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Rafael está en el borde de un gran muro empedrado, moviendo los brazos hacia arriba y hacia abajo como un pájaro, flexionando las rodillas y aleteando como si fuera a volar, como si fuera a saltarme encima. No para de hablar. Cada vez que se inclina hacia delante creo que está por caerse. Juega, hace amagos, retoma el equilibrio, le da a las alas, se tambalea y parece nuevamente que se cae pero vuelve al centro. Todo es training, dice. Control. El control se aprende. Aletea más, mueve las caderas, sigue diciendo. Hay que cerrar los ojos, dice doblando las rodillas, y cerrándolos.
Comienzo a preguntarme cuánto durará la danza, qué clase de tempo es éste. El ritual comienza a cansarme. Cuando estoy a punto de irme y dejarlo allí, todo se acelera. Aterriza a mi lado, tan liviano como subió.
–Esta es la universidad de Berkeley. Iu ci at Berkeley.
–Ya me di cuenta.
Luego estamos en el apartamento de María y Roberto, durmiendo en la misma cama con ellos y rodeados de conejos. A la derecha junto a la ventana, en la esquina, una pila de ropa sucia de la que nuestros anfitriones van sacando cada día la menos hedionda para vestirse. Huele a sudor guardado y a marihuana. Al despertarse hay que estar pilas para no pisar los charcos de orine que han dejado las mascotas. También hay excremento y comida regados. Días más tarde comienzan a aparecer bolitas marrones entre mi ropa. Los conejos y sus rastros lo ocupan todo.
El tercer y último recuerdo de esta época es en Indian Rocks. Un parque verde fosforescente poblado de moles de piedra gris y café, enormes perezas prehistóricas. No se ve nadie, aparte de los animales de roca helada. No siento las orejas. De la nariz sólo siento el líquido, las gotas que limpio e intento secar directamente con los dedos en pinza. Me seco las manos en la lycra. Los bordes de las rocas se dibujan, sus siluetas contrastan con el cielo eléctrico. Para mantener el calor de las manos hay que moverlas. Mientras descansamos de cada intento giramos las muñecas hacia un lado y hacia el otro. Estiramos los antebrazos. Estiramos los dedos y las palmas haciendo una palanca hacia el suelo con la mano opuesta. Siento los brazos entumecidos. Estirarlos arde. Rafael dice que dolor es placer y también que su gran sueño es saltar en paracaídas desde El Capitán. Escalamos los bloques de roca. Estudiamos las rutas más difíciles y nos ponemos tarea.
–Ahora tú. Pie acá, mano derecha allá, la otra en la regleta. Y subes el pie. Esta mano en la fisurita, acá la otra y un dinámico. Empújate. Así. Sales por arriba. Estira bien el brazo derecho, si no no llegas. Ve si te sirve. Así. Empuja duro. Ajá. Prueba con éste. Dale.
–Voy.
–Te tengo.
–¿Me tienes?
–Dese con todo.
Yo conocía El Cap pues él lo llevaba en una postal maltratada y con las esquinas redondeadas a todas partes. Un muro de granito de mil metros, con un corazón tallado en todo el centro, y un relieve que parece una nariz y que así se llama.
La pared brillante aparece en mi memoria posando las mismas preguntas. Cómo es posible que la roca refleje la luz de esa manera. La relación entre la verdad y la hora precisa en que se manifiesta. Si la constitución de lo que se mira depende de condiciones que le son ajenas, si la verdad depende de la hora en que se muestra o de la posición de quien la mira. Cómo es el horario de la verosimilitud. Si hay ecosistemas verosímiles o imposibles dependiendo del cristal o mejor dicho de la luz con que se ven. Por qué hay lugares verdaderos que parecen mentira. Si todos podemos vivir en cualquier ecosistema, y qué pasa si no.
Los amigos decían que él tenía problemas con la bebida. Que se ponía violento al tomar y que bebía con frecuencia. Que no paraba hasta que no veía sangre, la suya o de su contrincante, daba igual. Se destrozaba en la calle sin motivo, como un charro, o como dicen en mi país que se pelean los charros: por pura necedad o necesidad de demostrar que son machos o que pueden serlo. Yo había escuchado que él y la novia se trataban a golpes, que ella le pegaba y él le respondía a mordiscos, que se rumbeaban bolsas de perico y terminaban atacándose a dientes y puños. Que ella era una fiera. Que se montaban cachos, agarraban una borrachera y se cogían a la primera o el primero que se atravesara. Que nadie les decía que no, tenían ese imán. Todos les abrían las piernas. Luego se dejaban convencer por los rumores sobre las infidelidades del otro (ciertas o falsas daba igual, daba igual una cosa o la contraria) y el resbalón o la duda se pagaban con sangre. En carne viva.
En aquel parque verde y gris me decidí a preguntarle si era cierto. Frunció el ceño y se puso de pie.
–Este boulder es así. Yo uso este apoyo, tú tienes que ver si llegas desde acá, si no usa este otro –respondió antes de subir a la roca triangular para salir en tres segundos por el tope–. Es fácil. Prueba tú. Mosca. Control.
Así estuvimos, buscando problemas.
Con las manos ya enrojecidas, sintiendo la alquimia del magnesio y el sudor acumulado bajo las ropas de invierno, nos refugiamos del viento tras la roca más grande, sacamos el termo abollado y tapizado de calcomanías y bebimos un café. Mientras nos turnábamos la taza yo cubría con esparadrapo una ampolla a punto de explotar y él separaba las semillas del monte que había llevado en una lata de caramelos sin caramelos. Era fosforescente, parecía musgo, y como era habitual en la hierba que comprábamos al caliche, nos dejó enchufados y con los oídos sordos en apenas tres patadas. Rafael hablaba sin mirarme, para sí mismo. Para sus oídos comprimidos.
–Yo aprendí que tomar de una botella es coñaza segura, sangre. Abro una botella, de lo que sea –dijo acentuando el tono con una mirada fija y muy seria, con el entrecejo arrugado–, de lo que sea, Julia. Y pierdo la cabeza. Tengo demasiada energía.
Mientras tanto seguía con su faena, llenando otro rolling paper y deslizando sus pulgares hacia los demás dedos extendidos.
–A veces siento que puedo detener un tren en movimiento.
No lo sé explicar, cuando trato me confundo.
No dije nada más. Sus dedos inflamados y callosos, rígidos en apariencia, casi deformes, trabajaban con delicadeza, acariciando el papel al enrolar y cerrar el tabaco. Un constructor plegando un origami. Pasó la lengua. Terminó de cerrarlo. Me lo ofreció con los brazos estirados, inclinando la cabeza y mirando hacia mis pies. Había una cinta tensa entre las dos imágenes, de un lado el cuerpo tosco, del otro la atenta reverencia. Dos posibilidades. Lo tomé en mis manos y devolví el gesto. Jugué el juego de la damisela. Encendí el tabaco extrañada por mi fascinación ante el quiebre, ante lo insólito. Vas viviendo y te vas conociendo.
–Sólo sé que ya no me peleo –continuó–. Vivo tranquilo, he aprendido lo que es dejarse llevar. Go with the flow, le dicen acá los gringos.
Me preguntaba si lo del tren era cierto, si él mismo se creía súper poderoso, me asombré ante lo infantil que se mostraba ahora la imagen. Hablaba como si tuviera ocho o diez años. Pensé que la plasticidad y la incongruencia se dan la mano y que visto desde fuera, el tránsito en la cuerda incomoda. Las versiones posibles del hombre frente a ti sólo molestan si las ves de lejos, desconfiando, si te niegas al pacto. Todos somos especie en evolución. Camaleón amenazado. Una sola cinta elástica desde que naces hasta que te mueres.
Pensando en la incongruencia tuve que ponerme de pie.
Una arenita en los ojos.
–¿Quieres volar?, –me preguntó.
Con las manos reventadas y el termo ya vacío, acostado en la grama boca arriba con los brazos y las piernas estiradas como columnas hacia el cielo, me da un par de indicaciones. Doblo las rodillas y poso mi espalda en sus cuatro plantas. Me voy hacia atrás. Sus pies reciben mi espalda lumbar, siento sus dedos. En sus manos apoyo mi dorsal. Soy un arco, mi pecho se abre hacia las nubes, los brazos caen relajados hacia cada lado. Como muertos. Me cuesta respirar, los pulmones no tienen espacio para inflarse, me ahogo pero es el miedo.
–Abre las alas. Relaja las alas.
Comienzo a respirar. Cierro los ojos. El miedo desaparece. Me pliega, masajea mi espalda con sus plantas y palmas, me hace girar y yo me dejo, mi voluntad es no tener voluntad. Entra el aire. La fuerza que atrae hacia el subsuelo es la misma que te eleva. Veo frente a mí el color de la grama. Siento la presión de sus extremidades hacia los pliegues de mi cuerpo. Siento mis ingles pesadas, confiadas a sus pies. Siento mis axilas descansando en sus manos. Me recorre al moverme. Me da un par de vueltas más, como a una enredadera. Soy un nudo. Me envuelve y desenrolla, me tuerce y suenan mis vértebras. Cierro los ojos cada tanto para no estar al tanto de lo que él ve. Para no saber qué le muestro. Mi escote. Mis nalgas. El anuncio de mi bajo vientre, dos milímetros se escapan de la lycra hacia la luz. Todo pasa. No importa tu cuerpo cuando te toman el cuerpo, si te ocuparas no te dejarías tocar jamás. Estoy flotando y no tengo que hacer nada. Soy una medusa. Crezco desde las cuatro pulsaciones acuáticas que me ofrece como seguro. Soy embrión nadando en el vientre de mi madre. Rafael lo llama volar. Yo lo llamo bucear, volver al útero. Soy anfibia, apneísta. Debes cerrar los ojos bajo el agua. Soy fauna abisal. Dentro del cuerpo no hay luz.
El frío y el miedo desaparecieron y no supe cuándo. Al final separé los párpados. Todo fondo tiene su costa. Ante todo precipicio hay un paisaje. Cuando me devolvió a la superficie flexionando las piernas y posándome lentamente en la tierra, era hora de irse.
–Eres una natural.
Me quedé allí. Asombrada por la confianza, por la entrega viscosa, por el hormigueo en el bajo vientre a pesar de las capas de ropa y de lo germinal de todo aquello. Tomé nota. Acepté la foto, retomé mi nuevo cuerpo reconociendo la ausencia de mandato sobre una porción de mí. Él recogió nuestras cosas. El viento elevándose desde la ciudad hacia mi rostro me enfriaba las mejillas. Este es el comienzo, sentí sin saber. Pasa a veces. Es cuestión de tiempo. Toda ventana debe abrirse y mostrar algo. Hay fotos que entiendes mucho después de haberlas visto por primera vez. Hay semillas inciertas. Se van desplegando las primeras hojas y ahí es que sabes. Dos días más tarde me dolía todo el cuerpo. Como después de una buena revolcada.
Poco tiempo más adelante yo tuve una demostración, un abrebocas de cómo era lo del tren en conjunción con lo de alcohol. Lo presencié en Caracas la noche del DJ. Fuimos a una fiesta a la que nos había invitado Lupe, que salía con un guitarrista y se la pasaba sonsacándonos, en parte para compartir el ratón, para no ser la única escalando con lastre al día siguiente en La Guairita, pero sobre todo para no descubrirse sola en una esquina oscura de cualquier discoteca en plena madrugada, sin saber dónde buscar a su rockero, con dos borrachitos en plena función erótica como únicos acompañantes, o junto a tres periqueros peleándose por una bolsita común. El pana era de lo más popular, se detenía a saludar a medio mundo cada dos pasos, así que si Lupe iba sin compañeros de cordada la pasaba mal. Anestesiada por el alcohol quedaba sola en la mitad de la pista o atravesada en un pasillo mirando hacia los lados sin ancla. Colgada en el vacío. Hasta que apareciera el chico, hasta que la compañía accidental se le hiciera insoportable, o hasta retomar la fe y las fuerzas y decidirse a seguir buscando. En una de esas lo encontró entrando con otro tipo al baño de hombres.
–Coño, no estoy segura de qué vi. Fue un segundo, no estoy segura.
Lo que vio por el resquicio de la puerta no quiso contármelo. Sólo sé que involucraba unos pantalones abajo, una bolsa de panadería y una aguja. Nada por la vena, le había prometido él desde el comienzo. Era el pacto. Nada por la vena.
La última noche que la acompañé fue la que terminó con el episodio del tren y Rafael. Ya íbamos de salida, nos habíamos subido a la camioneta de Tomás y sólo esperábamos por Lupe, que sentada en el puesto del copiloto se caía a besos y a la vez se peleaba con el guitarrista a través de la ventana, sin intenciones de despedirse.
–¡Ya! ¡Páguense un cuarto o mándense a comer mierda! Por más solidaria que quieras ser. No te aguantas aquel espectáculo decadente después de tanta rumba y menos a esa hora, sintiendo el propio cerebro frito, intuyendo el dolor naranja del amanecer en los ojos. Hubiese caído dormida pero si cerraba los ojos me iba en vómitos. En eso Rafael sale por la ventana de atrás de la camioneta, salta como un mono de mi lado hacia la calle, o como un leopardo: rapidísimo, híper ágil. Sin motivo aparente, de verdad, a excepción de lo de Lupe todo indicaba que estábamos por irnos, en un segundo estaba en plena calle, en contrasentido, persiguiendo al DJ, tumbándolo al piso y cayéndole a patadas. Dijeron luego que le mordió una oreja y le sacó sangre. O lo gritaba luego el tipo, desde la otra acera:
–¡Me mordiste la oreja, hijo de puta!
Eso yo no lo vi, lo de la oreja no me consta. Cuando Rafael subió a la camioneta de nuevo no logré identificar rastros rojos en su ropa. Cuando eres espectadora de una pelea todo transcurre en cámara lenta, se eriza la espalda; estás a salvo pero a la vez estás sudando. Tomas partido por un bando sin importar los motivos o quién tiene la razón. Cuando por fin estábamos todos, Tomás metió la velocidad de mala gana. Tal vez estábamos huyendo. Arrancó picando caucho.
–¡Chamo!, ¡pana!, ¿tú estás loco?, ¿tú vas a seguir? Así no se puede, coño. –Y luego de un silencio: –Qué bolas tienes tú.
–¿Qué te hizo? –pregunté susurrando. Rafael me miró con las pupilas dilatadas y la mandíbula de hierro. Ahí me di cuenta de sus manos, estaban heridas y temblaban. Nunca había visto el espectáculo, esa emergencia en los dorsos, en los dedos, los puños apretados aún. Las uñas clavándosele tal vez en las palmas. El tono de voz, el quiebre evidenciando el miedo sólo en parte superado gracias a los golpes recientes. Las personas se pelean para acabar con el miedo. Mejor rojo una vez que colorado mil veces.
–Ese gordo maldito me la debía. A los habla paja hay que darles pa’que aprendan.
Así. Punto. No dijo más. En pocos momentos el mareo y las náuseas habían desaparecido.
–Pana, te dejo a ti primero. No te quiero ver; arranca –le dijo Tomás. Y luego dándose golpecitos con el índice en la sien:
–Tú estás mal de la cabeza. Tú lo que estás es tostao.
–¿Qué? ¿Pendiente de un perro donde el portugués? –respondió Rafael.
–Qué perro ni qué perro. Tú lo que estás es quemao.
Eso fue lo último que escuché antes de apoyar la cabeza en los muslos de Rafael y caer rendida.
Sus historias con el resto del mundo siempre me parecieron cosas suyas con el resto del mundo, asuntos en los que yo no tenía nada que ver. Mientras no sea conmigo, me decía, siempre imaginando algún motivo para la violencia. Él sabrá, pensaba. Por algo pasó esto o aquello. No había tragedia ni desorden, tal vez todo era parte de la misma espera. La misma cuerda tensa entre dos barrancos, amenazando con dejarnos en el aire. La misma evolución. El mismo camaleón. Aquella madrugada yo dormía como un bebé sobre sus piernas. Me parece que él me acariciaba el cabello y la espalda con las manos inflamadas, pero tal vez lo soñé. Al despertar ya estaba en la puerta de mi casa, eran casi las cuatro, y en el carro, aparte de Tomás, no había nadie más.
Capítulo tomado de la primera edición de Oscar Todtmann Editores, 2016
esto no es un fragmento , esta muy largo