Loca por una cita, de Milagros Quintero Panza
05/ 03/ 2014 | Categorías: Cuentos, Lo más recienteNadie sospechaba, a pesar de su presencia recurrente. Todas las noches llegaba a la misma hora.
—Lo de siempre, —dice ella al mesonero y él le sirve un güisqui 18 años en la roca. Ella lo toma con lentitud y deleite, lo saborea, degusta sus alcoholes. Ese trago la conecta con un pasado reciente y anestesia su angustia, la acompaña y le da seguridad. Siente ganas de abrazarse a ese trago.
Llama al mesonero y le pregunta si tiene algún recado para ella.
—No señorita, no hay recado ¿desea otra cosa? —le dice él casi instintivo, con la actitud de quien tiene la costumbre de servir sin pedir explicaciones.
—Voy a esperar —responde parca, sin darle las gracias.
Mira la pantalla del teléfono con ojos fijos y un falso control de sí misma. Casi en un ritual, presiona la tecla para llamar al buzón de mensajes. Con parsimonia, marca los cuatro números de su clave secreta.
Usted no tiene mensajes, le responde la máquina. Vuelve a marcar, incrédula, cómo si existiera la posibilidad de error en la grabadora, y escucha aturdida la misma voz metálica.
Desde hace una semana espera una llamada que nunca recibirá. Tiene miedo de habérsela perdido mientras estuvo en el baño, teme una mala jugada de su compañía telefónica o una falla imprevista del teléfono. Vuelve a marcar. Nada. Su buzón está vacío y ella lo sabe, pero insiste cautiva del absurdo.
Ese último mensaje que él le dejó, lo escuchó repetidas veces y lo guardó una y otra vez durante los tres días que funciona el sistema de la compañía telefónica. Maldita compañía que no la deja escuchar para siempre su voz. Su voz que se despide, su voz que le dice que lo siente, que no puede volver a llamarla, su voz suave, un susurro que no le da la cara.
Se queda mirando el celular y decide marcar su número. Irresponsable que nunca responde. El número que usted ha marcado se encuentra temporalmente desconectado. Ella continua su ritual, lo llama aunque nunca responda, como si lo ilógico gobernara su vida, como si la sensatez se hubiera ido para siempre. Vuelve a marcar un par de veces más, incapaz de convencerse que no está, que desconectó su número, el único nexo que los unía. Le tiemblan las manos y no sabe si es por la angustia de no hallarlo o por el frío del lugar.
Todo comenzó una noche en su casa, mientras miraba una película de amores contrariados y comía cotufas con mantequilla. Era una noche normal, igual a todas. Llenaba su soledad con fantasías de muchos amigos que la invitaban a salir, y ella siempre se negaba alegando estar cansada. ¿Dónde están los hombres? Se preguntó la dama del televisor. Ella, sin despegar los ojos del aparato, corrigió la pregunta: ¿dónde están los hombres solteros?
De inmediato, como era su pasatiempo favorito, comenzó a imaginar que conocía al hombre de su vida, lugar común que solía emplear cada vez que creía tener una nueva conquista. Esta vez se le ocurrió que podía ser en el aeropuerto. Un viajero solitario y soltero. Un ejecutivo exitoso. Lo imaginó guapo, elegante y con muy buenos ingresos. Esto último era un aderezo de su vanidad, atrapar un soltero adinerado.
¡Cómo no se me ocurrió antes! Sí, el aeropuerto es un buen lugar para enjaular un marido.
Estaba decidida a atrapar un viajero, un pasajero frecuente, uno de esos ejecutivos que suelen viajar en primera clase.
Siempre llega cuatro horas antes de la salida de su vuelo imaginario, no hay boleto que chequear, tampoco equipaje. Se instala en el cafetín más concurrido, en una mesa cercana al pasillo, atenta al tránsito de los pasajeros que van o vienen. Pide un capuchino para disimular. Observa.
Al principio pasó inadvertida entre los empleados, luego uno que otro, reparó en su presencia persistente y sistemática. Al poco tiempo, a solicitud del encargado del cafetín, fue investigada por el personal de seguridad. Éstos, después de asegurarse que era inofensiva, empezaron a nombrarla entre ellos como la loquita viajera.
No hablaba con el personal, callada y expectante a cada nuevo vuelo anunciado, se le notaba una extraña obsesión por mirar las manos de los pasajeros en tránsito que acudían a ese cafetín, y cada vez que divisaba algún caballero sin anillo de bodas, lo abordaba sin preámbulos. Para iniciar conversación tenía un método algo marchito, usado durante las últimas semanas: le preguntaba la hora de equis vuelo que sabía retrasado, o le comentaba alguna noticia del periódico. Casi siempre tenía éxito, pero la conversación no pasaba de unos pocos minutos, a lo sumo cinco, antes que el caballero notara algo extraño en su proceder y tomara distancia. Ella se limitaba a sonreír y con desenfado empezaba a buscar un nuevo dedo anular libre de la odiosa prenda.
A la quinta semana de su plan, un hombre elegante y libre de anillos, aceptó tomarse un café con ella.
—Viajo tanto y a veces estoy tan sola, que no dejo pasar la oportunidad cuando encuentro a alguien interesante con quien conversar.
Le contó que trabajaba para una ONG, que estaba divorciada y no tenía hijos. Le habló de lo despiadado que era su ex y como la hostigaba para volver con ella. Le dijo que le gustaban las películas viejas y la música de los ochenta. Él la escuchó ausente, sin apartar la mirada de su celular. A los treinta minutos hizo una llamada rápida y se marchó. Acordaron verse a su regreso. Decidieron hora y lugar. Ella eligió un restaurante ubicado en el este de la ciudad. Intercambiaron números de celular y cuentas de correo electrónico. Una dirección a la que ella envió mensajes hermosos y cadenas en la red, desde esa misma tarde. Después, dos correos diarios le parecieron suficientes; uno de buenos días y otro para desearle buenas noches. Siempre finalizaba con un no te preocupes si no puedes responderme. En el sexto mensaje se le ocurrió restar los días que les faltaban para verse: faltan cinco días, le escribió después de su ya acostumbrado final: no te preocupes si no tienes tiempo de responderme, y así en cada uno de los mensajes que siguieron.
Nunca obtuvo respuesta, pero ella se repetía, cada vez que entraba a su cuenta de correo, No debo apresurarme, tenemos una cita, no debo espantarlo.
El día que regresaba el candidato a novio, ella sintió la tentación de ir a esperarlo al aeropuerto, sin embargo, se conformó con una llamada para saludarlo y recordarle la invitación a cenar.
Desde que logró conseguir esa cita no había vuelto y le pareció de mal augurio regresar al aeropuerto sin estar casada. Volveré cuando me vaya de luna de miel, se dijo con entusiasmo. Los empleados del café no repararon en su ausencia, tampoco los de seguridad se acordaban de la loquita viajera.
Ella estaba feliz porque al fin tenía una cita. Había pasado los días pensando y haciendo planes mientras se sometía a tratamientos de belleza. Acudió a un Spa para hacerse un velo de novia y una limpieza de cutis. Se mandó a hacer un tatuaje en el hombro con las iniciales de él, y se pintó el cabello de rojo, para darse un look más juvenil.
Se imaginó muchas veces cómo sería el encuentro. Tal vez él le traería un regalo, un souvenir de algún lugar visitado. Al instante su rostro cambió de expresión y hasta se sonrió. No, no va a traerme un regalo, los hombres no se ocupan de esos detalles, se dijo con naturalidad. Entonces recordó que le había comentado que su vuelo era el de Aruba y ella sí que tendría que comprarle un regalo.
Tomó una decisión. Se fue de tiendas, no estaba para esos excesos, pero optó por comprarle un perfume: un Mont Blank, el más costoso que le mostró el vendedor. Es una inversión, se repitió a sí misma. Alquiló un traje porque el dinero no le alcanzaba para más. Reparó en su bolso gastado por el uso y decidió que debía comprar una cartera elegante que combinara con sus zapatos nuevos y con el traje alquilado. Recordó que la vendedora le había preguntado por la ocasión, y ella le explicó que era la noche de su compromiso, por eso quería estar tan linda. Se probó un perfume para ella pero no pudo comprárselo, su tarjeta había llegado al límite. Esa noche llamó a su ex marido y le dijo que debía una cuota especial del condominio. Él, más fastidiado que solidario, le regaló el dinero para el pago de la tarjeta.
Esta será la penúltima humillación a la que me someto con este canalla, se dijo así misma.
Al llegar a casa llamó a una ex compañera de trabajo para compartir la novedad:
—Tengo un novio nuevo y vamos a comprometernos. Es soltero y trabaja como ejecutivo en una trasnacional, está en el exterior y llega mañana. —Colgó sin dar más detalles a un teléfono sin tono. Hacía más de tres meses que le habían suspendido el servicio.
No importa, de todas maneras sé lo que me habría respondido, ¡la envidiosa esa! Miró el celular y descartó llamarla, debía ahorrar saldo para llamar a su futuro esposo.
Se miró al espejo y ensayó una sonrisa. Se acercó más para constatar las minúsculas arrugas alrededor de sus ojos. Abrió la boca grande y estiró el cuello. Debía darse prisa, sus arrugas se empezaban a notar demasiado.
No soportaría llegar a los cuarenta, sin casarme, le había comentado esa tarde a la vendedora. En realidad, hacía tres largos años que los había cumplido, pero ella continuaba diciendo que tenía treinta y cinco años y siempre agregaba, con una media sonrisa: treinta y cinco muy bien llevados, para recuperar enseguida una expresión de máscara, ensayada en el espejo de su baño para no arrugarse.
Debo cuidarme de las líneas de expresión, pensó al acercarse hasta casi pegar el rostro a la superficie del espejo: ¿cuánto costará una sesión de botox? Le preguntó a su imagen.
Volvió a mirar el reloj, en ese gesto nervioso y estereotipado que suelen hacer las personas que esperan.
¿Cómo es posible que se haya ido? ¿Para dónde se fue? ¿Por qué no me llama?
Se consuela en la contemplación de sus fotos. Fotos inocentes que tomó con su celular en la única salida que tuvieron. Rememora esas imágenes: él riendo, él con su trago de güisqui 18 años, él y su chaqueta alpha gris, él y su celular, él con su montón de llamadas. Disculpa, le decía. Siempre pidiendo disculpas y ella: no te preocupes, vale. Pero ella sí estaba preocupada. Preocupada de que pasara el momento y él no le hiciera una propuesta. A los veinticinco minutos, él se tuvo que ausentar. Le pidió que lo esperara solo un instante. Le dijo que regresaría.
Se quedó mirando la silla desocupada y el trago a medio tomar. Reparó en que se marchó sin comer, y dejó olvidado su regalo en la mesa. Pasaron cuatro horas.
Terminó la noche. Estaba sola en ese restaurante donde todos van acompañados, donde todos van con un plan. Ella no sabe qué hacer con su soledad. Ella no sabe qué hacer con ese frío, ese aire helado que le congela hasta la cédula en su bolso minúsculo. Esa maldita cédula que la delata, que le grita al mundo que es divorciada, divorciada de la compañía masculina. ¿Divorciada de quién? De la vida, de sí misma.
Se siente incómoda en ese traje alquilado. Un traje alquilado para él, ella toda alquilada para él. Observa el celular, le da la orden de sonar, pero éste no la obedece. Ella no se atreve a llamarlo. Teme ser inoportuna. Toma el regalo y rompe el papel hasta llegar al envase. Juguetea con él, le da vueltas en la mesa, una, dos, diez, veinte, cien, doscientas veces. Se le queda mirando, lo abre en un impulso y se coloca unas gotitas del perfume en los hombros y el cuello. Cierra los ojos e imagina que él la abraza. Siente un hoyo en el estómago. No es de hambre.
—¿Le pido un taxi? —preguntó el mesonero con cara comprensiva, mientras le entregaba la cuenta.
Esa llamada al otro día. Esa llamada no para volver a invitarla, sino para disculparse, para decirle que lamentaba haberla dejado, que tal… y ella no lo deja hablar y le vuelve a decir que no se preocupe, que lo importante es pasarla bien juntos. Él le dice: tal vez otro día, ahora estoy muy ocupado y cuelga. Luego otra llamada a los cinco minutos que ella no atiende por falso orgullo, para darse importancia y hacerse la dura. Él le deja ese mensaje. El maldito mensaje que ya no está, ese mensaje que su compañía de teléfonos borró ¿Cuántos días puede guardarse un mensaje? ¿Cuánto días han pasado?
Vuelve a saborear su trago. Ya siente el impacto del alcohol. Ella no está acostumbrada a beber, pero lo hace como lo hizo él esa noche. Un scotch había dicho él, ella un daiquiri de melocotón, y se arrepiente enseguida, pero el mesonero ya se ha ido y él está hablando por teléfono. Se voltea para que ella no escuche. Es una precaución innecesaria, porque ella no escucha, solo lo observa y sonríe con una risa vacua.
Unos hombres vestidos de chaqueta negra se acercan a la barra para hablar con el barman, éste hace unos gestos de confusión, dice varias veces que no con la cabeza y luego mueve los hombros en un gesto irreverente para decirles ¡qué me importa! Los otros dos sonríen a la vez, y el más viejo le da unas palmadas en la espalda. Se acercan a la única mujer que está en la barra, la saludan con cordialidad, por su nombre y le piden que los acompañe. Ella tiene la fantasía que es él quien ha enviado a buscarla porque desea volver a verla. Él, que sabe que desde esa primera noche ella ha regresado todos los días al mismo lugar del encuentro.
Los policías le muestran una foto de él, que le recuerda la chaqueta alpha gris que usaba el día de la cita. Esa única salida frustrada en la que él solo habló por teléfono, y ella lo veía con cara de mujer complaciente. Con expresión de entiendo todo lo que pasa, de mujer comprensiva, de… Sí, grita desesperada, ¡lo conozco, es mi novio! ¡Vamos a casarnos!
—Tiene que acompañarnos señorita —le dice uno de los policías.
Ella ilusa, les pregunta: —¿dónde está? ¡Lo estoy esperando! ¿Está bien?
Ellos la miran incrédulos, cansados y con cara de fastidio. El tipo está muerto, le dice a secas el más joven y entonces ella se echa a llorar y grita desconsolada.
Los policías no entienden ni les importa entender. La suben a la patrulla y ella grita más fuerte, llamándolo por el nombre falso de la cuenta de correo. Repite ese nombre para que ellos le digan que no es verdad, debe ser un error, logra decirles entre sollozos, mientras se frota la cara con ambas manos. Su maquillaje está desecho, sus mejillas son tapices de colores diluidos en lágrimas. El agente, impávido y directo, le dice:
—Tiene seis días en la morgue y nadie ha ido a reclamar el cadáver. Lo encontraron en la maleta de un carro alquilado. Usted es la última persona con quien lo vieron, y su celular fue el último número que marcó.
Ella no sabe qué decir, pero se siente orgullosa del comentario que le hizo el policía.
La última persona con quien lo vieron, mi número el último que marcó. Repite en voz baja, entonces vuelve a llorar y lamenta no estar vestida de negro.
Lleva puesto el mismo vestido de la primera noche. Un vestido de un absurdo color rojo, un vestido alquilado que no quiso entregar porque él le había dicho que le sentaba muy bien.
Ojalá fuera negro, le dice señalando el vestido al policía que está a su lado.
Una viuda debe vestir de negro, dice para sí. Luego pregunta al policía:
—¿No sabe si le encontraron un anillo de compromiso en la chaqueta?
Del libro: Mientras la soledad (Editorial Lector Complice, 2012)
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muy bueno, jajaja las mujeres somos capaces de pasar por eso.
Una exquisita evocación a la paranoia. Un verdadero placer leerlo.
¡Excelente cuento! Y el final muy divertido a la manera venezolana, es decir, con humor.
Milagros, te felicito por tu narrativa.
Excelente historia Mila! sabrosa tu narrativa, transcurre sin pausa en una hilación perfecta. Se me asemeja un poco al teatro del.absurdo. Retrata muy bien una personalidad límite, entrando y saliendo del mundo real a su antojo y conveniencia. Felicidades amiga!
Milagros.
El cuento me parece muy bueno,doloroso por la temática que aborda e indicativa de la necesidad del ser humano por estar en compañía y de cómo la misma se traduce en comportamientos que nos alejan de la realidad. Su lectura me recordó otros cuentos que he leído y abordan el tema de la soledad y de la no pertenencia, así mismo algunas canciones como la del Grupo Maná titulada «La Loca de San Blas». Sinceramente disfruté tu cuento y
trajo a mi memoria vivencias observadas.
Agradecida por la remisión, y espero me hagas llegar nuevas producciones narrativas.
Conozco el trabajo de Milagros Quintero y aunque este no es el mejor de sus cuentos, indudablemente atrapa por la temática, la narrativa, los recursos literarios y psicológicos que emplea.
De su libro Mientras la Soledad recomiendo los cuentos: El solo llama los domingos, El Delirio de una sonámbula, o A solas y en primera. En cada uno la soledad de los personajes, la angustia que transmiten y el impacto del final te dejan sin aliento y preguntandote qué paso después para que una como lectora o lector lidie con la responsabilidad de su propio final.
Esperamos ansiosas tu próximo trabajo!
Saludos.
Excelente texto de Milagros Quintero.
He leído varios de sus trabajos y me encanta su estilo, porque tiene la capacidad de transmitir al lector, un abanico de sensaciones.
Independiente de la técnica y la formalidad literaria, hace lo que es realmente importante en la escritura; textos que muevan al lector.
No podría aseverar si este material es mejor que otros o no, es cuestión de gustos y los gusto son subjetivos, para mi es una historia muy buena. De hecho hace justo lo que me gusta como lectora, esa historia que no está escrita, pero muy bien contada para completarla en nuestra imaginación.
Me encanto el cuento, lo leí con interés, dejas que te atrape la historia y lees hasta saber que resultara! Creo que define la naturaleza humana en su necesidad de compañía y atención, sea hombre o mujer!
Te felicito!
Milagros, excelente el cuento.
Me atrapo la narrativa desde el inicio hasta el final. El contenido, con una secuencia extraordinaria, que me conecto con algunos momentos de búsqueda de pareja, observados y vividos!. por lo cual disfrute muchísimo leerlo. Ademas super amena y divertida, y con espacios para la imaginación como lectora. me encanto el final!
Felicitaciones Milagritos!. Espero continuar leyendo tus producciones.
Saludos!