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Joaquín entró sin previo aviso a la buhardilla donde se guardaban las cosas que habían traído de la casa de los abuelos, después de su fallecimiento. Comenzó a escudriñar entre bolsas y cajas apiladas, iluminadas por la luz del sol que se colaba por la ventana circular.
En su inquieta búsqueda encontró una caja cubierta con teipe, donde la palabra FRÁGIL aparecía repetida varias veces, quizá para que no quedara duda de su fragilidad. Joaquín logró abrirla desprendiendo el adhesivo con sus uñas. Dentro, descansaba el reloj cucú de madera que el abuelo había traído de Suiza, cuando fue embajador durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.
Comenzó a curiosear el aparato. Giró una perilla situada a un costado y, de pronto, de las pequeñas puertas emergió un pájaro que entraba y salía. El sobresalto inicial dio paso a una risa contenida. Volvió a girar la perilla y, entonces, las ventanas y puertas del reloj se abrieron, dejando escapar una luz incandescente que lo cegó.
Cuando abrió los ojos, estaba boca arriba. El cielo, despejado y azul, se adornaba con algunas nubes caprichosas. Se incorporó lentamente y notó que estaba en un campo rodeado de árboles, envuelto en un silencio inquietante. Frente a él, una pequeña colina se elevaba. Avanzó con pasos cortos y recelosos. Al llegar a la cima, se agachó y solo dejó asomar la cabeza y los ojos.
En el claro, vio una carpa de circo iluminada con luces de neón que formaban las palabras Punition du cirque. La curiosidad lo empujó a levantarse y emprender camino hacia ella. Descendió de la colina, aún con pasos cortos y silenciosos, como si temiera perturbar aquel silencio absoluto.
Un ave comenzó a sobrevolar su cabeza mientras un conejo brincaba y se perdía entre la maleza. El ave se posó en la rama de un árbol frente a Joaquín y le dijo:
—Te ruego que no vayas al circo.
El rostro del ave era el de un hombre anciano, con arrugas profundas y barba larga. Sin atender la advertencia, Joaquín echó a correr. El conejo, a su lado, le pedía que se detuviera, pero aquello solo lo hizo acelerar. Su corazón golpeaba con fuerza y las lágrimas nublaban su visión.
Salió de la maleza como alma que lleva el diablo y llegó, jadeante, a las puertas del circo. No había nadie vigilando, así que entró. A medida que avanzaba, las luces se encendían. Del megáfono, una voz de niña dijo:
—Bienvenido, puede tomar asiento.
Joaquín se sentó en la primera fila, en el primer puesto. Tras las cortinas aparecieron unos hombres con el rostro invertido: la boca en la frente, la nariz en el costado derecho, los ojos en la nuca. Sus palabras eran notas musicales: do, re, mi, fa, sol, la. Nada más pronunciaban.
Más atrás, hombres sin cabeza, con las manos atadas detrás, chocaban entre sí. Los seguía un grupo de hombres y mujeres que caminaban hacia atrás y rezaban: Pater noster qui es in caelis. Alrededor de ellos, desfilaban enanos portando antorchas de las que surgían llamas multicolores.
La doctora tomaba nota mientras Joaquín, recostado en el diván, trataba de encontrar una explicación para sus fantásticos sueños.
Del libro Entre sueños, circos, pájaros y ardillas (Edición del autor, 2025)