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El señor Detective toma las huellas dactilares del vehículo. Un Toyota Corolla del 88, beige metalizado, placas XBJ-811. Pide un papel y alguien extiende presto prestísimo una servilleta. Mirada relámpago del señor Detective a la dueña del vehículo que rebufa, voltea los ojos y esgrime un teléfono móvil que amenaza con usar si no resuelven su caso ipso facto.
El señor Detective busca un lápiz detrás de su oreja. Repara en su aspecto mordido —trata de ocultarlo con los dedos—, pero repara en sus uñas de luto —como diría su madre— y se olvida de las muescas del lápiz: lo primero es lo primero. Empieza a tomar notas para escribir el informe del caso, eso sí, escondiendo como puede las uñas de la señorita, cuya ira va in crescendo.
Recibido un aviso de la Central nos aproximamos al lugar de los hechos encontrando a una señorita, quien, hecha un obelisco, zarandeaba al oficial Canache (Cabezadeajo) y gritaba sin ton ni son. Conminamos a la susodicha a soltar al interfecto, entregar sus documentos y dejar de vociferar, a lo cual no accedió hasta que dije «so pena de arresto». Soltó al compañero oficial pero hizo caso omiso al resto de la orden, tuve que decir «desacato y escándalo público» para que obedeciera a lo que la autoridad reclamaba, a saber: que entregara sus papeles y que dejara de gritar.
Se procede a interrogar al oficial Canache, quien, recuperándose, manifiesta que quiere un guayoyo, una reina pepeada y que lo alejen de la señorita. Concedidas sus peticiones, dice que sobre las once de la mañana la citada ciudadana pedía auxilio en el parking, que él acudió como es su deber a socorrerla y que sin mediar palabra lo tomó del pescuezo [sic] y comenzó a gritar. Cuando se le preguntó al oficial Canache qué le decía en los gritos, dijo que no entendía casi nada, salvo palabras altisonantes que no reproduciré en este informe. Ratifica que la presunta daba alaridos en otro idioma, y que no era inglés porque él, aunque no sabía hablarlo, lo entendía por las canciones. El oficial cree recordar dos palabras: «amanita» y «cesárea». Posteriormente el interrogado se refirió a no sé qué de un exorcismo. Le dije que eso no tenía que ver con el caso y comenzó a elevar la voz, razón por la cual pronuncié «amonestación y/o arresto» y cerró la boca. Le hice saber que ya no se necesitaba su presencia, que podía y debía irse al módulo.
Acto seguido pasé a interrogar a la señorita. Hago constar que la misma responde a las iniciales I. P. M., que es mayor de edad, soltera y de este domicilio. Quiero agregar que es alta, delgada, blanca, de cabellos negros y nariz aguileña. Lo coloco porque siempre había querido escribir algo así. La señorita mostró cierta altanería que pasé por alto. El interrogatorio se desenvolvió como sigue:
El señor Detective. Ciudadana, conteste estrictamente a las preguntas. Sea concreta. El vehículo no ha sido forzado. No hay vidrios rotos. Los cilindros están intactos. ¿Cuántos juegos de llaves tiene?
I. P. M. Tengo dos. No está forzado pero sé que han abierto el carro.
El señor Detective. No quiero repetirle las normas. Cíñase a la pregunta. ¿Quién tiene el otro juego de llaves? ¿Cree que alguien pudo haberlas duplicado?
I. P. M. Yo y no.
El señor Detective. ¿Puede ser más distendida?
I. P. M. Me dijo que me ciñera a la pregunta.
El señor Detective. ¿Sabe que no colaborar con la autoridad puede ser un delito? Podría pensar que me distrae para que otros cometan hechos punibles.
I. P. M. Escuche, policía…
El señor Detective. Inspector, señorita; INS-PEC-TOR, la escucho.
I. P. M. Han abierto mi carro cinco veces. Dos de ellas esta semana. No forzaron los cilindros, no rompieron los vidrios, no doblaron las puertas, no reventaron el maletero.
El señor Detective. Eso ya lo sé. También sé que no hay huellas y que no falta nada de valor.
I. P. M. ¿CÓMO QUE NO FALTA NADA DE VALOR? ¿QUÉ ES VALOR PARA USTED?
El señor Detective. ¡NO ME CHILLE! Cálmese. Soy la autoridad. No me obligue a tomar medidas. No le paso una más.
I. P. M. ME CALMO, me calmo.
El señor Detective. He inspeccionado el vehículo. Están sus cassettes, su equipo de sonido, los altavoces, el estuche de herramientas (gato, llaves y triángulo incluidos), la batería, los cuatro cauchos y el de repuesto con sus rines, todos los faros, las luces halógenas, los limpiaparabrisas, los retrovisores, la parrilla, la antena y los emblemas. A lo que hay que sumar una chequera, la ropa de la tintorería, cuatro libros, dos cajas de cigarrillos y dos de chicle de menta sin azúcar, el periódico de hoy, una cámara fotográfica, una gavera de cerveza, tres botellas de vino, un helecho y lo que supongo es la compra del mes. ¿Le falta algo?
I. P. M. (Gritando y llorando). ¡¡¡SÍ!!! ¡FALTAN LAS AMANITAS CESÁREAS! ¡ESO ES LO QUE FALTA HOY! Hace cuatro días desapareció la flor de sal de Guérande. La pimienta de Sarawak y un kilo de papas de Bonotte se esfumaron en el tercer robo, tres semanas atrás el aceite aberquina…
El señor Detective. Ajá… ¿Y qué le faltó en el primer robo?
I. P. M. (Hipando). Un tulipán de doce que compré.
El señor Detective. Resumiendo: No hay daños a la propiedad. No hay constancia de que hayan abierto el vehículo o de que le falten bienes, no sé a qué son «amanitas», «sarawak», «bonotte» y «arbequina». No hay testigos, no hay huellas, no hay nada que yo pueda hacer. Nadie roba flores o comida pudiendo robar un equipo de sonido. Dentro de su vehículo hay un botín que no ha sido expoliado. Nada ha sido sustraído. Doy el caso por cerrado.
La dueña del vehículo resuella e impreca rechinando las muelas. Quiere llamar, pero no atina al pulsar las teclas. Respira y observa al funcionario cumplimentando planillas. Decide no mirarlo: eso la exaspera más. Intenta de nuevo: tres, nueve, siete… cuatro, uno, cinco, seis… dos timbrazos y alguien, al otro lado de la línea, quién sabe dónde, contesta. Le cuenta a su interlocutor que le abrieron el Corolla otra vez. Traga y balea palabras que saltan, percuten, restallan como palomitas de maíz. Cuenta que ya no sabe a quién acudir, que no le rompieron el vidrio, que fue igual que en las otras ocasiones, que se siente impotente, frustrada, colérica, humillada, que no le hacen caso, que el imbécil del policía dice que no hay huellas y que no entiende su desespero, qué va a entender ese estólido, que esto no es normal, que no puede denunciar porque según el incompetente del inspector no falta nada de valor y que está que revienta, que esto en otro país no pasa, que quién la manda a ella. Cuelga porque ve venir al señor Detective, con paso firme y empuñando la servilleta.
—Señorita, no puede ir denunciando en falso, gritando como una desquiciada y estrangulando policías. Tenga —le dice—, un recuerdito. Le da la servilleta, sucia y garabateada—. Circule.
Afligida y estoqueada sube a su vehículo y se sienta en el asiento del conductor. Saca un espejo de su cartera y comprueba que es un esperpento: trasojada, enrojecida y desmoñada. Alinea sus chakras. Pranayama. Tapa con el dedo pulgar una fosa nasal y respira por la otra. Mantiene y exhala. Se muda de orificio y hace lo propio. Visualiza una luz dorada, escucha sus órganos trabajando, el corazón latiendo, la sangre fluyendo, los pulmones silbando, un tiovivo gira en su abdomen, tengo hambre, no, concéntrate, recréate en la luz, qué belleza, todo tan esplendente, tan dúctil, oro líquido, como el aceite que me robaron, maldita sea, sus músculos quieren tensarse de nuevo y reacciona, cambia el ejercicio, visualiza una ola, agua que brama, tengo sed… ¡focalízate!… crestas azules que embisten, la ola la empapa, la serena, inspira, el salitre es picante y salado, recuerda la pimienta y la sal afanadas, ¿quién será el ladrón?, ¿sabrá usar la fleur de sel?, sus trapecios se contraen pero rápida, vuelve a cambiar de ejercicio, visualización libre, que sea su mente la que escoja aquello que la sosiegue, que la apacigüe, un prado con pinos, y ella galopando a campo traviesa, los pájaros gorgorean, las abejas zumban, líquenes tintando raíces, millares de setas: amanitas, boletus, níscalos, rebozuelos, senderuelas… ¿cómo habrá cocinado mis amanitas?, quizá salteadas, con mi aceite, con mis papas, con mi sal, con mi pimienta… ojalá no las haya recocido, ojalá no las haya atufado de especias, un horizonte de tulipanes se mece al compás del viento… ¿por qué a mí?, ¿dónde estará ese grandísimo hijo de la guayaba?… La dueña del vehículo se rinde. Enciende su automóvil, se ajusta el cinturón, suelta el freno de mano y baja los seguros. Es cuando ve, de nuevo, la servilleta reposando burlona en el otro asiento. La toma con aprensión, la desdobla y la alisa. En la faz lee palabras sueltas escritas con lápiz: su matrícula, fecha, hora y día; sus iniciales; su permiso de conducción. En el envés dos líneas en trazos negros:
Quiero comerte y no puedo.
Ergo, me como lo que comes.
Despedaza la servilleta y pisa el pedal hasta el fondo.
Del libro Bienmesabes (Sudaquia, 2022)