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Lucía vive en una casita muy vieja, justo detrás de un convento de monjas, cerca de la Plaza Catia. Antes era un vecindario bueno y pintoresco, en su mayoría habitado por extranjeros: españoles, italianos, portugueses. Lucía tiene casi cien años viviendo en el mismo lugar. A esta casita llegaron sus padres cuando migraron, ella era una bebé. Aquí creció junto a sus dos hermanos mayores y experimentó momentos cargados de infinita felicidad, y aquí sigue. Viendo cómo todo se deteriora con los años. La zona ha ido perdiendo el encanto de aquel tiempo. Seguro conocí a Lucía cuando nací, pero obviamente no la recuerdo. Mis abuelos también llegaron a Catia cuando migraron. Y al casarse mis padres, compraron un apartamento en la misma vecindad que los yayos. Cuando digo vecindad, es tal cual la vecindad del Chavo. Un edificio de dos pisos, los apartamentos siguiéndose unos a otros en forma de caracol y dejando un patio central, común para todos los vecinos, además de la platabanda. Lucía vive al lado de la vecindad, ella es la pequeña separación, la coma, entre el edificio residencial y el convento.
La calle Ayacucho era tranquila. Los domingos los niños salían a jugar a la calle: béisbol con palos de escoba y chapas, o la ere. Siempre había movimiento. Cuando Lucía era jovencita, consiguió trabajo como secretaria y colaboraba con sus padres. Lo hacía porque quería, ya que sus papás tenían dinero y los gemelos, sus hermanos, también aportaban dinero a través de sus negocios y ventas. Después los gemelos se casaron y en el 2000 regresaron a Italia. Lucía no quiso irse. Ella nunca se casó, aunque sí compartió con algunos hombres. Era una mujer que sabía divertirse y complacerse. Con la muerte de sus padres, heredó la casa y agarró por costumbre hacer muchas fiestas, reuniones con gente importante de la sociedad caraqueña del momento: pintores, escritores, arquitectos, actores y empresarios. Su casa siempre estaba llena. Era una mujer hermosa y vivaz. Dejó su trabajo de secretaria y se puso a trabajar en una Galería de Arte en el Centro Comercial Chacaito, una zona con cafés franceses, librerías, personas con ideas innovadoras, pensadores, visionarios. Era la época de la Venezuela saudita y el boom petrolero, por allá en los setenta. Había gente con dinero por todos lados. A Lucía le gustaba rodearse de personas influyentes y reconocidas, en su casa tiene un montón de fotos con diversos personajes y si le preguntas, muy ufana, te explica quién es ese del pelo rubio y dónde estaban en esa otra foto, vestidos tan elegantes y brindando con copas en alto.
Ahora su calle ha desmejorado enormemente. La Cortada de Catia se volvió un lugar peligroso. La calle Ayacucho mudó a sus huéspedes de forma drástica. Las antiguas residencias fueron modificadas poco a poco por los mismos inquilinos, la gente hizo divisiones para meter a parientes o amigos y viven todos apelotonados como atún en lata. Lucía mantiene su casita con todo y que recibió buenas ofertas; pero no, no puedo irme.
Irse es aceptar, de una vez por todas, que esos destellos gloriosos del pasado en familia, producidos por azar al mirar fugazmente una ventana o una pared, no volverán nunca más, ni siquiera en los recuerdos.
Lucía cobra su pensión pero, como a todos los demás ancianos, ese dinero no le alcanza para nada. Sobrevive gracias a que sus hermanos le transfieren dinero mensualmente. Tiene tiempo sin hablar con ellos, tampoco sabe si continúan haciéndole transferencias porque con los problemas de luz todo es complicado. Sabe que ellos le dan euros a un amigo y ese amigo le transfiere a ella bolívares. Hace años el proceso iba bien: Lucía iba al banco y sacaba dinero o pagaba todo con tarjeta y ya. Pero desde hace un tiempo, ya ni recuerda desde cuándo, no se puede hacer nada, nada de nada, mira, pero es que ni que lo intente. Pagar con tarjeta es una tortura por la mala conexión. Si no es la luz, es el internet. La gente prefiere hacer transferencias por el teléfono o la computadora, las hacen apenas llega la luz. Pero Lucía no sabe nada de eso, nunca se ha llevado bien con la tecnología. Tiene su teléfono fijo en la pared de la cocina. Nadie la llama porque hay problemas con CANTV. Incluso a veces hasta olvida que tiene un teléfono.
Sí se siente más sola y cada vez habla más consigo misma. Se responde y se asusta. ¿Quién dijo eso?
¿En qué momento empezó a quedarse tan sola? Olvida las cosas y de repente tiene recuerdos muy vívidos de años pasados. Ella no entiende, viaja en el tiempo entre los pliegues de su cerebro y el presente que cada vez se torna más borroso, menos real. Se sorprende, de pronto, en el patio de la casa sin saber qué hacer o por qué está allí. Sale a la calle y se pierde, se deja llevar por algún brillo bonito o sonido familiar, como una niña.
Pedrito, un vecino, dice que le va a enseñar a usar un Huawei, pero primero tiene que comprarlo. Los precios de esos aparatos le parecen ridículos.
No, mijo. ¿De dónde crees que voy a sacar ese dinero? De tu familia que está en Europa y te envía euros, pues. No, qué va, eso no es así. Ojalá me enviaran los euros. Me dan es bolívares y cada vez valen menos. Bueno, tú sabes cómo es. Pídeles más entonces. Lucía se ríe.
No, chico. Si ya ellos hacen bastante. Más bien, son más viejos que yo y me mantienen, imagínate. ¿Y no te rebuscas matando tigritos? Qué tigritos ni qué nada, lo que puedo es terminar matándome yo. Ay, si tú todavía estás dura, Lucía, dice Pedro. Lo que pasa es que agarraste miedo desde esa vez y ahora no quieres hacer nada, ni salir ni nada. Estar encerrado no es bueno para la salud. Ay, cállate necio. No hables de eso, chacho.
Pedrito habla con la verdad por delante. Hace dos años, unos tipos se metieron a robar a Lucía. La amarraron y la dejaron en la cocina mientras iban abriendo todas las gavetas, vaciando gabinetes, revisando por todos lados. Se llevaron todas las cosas valiosas que pudieron transportar encima: joyas, dinero, antigüedades, tonterías. Uno de los tipos era una mole, corpulento, Lucía solo recuerda el olor acre que desprendía su cuerpo. El hombre la violó. Las viejas lo excitaban porque eran criaturas indefensas y frágiles, aumentando su megalomanía. Cuando vio a Lucía, tan bien conservada, tan refinada y pudorosa, ignoró las advertencias del amigo e hizo y deshizo a su antojo. Lucía sintió un dolor terrible. Pudo haber sido un golpe en la cabeza, no lo recuerda. Se desmayó.
Gladys, otra vecina, fue quien la encontró; la reja de la casa estaba abierta, cosa rara porque Lucía siempre la cerraba. Y allí la halló, como vino al mundo: enroscada en sí misma en la alfombra de la sala. Llamaron a la policía. La reja no estaba forzada, abría con normalidad. Hasta el sol de hoy no sabe cómo entraron, todo es muy confuso en su mente, los acontecimientos se suceden unos a otros y no de forma lineal o consecuente, son manchas móviles sin tiempo. Quizás me empujaron mientras yo sacaba la basura, puede ser. No lo sé. Sangraba por la vagina. Gladys la acompañó al médico, estaba rasgada. Qué locura, chica. Dime tú… hacerme una prueba de venéreas después de vieja. No te digo yo. Tenía que esperar unas semanas para saber los resultados. Le recetaron una pomada, pero ella no compró ningún medicamento, todo se cura con baños de manzanilla, decía.
Por ese entonces, Pedro ya estaba pendiente de ella, pero no tanto. Todavía iba a la universidad así que en sus tiempos libres le hacía compañía, la ayudaba con la compra o la acompañaba algunas tardes, viendo la tele o tomando café.
Esos eran unos ignorantes, mijo, repite Lucía cuando se aventura a rememorar el incidente, con la cantidad de cuadros que tengo yo aquí y no se llevaron ni uno. Brutos que son.
No miente. Las paredes de su casa están arropadas de cuadros de todo tipo. Sus favoritos son los de Vigas, regalos del pintor. También tiene algunos de Luisa Palacios, acuarelas de Trino Orozco, unos poemas enmarcados de Emira Rodríguez, uno grande de Mauro Mejías y el que tiene frente a su cama, un lienzo pequeño de Francisco Hung. Son unos ignorantes.
A raíz de esa experiencia, Lucía se volvió recelosa y se encerró más en la casa y en su mundo. Mandó a Pedrito a comprar unos candados bien grandes y puso uno en la reja y otro en la puerta, luego no recordaba dónde había dejado las llaves y Pedro tenía que calmarla desde afuera. Lucía sintió tanta pena por las cosas que le robaron que estuvo varios días sin comer, ya después olvidaría los objetos. Cachivaches simbólicos que evocaban otros años, otra vida: joyas, casi lo único que conservaba de su madre; relojes, adornos de toda la vida, más joyas e incluso zapatos.
Pues sí. Ahora no sale nunca de la casa. Para hacer sus cosas utiliza a Pedro. Le da dinero y lo envía a comprar lo que necesita. También le da su tarjeta y su clave para que le saque dinero. Lucía tiene una pequeña reserva de comida porque también intercambia cosas con los vecinos, les da una baratija por un kilo de pasta y así va. La verdad es que sigue teniendo un montón de cosas en la casa, con todo y que la robaron. Mesitas, banquitos, lámparas de pie, lámparas colgantes, lámparas de lava, cuadros, cientos de libros, ropa que ya ni sabe que existe y una cantidad absurda de objetos decorativos. A diferencia de otros vecinos, la familia de Lucía nunca vendió terreno para que otros pudieran construir más habitaciones, así que la casa conserva un patio intacto donde Lucía tiene muchas plantas. Le encanta estar allí, sentada en su mecedora y echándole cuentos a las matas. Algunos vecinos, solidarizados con ella por el robo, están pendientes y de vez en cuando le pegan un grito desde sus platabandas para ver si todo está bien.
Lucía cada vez está más descuidada y sucia. ¿Qué pasó? No recuerda cuándo fue la última vez que se bañó, o si ya comió, qué comió, dónde dejó las llaves de los candados, dónde puso sus lentes. A veces se descubre hablando con sus hermanos o con su padre, respondiendo y riéndose bajito. Al menos una vez a la semana, Pedro la saca al patio y le echa tobos de agua tibia, ella se enjuaga como puede, con una bata pegada al cuerpo porque le da pena. Se pone cascarrabias, cada vez está más chocha.
O te dejas bañar o vamos a tener un peo tú y yo. Mira que a mí no me gustan las viejas puercas. ¡Chacho! Vieja puerca el coñoetumadre. Suelta entonces la carcajada, la risa pelada y Pedro la baña.
Nadie puede asegurar cuál es la verdadera intención de Pedro con todo esto; nada es gratis. Pero al menos entiende a la vieja y la cuida. En realidad, Pedro está pendiente de varios viejos de la zona. A algunos los ve más que a otros, según su estado. Así es como él mata tigritos. Con todo y que se rebusca así, cuidando viejecitos en sus horas libres, no es suficiente. El dinero en la mano no existe.
Ya es mediodía, la hora en que Pedro pasa por casa de Lucía. Grita desde afuera hasta que ella se asoma en la reja, como un espectro con sus batas de anciana. Apenas Lucía se acerca a la puerta, le pega el pestón.
Ajo, no joda, Lucía. ¡Fó! ¿Te cagaste o es que no te has bañao? Lucía no puede evitar reírse. No, chico. Es que creo que tengo un problema con las aguas servidas. Servido tienes el culo mi amor, porque hiedes a pupú.
En el culo tiene una mancha, la bata no ayuda a esconderla. Deja, vale. ¿Tú no respetas? Me ensucié toda porque el patio se llenó de porquerías, mira. Ven, ven, ven conmigo. Quitan el candado, abren la reja y Lucía arrastra a Pedro al interior de la casa, el hedor aumenta. El patio está inundado de barro y otras cosas malolientes.
Qué vaina, vale. Eso es que algo se reventó, Lucía. Una tubería o algo. Ya, pero yo no tengo plata pa eso. Divino Dios, qué se habrá dañado… Esto es increíble, mira, ve. Si tapamos ese desagüe de la pared, ahí, quizás no se llene tanto de porquerías. Eso es por las lluvias. Estos palos de agua que cayeron no fueron normales. Y tú también estás embarrada, Lucía. Tienes que limpiarte. Sí, ya voy. Esta bata la boto ya mismo, ve tú a saber de quién es esta mierda.
Lucía está indignada con la vida, va de un lado a otro rumiando y cuchicheando, culpando a todo el mundo de la situación. Pedro la ayuda a limpiar el patio, echan un poco de agua que Lucía va acumulando en unos potes y despejan la suciedad del suelo, ya no huele tan mal.
Lucía, mira aquí. Pedro señala la pared del patio, la que da justo al convento. Aquí hay una mancha gigante, eso es humedad bien trancada, ¿la ves? Tal vez la culpa de todo este peo es de esta filtración, del convento. ¿Tú dices? Lucía se acerca y mira la mancha en la pared, muy de cerca. De allí, en efecto, viene un olor nauseabundo. No, chico. Yo nunca he tenido ningún problema con las monjitas, ellas son bien buenas. Bueno, pero ¿qué tiene que ver el culo con las pestañas?, exclama Pedrito, da igual que sean buenas o malas, no se trata de eso, se trata de que tienen una filtración bien arrecha y tienen que asumir su barranco. Eso es lo que importa.
Lucía no está del todo convencida, no quiere problemas. Su padre siempre le dijo que con las religiosas era mejor estar en buenos términos. Y en todos estos años, de fiestas y alboroto, las monjas nunca le habían increpado nada. De hecho, antes de la desidia tenían buenos tratos.
¡Uy, bicho! Aquí apesta más, dice Pedro, alejándose de la pared. Lucía, hazme caso. Esto hay que mirarlo porque se te va a joder la casa. Este muro se puede venir en cualquier momento, vieja. Vieja tu abuela. Deja la necedad y ven pacá que te traje comida. ¿Qué comida? Comida, pues. Comida. Estás como los carajitos. Tajadas, arroz y unas caraoticas. Ven, pues.
Pedro pasa un rato allí con Lucía y a media tarde se va para donde otro viejo al que también le tiene simpatía. Homero y Lucía son sus preferidos. Homero es más divertido que Lucía porque bebe y fuma mucho, casi siempre está borracho. Pedro se encarga de alimentarlo y abastecerlo de ron y tabaco. Lo mantiene contento. El viejo es generoso con él, lo trata como a un hijo. También le lleva putas de vez en cuando, cuando el viejo está muy deprimido y le pide que le traiga a alguna mujer guapetona. Aunque Homero está duro y fortachón, sin viagra no logra nada, así que Pedro tiene que buscarle pastillas para que el viejo pueda correr la carrera. Otras veces, cuando le pega la nostalgia, se pone a beber en el balcón, hasta que cae como un saco de cemento. Pedro no sabe mucho de Homero, solo que trabajó como un burro toda su vida, su mujer murió hace quince años y sus dos hijos se fueron del país, dejándolo solo y en la cochambre. Aunque vive así porque quiere. Cuando está borracho le da por llorar y le dice a Pedro que fue un mal padre, que por eso lo abandonaron sus hijos. Que se lo merece.
Homero tiene dólares y euros guardados. Podría vivir bien y comprarse lo que quisiera. Pero vive como un pobre animal. Él es feliz con ron y tabaco, la comida no le interesa hasta que siente apetito y cualquier cosa es suficiente para saciarlo. Homero no entiende a la gente que va a restaurantes a gastarse la plata. Le da unos dólares semanales a Pedro y éste compra comida para abastecer al viejo y a sí mismo. De lo que su mamá cocina, le lleva a Homero y a Lucía.
Es decir, el viejo prácticamente los mantiene a todos. Pedro quisiera presentarlos, pero Lucía está muy deteriorada, muy envejecida. Además, después del robo se ha puesto más nerviosa todavía y los hombres la incomodan, solo se siente tranquila con Pedro porque lo conoce de antes.
Los amigos no entienden por qué Pedro pasa sus días con esos viejos sucios y locos, él tampoco lo va a explicar. Es un buen negocio, punto. De todas formas, a esos viejos no les queda mucho. Y el único que está allí para ellos es él. Todo fue idea de su mamá, Inés. Tú te les vas metiendo de abajito y así vas poco a poco. Ya ves que esos no duran mucho y son los más agradecidos. No fue tan duro metérseles por debajito, resulta que estaban necesitados de candor humano y un poco de afecto. Estaban más que dispuestos a aceptar a cualquiera que les ofreciera algo de su tiempo y que les diera cierta atención, incluso si era por interés.
Pedro vive solo con su madre, siempre ha sido así: los dos solos. No conoce a su padre y creció sobreprotegido bajo el yugo materno. Ahora puede moverse a su bola y como siempre le lleva dinero a Inés, ésta lo deja tranquilo. Con los viejitos o sin ellos, algo de plata tiene que sacar; no puede caer todo en los hombros de Inés y Pedro ya no es un carajito, más le vale ponerse a producir.
Pedro pasó de estar estudiando dos carreras simultáneas en la Central a cuidar a dos viejos. Con ellos se destapó. Mejores que cualquier otro amigo de su edad, Lucía y Homero tienen miles de cuentos interesantes y graciosos, también lo alcahuetean cada vez que pueden: le dan ropa, zapatos, más dinero, cachivaches, lo que sea. Lo tratan como a un nieto.
Esa noche, cenando unas arepas que Inés cocinó, Pedro le cuenta lo del patio de Lucía y la fétida mancha de humedad en la pared. Y todo el suelo rebosado de un líquido así negro, podrido, te lo juro. Dirás mierda. Pobre vieja, arreglar eso le va a costá un bojote de rial. Y pa qué… La cosa es que parece culpa del convento porque la filtración viene de la pared de las monjas. Ajá, no me extrañaría. ¿Qué cosa? Bueno, por algún lado tienen que caer, ¿no?
Pedro no entiende e Inés no se molesta en explicar nada más, recoge los platos y se pone a planchar unas camisas que debe entregar en la mañana. Las monjas son las más tracaleras. Aunque sea culpa de ellas, no van a asumir un carajo, ya vaj a vé. La van a poné a ella a pagar todo, la reparación y el muro y toa vaina.
Al mediodía siguiente, es igual. Pedro le lleva comida a Lucía y desde la reja pega el olor, con todo y que limpiaron el patio el día anterior. Lucía tiene velas e inciensos por toda la casa, unos inciensos viejos que guarda desde hace años. Pedro no sabe qué olor es peor. Le da miedo que con tanta vela algo termine quemándose, tiene que soplarlas antes de irse.
Coño, vieja. Párame bolas. Hay que abrir esa pared pa ver qué es lo que pasa. Eso luego se arregla y ya está, la pared va a seguir allí. Lucía niega con la cabeza, obstinada. Hay que reclamarles, tienen que revisar ese muro. No, no, no. Yo nunca he tenido problemas con las monjas y no quiero tener nada que ver con ellas. Pero Lucía, ¿por qué habrías de tener problema con ellas? Si la culpa es de ellas, tienen que hacerse responsables. Qué responsables ni qué ocho cuartos. Mira, deja ya la mariquera, necio.
Pedro la chincha un poco más, le hace bromas o le toma el pelo y se ríe por lo bajo, para sacarla de quicio. Lucía se enfurece e intenta golpearlo con unas ramas secas que guinda del colgador de las llaves. Es una costumbre que agarró de tanto ver a sus padres y tíos haciendo lo mismo. De niña, la manera en que los regañaban cuando se portaban mal era que los golpeaban en las piernas y los brazos con ramas secas. Cada vez que iban al campo, hacían un ramillete y lo dejaban en el colgador de las llaves. Cuando alguien era insolente o hacía una maldad, se agarraba el ramillete y latigazos por todos lados. Lucía recuerda que ardía como el demonio y que la piel quedaba enrojecida, sangrante, haciendo ronchas que se arrancaba más tarde. Como no tiene a quién pegarle con el ramillete seco, amenaza a Pedro cuando no deja de vacilarla.
Al rato, Pedro se despide y va derechito a donde Homero, vive como a veinte minutos caminando. Ya sabe lo que le espera donde el viejo: unos buenos tragos de ron Santa Teresa o Pampero, el viejo no toma otra cosa.
Homero también se descuida y Pedro tiene que bañarlo y recordarle cosas, olvida comer pero jamás beber o fumar. De Homero le intriga que rara vez habla de su vida y sacarle información es peliagudo. A diferencia de Lucía que recuerda todo, o al menos eso cree, y los ojos se le encienden al rememorar y contar sus experiencias. Pedro solo sabe que por un tiempo estuvo trabajando como pescador en Portugal, que recorrió muchos países antes de conocer a su esposa y casarse. Nada más. La casa de Homero es austera y tiene solo lo esencial. Nada de adornos, ni cuadros, ni esculturas. Sí conserva las cosas de sus hijos, pero nunca se ha molestado en revisarlas o echarles un ojo.
Y así pasaron varios meses, Pedro cuidando a los viejos cada día. Era como si el olor fétido de casa de Lucía fuese un reflejo del estado mismo de los viejos. Pedro notaba la degeneración, sobre todo en Lucía. Le parecía increíble porque estaba seguro de que el primero en estirar la pata sería Homero, por tanta curda y tabaco que llevaba encima. Mira tú, los que más joden son los que más duran, están curtidos y la muerte no puede llevárselos así como así. Una de esas tardes, Lucía no lo reconoció. Gritaba jalándose los pelos, muerta de miedo golpeaba las rejas. Al verse encerrada por los candados que ella misma había puesto, su situación empeoró. Los vecinos vinieron corriendo porque Pedro pidió ayuda, quién sabe qué podía hacer la vieja en su desespero. Al rato lograron calmarla y poco a poco fue reconociendo a la gente, estaba avergonzada, era la primera vez que tenía un ataque así. Desde entonces siempre llevaba las llaves colgadas al cuello, una idea de Gladys.
Te voy a dejar mi casa, chico. Para que te busques una mujer y te independices y te alejes de esa madre tuya. ¿Qué dices, Lucía? ¿Tás loca otra vez? No, pendejo. Te voy a dejar mi casa, te lo digo en serio. Tú sabes que no tengo hijos. Mis hermanos ya deben estar muertos porque tengo tanto tiempo sin saber de ellos que… a mis sobrinos ni los conozco bien, no recuerdo sus nombres. No tengo amigas. Fíjate en mí: estoy sola. No vale, no digas eso. Si tú todavía estás bien dura Lucía, mejor que muchos. No te pongas a pensar en esas cosas. Vente, vamoj a bailar.
Le subía volumen al merengue de la radio y la sacaba a bailar, parecía más un bolero porque Lucía se movía lento lentico. La vieja hablaba en serio. Estaba tan decidida a dejarle su casita a Pedro que un día se aseó lo mejor que pudo, se emperifolló y salió de su casa por primera vez en años.
Afuera el sol la cegó y los ruidos de la calle la aturdieron: el griterío, los carros y las motos, la música que salía de las ventanas, los borrachos. Hizo un esfuerzo sobrehumano para concentrarse y fue derechita, caminando como un insecto agarrándose de las paredes, a donde ella recordaba que quedaba la notaría. No estaba segura de necesitar un abogado, tanto tema burocrático la agobiaba, pero al parecer con dejar un testamento notariado era más que suficiente.
La notaría seguía estando en el mismo sitio, pero todo el trayecto le pareció más sucio y feo que nunca: irreconocible. El edificio, las calles y las esquinas solo eran el despojo de la ciudad que ella guardaba en la memoria; las aceras, por donde iba en bicicleta con sus hermanos, no existían. Las tiendas de toda la vida, cerradas.
¿Dónde estoy? Sus puntos de referencia estaban oxidados, como ella. Por un momento temió estar sufriendo otro ataque de olvidos, como se repetía a sí misma para evitar que la palabra demencia tocara sus labios.
Pedro no sabía dónde meterse, apenado. Él igual seguiría cuidándola hasta el final, así ella no le dejara nada. Pero esa había sido siempre la idea de Inés y estaba arrebatada de felicidad. No podía creer la buena suerte de su hijo. Pedro sentía un leve remordimiento, pero luego ponía en balanza el afecto que verdaderamente sentía por los viejos y se reconfortaba. Se preocupaba por ellos de forma honesta; sin pensarlo, se convirtieron en los abuelos que nunca tuvo.
Ceder la casa fue como firmar la sentencia de muerte y, como dijo Lucía, terminó matándola. Unos días después, Pedro tuvo que llamar a los vecinos para que lo ayudaran a romper los candados. Lucía no respondía. Tardaron un buen rato en reventarlos con una cizalla y cuando al fin entraron, la encontraron tirada en la cocina, pálida y con una aureola de sangre esparcida en las baldosas. Cerca de ella, una silla. Lo primero fue conmoción, tristeza. Lo segundo, intentar comprender qué sucedió. Lucía se había montado en la silla para alcanzar algo que estaba arriba del gabinete. Cayó y por mala suerte, aunque la caída no era mortal, pegó la cabeza en el borde del mesón de mármol. Murió de una contusión malévola. Pedro se subió a la silla para ver qué pretendía Lucía y arriba del gabinete encontró un sobre con el sello del convento, estaba lleno de dólares. Billetes de cien y veinte. Cómo llegaron hasta allí o qué iba a hacer Lucía con esa plata era algo que desconocía.
Según su testamento, quería ser enterrada en la misma parcela que sus padres, en el cementerio del este. Pedro utilizó ese dinero para costear todo lo relacionado a la funeraria y entierro. Contactó a los familiares en Italia; los sobrinos se sorprendieron mucho ante la muerte de Lucía porque los gemelos habían muerto hacía poco: Jorge hacía cosa de un año y Guillermo solo unos meses antes. Se fueron todos juntos, al menos. Pedro pagó un bono extra para que reforzaran muy bien el ataúd.
A pesar de que Pedro publicó la muerte en los obituarios de varios periódicos, nadie fue a su funeral. Después de vivir en sus años mozos rodeada de personajes ilustres y grandes mentes, de tener múltiples amantes y confidentes, murió completamente sola. Olvidada. Los únicos que entraron a dar el pésame y a ver, por puro morbo, el ataúd y a la anciana, fueron esos que le sacaban provecho a la muerte de cualquiera para atiborrarse de café o té en la funeraria. No tenían vergüenza alguna, iban de un cubículo a otro, ofreciendo su cara triste y el pésame; luego iban de nuevo por más café o jugo.
Pedro se puso tristísimo. La muerte de Lucía le afectó más de lo que pensaba, la viejita no era mala vaina, era injusto que se hubiese quedado así, sola, abandonada. Hasta Homero tuvo que subirle los ánimos y sacarle la pena a punta de ron.
Si una cosa carcomía a Pedro y le quitaba el sueño era el sobre donde estaba el dinero con el sello del convento. Le daba piquiña la curiosidad y el no tener forma de descubrir la verdad. Fue hasta la entrada del convento y tocó el timbre insistente, pero no quisieron atenderlo. Salió la Hermana directora y le dio el pésame por Lucía, que rezaría por su alma, pero no lo dejaron entrar. Eran monjas de clausura, no podían salir del recinto. ¿Será que Lucía fue monja en algún momento? Todo era posible en la viña del señor, pero el hábito no era algo que fuese de la mano con el estilo de vida que Lucía había mantenido.
Ya está pues, no revuelvas más la mierda, decía Inés. Tienes que meterle mano a esa casa porque está que se cae. Lo ayudó a limpiar y a recoger, a remover todas las cosas que delataban el paso de Lucía por esas paredes, tan descuidadas como ella. Agarraron un montón de peroles y ropa vieja, se lo dieron todo a los vecinos. Inés quería vender hasta el último alfiler, pero Pedro no la dejó.
Cuando Inés vio la filtración del muro, se dio cuenta de que era algo grave. Uy, y yo que creía que esa peste era un animal muerto porai, dijo acercándose al muro para mirar mejor, pero con la nariz tapada. No, si te dije que era una filtración arrecha. Cónchale, pero una filtración de qué, porque apesta que te cagas.
Con los dólares de Lucía, Pedro dijo que le iba a meter mano a las tuberías y poner la casa al pelo. De una vez por todas se solucionaría el problema de la filtración. Llamó a Ernesto, un vecino que trabajaba como constructor. Se rebuscaba haciendo cualquier trabajito por ahí, lo que fuese para comer. Le metía mano a todo, no decía que no a ningún trabajo. Los años lo habían hecho un experto albañil y un hombre multitask.
Ernesto entró en la casa y de inmediato arrugó la nariz. Compai, ¿ese es el olor que me dijistes? Sí. No sabemos qué es o por qué huele así, mira, ven. Sí, ya lo veo, ya. Pasaron al patio y cuando Ernesto vio la pared se puso la mano en el cuello, entre pensativo y asombrado. Ah sí, esto se ve bien feo. Fuera venido alguien antes, bicho. La pared está que se cae, vamos a tené que ir con mucho cuidado, pero no garantizo ná, compai. Tenemos que abrir y mirá qué hay. Dale, tranquilo. Lo que sea necesario, ¿qué crees que sea? Coño, eso debe ser que algo hay atorao en el tubo y está drenando agua. El agua estancá hiede bien feo, pero también puede ser cualquier otra cosa que esté ahí o entre las paredes. Un animal que se haiga quedao atorao y ahora está podrido, vamo a ver.
Ernesto le dio unos martillazos a la pared, con cuidado. La idea era abrir solo un agujerito y ver cuál era el problema. Pero la pared estaba bastante débil y, al cuarto martillazo, cedió por completo. Ernesto se apartó justo a tiempo. El olor incrementó, respirar quemaba. A Pedro le dieron ganas de vomitar, el jugo gástrico le quemó la garganta. Se derrumbó un trozo de pared y, con los ladrillos, cayeron un montón de cosas extrañas. Se acercaron para observar; sí, había algo.
Al principio, Pedro pensó que eran piedras, al acercarse notó que parecían más bien orejas, pero más grandes y carnosas. Miró con más atención, reconociendo. Hizo una mueca de horror.
Eran fetos. Algunos de color negro, masas amorfas de carne putrefacta, otros se veían azulados, unos pocos aún estaban rojizos, rosáceos.
Pedrito ¿Tú tás viendo esta vaina? Ernesto estaba en shock, hablaba como un lorito. No lo podía creer. Pedro no sabía qué pensar o decir; no pasaba nada por su cabeza en ese momento, estaba en blanco. Imposible ponerle palabras a lo que sentía. Pero, ¿cómo…?
Ernesto soltó un bufido, indignado. Ay, manao, no me jodas. Las monjas de mierda, chico, y señaló el convento.
Fue como un chispazo en el cerebro. Lo que dijo Inés de que las monjas hacían su tramposería, de que por algún lado tenían que caer, lo rara que se ponía Lucía con todo el tema. Pero, ¿cuál era el papel de Lucía en todo eso? ¿La gente lo sabía y simplemente lo dejaban ser? Seguro porque no le lanzaban los fetos podridos al muro de sus casas, por eso nadie se quejaba. Todos son unos hijos de puta. No, imposible que Lucía supiera que se trataba de eso. ¿Y el dinero del sobre?
Si allí viven entrando carajitas y que pa vainas religiosas… me lo maman, Ernesto señaló su entrepierna con los pulgares. Lo que van es a vaciarse las barrigas, aliviarse las tripas. Toditicas carajitas con plata y preñás. Y estas creen que así las ayudan, alcahuetas, malparidas.
Así matan sus tigritos, responde Pedro.
Cuento contenido en el libro Desde la salvajada (Lecturas de Arraigo, 2022)
Ganador del English PEN Translates Award 2024