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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Ruido en el 404

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El departamento de arriba había estado desocupado desde siempre, o por lo menos desde hacía ya un par de años, cuando entramos a vivir alquilados a un condominio de los años cincuenta en la calle Prosperidad. Nuestra rutina era principalmente nocturna, así que solía fantasear con que el departamento desocupado fuese más bien el de abajo, angustiada por la posibilidad de molestar a los vecinos con nuestros pasos a la una de la mañana, el perro correteando a las dos, el celular que se cae al piso a las tres. Siempre fui de quienes pedían el asiento del pasillo en los aviones para no fastidiar en caso de necesitar el baño, así que por mucho tiempo preferí que unos hipotéticos vecinos de arriba nos molestaran a nosotros antes que pensar que nosotros estorbábamos a los del piso de abajo.

Y, aunque seguimos teniendo vecinos en el departamento de abajo, llegó el día en que un trío de hermanos, casi idénticos, con leves diferencias de tamaño y contextura, los tres con sus melenas atadas en una coleta en la nuca, aparecieron en un Camaro viejo y ocuparon el 404, justo arriba de nuestro departamento.

Por semanas nunca nos cruzamos. Elías y yo concluimos que serían personas con horarios totalmente opuestos al nuestro: activos desde muy temprano en la mañana y de acostarse temprano ya que, si salíamos en la noche para pasear a Cacique, las luces de su departamento estaban siempre ya apagadas.

Una madrugada, en medio de uno de esos amenazantes aguaceros chilangos, nos despertaron los ladridos de Cacique desde la sala. Acostumbrada a su carácter, me imaginé que algún otro animal estaría merodeando por la calle y él, desde la ventana, lo amenazaba para que no se acercara a nuestra casa.

Pero nuestro perro no estaba en la ventana, en la que se estrellaban con pequeños estruendos gotas regordetas como frijoles. Daba vueltas y vueltas en el medio de la sala, ladrando al techo, la cola desorbitada. Traté de calmarlo, de entender a qué le ladraba. El tormento de sus ladridos y el de la lluvia dejaban muy poco espacio para discernir cualquier otro sonido.

Elías salió del cuarto envuelto en el edredón. Me preguntó qué pasaba. No supe qué contestarle. Cacique seguía ladrando e ignoraba mis intentos de cargarlo, hacerle cariño o incluso de ordenarle que se callara.

Entonces logramos distinguir, entre todo el escándalo, un sonido que provenía del techo. De arriba. No estábamos totalmente convencidos, pero nos pareció que se trataba de muebles, como si se estuvieran moviendo de un lado a otro mesa, sofá, sillas.

—¿Pero quién se pone a reordenar el apartamento a las cuatro de la mañana? —preguntó Elías. Me encogí de hombros mientras intentaba aún calmar a Cacique. En algún momento se dejó cargar y, en mis brazos, pareció quedarse tranquilo, aunque su mirada seguía fija en el techo.

Nos sentamos en el sofá a esperar. Elías se durmió. En algún momento me pareció que ya no se distinguía el sonido de los muebles y dejé libre a Cacique. Intenté amañarme de fuerzas para levantarme del sofá y volver a la cama, cuando el perro volvió a dar vueltas y ladrarle al techo con todas sus fuerzas. Elías se despertó.

Efectivamente, el ruido otra vez.

Salimos al balcón. Nos mojamos con el chaparrón, pero desde allí veíamos los ventanales de la sala de estar del 404. Todas las luces apagadas. Nos preguntamos si ya se habrían ido a dormir, pero no tenía sentido ya que, en nuestra sala, se seguían escuchando sus muebles.

Pensamos en acercarnos al departamento recién ocupado para preguntar qué pasaba, aunque nos dimos cuenta de que en la habitación no nos molestaba. Nos encerramos con nuestro perro, nos cambiamos la ropa, tapamos la rendija de la puerta con toallas para que entrara menos ruido, y procuramos descansar dando, por supuesto, permiso a Cacique de dormir en la cama con nosotros.

A la mañana siguiente, le contamos al vigilante diurno sobre el incidente y preguntamos quiénes eran los nuevos vecinos. Él no los conocía, pero tenía entendido que eran los dueños del departamento: de la administradora del condominio le informaron que ellos vivieron allí por varios años, luego lo desocuparon hacía más o menos una década —nunca lo alquilaron—, y ahora habían regresado. No supo decir más.

Acepté la idea de que, después de tanto tiempo sin vivir allí, los gustos y necesidades de nuestros vecinos habrían cambiado y ahora disponían su mobiliario de una manera más adecuada. Por qué tenían que hacerlo a las cuatro de la mañana, no lo entendía; pero también me imaginé que nuestros vecinos de abajo se preguntarían por qué teníamos que jugar con el perro, ir y venir al baño mil veces, o calentar café en el microondas a las dos y tres de la mañana. La respuesta: eran los horarios en los que nos funcionaba mejor existir, más nada.

Pasamos varias noches tranquilas y, otra madrugada, el ruido volvió. Aunque no había lluvia esta vez, de nuevo nos dimos cuenta gracias a los ladridos de Cacique. Esperamos un rato largo y el estruendo no cesaba. También, de tanto escucharlo, dejaba de parecernos ruido de muebles. De pronto se asemejaba a unas extrañas vocalizaciones, luego hallábamos un dejo electrónico en el sonido, como unas cornetas dañadas. Nos quedamos los tres dormidos en el sofá con Cacique entre mis brazos, la única manera de que se quedara callado.

Amanecimos un poco golpeados de haber dormido en la sala, pero el día transcurrió sin sobresaltos adicionales. Cacique sí estaba como nuevo, repotenciado de alegría por haber dormido entre el calor de sus padres humanos.

Pasaron tres días y el ruido nos volvió a despertar, esta vez a las cuatro de la madrugada. Elías se encabronó. Se vistió en un milisegundo y al siguiente estaba en la puerta de la casa. Me levanté corriendo también, para calmar a Cacique y a Elías.

—¿Qué vas a hacer?

—Les voy a tumbar la puerta a esos hijos de puta.

—Cálmate. Piensa bien. Nosotros somos los inmigrantes alquilados. Ellos son dueños.

—Eso no les da derecho a estar haciendo escándalo a las cuatro de la mañana.

—Está bien. Pero vamos a pensar. No vaya a ser que les toques la puerta y te salgan con una pistola, o que estén drogados y te quieran caer a coñazos por irles a reclamar.

Elías se convenció. Decidimos bajar para hablar con el vigilante nocturno y le comentamos que era ya la tercera vez que esto sucedía. Salimos hacia la calle. El vigilante echó un vistazo al piso cuatro y nos refutó:

—Pero tienen las luces apagadas. Deben estar durmiendo.

—Que no lo están. Están moviendo muebles, o haciendo… algo. Nuestro perro no se queda quieto.

Desde la planta baja se oían aún los ladridos de Cacique.

—Sí es cierto que tengo rato escuchando a su perro ladrar.

Le di la espalda para que no me viera voltear los ojos.

—¿Entonces? ¿Qué hacemos? ¿Nos quedamos despiertos toda la noche? —Elías no disimulaba su exasperación.

El vigilante pareció pensar un momento. Quién sabe qué necesitaba para decidirse a actuar, pero terminó por tomar una linterna —ni idea de para qué.

—Pues vamos a tocarles.

Subimos hasta el piso cuatro. Elías y yo, adrede, procuramos quedarnos atrás para que el vigilante se encargara de lo que era su trabajo. Les tocó la puerta. Nada.

—Pues no contestan.

—Vamos a esperar —dije yo.

Al minuto, volvió a tocar. Tampoco hubo respuesta. Los tres cruzamos miradas y en silencio acordamos esperar un rato más.

Pasaron un par de minutos. El vigilante alzó la mano para volver a golpear y, en eso, se oyó el pestillo de la puerta. Por alguna razón, el corazón me dio una vuelta en el pecho.

Se abrió una rendija como de una cuarta entre la puerta y su marco. Toda oscura, negra, no permitía ver nada hacia el interior del departamento.

—¿Sí? —se escuchó adentro, aunque no logramos ver de quién era la voz.

El vigilante se quedó callado, hasta que Elías le dio un golpecito con el codo.

—Em. Buenas noches. Disculpe, es que estamos escuchando un ruido, desde abajo se oye. A los vecinos aquí no los deja dormir. Tampoco a su perro. Era para saber si son ustedes.

—Sí, aquí estamos —respondió la voz y se cerró la puerta.

El vigilante y yo nos quedamos perplejos. Elías tuvo el impulso de tocar de nuevo, pero lo atajé a tiempo.

—Ya ellos saben que no podemos dormir. Si son considerados, van a parar el ruido. Si son desconsiderados, no hay nada que podamos hacer —aclaré en voz baja. Me dio la razón y nos regresamos a nuestro departamento, donde nos recibió Cacique como si tuviera un mes sin vernos.

Las noches volvieron a ser tranquilas. Pasamos varias semanas así. Nunca nos cruzamos con los vecinos, que seguían teniendo las luces apagadas por la noche. Como, de cualquier manera, no teníamos gran relación con los demás inquilinos del condominio, no le dimos ninguna importancia y volvimos a vivir en nuestro mundo propio en el 304, nuestra burbuja con sus tiempos y costumbres.

***

Se presentó nuestro primer inconveniente habitacional: goteras en el baño. Le comenté a Elías y coincidimos en que desde hacía un par de semanas aparecían unos charquitos de agua en el piso, pero dábamos por sentado que el otro no habría secado bien después de bañarse.

Llamamos al plomero y, luego de su revisión, concluyó que debía tratarse de una filtración en el baño de los vecinos de arriba. Le comentamos que ellos tenían poco de haberse mudado y nos respondió que, precisamente, por eso nunca habíamos tenido problemas y que ahora, tras un par de meses de uso, la filtración de su baño ya había penetrado en el nuestro. Teníamos que hablar con ellos y pedirles que repararan sus tuberías.

Elías subió y, según lo que me contó, a la primera le abrieron la puerta, nuevamente solo una rendija. Como era de día, logró ver el rostro del que creíamos el mayor de los tres hermanos. También echó un vistazo al interior del departamento, dentro de lo que la estrecha abertura le permitió. Según, no vio un solo mueble, por lo menos en la sala, la única habitación que lograba distinguirse desde la puerta.

La buena noticia fue que el vecino pareció entender el percance. Le dijo a Elías que lo mandarían a arreglar y evitarían usar el lavabo mientras no se hicieran las reparaciones. Fue muy amable, me comentó.

Con los días notamos que, efectivamente, las goteras se habían reducido. Habían dejado marcas de sedimento blanco en las baldosas de las paredes, pero para retirarlas se necesitaba más que una simple esponja y cloro. Me negué a quitarlas hasta asegurarme de que la filtración estuviera reparada. Total, no faltaría mucho para eso.

Algunas noches después, volvimos a escuchar los ruidos en la madrugada. Cacique nos dio la alerta. Ya conociendo al vecino, Elías se atrevió a subir solo. El encuentro fue similar al de la primera vez: rendija oscura, conversación parca. Pero pensó que, como la vez pasada, sería suficiente dar el aviso de que escuchábamos el ruido. Solo que no. Repetimos lo de encerrarnos en la habitación los tres, con toallas en las rendijas de la puerta, Cacique encaramado entre los dos en la cama. Esta vez, a pesar del frío, dejamos abierta la puerta del balcón de la habitación, por si acaso Cacique necesitaba ir al baño. La vez pasada que estuvo encerrado en el cuarto con nosotros, lo encontramos en la mañana casi llorando, pegado de la puerta sin querer despertarnos, desesperado por salir a la cocina donde tenía su tapete de ir al baño.

Abrí los ojos y Cacique no estaba ni en la cama ni en la puerta. Me lancé una bata encima y lo encontré acostado en el balcón. Me extrañó que no hubiera volteado para saludarme, pero como el sol pegaba con fuerza en la mañana fría, me imaginé que estaba demasiado a gusto como para distraerse. Me acerqué a saludarlo y, apenas le toqué el lomo, comenzó a llorar. Me pareció que trataba de voltearse, pero no podía moverse.

Elías apareció enseguida en el balcón, en boxers y despeinado. Le conté, ya desesperada, lo que había pasado. Acordamos de inmediato llevarlo al veterinario. Él corrió a arreglarse mientras a mí, en el balcón, me carcomía la desesperación de no poder siquiera hacerle cariño a Cacique, que chillaba apenas lo tocaba. Me acosté a su lado, asegurándome de que me viera la cara mientras le hablaba y le decía que no se preocupara. No sabía si realmente se estaba sintiendo mejor con mi presencia, pero sin duda yo necesitaba sentir que le daba algún consuelo.

Ya vestido, Elías me relevó mientras yo me lanzaba alguna ropa encima y hacía un buche veloz con enjuague. Cuando estuve lista, Elías cargó a Cacique a pesar de su llanto. Nos montamos en el carro y él manejó mientras yo, de nuevo inútilmente, buscaba consolar a nuestro pobre perro echado en mis piernas.

La veterinaria lo revisó, notó que estaba inflamado y nos dijo que necesitaba hacerle pruebas que podían tardar. Que parecía algún tipo de intoxicación, pero que los exámenes de sangre le permitirían hacer el diagnóstico. Nosotros esperamos todo el rato en la sala de espera; ninguna fuerza nos iba a hacer salir de allí a menos que nos echaran.

Elías y yo especulábamos qué le podía haber pasado. Si el frío le hizo daño o si con la ventana abierta habría entrado algún animal a la habitación, él lo habría cazado y se habría intoxicado. Si habría tomado mucho sol mientras dormíamos y se habría insolado. Era inútil pintar escenarios; lo mejor era, por supuesto, esperar los resultados de los exámenes, o incluso regresar a casa y esperar a que nos llamaran, ya que, afortunadamente, Cacique ya estaba en las manos correctas, con todo el cuidado que necesitaba.

Unas horas después, la veterinaria salió del área de consultorios y se nos acercó con cara grave. Yo estaba a punto de quebrarme en llanto, pero ella se adelantó:

—Menos mal que lo trajeron a tiempo. Ciertamente, se envenenó. Todavía no hemos podido determinar con qué. Tiene el estómago lleno de úlceras y desarrolló pancreatitis. Vamos a tener que dejarlo hospitalizado unos días con medicinas intravenosas y suero hasta que se vaya recuperando.

No supe si eran buenas o malas noticias.

—Hay que tener mucho cuidado con los paseos. Hay gente maliciosa que deja cosas por ahí, en parques o arbustos, para evitar que las mascotas orinen o no más para hacerles daño.

Quise refutarle. Decirle que la primera que estaba atenta a cualquier mínimo movimiento de Cacique en sus paseos era yo. Que más bien me sentía culpable de nunca dejarlo correr, oler libremente, justamente por un temor crónico de que terminara con lo que no debía en la boca. Pero asentí con la cabeza y ya.

—Pueden visitarlo mañana. Por el momento no vamos a dar alimento, pero en un par de días pueden traer caldo de pollo a ver si quiere recibirlo.

—Muchas gracias, doctora —dijo Elías.

—¿Podemos verlo ahorita?

—Es mejor que no. Logró quedarse tranquilo y se va a agitar si los ve. Mejor mañana, que ya estará mejor por el efecto de los medicamentos.

Nos fuimos de ahí derrotados. Elías fingió entereza por mí, pero sabía que por dentro estaba hecho pedazos como yo.

Volvimos a casa y ni siquiera hicimos el intento de trabajar. Ordenamos unos burritos que no sabían del todo bien y pasamos el resto del día viendo películas y tratando de no pensar en Cacique. Nos fuimos a dormir temprano con la ilusión de que al día siguiente lo veríamos y él se sentiría mucho mejor.

Me desperté poco después del amanecer. Apenas abrí los ojos, la mirada amorosa de mi perro me invadió el pensamiento. Traté de volverme a dormir, pero no lo logré. Me resigné y me levanté de la cama. Entré al baño, donde había un par de gotas en el piso. Las goteras habían vuelto, no en su mayor potencia, pero sí parecía que los vecinos habían usado el lavabo nuevamente. Además, me pareció que las vetas de la pared habían cobrado un color más terroso, como de agua sucia.

***

Cacique estaba aún decaído, pero su rabo delató la emoción de vernos. Aunque todavía no podíamos hacerle cariño sin que le doliera, los tres nos sentimos aliviados de encontrarnos. Mi mayor frustración era no poder explicarle lo que estaba pasando. Elías, por su lado, trataba inútilmente de hacerle señas para que supiera que volvíamos mañana, que no lo estábamos abandonando.

Nuestros horarios cambiaron radicalmente desde que hospitalizaron a nuestro perro. El día se estructuraba en función de visitarlo a primera hora de la mañana y, si en el veterinario nos lo permitían, también a media tarde. Por primera vez en nuestras vidas adultas, nos acostábamos antes de las doce de la noche para poder estar de pie con energía a las siete de la mañana. Cacique iba mejorando, pero a la vez, mientras más pasaba el tiempo, nos enterábamos de la verdadera gravedad de su enfermedad.

La veterinaria nos decía que, aunque aún no daban con qué sustancia lo había intoxicado de esa manera, la gravedad de la pancreatitis revelaba que Cacique debía tener mucho tiempo estresado, con una gastritis formándose desde hacía tiempo y que, lo que fuese que se había comido, le había complicado el cuadro. Le recordé que ella misma, muy recientemente, le había hecho un chequeo por sus vacunas anuales y lo había encontrado perfectamente bien. También que Cacique era el perro más feliz del mundo. Que, apartando sus ladridos de defensa en la ventana, era extraño que tuviera estrés por absolutamente nada.

—Es que no tiene sentido que algo lo haya estresado tanto en un único momento que le desarrolló todas las enfermedades en un instante. Mucho menos si no salieron de casa, como dicen.

Le dimos la razón por más que me dolía aceptar, así fuese por cerrar el tema, que quizá mi perro no era tan feliz ni tenía una vida tan relajada como yo creía.

También se me cruzó en la mente, como una flecha envenenada, la idea de que los vecinos del 404 habían tenido algo que ver. No le comenté nada a Elías. Al volver del veterinario, solo le dije que me estaba costando concentrarme en casa. Que pasaría el día en un coworking cercano para ver si, en otro ambiente, no estaba constantemente imaginando a Cacique ir de un lado a otro de la casa, o traerme la pelota para que se la lanzara. Elías entendió y me dijo que él se quedaría en casa, así que no necesitaba el carro. Me dio las llaves de nuestro Nissan Versa, el auto más común de la ciudad, y yo, tras dar un par de vueltas a la manzana, lo estacioné al otro lado de la calle frente a nuestro edificio, sin bajarme.

Desde allí, protegida por los vidrios oscurísimos, gusto heredado de nuestra insegura ciudad natal, fijé la mirada en la ventana del 404. No tenían cortinas, lo cual me pareció extraño. Es decir, con inquilinos aparentemente tan misteriosos, me hubiera imaginado que en algún punto protegerían sus ventanales de miradas intrusas. La verdad no nos habíamos fijado. Normalmente mirábamos hacia allá de noche y, con las luces apagadas, nunca nos llamaba la atención la falta de cortinas.

Pasé cuatro horas allí. No vi a ninguno de los tres hermanos entrar o salir del edificio; tampoco veía movimiento dentro del departamento. ¿Sería que dormían de día y era precisamente de noche que hacían y deshacían lo que fuera que fuese lo que hacían y deshacían?

Me di por vencida, por lo menos por ese día. Encendí el motor y di un par de vueltas por las colonias cercanas, tratando de componer los pensamientos rotos en mi cabeza. Volví a nuestro edificio, estacioné en el garaje y entré en nuestro departamento como quien venía de trabajar.

—No te esperaba tan temprano —me dijo Elías—. ¿Te fue bien?

—Sí, más o menos. Mejor que aquí. Pero me dio hambre y quise venir para no gastar.

No era del todo falso. Con el costo del veterinario, ya nos estábamos planteando maneras de recortar gastos por los meses siguientes.

Esa noche, a las tres y media de la mañana me desperté. No había perro que ladrara, pero me di cuenta de que ahí estaba: el ruido de los muebles yendo de un lado a otro. Elías seguía durmiendo y no tenía intenciones de despertarlo. Salí al balcón. Completa oscuridad en el 404. Además, desde allí parecía no escucharse nada. Me lancé el abrigo encima y salí a la calle. El vigilante dormiría, porque no se percató de mi presencia. Desde la acera frente al edificio intenté enfocar, lo mejor que pude, todo el interior de aquel departamento a través de los ventanales, una cuadrícula con tres paños en el cuarto piso. Por el ángulo desde el que yo miraba, y con la luz de los faroles que apenas penetraba, solo se distinguía parte del techo, totalmente blanco. De resto, para lograr ver cualquier actividad dentro, esta debía ocurrir, necesariamente, cerca de la ventana o generar algún tipo de sombra o reflejo en el techo del departamento.

De pronto, me pareció que alguien se asomaba desde la ventana pequeña del baño. En el momento en que fijé la vista allí, ya no había nadie. Sentí escalofríos. Me dije a mí misma que se debía a los ocho grados de temperatura, pero también me era imposible engañarme. Salí corriendo hacia mi departamento, imaginando la posibilidad de que los vecinos estuvieran esperándome en la puerta de mi casa. Subí las escaleras con prisa y los sentidos alerta.

Pero no, no había nadie. Casi se me caen las llaves, sin embargo, logré entrar. Lancé el abrigo en el sofá y me metí a la cama lo más rápido que pude. El calor de las cobijas y de Elías me alivió el cuerpo, pero sentía que el latir acelerado de mi corazón retumbaba en toda la habitación. No logré conciliar el sueño por horas y lo último que vi antes de finalmente quedarme dormida fueron las figuras de sombra que se creaban en nuestras paredes cuando el sol comenzaba a despuntar. Me pareció que una se asemejaba a un perro sin cabeza.

Los siguientes días fueron la repetición del mismo: visita a Cacique, salida «al coworking», vigilancia desde el carro hacia las ventanas del 404, comida en casa, noches alertas. Los restos de la filtración en nuestro baño habían cogido un asqueroso tono marrón, pero estaba decidida a no limpiar aún. Le comenté a Elías que no sabíamos si los vecinos de arriba ya habrían podido reparar su baño. Me dijo que, cuando los viera, les preguntaría. Le respondí, con un mal humor que parecía salido de la nada, que si jamás en la vida nos habíamos encontrado a los vecinos antes, por qué carajo íbamos a esperar encontrárnoslos ahora para avisarles que su maldito baño seguía filtrando y cagándonos la vida.

Elías se quedó perplejo. Solo me respondió que iría a preguntarles lo antes posible. Él asumiría que yo estaba preocupada por Cacique. No se imaginaba ni me atrevía a contarle que los vecinos de arriba se estaban transformando en una presencia ominosa e insoportable para mí.

Esa tarde, Elías y yo subimos al piso cuatro. Por la rendija, el amable vecino nos dijo que, como habían estado de viaje, no habían logrado coordinar con el plomero; pero que ya, muy pronto, harían las reparaciones. Mientras, seguían usando el baño lo mínimo posible. Elías se dio por satisfecho.

Al día siguiente, fue la primera vez que nos dejaron salir con Cacique. Todavía seguía alimentado con suero y caldo, en continua observación. Pero nos dejaron darle una vuelta a la manzana juntos. Era casi el mismo perro que antes del «accidente». Recordarlo así, feliz, lleno de vida, hambriento de caricias, sin merecer nada malo, multiplicó la rabia que iba enquistándoseme dentro. Se sumaba una sospecha extraña. Los vecinos decían que habían estado de viaje, pero en mi permanente vigilancia, tanto desde la calle como desde mi balcón, jamás los había visto salir ni entrar, mucho menos con maletas.

Cuando volvimos a casa, me comí unos caramelos, preparé el bolso con mi computadora, y me despedí de Elías.

—Hoy creo que sí me voy a quedar hasta la noche, mi amor. No me esperes para almorzar ni para cenar. Pídete algo.

Le di un beso, cogí las llaves del Versa y bajé. Di mi vuelta de costumbre, estacioné frente al edificio, y me dispuse a vigilar toda la tarde.

Y entonces vi. Los ventanales cubiertos por una gruesa persiana de lona beige.

—Malditos.

Entonces, de alguna manera sabían. Yo me creía la más astuta y, no quedaba de otra, ellos se habían dado cuenta de que los vigilaba.

No quise volver a casa. Ya le había dicho a Elías que no nos veríamos hasta la noche. También me sentía arrebatada de ira, indignación, miles de sentimientos que reflejaban lo peor de mí. No quería que Elías me viera así, al menos no sin poder darle una justificación. Y por el momento no me atrevía a confesarle que durante todas mis sesiones de trabajo de los días anteriores habíamos estado a pocos metros de distancia, yo encerrada en el carro espiando a los vecinos.

Me fui al coworking, donde intenté trabajar. Apenas mordisqueé un sándwich de atún; de resto interrumpía mi trabajo cada tres minutos para abrir el navegador e intentar investigar algo sobre los hermanos del 404, sobre lo que había pasado. Pero cada vez que me encontraba con la ventana del buscador frente a mí, no tenía ni idea de qué escribir, por dónde comenzar a buscar qué cosa.

Apenas comenzando a anochecer, vi mi teléfono y encontré una llamada perdida de Elías. Intenté llamarlo de vuelta, pero no me atendió. De pronto lo extrañé, y me invadió una tristeza profunda por cómo lo había tratado el día anterior, sin haberle pedido disculpas. Mi ánimo estaba más irritable que de costumbre por todo lo de Cacique, las molestias con el ruido, con el baño. Me dio dolor que él tuviera que pagar por mi mal humor. También pensé, por primera vez desde que la idea me había aterrizado en la mente, en la posibilidad de que todo fuese una confusión estúpida, un parapeto de conspiración que me había montado en la cabeza. Que los vecinos fuesen, simplemente, tres hermanos con escasas habilidades sociales. Que el ruido se debiese a que la madrugada era su mejor hora para hacer ejercicio, así como era nuestra mejor hora para trabajar. Que lo de Cacique hubiese sido un accidente, que realmente tuviese tiempo desarrollando una gastritis y que un bicho que se había comido lo había terminado de irritar. Que lo de las persianas hubiese sido una mera casualidad, una coincidencia temporal. Que ellos sí se hubiesen ido de viaje, que yo en mi soberbia no hubiese querido aceptar que, efectivamente, era imposible haber vigilado la calle el cien por ciento del tiempo.

Allí, rodeada de gente concentrada en sus portátiles, aislada con sus audífonos, rompí a llorar. Procuré que fuese silencioso, no perturbar, pero no importaba. Nadie me escuchaba ni me veía. Sentí que las lágrimas me lavaban un cansancio viejo que se había ido depositando, como las manchas de filtración en la pared del baño. El peso que tenía sobre los hombros se esfumaba y la presión constante en la cabeza dejó de templarme las sienes. Al final, fue un llanto feliz.

Fui al baño a lavarme la cara, despejarme la nariz, retocarme el poco maquillaje. Quería volver pronto a casa, abrazar a Elías e invitarlo a cenar. Tener una noche alegre luego de tantas semanas de angustia, de armar la vida en función de nuestro perro enfermo, de la falta de sueño.

Conduje disfrutando el camino, permitiendo que mi mente se concentrara solo en las luces cálidas, el silbido del camotero a lo lejos, los puestos coloridos de los vendedores ambulantes, los cables colgando de un poste de luz al otro, los árboles siempre verdes. Llegué a mi edificio y ni siquiera miré hacia el 404.

Entré a nuestro departamento que, como ya era noche cerrada, estaba a oscuras.

—Hola, mi amor —dije en voz alta. Elías no me contestó. Me imaginé que se habría quedado dormido. No era inusual.

Pasé por la cocina y encontré un cubo de arroz frito casi vacío con dos palitos. Me sonreí. Qué bueno que se había pedido comida. A Elías no le gustaba cocinar para uno y, si yo no estaba, terminaba comiéndose solo una galleta o un yogurt.

Pasé cerca del baño y me olió mal. Entré a ver qué pasaba y encontré el inodoro sucio. Me extrañó. Cerré la tapa y lo bajé. Mientras me lavaba las manos, detallé las vetas de la pared. Ya eran marrones.

Entré al cuarto. Elías dormía de espaldas a mí, en posición fetal.

—Ey —le dije mientras me sentaba a su lado. Le froté el brazo suavemente, pero no despertó—. ¿Mi amor? Ya llegué.

Me acerqué a darle un beso. Un segundo me pegó un olor fuerte y, al siguiente, cuando mis labios le tocaron la mejilla, sentí que se humedecían con algo desagradable. Encendí la luz y vi que su cara y la sábana estaban cubiertas de vómito.

Grité, lo sacudí. Estaba sobre un costado, así que no parecía haberse ahogado con el vómito, pero tampoco despertaba. Mi pánico pasó de cero a mil en un segundo. Comencé a llorar, también tratando de mantener la mente fría y decidir qué hacer.

Le tomé el pulso lo mejor que me permitieron los nervios, pero me era imposible distinguir cuáles eran sus pulsaciones y cuáles mis temblores. Me aproximé con el oído a su boca y no escuché nada. Acerqué la mano y entonces percibí, muy leve, su respiración accidentada. Busqué el teléfono y caí en cuenta de que no tenía idea de a qué número llamar. Nuestros pocos amigos vivían lejos, y tampoco hubieran podido hacer mucho. En los tres años que teníamos en ese país, siempre habíamos tenido presente el deber de prepararnos para alguna emergencia más allá de los terremotos, pero nunca habíamos hecho la tarea mínima de memorizar o guardar en el teléfono un número de emergencia. Lo primero que se me ocurrió fue salir al balcón y gritar que necesitaba ayuda.

El vigilante se asomó a los pocos segundos. Le grité que necesitaba una ambulancia urgentemente. Un par de vecinos se asomaron de los otros balcones. El vigilante me dijo que llamaría a Emergencias y, pocos minutos después, él y un par de vecinos estaban en nuestra casa ayudando en vano a tranquilizarme.

—Pero ¿qué le pasó?

—No tengo idea… Yo acabo de llegar de trabajar y lo encontré así…

Pronto, la ambulancia llegó y dos paramédicos subieron a nuestro departamento, chequearon los signos vitales de Elías y lo montaron en una camilla. Con pericia, lo bajaron los tres pisos de escaleras y lo montaron en la ambulancia, en la que también viajé con ellos.

Sentía que me iba a dar un infarto. Uno de los paramédicos trataba de tranquilizarme. En algún punto me dije a mí misma: Déjalo que se ocupe de Elías, coño. Y como si me hubieran dado una cachetada para que reaccionara, dejé de llorar.

El paramédico comenzó a hacerme preguntas sobre Elías, sobre su salud, sus condiciones preexistentes, sus hábitos alimenticios. No había nada en particular que pudiera decirle. Era un tipo sano, sin estar obsesionado con su salud. Comía lo que a nosotros nos parecía normal. Los excesos no eran frecuentes, pero tampoco comíamos ensalada con cada comida.

—¿Alguna alergia?

No, no que yo supiera. De todo el tiempo que teníamos juntos, sabía que evitaba los mariscos, pero siempre asumí que era porque no le gustaban. Nunca era tajante al respecto ni me había mencionado ninguna alergia, así que me parecía poco probable ese escenario.

Pero sí era cierto que había encontrado restos de comida china.

Llegamos al hospital y ya no pude acompañarlos más mientras se llevaban a Elías a la Emergencia.

Me quedé allí, lo más desamparada que jamás me había sentido, rodeada por las paredes blanco sucio del hospital y el desconsuelo de otra decena de familiares que rezaban por el destino de algún ser querido.

***

Mis días se convirtieron en visitar a Cacique en el veterinario, visitar a Elías en la clínica, sentarme a trabajar en el cafetín del hospital, comprar almuerzo y comerlo con Elías cuando a él le traían su comida, pasar la tarde leyéndole un libro o mostrándole videos en el celular, regresar a casa, cocinar el caldo de pollo de Cacique, prepararme una cena que no iba a tener apetito para comer, llorar en la ducha, y acostarme a dormir en pánico.

Con el incidente, el mismo Elías se enteró de que tenía alergia a los mariscos. Nunca se le había manifestado y, ciertamente, había comido camarones y langostinos antes en su vida, aunque los evitaba. Y a pesar de que había ordenado su comida sin mariscos, algo en la receta, los ingredientes, los instrumentos, el envase, se habría contaminado. Esa era la teoría.

Yo estaba segura, ya en este punto, de que habían sido los vecinos del 404.

Lo que no sabía era qué hacer. Encararlos era inútil. No tenía pruebas de nada. Tampoco entendía su motivación. ¿Por qué nos habían escogido como objetivo? ¿Simplemente por ser las víctimas más cercanas, o porque los habíamos confrontado por sus ruidos en la madrugada, por la falta de mantenimiento de su departamento?

Pensé en ir a la policía, pero, primero, siendo extranjera y, segundo, sin tener pruebas, veía muy poco probable que mi denuncia pasara de un desahogo y que alguien me tomara en serio.

A la familia de Elías no le dije nada sobre los vecinos. Tampoco al mismo Elías. Solo les mantuve la versión oficial. Mariscos. Alergia. Anafilaxia.

Comencé a sentirme separada de la realidad. Como si lo que ocurría era una pesadilla y yo solo debía seguir transitando, minuto a minuto, la película de terror hasta que simplemente se acabara.

Incluso por momentos pensé que Elías, que Cacique no existían. Que toda mi vida en México había estado sola y, en medio del duelo, de la nostalgia, los había imaginado, me había inventado un novio y una mascota para poder sobrellevar el haber tenido que irme de mi país, alejarme de mi familia.

También llegué a pensar que yo misma no existía. Que era un fragmento de alguien, un recuerdo desubicado o una idea mal imaginada. Así repetía día tras otro, de cierta manera convenciéndome lo suficiente de que mi existencia era real como para poder continuar la retahíla de mis actividades, pero sin lograrlo del todo y solo sintiéndome como un fantasma, como una sombra.

***

Amanecía. Como varias noches anteriores, el ruido de arriba había persistido por horas. Yo no había ido a reclamar. Tampoco había logrado dormir. Mi débil atención se fijaba en las figuras al contraluz que se formaban en la pared. Busqué el perro sin cabeza y ya no lo conseguí.

En ese punto era inútil seguir acostada. Fui al baño a prepararme para un día más de la cadena de días idénticos y noté que las vetas de la pared ya habían evolucionado: ahora eran tintas. Rojas. La pared parecía bañada en sangre.

A pesar de los seis grados, salí vestida solo con la pijama. Ya era suficiente. Cualquier fibra de miedo había quedado perdida en el tejido de la ira.

Subí los escalones de tres en tres y me planté frente a la puerta del 404. Golpeé con todas mis fuerzas. Grité que me abrieran la puerta. Nadie salía. Insistí con los puños, comencé a lanzar patadas. Escuché que se abrían puertas en el pasillo, me imaginé que algunos vecinos habrían salido a ver a qué se debía el escándalo, pero habían desistido de entrometerse.

No iban a hacerme renunciar. Ignorarme no les iba a funcionar. Ya no me atenderían con el rostro asomado por una rendija. Si abrían la puerta, tendrían que abrirla completa, dejarme pasar, escuchar mis gritos, complacerme con todas las explicaciones. Si querían callarme a tiros, pues que lo hicieran. Una parte de mí lo deseaba, tener por fin la prueba de que los hermanos del departamento de arriba eran criminales, asesinos, que habían envenenado a mi perro, a mi novio, y ahora me habían matado a mí.

Pero nadie respondía.

Me abrí los nudillos y me volé una uña del pie de tanto golpear y patear la puerta.

Intenté calmarme.

Bajé a mi departamento y, con las manos temblorosas, busqué dentro de mi bolso una identificación.

Con maña y algo de fuerza, hice juego con la tarjeta metida entre el marco y la puerta. En mi país ninguna entrada existía sin una reja de seguridad, pero aquí aún había cierta confianza en la raza humana. Forcé, forcé, hasta que escuché el clic de la cerradura.

Y ahí se abría, frente a mí, el departamento 404.

Apenas entré, me cegó el destello que irrumpía por la ventana, el amanecer en pleno. El cielo, el aire, todo se veía amarillo.

Apartando las persianas de lona, no había nada en aquel recinto más que paredes, piso y techo. Comprobé lo que habíamos podido distinguir a través de la puerta entreabierta: no había muebles.

—¿Hola? Estoy aquí. Háganme el favor de salir. Necesito hablar con ustedes —anuncié en voz alta mientras me adentraba en el departamento. No sabía ni siquiera qué iba a decirles, cómo iba a lanzar mis acusaciones, pero ya vería qué me salía de la boca cuando tuviera sus caras al frente.

La cocina, pequeña como la nuestra, tenía los electrodomésticos básicos: estufa, refrigerador, microondas. Todo el cuchitril despedía un olor fuerte, no necesariamente desagradable. El friegaplatos, que me imaginé utilizaban cuando procuraban no usar el baño, estaba manchado; el desagüe tenía restos de comida, pellejos y grasa. Las baldosas del piso estaban casi todas rotas. De resto, no parecía que nadie hubiera estado en ese lugar recientemente. No había víveres. Abrí la nevera y la encontré igualmente vacía y manchada, como si la comida que alguna vez estuvo allí hubiera supurado líquidos que nadie se molestó en limpiar.

La primera habitación era una réplica de la sala: blanca y sin un solo mueble. En nuestro departamento, esta misma habitación contenía nuestros dos escritorios, un armario que nos servía de alacena complementaria, los juguetes de Cacique, nuestras maletas vacías. Funcionaba como oficina y depósito, y estaba abarrotado. Me sentí tan extraña. Esta visita se sentía como un recorrido a mi propia casa deshabitada.

La habitación principal estaba igualmente vacía. Ya en este momento había asumido que los tres hermanos habrían, finalmente, salido del edificio. No había nadie en este departamento. La puerta del balcón estaba abierta y me asomé: la vista era, naturalmente, casi idéntica a la de nuestro balcón. En un lado, si miraba hacia abajo, distinguía nuestra sala a través del ventanal; así como desde mi balcón, si miraba hacia arriba, me encontraba con la sala de ellos.

Un vértigo me recorrió el cuerpo al darme cuenta de lo conectados que estaban nuestros hogares, al imaginar que mientras Elías y yo veíamos alguna película, lanzábamos la pelota a Cacique o simplemente hacíamos la siesta en el sofá, ellos nos miraban desde su balcón. Al pensar en cómo yo nunca cerraba las cortinas, agradecida con la luz que nos calentaba y nos alegraba. Me salí del balcón, sacudida.

Al final del pasillo, la puerta del baño. La empujé con la mano y, como una bofetada, un olor óxido me golpeó. Se me escapó un alarido de la garganta. Los ojos se me llenaron de lágrimas, pero no podía siquiera llorar, moverme, apenas pensar. Un dolor me perforó la cabeza. Todo el peso que había ido acumulando se hizo presente, latiéndome en todo el cuerpo como una posesión.

La ducha, el inodoro, el lavabo supuestamente clausurado, todos eran pozos de sangre, espesa, sucia. Nada se movía, todo estaba muerto en aquella habitación, excepto por la noción de que la sangre vivía, que poco a poco iba escurriéndose por las tuberías, filtrándose hacia mi baño, hacia mi casa, por todo el edificio, hasta apoderarse de todo.

Quise correr, quise ir de inmediato donde Elías, donde Cacique, asegurarme de que estaban bien. Pero no podía moverme. Con los pies pegados al piso, comencé a gritar incluso más allá de mis posibilidades, con palabras que ni siquiera conocía. Cada lágrima me quemaba mientras se deslizaba por mi cara. Tenía la certeza inamovible de que mi novio y mi perro estaban muertos, de que yo también iba a morir o estaba muerta ya.

Como en medio de una alucinación, vi llegar al vigilante diurno y a un puñado de vecinos. Los vi sostenerme, pero también vi el espanto dibujarse en sus rostros cuando encontraron aquella pocilga sangrienta.

Los escuché preguntarse entre ellos por los hermanos, por la gente que vivía allí, por los muebles, por todas las señales de que un lugar está habitado. Oí las palabras que pronunció el vigilante:

—No, no los he visto salir, desde anoche no ha salido nadie.

Pero no las entendí, no las procesé. No quise aceptar que se habían ido, sin dejar rastro, con excepción del Camaro en el garaje y la sangre empozada.

***

Elías pasó cuarenta y dos días en el hospital. Salió de allí con insuficiencia renal y arritmia, un precio bajo frente la posibilidad de la muerte, aunque a veces a Elías le costaba aceptarlo así. Cacique recuperó su rutina normal, por lo menos la mayoría de ella. Su única comida permitida: pollo sin sal. Sus paseos siempre con bozal, pues cualquier sustancia desconocida podría ser fatal para su páncreas permanentemente irritado. Siguió siendo el perro más feliz del mundo.

La PDI se llevó el Camaro, por supuesto, y durante un tiempo, mientras conducían la investigación correspondiente, estuvimos buscando otro departamento al que mudarnos. Pero a medida que pasaban las semanas y las autoridades no lograban ningún avance, los vecinos dejaban de hablar del incidente, y se acercaba la primavera —la época del año con la luz más hermosa— nos convencimos de quedarnos en nuestro departamento, que tanto nos gusta.

Aún a veces, al entrar o al salir, me detengo frente al edificio y miro hacia la ventana del 404. Las persianas de lona ya no están; en su lugar, hojas de periódico cubren los vidrios, como para que no haya duda de que ese sitio vil ha quedado clausurado. Nadie del condominio ni de la administración logró ubicar a los hermanos.

Aún a veces, de madrugada, despierto y escucho los muebles que se mueven. El pesado arrastrarse, el dejo electrónico, las vocalizaciones, la sinfonía incomprensible. Ni Elías se despierta ni Cacique ladra. Pareciera que solo yo lo oigo y, nuevamente, así sea por un momento, me invade la duda: ¿Existieron ellos? ¿Existo yo?

 

Segundo lugar del XIX Premio de Cuento Julio Garmendia de la Policlínica Metropolitana

 

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