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(Suena de fondo: Massive Attack / Small Time Shot Away).
Él pensaba que la quería. Sí, se la pasaban bien, había algo especial en esa mujer. Algo en el pelo, en la temperatura de la boca, en esa piel que parecía siempre recién sacada de una ducha caliente, en su aliento con toque de tabaco. Tenía un no sé qué que sabía a maldad.
Él estuvo de acuerdo en lo de ir al concierto. Le gustaba Massive Attack y lo de verlos gratis en la playa de Nova Mar Bella la verdad es que prometía. De lo que no estaba muy convencido era de lo del tema del MDMA. Para él sería la primera vez en pastillas; para ella no, de pastillas ya sabía tanto que había perdido la cuenta. Ella le había insistido en que estaba todo bien, que era MDMA al 100%, la droga del amor, tan confiable como un paracetamol para el dolor de cabeza, que el dealer además era de su absoluta confianza, nada de mezclar el éxtasis con aspirinas ni metanfetaminas, que lo importante era que no faltara nunca el agua. Que se dejara llevar por la música, por las sensaciones a flor de piel. No te preocupes que yo te cuido; eso dijo ella. Y él le creyó.
Se apagaron los reflectores que alumbraban la arena y la masa ronroneó como un gato del tamaño de la Sagrada Familia. Sobre el escenario cruzaron sombras, se prendieron lucecitas rojas sobre los monitores, un zumbido grave arropó la playa. Un seguidor hizo foco sobre Robert Del Naja y el público rugió, silbó, aplaudió, se estremeció. En ese preciso instante ella aprovechó para meterse la pastilla en la boca e inmediatamente se la pasó a él, de la única y mejor manera en que un MDMA puede ser introducido en la boca ajena, con un beso de mucha lengua. Sintió algo dulce que se le disolvía contra el paladar y luego un destello químico le ganó la garganta.
—Ahora vete al chiringuito y busca agua para los dos—, fue lo único que le dijo al liberarle la boca del besazo. Lo despeinó un poco con diez dedos y lo apartó con un empujón suave en la base de la espalda.
Recorrió los cincuenta metros que los separaban del chiringuito. Pensó durante el trayecto, una vez más y como siempre, que para él eso se llamaba kiosco de playa, que chiringuito era una palabra poco feliz que poco le significaba y poco servía para llamar a un kiosco de playa. Caminó con torpeza sobre la arena, pisó varios pies con cuyos dueños nunca se disculpó —básicamente porque no le daba la gana ni tampoco la lengua— y se llevó por delante varios brazos con sus codos bien afilados. Surcó nubarrones densos de hachís, se tuvo que tragar varios alientos infestos y varias risotadas fingidas. Sonaba Teardrop allá al fondo, como desde otra constelación, echó de menos la voz de Liz Frasier que obviamente no había sido traída al concierto. Cantaba una morena que no lo hacía mal para ser humana, pero eso es lo malo de intentar cantar algo que ya has escuchado antes en la voz de un ángel.
Cuando por fin llegó al kiosco lo encontró atestado de gente. Las bartenders —unas chicas de infarto apenas tapadas por shorts microscópicos y piercings en el ombligo— solo atendían a los más guapos y a los que gritaban más fuerte. Él no cabía en ninguna de las dos categorías, así que se quedó congelado durante minutos con el billete de 10 en una mano y haciendo gesto de “dos” con la otra, hasta darse cuenta de que se había convertido en la versión muñeco de cera de sí mismo. Se le secó la boca un montón, las luces se hicieron lejanas, un resplandor como filtrado por papel cebolla lo inundó todo. Los colores dejaron de ser los colores de siempre y se transformaron en frecuencias vibrantes, como en un juego de longitudes de onda; se reconocía un naranja de un verde porque se movían distinto, pero ya no más por un asunto cromático. El mundo se le hizo extraño, aún más raro que de costumbre. Maldita droga, pensó, me voy a morir aquí de una sobredosis. En esta playa de mierda rodeado de hipsters. Cerró los ojos, un zumbido como de turbinas se le encendió entre las sienes, sintió que los pies habían abandonado la arena, que se había quedado por allá, veinte centímetros más abajo.
—¿Dos aguas, cariño?, son 4 euros… vaya pinta fatal la que traes. Que no falte el agua—, dijo la rubia imposible con estrellas de plata pintadas en los ojos, mientras le ponía dos botellas heladas sobre el mostrador.
Le arrebató con sutileza el billete de la mano tiesa y se lo guardó debajo de la liga del short. Por lo visto, cuatro costaban las aguas y seis los servicios de la guapa y adivinadora. Qué caro que está todo, pensó al tiempo que desenroscaba una de las botellitas y se la bebía goloso como un náufrago. El agua le llenó la boca, le calmó la garganta, se precipitó en suave cascada sobre su estómago hecho una ciruela pasa. Dio gracias a Dios por el agua. Tenía años sin acordarse de él. Pero con el agua creyó, le devolvió la fe.
A medida en que sintió que cada órgano, cada músculo, cada articulación se le iba hidratando, mientras se convencía de que el flujo sanguíneo se le hacía más líquido y fosforescente, se fue internando de nuevo en la multitud. Era como acariciar a contrapelo y con punta de uñas el lomo a un cachorro colosal. Se hundió unos pasos en aquel bosque de vellos oscuros y sintió algo que había perdido hacía aún más tiempo que a Dios: el amor por la especie humana. De pronto los quería a todos, y muchísimo. A cada una de esas sombras, a cada fantasma, la humanidad ahora le parecía casi fabulosa, casi amable.
Recorrió unos pocos metros más y la encontró allí de espaldas, con la mirada clavada en el escenario. Pensó, qué belleza de mujer la que me gasto, se ha acercado un poco al kiosco para esperarme, para que no me perdiera en el camino de vuelta, creo que ahora la quiero más, sí, la quiero de verdad. La encontró especialmente guapa, insoportablemente deseable. Guardó las botellas de agua en su pequeña mochila de cintura. Flotó hasta ella y le hundió la nariz en la nuca. Sintió que le olía el pelo un poco distinto, más nocturno —eso creyó— y la piel también se le antojó ahora más suave, más blanda, como más dulce al gusto. La abrazó desde atrás con todas las ganas del mundo, y buscó que sus palmas desnudas encajaran con la seductora curvatura de su vientre. Se hundió de boca abierta entre esos rulos oscuros y estuvo convencido de ser capaz de abarcarle en un mismo beso todo el cuello y toda la oreja.
Justo en ese instante glorioso comenzó a sonar allá, en ese planeta transplutoniano donde se hallaba la tarima, Small Time Shot Away, realmente la canción por la que había ido a aquel concierto. Cuidándose de no despegar las manos de aquella barriguita deliciosa, su propio planeta personal donde era el único colono, se puso su lado para poder mirar bien a la banda. La música le entraba por los poros, cada sonido del bajo le golpeaba suavemente como olas de un mar apacible el pecho, las mejillas, los muslos. Los agudos eran como corrientazos discretos que atacaban directamente a lo más sensible de la epidermis. Se giró para comentarle lo bien que se sentía, para agradecerle la música, la playa, la barriguita, el MDMA. Y entonces se dio cuenta de su error: Ella no era ella.
—Perdona, te confundí con otra persona —, balbuceó al tiempo que a duras penas lograba despegar las palmas de aquella pancita magnética.
Pero ella no dijo nada, se quedó con la vista clavada al frente. Con sus ojos de otro color mirando imperturbables al escenario, su nariz tan distinta asomándose entre los bucles de un pelo radicalmente diferente, con su sonrisa armada con otros labios y otros dientes. Él se quedó con los brazos colgando como ramas muertas a los lados de su cuerpo reseco. Sintió un pinchazo en el alma, una bocanada brutal de abandono e infelicidad. De nuevo el mundo se le hizo extraño y hostil, solo que ahora el doble. Se le secó de nuevo la lengua y el cerebro le quedó volteado dentro del cráneo, mirando ahora hacia atrás. Tuvo unas ganas poderosas de lanzarse en clavado con la boca abierta contra la arena a ver si corría con la suerte de morir ahogado.
En ese dilema se hallaba inmerso, en la profunda reflexión de cómo sería mejor morirse en ese preciso instante, si ahogado, quemado o asfixiado, cuando ella decidió alargar el brazo para tomarlo de la mano; entonces sus dedos ágiles se abrieron espacio entre los suyos y su pulgar malicioso comenzó a dibujarle círculos invisibles sobre la palma al ritmo de la música. Se dejó acariciar por ese dedo, se entregó al juego de esa perfecta extraña que lo seducía. Se acordó una vez más de Dios y tuvo sinceras ganas de pedirle que pusiera en pausa al mundo, a la existencia entera en estado de suspensión, y así quedarse allí de manos tomadas con esa desconocida para toda la eternidad. Fueron cinco minutos apenas. Cinco minutos en los que Small Time Shot Away sirvió de banda sonora a la historia de amor más fugaz, pero también más intensa, de su vida.
Cuando sonó el último acorde y el público aplaudió, silbó, gruñó de satisfacción, sus manos se soltaron suavamente.
—Perdona, mi novia me debe estar buscando, me tengo que ir —, dijo él.
—Sí, igual el mío, debe estar preocupado.
Se separaron sin que ninguno de los dos se atreviera a girar la cabeza. No fuera cosa que se borrara el mundo allá atrás o, peor aún, que surgiera algo que evidenciara que nunca hubo existido.
—Pero cómo te has tardado, cabrón, ¿dónde coño estabas? —, gruñó ella cuando por fin la encontró en el mismo lugar donde quince minutos antes la había dejado.
—Pues perdido. Me perdí en el chiringuito.
Bebieron el agua en silencio unos segundos, hasta que ella con la boca todavía húmeda le buscó la lengua con la suya y las trenzó en un beso que supo a reconciliación. Y también, sobre todo —cómo negarlo—, a despedida. A que quedaba decretado así, cariñosamente, el principio del fin. Por más que el MDMA todavía les tendiera una trampa química, ya no se dejaban engañar.
Comprendió entonces que sí, la quería, tal como pensaba, él quería a esa mujer; pero jamás la podría querer como a la extraña del chiringuito. Jamás como quiso durante esos cinco minutos gloriosos a aquella desconocida. Ah, claro, y también supo, mientras sorbía el último trago de agua fresca de la botella, que chiringuito de ahora en adelante no le resultaría un nombre tan poco feliz ni tan desprovista de sentido.
Del libro Fragmentario (Sudaquia Editores, 2021)