aquel tiempo estudiaba pregrado. Y así se me ocurrió mi tema de tesis. O mi condena. Ahora soy esclavo del peor gobierno de todos, me lo dice quien fuera mi tutor, que es doctor en Historia, Carlos Talavera Marcano. Me lo reitera cada vez que nos tomamos un café con la sabiduría del que se sabe perdido y por más que intenta una salida solo tropieza con puertas que conducen a la confusión y al miedo. O me encuentra a mí, henchido de confusión, henchido de miedo, y con cientos de tesis y libros abiertos y por abrir: pequeñas puertas hacia miles de frases plagiadas.
Los días de fervores militares terminaron como ya es costumbre en Latinoamérica. En la transición fuimos lo sobradamente estúpidos para darle la oportunidad a un escritor. Ahora él manda.
Hemos sido coherentes con un error. Hemos sido constantes en ese error. Cohesionados, hemos insistido. Desde luego, yo soy parte de la ingenuidad colectiva, la mala intención atenuada con la cínica calificación de viveza criolla. Otros, más osados en su descaro, han optado por determinarnos como una nación sumida en una inocencia infantil, cauterizada por rumores, mitos y leyendas que arrastramos en los genes. Hace un par de décadas pensábamos que un militar resolvería todos nuestros problemas, la vagabundería, la indisciplina, la impuntualidad. Ya hartos, decidimos elegir con el 74% de los votos a un escritor que se ganaba la vida como editor de textos y redactor creativo, pero, eso sí, un candidato con exceso de carisma y liderazgo. Un escritor premiado, por lo que no se trataba de cualquier escritor. No imaginamos que su gobierno se orientaría hacia una especie de autoritarismo, hacia un terror de Estado de bajo impacto.
¿Por qué llegó al poder un escritor que condena a muerte a plagiarios literarios?, ¿por qué ha decidido castigar con severidad a personas que no leen al menos veinte libros al año?, ¿por qué aplica multas elevadísimas a las empresas cuyos comerciales y avisos publicitarios contienen errores ortográficos? Y aún hay más: los ciudadanos de sexo masculino y mayores de edad con un promedio menor a quince libros por año, han sido reclutados y calificados de analfabetas, designación que los priva de cualquier ejercicio civil. Una vez procesados estos trámites, los iletrados son trasladados a diversos centros del país para que colaboren en la reconstrucción de las carreteras agrietadas que dejó la Guerra Civil Venezolana y erigir bibliotecas dotadas de todos aquellos libros prohibidos por los dictadores precedentes. Con estas medidas se logró concluir la Autopista Nelson Himiob, conocida en repúblicas anteriores como la Autopista Regional del Centro. Durante los meses de esclavitud, de pena y trabajos forzosos, los miles de hombres eran obligados a memorizarse un poemario completo y a recitarlo a la vez que el soplete del sol les taladraba las sienes.
En la actualidad, la profesión mejor pagada es la de corrector. Y estaría horas enumerando las cosas que ocurren cuando un escritor llega a la presidencia. Fuimos los campeones mundiales de la ingenuidad al creer que nuestro líder retomaría los ideales de Rómulo Gallegos. Su elección la asumimos como una revancha histórica: ¡al fin el triunfo de la civilización ante la barbarie! Y una vez más, la historia nos castigaba.
En este contexto transcurren mis días. Mis grises días. Soy un anodino ser alejado del poder y que trabaja para el poder, alejado de la fama y del dinero, pero que, en cierto modo, está condicionado a dos ejes infranqueables: las finanzas y la vigilancia absoluta.
Mi tesis fue un catálogo de plagiarios. Autores que, si aún estaban vivos, entregué a las fauces del poder. El Estado me había asignado estos oficios. Incumplir con alguna de las fases del proyecto era la muerte. La historia de un país es la historia de una trama de supervivencias. Soy un superviviente que persigue a los que se la quisieron dar de supervivos.
Desde que soy censor solo conozco tres modos de existir: descansar, cumplir órdenes y cazar plagiarios. Desde la semana pasada he añadido otra variante a mis días. Esta historia trata de esa variante.
***
A una chica con la que estuve saliendo, hará cosa de cuatro o cinco años atrás, le gustaba drogarse oliendo mis libros de Juan Villoro. Terminó conmigo la semana en que se le agotó el perfume a Palmeras de la brisa rápida, ejemplar que compré la tarde de nuestra primera cita. Los típicos tres meses de mis relaciones fortuitas. El tiempo justo en que el aroma estuvo allí, insistente en sus páginas.
«Tus libros ya no huelen», me dijo en su último mensaje por el chat de Facebook, antes de bloquearme en todas las redes sociales, ¡hasta en Twitter!, que equivale a asesinato virtual. Me afligí un par de días, pero la ruptura coincidió con un fin de semana largo: cuatro días de rumbas de cumpleaños y una despedida en las que circuló tanto alcohol como para provocarme una amnesia temporal.
No supe más de María Alejandra hasta hace un par de años. Me conseguí a su primo favorito en la fila de las elecciones presidenciales que ganó El Escritor. Me caía bien el primo, pese a su excesiva tecnocracia para defender sus teorías socialistas. Cada vez que yo le hablaba de «sociabismo» se alteraba como si le hubiera mentado la madre. En un par de ocasiones, Mariale, su primo y yo compartimos un taxi al terminar una velada de cervezas por las tascas de la parroquia Eugenio Montejo, la que antes se conocía como Chacao. En verdad, siempre nos caímos bien. Aunque en aquella ocasión me saludó raudo y distante. «Mariale se fue pal’imperio», dijo, y siguió de largo con la actitud del que teme cambiar la decisión de su voto por alguna frase casual.
En efecto, Mariale se había ido del país. Mariale se residenció en Louisiana, Estados Unidos. Esto último lo confirmé gracias a una amiga psicóloga en común: Mariale acudió a ella por un buen tiempo en busca de sus virtudes sanadoras. Coincidimos en un vagón del Metro. El trayecto era lento y saturado de brazos sudorosos. Antes de despedirse, la psicóloga me tendió su tarjeta de presentación. En sus ratos de ocio se dedicaba a leer el Tarot y facturaba el triple de lo que percibía de sueldo. Me asaltó la tentación de preguntarle si dejaría de llamar a Mariale Mariale o volvería a pensar en ella como María Alejandra. Las abreviaturas representan un signo de apego.
Cuento todo esto porque Mariale quería verme. Hacia finales de mayo, me envió un mail. Le respondí que «sí», sin más, ya que andaba un pelo ocupado. En otra época me hubiera emocionado con esta noticia. Pero ya estaba inmiscuido en una nueva relación, la cual iba maravillosamente bien y me había olvidado de las aventuras.
María Alejandra Sanders, como se llama ahora, se abrió una cuenta nueva en Facebook con su nombre de casada. Desde allí me había escrito. Por curiosidad, desde una cuenta corporativa que manejo como community manager, accedí a su antiguo perfil. Aún lo conserva como el sarcófago que aloja los restos de su crisis nuclear: su Chernóbil: el pasado radioactivo que contrasta con la integridad de su presente.
En la actual foto de perfil exhibía unos lentes old-fashioned, cola de caballo, bronceado Baywatch. También abrazaba a un chamito con pinta de nerd. Se acercaba al niño como si quisiera aspirarlo por la nariz. Entendí que había sustituido su adicción al aroma de los libros por las lociones para bebés. La mirada de Mariale delataba que había dejado atrás su habitual combo de excesos etílicos y alucinógenos por costumbres hogareñas sedimentadas en el sopor húmedo de Louisiana.
En aquellos tiempos, Mariale hablaba de niños, recalcaba con énfasis (y algo de enfado) que jamás tendría muchachos: «Seré la típica tía loca de los gatos» era su lema cada vez que veía a una mujer pasear a su hijo en un coche. Examiné la fotografía en busca de algún indicio que evidenciara un lazo sanguíneo. Nadie había sido etiquetado ni dejado ningún like o comentario que me proporcionara una pista. Su Facebook carecía de datos personales y solo se dejaban ver su foto de perfil y la de portada, unos Converse rojos desgastados sobre unos peldaños de madera carcomida.
He hablado ya del olor de mis libros, pero no del olor inconfundible de Mariale. Su perfume natural. Nunca supe si se untaba alguna loción de ostras. Durante las pocas semanas que salimos, el sentido del olfato anuló los otros cuatro. Estaba ciego y no tenía tacto para expresar ciertas cosas. Un día me dijo, «mejor dejamos las cosas como están». La ignoré: estaba concentrado en una ola de salitre que provenía de su melena.
Pocos meses después de encontrarme con su primo, Mariale había publicado una plaquette artesanal en conjunto con unas amigas. Se tituló Partirse demasiado (poemas, cuentos, ensayos y reflexiones). En principio, el compendio apostaba por una mirada mitad feminista y crítica, una afrenta mitad paródica y mordaz con pretensiones existenciales, contra aquellos que habían decidido partir a otras latitudes. En el prólogo se jactaban, apoyándose en una forzada cita de Tomás Straka, de que pertenecían a la primera generación venezolana que se había preguntado con seriedad sobre el fenómeno de emigrar. Si hoy leemos el índice, notaremos que solo dos de las dieciséis poetisas aún permanecen en el país. La plaquette revalidó una constancia: la capacidad de los venezolanos para contradecirse. Mariale no quería tener hijos, y tiene uno. Mariale no quería irse del país, y se casó con Mr. Sanders.
Sí, Mariale se destacaba escribiendo, pero lo suyo era la fotografía. En realidad, sus pasiones eran efímeras. Del diseño de moda vintage había pasado al bodypaint, y del bodypaint a una práctica híbrida llamada eco-yoga-zen-shui. Y desde lo espiritual dio un salto cuántico a la fotografía, actividad que alternaba con la escritura. En este rubro había alcanzado una Mención de Honor en un concurso local de relatos. Cuando el volumen del certamen que reunía a los ganadores y finalistas se bautizó en una librería del Centro Comercial Paseo Las Mercedes, no me extrañó su ausencia. La razón ya se me hacía lógica: ciertamente se había marchado «pal imperio». En representación de Mariale asistieron sus padres, a quienes conocía de cara y cuerpo por una sesión de fotos nudistas que ella les tomó en Mérida. El brindis se inició y, mientras el mesonero ofrecía el refill, la madre de Mariale esquivó con agilidad los salud para clavar su mirada en mi piel como un insecto garboso que trepaba mis piernas, se hincaba en mi quijada y hurgaba mis párpados. Apuré la copa de vino y me largué.
Había tenido tiempo de comprar el libro a pesar de mi abrupta huida. Ya, tendido en mi cama, desgarré el celofán que cubría Partirse demasiado…. Fui directo al índice. Leí el párrafo inicial de su relato. Descubrí que me había robado una frase.
«Con razón me bloqueó», deduje. Nunca me mostraba lo que escribía. Apenas hablábamos, solo tirábamos y nos olíamos. Bueno, yo era el que olfateaba a Mariale y ella olfateaba mis libros.
A todas estas, la frase no era la gran cosa. Se me ocurrió durante una caminata por la ciudad acompañado de Mariale y le comenté que me agradaría iniciar un cuento con esa reveladora —aunque simple— frase. Que iba a escribir un cuento solo para utilizarla. Mariale había iniciado su cuento con mi ocurrencia.
***
Mariale me volvió a escribir. Esta vez no fue tan telegráfica como el mail anterior. Mariale tiene un hijo. Un niño de cinco años. Se llama John Juan M, el chico de la foto. «Necesito verte. Quiero conozcas a mi nino, dime un dia para tomarnos un cafe», concluía su precipitado correo sin eñes ni acentos.
Pasé la noche sin dormir, preguntándome si la acusaba de plagio, pero mi hipótesis no tendría validez. Además, ya había transcurrido un buen tiempo y, aunque soy un censor y nadie suele cuestionarme, no he publicado nada, ni escrito algo que merezca publicarse. De ser tomada en cuenta mi denuncia, el niño de Mariale iba a quedar prácticamente huérfano. Anduve pensando en esas cosas hasta el amanecer. En el delito de Mariale y en cómo llamar a ese niño. Si John, si John Juan o cómo. Ya le preguntaría a Mariale por su decisión de darle ese nombre, probablemente su modo de resumir en el pequeño John Juan una ambigüedad nacionalista, o establecer un puente, anular una brecha. El reflejo de las vidas de Mariale aquí y allá.
***
El regreso de Mariale a Caracas ponía a prueba mi dignidad, mi paciencia y mi capacidad de contenerme. Desapareció con la docilidad de una mancha en un libro viejo y ahora llegaba como una explosión química. Yo, sin embargo, había aprendido a conocerme y tenía la certeza de que en cualquier instante le soltaría lo del plagio. O mejor: le diría a qué me dedicaba: «Mariale, como ya te habrás dado cuenta por mi chaqueta, trabajo para el gobierno de El Escritor. Soy Censor Antiplagios. En Venezuela el plagio es penado severamente, ¿sabías?». Su reacción la delataría.
La cita la pautamos en el restaurante frufrú de mi tía madrina, Francisca Coffee, donde era beneficiado con almuerzos gratis a cambio de las correcciones que aplicaba a la errática ortografía de los publicistas contratados por mi tía madrina.
Cuando llegué, mi tía no estaba. De todas maneras, ya los empleados me conocían y apenas entré me ofrecieron mesa privilegiada y mocaccino recién preparado.
En la mesa contigua presencié uno de los tantos vicios que se volvieron comunes luego de aprobarse La Ley Antipiratería. Un hombre vestido de cajero bancario se sentó toscamente en la mesa ocupada por otro tipo de unos cincuenta años que terminaba sus panquecas y hacía scrolling en su celular. Con autoridad le dijo:
—Buenos días, estimado. ¿Me permite el libro que acaba de dejar de leer?
—Tómelo, se lo recomiendo. Ya casi lo termino.
El hombre con pinta de cajero bancario fue directo a las primeras páginas. Con prontitud, sacó una cámara y le tomó fotos a la página de créditos, al isbn y depósito legal, y colocó el libro abierto y bocabajo para tomar una última foto a la portada y contratapa. Hasta aquí todo normal. Pero, de inmediato, apuntó la cámara hacia el hombre de cincuenta años y el flash le hizo derramar su café sobre el mantel.
—¿Qué le pasa? Primero se sienta, así como así y… ¿De qué va todo esto?
—isbn ilegal… Debería darle vergüenza leer libros piratas delante de sus hijos menores de edad. Ahora no volverá a verlos hasta que cumplan dieciocho. De igual modo, se respetarán sus derechos humanos, aunque usted no respete los derechos de autor… Acompáñeme…
—Pero, ¿qué dice? ¿Cómo sabe que tengo hijos?
—No se haga el tonto. Si no se levanta a la cuenta de tres, me veré obligado a llamar a la policía. También podemos llegar a un acuerdo… Uno…
—¿Cómo sabe que tengo hijos menores de edad?
—Con su esposa dos, con su exsecretaria otro que viene en camino. Por eso le digo que podemos negociar… Dos…
Los censores antipiratería se están llenando los bolsillos, al contrario de los censores de mi gremio. La corrupción sigue enquistada en nuestro adn.
***
Mariale y yo tenemos la misma edad, pero ella lucía como si acabara de cruzar a pie y sin protector solar las fronteras que nos separan de Estados Unidos. Al margen de la catástrofe evolutiva de su físico, su aroma seguía inalterable, resguardado por su piel. Aquella mañana la olfateé antes de que, viniendo desde atrás, tocara mis hombros. Una solución de sales minerales penetró por mi nariz. En lugar de saludarme, sonrío y en sus labios se leía una excusa dilatada por muchos años.
«Este es John Juan Mario Sanders Romero, tu hijo». La excusa de Mariale tenía el cuerpo de un niño de cinco años, 4,8 de miopía y coeficiente intelectual de 194 puntos.
***
«Un jugo tres en uno te aliviará», dijo, e insistió en mi palidez.
En la mesa vecina, el señor cincuentón escuchaba y anotaba los datos de la cuenta bancaria que el censor le dictaba.
***
La mañana en Francisca Coffee transcurrió entre conversaciones de aquí y de allá, de la vida en Louisiana y de la vida en Caracas. Recuerdos varios. Silencios incómodos. Discusiones insólitas. Muchos silencios incómodos. Mariale aprovechó unos minutos en los que John Juan Mario se retiró al baño para tomarme de las manos. Recordé aquella vez que, antes de empezar a salir, planeamos una exposición poético-fotográfica. Sus dedos eran despaciosos, certeros, con una habilidad innata para manipular mentes, convencerlas de proyectos artísticos delirantes, sin pies ni cabeza.
—Debo pedirte un favor. Quédate con el niño un par de noches. Mis padres están en Caracas resolviendo unos asuntos. Hablaré con ellos de algo importante y no quiero que él, tu hijo, esté presente. Te prometo que no te molestaré más con esto. Pasado mañana cuadramos y me entregas al niño.
En el pasado, sus manos sobre mis manos me convencieron de escribir poemas que acompañaran sus fotos. Esta vez me convencían de ser niñero por un par de noches de su hijo, mi hijo, que por pura casualidad había visto en foto.
Me llevé a John Juan Mario a casa.
Yo me tomaba unas cervezas, y él, con estoica simpleza, pedía agua. Tampoco es que tenía mucha variedad de bebidas que ofrecer de acuerdo a su edad. Me confesó que era un niño especial. Y que los niños genios precisaban un trato y una educación especial. Que eso lo obstinaba. «En cuanto abro la boca, la gente me mira raro», dijo y pidió que le sirviera más agua helada. La bebió a fondo blanco y se me quedó mirando como si se le hubieran congelado las palabras. Leyó en voz alta el relato de Alfredo Armas Alfonso impreso en la etiqueta del pote de agua. «En los de mi país nunca ponen cuentos», dijo. Aproveché su estado de reflexión y le pregunté por sus proyectos. «Ya terminé High School, pero no he decidido a cuál universidad ir», argumentó con aires de sabio inconforme. Se lo dije, que lucía muy sabio y muy inconforme para su edad. Agradeció que no lo hubiese comparado con niños índigos ni millennials. Igualmente, añadí, tenía el resto de la infancia y la adolescencia para decidirse. Dijo que su mamá escribía relatos, «fiction, ficción».
—¿Por qué tu madre te puso ese nombre? —lo interrumpí. Se encogió de hombros.
—A decir verdad, no se lo he preguntado. Donde vivo me llaman Little Hawk, pequeño halcón.
—¿Ese es tu apodo?
—¿Mi qué…?
—Quiero decir, el nickname…
—Me gustaba más «Hacha que corta el viento». Mis compañeros de clases suelen llamarme de muchas formas, y todas muy alejadas de lo que entendemos por cariño. Así me llamaban en la aldea donde vivimos.
Caí en cuenta que Mariale se había integrado a una comuna hippie. Un destino lógico para su vida disoluta.
—¿Y qué hacen allá? —pregunté fingiendo cierta apatía y no hacerlo sentir en un interrogatorio.
—Pues, lo mismo que en cualquier lugar del mundo: vivir. Solo que estamos conectados de una manera más, más…
—¿Profunda?
—Sí, eso, deeply and strongly with the natural world, como dice el líder…
Hablamos un rato más. Era probable que el niño pudiera estar inventando. No caí en discusiones. Pero esa palabra líder fue un eco incómodo. Líderes había por doquier. Había una pandemia mundial de profetas y líderes y Estados Unidos no era la excepción. Reservé para el siguiente día mi pregunta: «¿qué significa para ti un líder?». El sueño me vencía. Había sido un día agitado. Un día que no había procesado del todo. Uno de esos días que recordaré por el resto de mi vida. Si Mariale olía a mar, yo me sumergía en un letargo de aguas profundas, donde la refracción de la luz disminuye. Habitaba una nueva densidad. Era un exiliado de mi rutina.
A medianoche acosté al niño en mi cama. Yo dormiría en el sofá. Paradójicamente ya empezaba a encariñarme. Eran factibles las posibilidades de que a la mañana siguiente ya lo llamaría por sus siglas: jjm, o pequeño Johnny. Entre bostezos, el niño dijo que su madre le había encargado darme una carta que se encontraba en el interior de su libro de Geografía de Venezuela.
Ya me parecía de lo más raro que este niño cargara en su maleta este voluminoso libro y, de paso, en inglés. La carta selló mi noche con un inesperado desconcierto. Mariale describía su extraña enfermedad pulmonar y de su decisión irrevocable de no someterse a ningún tratamiento. Ha vuelto a Venezuela para morir. Entre otros pormenores clínicos, advertía que no la buscara, que cuando yo diera con la carta ya ella estaría en algún punto de la carretera viajando hacia Mérida, rumbo a la casa de sus padres. A ellos no les diría nada, solo se dejaría ir en paz, como lo profesaba el líder, The Leader.
Ahora todo apunta a que no volveré a ver a Mariale. Y se me antoja llamarla así para siempre. Sus dos nombres unidos como dos territorios que se contradicen. Mariale había regresado para morir y se vino con su hijo, mi hijo, del que yo ni remota idea tenía de su existencia. Ahora entiendo la distancia del primo, las miradas indescifrables de sus padres durante la presentación del libro. En los últimos tiempos, Venezuela se asociaba más a un país donde podían asesinarte, no un país al que la gente volviera para fallecer, aún más con el precedente de haber huido de él. Mariale significaba una estadística mínima pero reveladora; nos movía y nos hacía conscientes de este territorio: un parque temático del crimen que ni un gobierno totalitario y literario era capaz de recomponer.
***
Cuando jjm roncaba —y en esto sí se igualaba a un niño común y corriente—, revisé en los archivos de mi laptop las fotos que Mariale y yo tomamos desde la azotea de las Torres de El Silencio para la exposición que nunca hicimos. Nos conocimos en un taller de fotografía en la Escuela de Sociología de la Central. En él aprendí a entender ciertos planos de las películas y las funciones del diafragma y el obturador. Mariale descubrió que la fotografía era una ocupación terapéutica, la ayudaba a no morderse con tanta insistencia los pellejitos de los dedos.
***
En el desayuno hablé de asuntos varios con mi hijo genio. Dijo que venía de un territorio acosado por huracanes devastadores y niños terroristas. Llegamos a la conclusión de que el mundo no ha dejado de ser un lugar peligroso.
John Juan Mario había sido víctima de bullying. Una variante de lo que en Venezuela se conocía como chalequeo. Pero, comparado con el bullying, el chalequeo es una nimiedad. Una caimanera de pelotica de goma frente a un partido de la Major League Baseball. Pero esa no era la razón por la que Mariale lo había traído consigo. Había razones más profundas y fuertes y delicadas. En la comuna hippie donde vivía, su padre o padre adoptivo, Mr. Sanders, se metió en problemas con el gobierno: en el backyard de una casa que le asignó el alcalde de Louisiana tenía su propio jardín botánico destinado a la producción de una nueva planta derivada de una enrevesada mezcla de otras. Un proceso ciento por ciento natural, aseguró el muchacho, pero con resultados de ensalada psicotrópica. La receta se convirtió en un furor en ese estado. Con esta confesión de John Juan Mario se aclaraban un poco las cosas. Mariale huyó del efecto punitivo que podía llevarla a la cárcel. En el desayuno, conocí otra de las razones: un compañero de clases de John Juan Mario se había ido a la escuela con el arma de fuego de su padre y les disparó a sus compañeras, gritándoles: «¡Bitches, I’am Katrina, I’am Katrina, pleased to meet you!».
***
Durante el día estuve pensando qué hacer. Cancelé una cita con mi novia. Me excusé diciéndole que había llegado un reporte de La Universidad del Zulia. Una profesora de maestría, después de corregir los trabajos de sus estudiantes, los obligaba a publicarlos en revistas arbitradas bajo la condición de que la incluyeran como coautora del artículo. «Sí, amor, y evaluamos si se trata de plagio o extorsión. Creo que estaremos hasta tarde. Debemos revisar detalladamente cada caso», concluí. Ya era un hecho, mi vida cambiaría de forma drástica. También cancelé una reunión con mi extutor.
Almorzamos y John Juan Mario dijo que se ejercitaría unos minutos con movimientos de ecoyoga para garantizar una digestión favorable. Yo le dije que iría a trabajar en el estudio, pero que luego iríamos a dar un paseo. El niño me siguió con la mirada de quien requiere soledad para iniciar su serie de ejercicios.
Antes de cerrar la puerta, añadí:
—Las cosas no andan bien en el país.
—¿Qué?, ¿se viene un huracán?
—No, nada de eso. Aquí no hay huracanes.
—Entonces, ¿qué puede estar mal?
El territorio que abandonaba John Juan Mario era tan contradictorio como su madre.
***
—¿Qué estás escribiendo? —me interrumpió. El niño estaba empapado de sudor. Le dije que no estaba escribiendo escribiendo, sino más bien investigaba y consultaba un material para, dentro de unos meses o años, escribir una novela sobre un lunático que recluta a un ejército de mendigos y escorias humanas que reconquistarían la Zona en Reclamación, pero, al mismo tiempo, le aclaré, es una novela que habla sobre la necesidad más importante y menos reconocida del alma humana: tener raíces.
—¡Ey! ¡Un momento! Mi progenitora publicó Zone, una novela en inglés, por supuesto.
—No sabía que tu madre había publicado algo nuevo, y mucho menos en inglés. ¿La leíste?
—Sí, claro; de hecho, tiene el mismo argumento que la tuya. Se la corregí en español y la traduje. —No creo que me acostumbre a este tipo de frases de niño genio—. Mi progenitora está obsesionada con Edward Said. En mi aldea, están obsesionados con el exilio. Si se van, si se quedan, si se regresan. Creo que mi progenitora, al menos psíquicamente, nunca dejó este país. Me inquieta que haya olvidado que el ser humano es un animal nómada que, si bien no va al norte en verano o al sur en invierno, cada cierto tiempo pierde la brújula y naufraga y por eso hoy es tan común ver esas olas de emigrantes, desplazados, desterrados, exiliados, y todos por razones distintas, pero eso corresponde a esa carga genética de marcharse del lugar de nacimiento. Por eso las guerras, las ideologías fascistas, las pandemias, las persecuciones: puras excusas, en realidad es un mecanismo milenario que promueven estos desplazamientos, en principio, caprichosos, pero no: forman parte de nuestra naturaleza nómada. Muy en el fondo sabemos que tenemos que huir. O en el caso contrario, tenemos que dominar: el ser humano es totalitario por instinto.
—¿De dónde sacaste eso?
—¡De los libros!
—¿Quieres una torta?
—Ya cumplí con mi cuota diaria de glucósidos. Preferiría algo más saludable, libre de gluten. Agua, por ejemplo. Pero mineral, de la marca que trae cuentos. ¿No quieres seguir hablando de esto? Sabes que hay exilio cuando todo es exilio.
—¿Por qué dijiste anoche que sería bueno tener un país?
—Porque sería bueno tener un país cuando nada fuera exilio.
***
Salimos a caminar por el bulevar Salvador Garmendia. Recordé aquel otro proyecto que le había comentado a María Alejandra. Volveré a llamarla así. Si es una plagiaria es posible que haya mentido acerca de su enfermedad. O, peor, sobre mi supuesta paternidad. Si es una plagiaria y compruebo su culpa, su integridad física correrá peligro. Y, ¿cómo evitar que otro censor no dé con su fechoría y hasta me acuse de encubrirla? Entretanto, de yo haber publicado mi libro sin saber que una tal novela titulada Zone existía en las librerías indies estadounidenses, hubiera sido a mí a quien habrían acusado de plagio.
Mientras caminábamos, pensé en mi tesis de pregrado por un buen rato. Al principio, mi proyecto se inclinaba más hacia la creación. Una novela protagonizada por un estudiante de Bibliotecología que elabora un fichero de plagios. La novela se inicia con la celebración del cierre de semestre. Mi personaje había culminado sus créditos. El dj, instalado en su tarima en medio de la plaza del rectorado de la Universidad Central, le da play al tema «El gorrión». Los asistentes abuchean al dj. «¡Ya estamos hartos de Coldplay!», grita una chica con evidentes signos de borrachera. El dj, en lugar de cambiar el tema, sube el volumen. Se escuchan unos acordes que le dan paso a la voz de Gualberto Ibarreto. La multitud estaba convencida de que se trataba de Clocks, hit número uno de la banda británica, cuyo inicio es idéntico a la canción de Gualberto. Antes de terminar el primer capítulo, cambié de parecer.
Cuando ya me había graduado y gobernaba El Gran Escritor, un profesor perteneciente a la comisión de estudios de la facultad leyó por azar mi tesis de investigación titulada: Delito en el papel. Historia del plagio literario en Venezuela, y le comentó su hallazgo a un colega que trabajaba en Prensa Presidencial. Un vistazo a mi desactualizado perfil de LinkedIn y dieron con mi teléfono. A los pocos días, empecé a trabajar para el gobierno en la creación de un nuevo departamento ministerial.
El primer plagio grande que detecté una vez asumido este cargo, fue en un libro que mi tutor, el profe Talavera Marcano, me había prestado. Sospeché que me había dejado a propósito un marcalibros And®ea justo en el capítulo donde se empezaba a fraguar el delito. Me refiero al voluminoso Para fijar un rostro (Notas sobre la novelística venezolana actual)[1], muy citado durante finales del siglo xx e inicios del xxi. José Napoleón Oropeza presentó este estudio en su condición de alumno de los cursos de postgrado en el King’s College de la Universidad de Londres, bajo la supervisión de Jason Wilson. Tituló su tesis An Approach to the Analysis of the Structural and Thematic Problems in the Venezuelan Contemporary Novel, y la defendió el 8 de diciembre de 1981, a tiempo para degustar el pavo navideño británico sin el estrés académico. Oropeza, sin contemplaciones, plagió a Raúl Agudo Freites: el capítulo «Teresa de la Parra: la escritura y sus distintos rostros» es copia textual de «Teresa de la Parra o el realismo subjetivo» de Agudo Freites, incluido en Del realismo romántico al realismo onírico (Ensayo sobre la narrativa venezolana), publicado en 1975, seis años antes. Oropeza plagia de principio a fin este ensayo, cambiando una que otra palabra.
Después de muchos meses de pesquisas, Oropeza fue capturado por nuestros agentes y, burocracia mediante, se espera que en los años venideros se emita la sentencia sobre este caso.
Con el tiempo, en colaboración con un grupo de censores antiplagios, fundé la Asocopla (Asociación Contra el Plagio), organismo que facilita las tareas a mis colegas. Una vez creada, comenzaron a llovernos las denuncias. Desde Mérida, una de las agentes más importantes detectó un caso hace pocos días. El plagiario fue identificado. Era nada más y nada menos que Alberto Rodríguez Carucci, que perpetró un crimen afín al de José Napoleón Oropeza. Carucci, insigne y respetado profesor, colaborador en el emblemático y desaparecido libro Nación y Literatura[2], le plagió a un estudiante un capítulo de su tesis sobre Domingo Miliani.
A partir de ese momento, mi ascenso en el oficio de censor antiplagios fue trepidante, pero lo que nunca imaginé es que ya yo había sido plagiado de la manera más vil.
El plagio de María Alejandra debió haber sido de este modo durante una tarde de estudio y sexo. A uno de los tantos excaudillos le quedaba ya poco en el poder y la gente andaba nerviosa, con las hormonas a mil, porque se rumoraba que todo terminaría mal: «¡Ay!, Mario, sorry, quería escuchar a Charles Trenet. ¿No pasaste al iTunes las canciones que te envié?», dijo y retiró su pendrive de mi laptop. «¿Por qué no lo sacas de la manera correcta?», le reclamé. «Igual no se daña, gruñoncito. Ven y enséñame cómo tengo que sacar y meter el pendrive». Ya hundida en el puff, palmeó un par de veces sobre el cuero. Acercó su nariz a la superficie.
—Oh, Dios, ¡sí! Huele a libro nuevo.
María Alejandra había exiliado mis palabras, mi historia, mi adn. En tan solo unos minutos concretó su operación: extrajo información de proyectos literarios que irónicamente evocaban robos (¡la zona en reclamación, los plagios!), aparte de la información genética necesaria. Ambos resultados nacerían en otro país, con otra lengua y otra nacionalidad. Mi libro y mi hijo ya eran exiliados antes de escribirse y nacer.
***
—¿Por qué tan callado? —me interrumpió el niño después de cruzar una calle del bulevar. No le respondí. Recordaba la tarde que María Alejandra me había plagiado por partida doble.
Pasamos por el recién reinaugurado Cine Radio City y un policía nos detuvo y me interrogó por el libro que estaba leyendo. Le mostré la documentación que me acreditaba como agente antiplagios, lo que le daría a entender que por trabajo leía varios libros a la vez pero que no terminaba ninguno. Se disculpó y se ofreció, apenado, llevarnos en su moto hasta el final del bulevar. Me negué. Cuando aún no nos habíamos alejado ni dos metros, detuvo a un sujeto con pinta de surfista. Este le respondió La metamorfosis. El policía buscó en sus registros con celeridad. Contaba con un dispositivo similar a una tablet que almacenaba los datos de los ciudadanos lectores. «Señor José Gabriel, aquí se notifica que usted está leyendo La metamorfosis desde hace cuatro meses. ¿Es que no le da pena? ¿No cree que es un libro lo suficientemente breve y divertido como para demorarse tanto?». El hombre arguyó que le había gustado mucho y que por eso ya lo había releído tres veces. Risa nerviosa. «Me hace el favor de acompañarme. Los expertos le harán una comprobación de lectura[3]», le indicó el policía. El surfista, ya un poco desesperado, balbuceó: «Oficial, espere, he leído muchos más libros, pero de poesía. Guillermo Sucre, el poeta favorito de El Escritor». El oficial lo miró con desprecio: «Señor, usted sabe muy bien que los poemarios no cuentan como libros, así cualquiera… ¡Andando!, ya les explicará a los expertos. Y, recuerde, cualquier cita incorrecta que haga será usada en su contra…».
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María Alejandra con su retorcido plan me había exiliado en mi propio país. Me había sacado de mi orden y de mi rutina utilizando los productos que, con premeditación y alevosía, me arrebató. En la noche, recibí otro mail de ella. Sus pulmones empeoraban, pero estaba feliz. Aunque ya no funcionaban del todo bien, sí era capaz de apresar la enorme gama de olores que pensaba no volvería a sentir, fluyendo por su cuerpo, penetrándola como diminutos fantasmas. Entre otras cosas, me comentó que unas primas querían conocer al niño y le advirtieron sobre los poderes curativos de un chamán en La Azulita, pero que este chamán no estaba ajeno a la crisis y necesitaba ciertos ingredientes para el caldo que la sanaría. En Mérida no se conseguían. Una plaga (pensé haber leído una plagia), una extraña especie de insectos aleteando como un huracán, había acabado con estos frutos en la región. Le pregunté cuáles eran esos frutos. Aún espero su respuesta.
Le preparé mi cama a John Juan Mario, se la tendí con sábanas y cobijas limpias. El muchacho tuvo un ataque de mamitis apenas hundió su cabeza en la almohada. Más allá de su precoz genialidad, no dejaba de ser un niño que quería que su madre le untara Vick VapoRub y lo oliera.
Justo después de que el niño se durmió, no me faltaron preguntas del tipo: ¿pertenezco a lo que añoro o al lugar donde estoy? Susan, otra tía, decía que mientras vivamos, estaremos en algún sitio. Que los pies siempre están en algún lugar plantados o corriendo. La tía Susan pensaba que, ya sea por falta de vitalidad o por la fortaleza más profunda, somos capaces de estar en el pasado y en el presente, o en el presente y en el futuro. O simplemente aquí y allí. Pero, ¿qué ocurre cuando estos cambios se reproducen no solo en la ciudad en la que se ha crecido? Cuando estos cambios se manifiestan en aquella ciudad ajena que se ha convertido en el centro de operaciones de los recuerdos, desde el desarraigo, como le está empezando a ocurrir a mi supuesto hijo genio y extranjero.
La noche siguiente, como me lo había indicado Mariale en su correo, llevé al niño genio a tomar un autobús en el Terminal de Occidente Compañero de Viaje. Allí nos esperaría el primo ñángara de Mariale. Luego de darme un saludo austero, se dedicó a abrazar a jjm. Antes de darse la vuelta con el niño en brazos, me miró como si observara a un cobarde que nunca asumiría con responsabilidad su rol de padre.
El niño haría su primer viaje en su nuevo país. Un pequeño exilio de no sé cuántos días. Su distanciamiento me haría pensar mejor sobre la nueva situación que se incorporaba a mi vida.
John Juan Mario, aún sobre los brazos de su tío, se despidió desde la ventanilla.
Lo vi partir. El autobús era de dos pisos y el nombre de la compañía no era del todo confiable: Peli Express. Lo primero que me venía a la cabeza eran peligros a trescientos kilómetros por hora. De cualquier modo, jjm ya estaba acostumbrado a lidiar contra estas velocidades. Ahora tendría la oportunidad de desplazarse al ritmo de un huracán.
Cuando me alejaba del terminal, escuché una música atronadora. Un ritmo al que solo podía considerarse como hard-vallenato-progresivo. Se originaba en el bar donde me emborraché por primera vez. Hoy en día el local era castigado por la inflación y putas que promovían peleas a machetazos.
Entré al bar y bebí una cerveza. Se me acercó una mujer de cincuenta y pocos años. Su atuendo recordaba a Natusha en sus peores tiempos. «Bríndame un trago», dijo. Pedí otra cerveza. «No, chico, un trago, no seas pichirre», y siguió con otro cliente que sí tenía sus buenas horas bebiendo a juzgar por la inclinación de su columna. El perfume de la Natusha en sus peores tiempos calificaba de terrorismo aromático. Estornudé sobre la barra.
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Me desplomé en mi cama. Había vivido días muy agitados. De padre de un hijo al que nunca llamé hijo y que en dado caso traté como al amigo ebrio y despechado al que atapucé de agua y con el que recorrí kilómetros para sudar la resaca: en este caso una resaca de inquietudes de genio.
Cuando acomodaba una almohada debajo de mi cabeza, un libro saltó vaya a saber de dónde y me golpeó la frente.
Se trataba del ejemplar en inglés de Geografía de Venezuela: Venezuelan Geographic. Tenía una salinidad porosa. Me sentía capaz de asirla en el aire, amonedarla y construir un castillo de microscópicos minerales. Finalmente, abrí el libro y lo hojeé como quien pasa las páginas de una revista de sudokus ya resueltos.
En el volumen había un mapa desplegable. «El mundo entero y sus líderes, sus mesías, sus pandemias, sus plagios y plagas», pensé. En él, varios países estaban rodeados por un círculo rojo: Argentina, Italia, México, Puerto Rico, Canadá, España y Venezuela, que estaba rodeada por un círculo rojo más denso, como si el marcador hubiera girado como un remolino sobre el país. Justo al lado destacaba un trazado. Se leía √ en marcador azul. Dentro de cada uno de estos círculos rojos que encerraba a estos países, se repetía una palabra alfanumérica: Dad1, Dad2, Dad3, Dad4, Dad5, Dad6, Dad7 y, así, sucesivamente, por el resto del mundo.
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[1] Valencia, Vadell Hermanos Editores, 1984.
[2] El Gran Escritor ordenó quemar esta edición porque ningún colaborador del volumen cita alguno de sus libros. Este arrebato, considerado por muchos analistas como un error político, a los entendidos en la materia no nos sorprendió. Como tampoco nos sorprendió que El Gran Escritor decretara por intermedio de su gabinete de ministros adscritos al sistema de educación, la lectura obligatoria de sus obras completas distribuidas equitativamente en los pensum de enseñanza media, diversificada, técnica y profesional de las instituciones públicas y privadas de la nación. «Esto acabará con el malandraje», dijo y firmó.
[3] Horas antes de publicarse estas páginas, el Congreso Nacional aprobó las relecturas con un valor de un ¼ de libro, transcurridos al menos tres meses de haberlo leído por primera vez y con al menos cinco libros mediante.
Relato ganador de la edición 71º del Concurso Anual de Cuentos de El Nacional (2016)