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Turbio y crecido el río Santo Domingo y cuando ya la mula era arrastrada aguas abajo, aferrada al cuello de la bestia, no olvido el grito de mi madre: ¡Virgen del Carmen, sálvame!, y después la mula serenita aguas afuera hasta depositar su carga en la otra orilla, por mandato divino. Cómo cree usted que ese millón de gente campesina va siquiera del cuarto a la cocina sin el escapulario. Dejan primero el «detente», un escapulario forastero más para gente de pueblo y días de lujo, pueden hasta quitarse las medallas cuando alguna vez se bañan, pero el escapulario nunca. Y sucede que es la iglesia misma quien manda ahora a quitárselo: la Virgen del Carmen ha sido derrocada. Como San
Cristóbal, como Santa Bárbara y como San Eleuterio: «¡Esto es falta de gobierno! —le decía una viejilla trujillana al coronel Vergara—; y además, mucha maluqueza. ¿Cómo van a salir ahora las ánimas del Purgatorio si les quitan la Virgen del Carmen?»
Este golpe de santos contra el Cielo traerá calamidades a la Tierra: qué se harán los llaneros en medio de la tormenta sin Santa Bárbara bendita. Y toda la vecindad del Burate, tan comedor de tierras y de gente, qué se hará sin San Cristóbal. Hay jerarquías reacias a permitir que los obreros se queden sin patronos, pero dispuestos a dejar sin patronos a los pueblos; y es aquí donde vienen las consecuencias económicas de la medida sobre los pueblos de provincia: qué será del comercio sin las fiestas patronales. Bajarán los ingresos del párroco, y la cuotaparte del obispo, desaparecerán los santeros marginales y los subempleados en la distribución de escapularios y medallas. Grave depresión amenaza a la economía católica, sector dinámico fundamental del crecimiento rural-urbano.
Pero volvamos a las vírgenes. Si un derrocamiento así le ha sucedido a la Virgen del Carmen, ¿qué no podría pasarle a la Virgen de Coromoto, a la del Valle, a la Chinita, todo para no hablar de la virgencita del Real? Ni la Guadalupe está segura en estos tiempos de cambio y de renovaciones humanas y divinas.
Luzbel fue desterrado por extremista y conspirador contra el hilo constitucional del cielo, pero estos santos y estas vírgenes, Dios mío, eran buena gente, compañeros en caminos solitarios, agentes del bien morir y benefactores de las clases humildes y hasta de la pequeña burguesía. No pueden ser condenados, puesto que cayeron en adoración perpetua, y ya no están en el lienzo celeste sino en tela de juicio. ¿Dónde van a morar entonces?
Sin cielo y sin infierno (y sin purgatorio por lo que respecta a la Virgen del Carmen) sólo les queda el refugio de la tierra, y no de toda la tierra por cierto, pues fue de acá abajo de donde partió el cuestionamiento. No quedarán, sin embargo, flotando en el aire quienes por tantos siglos arraigaron en la tierra; ni serán olvidadas virgencitas que tanto amor han esparcido en pueblos, aldeas y caminos. Y es allí, ahora me doy cuenta, donde van a establecer definitiva residencia: en los pueblitos, caseríos y casitas solitarias de conuqueros de montaña y llano, aldeas de pescadores y ranchos asediando a las ciudades. Si allí han morado siempre estos dioses marginales, combinando el consuelo divino con la desesperanza humana y soportando con resignación en sus estampas desvaídas la mugre general del aposento. Si de tanto estar al lado de los analfabetos se les olvidó leer, tampoco les importará el decreto, ni se darán por enterados.
No serán nunca virgencitas subversivas porque su humanidad y culto a Dios descarta la violencia, pero de tanto verla ejercida contra sus protegidos, y ahora que no tienen compromisos administrativos con el gobierno celestial, las virgencitas destronadas y los santos derrocados pasarán a constituir una izquierda cristiana moderada.
Vislumbro, sueño de lejos, a la Virgen del Carmen al frente de multitudes humilladas y ofendidas, con su carita morena arrosquetada por el fuego, ejerciendo en su morada terrestre el oficio de liberar hombres que ya ejercía en las hondonadas del purgatorio.
Del libro 7 cuentos (Plaza&Janés Editores, 1977)