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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Un grano de polvo se levanta

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3 de mayo. Treinta años más tarde me dispongo a escribir sobre cómo recordaba que era y actuaba en mi pubertad y adolescencia, más precisamente, en mi solitaria y excitada prepubertad y preadolescencia. En esa época estaba por cumplir los doce, todo lo más trece. Aunque pesada y pedante por crédula e ingenua, me hallaba ingenuamente condicionada por una gran diversidad de contrastes y discordancias. Como es reglamentario a esa edad, me agobiaba el castigo como efecto residual del fantasma del pecado perpetrado en el primer estadio de la creación por nuestros adánicos progenitores llevados por el instinto, tan natural como extraordinario, de saber. No sé si esto, por paradójico que parezca, justifica el que estuviera a merced, como un rehén de su captor, de mi necesidad moral de virtud y al mismo tiempo de autonomía. Esto es, en perpetuo movimiento dentro de su lento ir tras el más allá del hoy y de su tangible e inmediato presente yendo a su vez siempre más atrás hacia el pasado, a la par que hacia el imprevisible futuro desplegándose de quizás en quizás. Quizás, vocablo que es el trasunto de la prevención y el recelo… y de cuyas imposibilidades e infundadas certidumbres, día tras día, meses tras meses, sumando años y años, la mayoría de las veces, poco o casi nada atinamos a saber: el futuro es inubicable en el espacio y en los límites consagrados de los tiempos. Peor que eso, existe solo como prefiguración extratemporal del vislumbre de una ilusión o de la lobreguez de alguna malaventurada fatalidad.

Sin duda, quien habla y evoca es un yo maduro, corrijo, una conciencia razonablemente adulta, asomándose a la distancia focal de lo que una vez fue, intentando no falsear, exagerándolo o aminorándolo, su entorno terrestre y humano. Quien habla y juzga proviene de su lejana, ponderada y, hasta cierto punto, sutileza mundanal, sin la terca tosquedad de discernimiento de sus precarios trece o catorce años, a los que a veces juzgaba ingrávidos, pero que de ingrávidos nada tuvieron, solo que habría querido que fuesen tan plácidos y sin sobresaltos como los de un recién nacido en su blanda y mullida cuna.

Aquel día sábado en París el verano era tan despiadado y salvaje como para hacer desfallecer los atormentados y atormentadores niveles rayanos en la demencia del chirriar de las bullangueras, chillonas, congregadas cigarras, y, de paso, desalentar nuestras ganas de salir de casa. Era nuestro primer verano de clima continental. Cuánto tarda aquí en acabar el día, se lamentaba mamá. Toda una vida, repetíamos al ver cómo se iban sucediendo las horas y el disco solar se expandía y expandía hasta que no dando más de sí los bermellones del poniente acababan extinguiéndose tragados por la cerrazón de la bóveda nocturna. El domingo temprano, todavía entre dos luces, cuando parecía que estaba por refrescar, empezó a caer una llovizna sutil y ligera. Su rezumante y lánguido goteo nos disuadió de dar el acordado paseo hasta los pequeños locales comerciales, los cafés y la brasserie en las inmediaciones de la estación Porte de Saint-Cloud. Después del prolongado confinamiento, anhelábamos deslizarnos, vivos y de ojos abiertos de par en par, entre el ajetreo de los vernáculos, los más atrabiliarios y agrios, los menos fríos e impasibles, tanto como entre los nunca del todo bienvenidos inmigrantes y los repetidos prófugos de quién sabe cuántos vilipendiados orígenes ancestrales.

El lunes a media mañana, al avistar los vacilantes y aún indecisos rayos del sol esparcidos entre los vapores nebulosos, mamá nos animó a mi hermano Leo y a mí a que bajáramos a mecernos en los columpios del jardín. Por unos instantes, virando la mañana de fría y húmeda a calurosa, y, de sombra a bello resplandor, nos alegramos creyendo que al fin veríamos satisfecho nuestro apremio por salir a oxigenarnos. No obstante, de improviso las ramas de los árboles comenzaron a resonar en el cielo aborregado como lonas atravesadas en todas direcciones por ráfagas de viento. Mamá comenzó a batir palmas apresurándonos a saltar de los columpios y subir los seis peldaños que nos separaban del pórtico en el preciso momento en que los goterones se estaban pulverizando sobre nuestras cabezas. Dense, dense prisa, no quiero que se enfermen. Leo balbuceó: hace calor, demasiado calor. No nos vendría mal tonificarnos con un poco de lluvia, repuso con voz resquebrajada. Mamá, en apariencia frágil, pero en extremo pertinaz e inflexible, lo atajó con brusquedad. No olvides que hace dos meses estuviste cerca de contraer una neumonía. Te lo aseguro, adentro estaremos mucho mejor, declaró. Durante unos segundos, Leo contempló con expresión fatigada el lento ascender y descender de los columpios. Tenía una vaga expresión de encono en el rostro. ¡Qué calor más espantoso!, exageró. Aparte de ese quejido de desencanto e impotencia con que se atrevió a manifestar su contrariedad, retrocedió resignado y en silencio, prefiriendo encogerse de hombros y bajar la cabeza antes que enfrentar a mamá. Por el momento, carecía de la voluntad y las fuerzas necesarias para un desafío abierto. ¿Llegaría a tenerlas? Llegaría, asumí que no tardaría en llegar a tenerlas. En cuanto a eso, yo estaba del todo segura. Era evidente que, con su intransigencia, mezcla de deseo, ardor y exaltación (no sé si continuar llamándola narcisista) o despiada convicción y firmeza, a mamá le apuraba volver a los deleites de su oficio, sin descartar los agobios que, después de sometidos, entraban a formar parte del deleite. Bajo la presión de ese imperativo, apenas entramos en casa, mamá tomó rápidamente asiento en el secreter de cuatro patas curvadas estilo Queen Anne, legítimo de acuerdo a Mme. Fabvre, nuestra casera de ochenta años, si no más, cubierto de corrientes cuadernos escolares, papeles de todo tipo mecanografiados, escritos con plumas o con lindos lapiceros y resaltadores de color. En el ventanal la lluvia golpeaba con fuerza. Al pie del secreter, había ficheros en acordeón con materiales de investigación medianamente ordenados, libros y diccionarios de gran tamaño que semanas atrás mi hermano y yo habíamos estado ayudando a mamá a desempacar. A mi vez, me acomodé tras un diminuto pupitre, a la diestra del trono de largas patas curvadas de mamá, mientras Leo, con su autorización, iba directo a encender el televisor con el volumen más bien bajo. Tal como lo habíamos venido aleccionando. Hundido en el sillón orejero, procedió por tercera o cuarta vez, anhelante de emoción y sin aburrirse nunca, a ver las películas de Charlot de ese horario, cuyos gestos más histriónicos se deleitaba imitando. En esa ocasión se trataba de The kid con el pequeño Jackie Coogan, su primera y más exitosa película como actor infantil del cine mudo, por la que Leo sentía una rara pasión. Siguió con un documental sobre los hipopótamos del África subsahariana, esos gigantescos mamíferos herbívoros, oriundos de pantanos, lagos y caudalosos ríos, con pezuñas formadas por un número impar de dedos en cada pata, llamados ingeniosamente por los griegos

«caballos de río», por los árabes «búfalos de agua» y por los egipcios «cerdos de río», conocidos como los más temibles y peligrosos de la fauna africana, los cuales se hallaban en serio peligro de extinción por la caza furtiva y el exorbitante incremento del valor de sus caninos. Sus parientes más cercanos en la escala evolutiva eran los cetáceos, vale decir, ballenas, delfines, marsopas.

El documental se remontó a los cetáceos misticetos, mejor conocidos como ballenas jorobadas o barbadas, caracterizados por tener en vez de dientes a diferencia de los odontocetos en el maxilar superior, ondeantes barbas cuyo sistema de filtrado les permite retener gran cantidad de peces, crustáceos y otros frutos marinos. Por esos enormes cetáceos, que se elevaban fuera de la superficie del mar para expulsar aire con sus potentes resoplidos y derramar sobrecogedoras masas de chorros blancos hasta formar una torre, ya se paseaba el gran polimata, filósofo, lógico y científico Aristóteles nacido en Estagira, Tracia, observador acucioso, hombre práctico y de ingenio expeditivo, descendiente de una destacada dinastía de galenos. La verdad era que mi hermano Leo, con sus inofensivos y tiernos diez años, sentía debilidad por la bullente vida de los animales acuáticos y semiacuáticos, en especial por las especies letales, como el pez piedra, serpientes, cocodrilos de mar, hidras y los tóxicos pulpos de anillos azules de apenas 20 cm de la mayor área oceánica del orbe terráqueo, conformada por el Pacífico y el Índico, desde el Japón hasta Australia, capaces, como nos advertía, de liquidar a un ser humano con su ponzoña en apenas pocas horas.

Todo eso lo alcancé a escuchar en la bien modulada voz del presentador, mientras me esforzaba en memorizar y deducir lo imposible de deducir, la conjugación de un repertorio básico de verbos irregulares de mi libro de gramática: aller, apprendre, atteindre, boire, conclure, courir, dire, conduire, connaître, construire, crainde, être, mettre, lire, ouvrir, perdre, pouvoir, rire... voir, vouloir…

Apartando la silla de un empujón hacia atrás, mamá se puso de pie:

¡Vamos, arriba, es hora de preparar la cena! Nerviosa y cambiante, como era habitual en ella cuando se veía obligada a interrumpir su trabajo en las abrumadoras horas de la noche, entrechocando platos y cubiertos, dispuso en el mesón de la cocina nuestro condumio nocturno (recordé la ternura con que Whitman en Hojas de hierba reparaba en la presencia de la madre, en casa, poniendo en silencio los platos en la mesa para cenar), antecedido por la eterna agria y viscosa cucharada de un reconstituyente cuyos valores eran muy estimados entre las madres de aquellos años. Excepto los viernes y sábados, que solía ser algo menos escasa y rigurosamente desabrida, la cena consistía en los restos del almuerzo nunca lo bastante generosos para nuestro apetito, muslos o pechugas de pollo (mi hermano Leo se negaba a probar caldos y sopas), una reseca tortilla de papas o fideos gratinados, yogur con cereales y frutas de estación, además del tazón de café con leche o de alguna solución achocolatada para mojar un par de brioches o de rebanadas de pan francés untadas en mantequilla o queso de cabra refundido, masticadas, saboreadas con lentitud por lo mucho que nos gustaban. Finalizada la cena, Leo levantaba la mesa, yo me esmeraba repasando los platos y las ollas con la esponja jabonosa, enjuagando hasta pulir la última mancha de grasa.

A fin de aliviar la cerrazón nocturna y los atascos de una semana atravesada de abominables tedios domésticos, nos sentábamos con un aire de plácida satisfacción a amenizar con música nuestras conversaciones de sobremesa. Mamá nos ponía She Loves You y Eleanor Rigby, escritas por John Lennon y Paul McCartney a partir de una idea de McCartney, como nos advirtió mamá, y Here Comes the Sun de George Harrison. Pasados los años con Yesterday, compuesta por Paul McCartney en solitario, que exultantes de emoción mi hermano (en Leo prevalecía una excepcional y más afinada retentiva musical que en mí) y yo tarareábamos a dos voces, librándonos a los ecos memoriosos que ascendían del proscenio de nuestro formativo e instructivo noviciado parisino, como lo denominaba mamá.

De tanto en tanto para animar nuestro espíritu se nos pedía que escucháramos con los párpados reverentemente bajos la Fantasía cromática y la Toccata y fuga en re menor, compuesta por el maestro de capilla Johann Sebastian Bach en homenaje a su difunta y bien amada primera esposa Maria Barbara, sobre todo algunos valses y piezas breves de Eine Kleine Nachtmusik, tenaz estudioso de las oberturas y sinfonías de Mozart, de oberturas y sinfonías de su muy admirado Beethoven, las enigmáticas y sombrías canciones en la tradición romántica del Lied escritas para voz solista y piano y, aun así a más no poder nuevas y únicas por inauditas, en tanto simbiosis entre canto lírico e instrumento, del ciclo de las veinticuatro canciones de Viaje de invierno del Franz Schubert (por el autor mismo calificadas de espeluznantes), compuestas en los últimos veinte meses de la breve existencia humana del autor, aquejada de una infección venérea, contraída en 1823 y cuyos síntomas se irían degradando hasta su muerte en 1828. En ocasiones, los armoniosos y regocijantes valses infantiles de Erik Satie, recién descubiertos por mamá gracias a un viudo sin descendencia, reputado etnólogo, músico y cantante de origen irlandés, Larry Edmond Laroche, nacido en Pierrefonds, Quebec, amistad amorosa, a nuestro entender, que se prolongaría sin menoscabo del tiempo y la distancia, y a quien mamá describía como un trovador trotamundos, pues había recorrido con los más heterogéneos medios de viaje, gran parte del sureste asiático, Laos, Tailandia, Camboya, Malasia y Borneo, en un mundo irreflexivo y opresivamente feroz.

Antes de irnos a acostar, un rato de apacible charla. Convencido de que no teníamos la mínima idea sobre el tema, por lo cual le correspondía a él instruirnos, Leo nos preguntaba si sabíamos cuáles eran los animales más veloces del planeta y cosas de ese género. De las alturas, enunciaba rápido y decidido, el halcón peregrino, de la tierra el guepardo y de las aguas abisales el tiburón marrajo o tiburón común de aleta corta. Debido a su potente masa muscular, a su aleta caudal en forma de media luna y por ser homeotermo, podía subsistir en las temperaturas más gélidas y acelerarse hasta los 124 km por hora.

Sonreímos. ¿En serio?

¿Es que no me creen?

Te creemos, Leo, esos son temas de tu exclusivo interés y competencia.

Adivinen quién fue el primer ser humano en marcar la superficie de la Luna con su orina antes de volver a la nave nodriza… Pues si no lo saben, Buzz, Buzz Aldrin… ingeniero y piloto de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, astronauta de la misión espacial del Apolo 11, fue el segundo hombre en bajar del módulo lunar. Poco antes de entrar en el Eagle orinó. Algunos sostienen que fue un accidente, simplemente no pudo contenerse. Un detalle que se ocupó de ocultar como algo oprobioso. Esperando ser el primero, como estaba previsto, siempre resintió que cuatro meses antes de la fecha acordada para el primer alunizaje tripulado la NASA hubiera escogido al comandante Neil Armstrong para dar el primer paso de un ser humano en la blanca superficie de la Luna.

Mamá, Elisenda, digan, ahora, a ver:

¿Cuánto duró el Diluvio Universal desatado por Dios para exterminar a todos los humanos que tenían soplo de vida sobre la tierra, siendo que eran tantos sus pecados y su depravación que le disgustada demasiado haberlos creado?

Hicimos un gesto de labios caídos y nos encogimos de hombros…

Durante cuarenta días con sus noches se empinaron sin piedad y sin descanso las hirientes cataratas del cielo sobre el abismo de murallas de agua y espuma para juntarse con los ensordecedores sones de los mares encrespados y cubrir el planeta a poco más de los 5.000 metros de altitud de la cumbre nevada del monte Ararat descrito en El libro del Génesis, donde, como por arte de magia, una fresca y sedosa mañana esplendente de sol, sin nimbos ni más turbulencias, encalló el Arca construida por el devoto y superlongevo patriarca Noé, con su esposa, sus hijos Sem, Cam, Jafet, las esposas de estos y un par, macho y hembra, de cada especie animal, como le había ordenado Yahvé el Dios de Israel, a fin de rehacer desde el comienzo el mundo aniquilado en castigo de su perversidad…

¿Saben algo de la papada muy distendida, que se llena de aire, del orangután macho de Borneo con la que emite un gemido lastimero que puede oírse a kilómetros de distancia?

Lo sabemos, ¿no te acuerdas que días atrás vimos en la televisión Tarzán de los monos aullando al saltar de rama en rama?

De rama en rama no, mamá, de liana en liana, las lianas son trepadoras leñosas o fibrosas que dependen de un soporte. Los simios de Tarzán son gorilas, no orangutanes. Kala se llamaba la gorila que lo adoptó como a un hijo después de que Sabor matara a sus padres. Por cierto, el orangután macho es el más solitario y menos sociable de todos los monos antropomorfos.

¡Aun así, del lenguaje de señas de los primates no creo que sepan nada! Por favor, Leo, ahora no.

Solo una pregunta más, mamá. ¿Qué es la sabiduría? Hicimos silencio con un gesto de manos vacías, con las palmas hacia arriba…

La sabiduría es el conocimiento que atesoramos a través de la experiencia.

Muy buena respuesta, sonrió mamá. Ya no más, por favor. Es tarde, Leo, hora de acostarnos, bostezó mamá. Allons, mes enfants, c’est fini, tarareó. Mañana tengo que salir de casa a las 6:30. Buenas noches, buenas noches, y a dormir.

Leo la siguió a la amplia habitación que compartía con ella, el trastero que más tarde se convertiría en la suya aún no había sido habilitado. Mientras yo me encaminaba al otro extremo del pasillo que conducía a la mía, sin duda la más exigua, pero en absoluto la más oscura puesto que, desde la atalaya de su alargado y alto ventanal en voladizo, se abría al jardín y al baldío escalonado del otro lado de la calle, con su antiguo y rústico caserón campestre, pastos, arbustos y regueros de flores silvestres. Uno de estos días, apenas terminen las lluvias y la humedad del verano, para poder seguir contemplando la amplitud del paraje al través del ventanal tendría que armarme de mucho valor y darles una generosa enjuagada a los vidrios. Si bien a Leo, acostumbrado como estaba a acurrucarse en la tibieza amniótica del tálamo materno, mi cuarto le resultaba asfixiante cuando por sus estudios mamá tenía que ausentarse a Chartres, a Reims o a Tours, dormía no de buena gana sino por necesidad, pegado a mí y con el flujo de su respiración contra mi cara, que era como más a gusto se encontraba, en esa gran cama quejumbrosa y en ese dormitorio tres veces más grande que el mío en el extremo del pasillo. Las proporciones de los espacios era uno de los tantos fallos de nuestro anexo, como prueba, el baño con su bañera de porcelana era solo un poco más pequeño que la sala, en realidad una especie de vestíbulo, de un tamaño no mayor que la cocina, por su parte la bien conservada cocina, mucho menos oscura y bastante más grande que la sala. Con todo y esas incongruencias, nunca dejamos de sentirnos como en casa.

Como venía diciendo enfrente de nuestra larga calle, la Rue du Mont- Valérien con sus subidas y bajadas, alejada de los barrios más populosos y populares, se elevaba un caserón de dos plantas, en el que se recogían tarde y antes de la amanecida salían por las veredas los que conformaban el grupo de los albañiles, fresadores, plomeros, electricistas, herreros, carpinteros, cerrajeros, torneros, mecánicos, pintores, tapiceros, vidrieros, jardineros, que albergaba la casa, en fin, toda clase de jornaleros, cuántos, qué número de ellos, nunca alcanzamos a saberlo. En ciertas épocas nos parecían muchos, familias enteras, en otras solo unos pocos, en cualquier caso, eran en su mayoría griegos, turcos, españoles, portugueses, algunos, por su tez más aceitunada, sus párpados abultados, sus pelos y barbas encrespadas, provenían de las antiguas colonias de África del Norte. En fin, argelinos, tunecinos, bereberes, marroquíes… y unos pocos evadidos del África negra, asilados, desterrados, expatriados sin retorno, confinados en un lugar remoto, en relativa libertad, pero bajo rigurosa vigilancia de los agentes policiales… Un estibador de Orán hacía trabajos ocasionales para la gente del vecindario. A nuestra casera Mme. Fabvre le transportó de su casa a nuestro anexo una alacena y un armario, le acarreó un aparatoso escaparate labrado, la espineta y el viejo piano Pleyel de su nieto del primero al segundo piso de su casa. Los días festivos, dependiendo de la meteorología, la mayoría de los trabajadores tomaban de buena hora las veredas que conducían a la calle junto a sus mujeres e hijos engalanados con el titilar dominguero adecuado a los templos donde se congregaban los fieles.

¿A la iglesia, a la sinagoga, a la Gran Mezquita de París, cerca del Jardin des Plantes? preguntábamos. ¿A dónde más? respondía mamá. ¿Al campo, a los parques de atracciones, al cine? Ella no lo creía, desde el momento en que tampoco nosotros podíamos ir al aturdimiento y excitación del parque de atracciones en el descampado cercano a la estación o al cine. El transporte, las entradas a las salas de cine y los helados eran muy costosos. Al principio, apenas llegados, nosotros nos disponíamos a ir al centro o a la periferia a conocer ciertos sitios emblemáticos, una vez al mes o cada quince días, en sábado o en domingo, dependiendo del clima, hasta dar con algún parque público o con alguna plazoleta mustia donde solíamos tumbarnos a reposar un rato nuestro solemne aburrimiento antes de volver a casa.

En las tardes del domingo, de las verticales y muy estrechas ventanas situadas en el piso superior del caserón, llegaban suntuosos olores a comida, ruidos de cacerolas, juegos, risas de niños, música nunca muy alta. Eran vecinos discretos, prolijos. Nada de juergas, nada de barullos, nada de molestar, no fueran a incomodar a los franceses. Durante las noches, a unos cien metros del caserón, los focos de las farolas callejeras orlaban de un matiz amarillo la conejera, el huerto de legumbres y los bancales rebosantes de yerbas aromáticas, tomillo, romero, espliego, eneldo, colindantes con un pequeño declive bordeado de juncos. Hasta donde alcanzaba a ver, me distraía avistando en la espesura, debajo de la cúpula reluciente de estrellas y a diferentes alturas, el cruce de los destellos de los órganos sexuales del cortejo de las luciérnagas machos (cocuyos, gusanos de luz, les decíamos nosotros) con el de las hembras multiplicándose cada ocho segundos en lo más cegado de la noche. Hasta tanto hubiera estrellas en la quietud de la noche, estrellas, me daba por pensar, que si bien se habían apagado hacía años de años, su flama irradiante de luz permanecía incólume en la distancia, entonces, sin olvidar los chispazos de los cocuyos, nada se había perdido.

Ese panorama noctámbulo era el marco perfecto para observar el brillo difuso del cielo estrellado veraniego en el que comenzaban a desplegarse nubarrones grises cargados de chubascos prestos a escurrir aleros y tejados. En cambio, cuando el descampado tomaba su fisonomía invernal, sin apenas vestigios de vegetación, la luna reflejaba una jovial tonalidad ambarina hacia el confín de los suburbios. Oteando el piélago del firmamento, descubrí una procesión de pequeñas brasas, luces rojizas, doradas, azules y violáceas ceñidas de halos dorados flotando distantes hacia la penumbra final del poniente. No eran luceros errantes, ni partículas giratorias de polvo de meteoritos, ni desprendimientos de cristales, ni la cola de algún cometa, ni moscas volantes, ni ilusiones ópticas, ni fantasmagorías, ni espejismos, y menos que menos objetos voladores no identificados desfilando seguido por mi campo visual. Eran como despojos de un naufragio que se alejaran de algún ondulante brazo fluvial o de un furtivo canal al noroeste del Sena, como imaginaba, a fin de ayudarse con su centellear una y otra vez y otra vez a seguir la travesía hasta el fondo de la noche y una vez más de vuelta al relumbrante cielo estrellado.

A esas horas, la calle se hacía eco, en caso de que los hubiera, de cualquier caminante rezagado. Se escuchaban los ruidos, el más gradual y breve paso de alguien que paseara a su mascota de la correa, los usuales bramidos de los gatos en celo colándose entre los arbustos, las ardillas royendo las bayas, algún vagabundo que de etílico traspiés en traspiés tropezara con los pedruscos del erial detrás de la casa. Mientras el resto de las aves se refugiaba entre las ramas y sus proverbiales estribillos y suaves arrullos se dispersaban apenas el sol se ponía en el horizonte, las lechuzas (hermanas aladas, como fueron bautizadas por Henry David Thoreau, el místico trascendentalista, el filósofo de la naturaleza adscrito a la vida no servil), los pequeños mochuelos y búhos de ojos amarillentos frontalmente bien centrados hacían su aparición ahuecando el ala y hendiendo momentáneamente la oscuridad al son de su nebuloso triste ulular. En la proximidad del último reducto precursor de la amanecida se iba escurriendo despaciosa la luna entre los matices de absorción y dispersión de la luz de los maestros antiguos, sobre las perchas comunitarias, en especial tendidos de cable, con su apretada sucesión de bandadas de estorninos de negro plumaje iridiscente, se juntaban hombro con hombro, en amable convivencia. De pronto, apenas las primeras luces del alba tempranera nos despertaban, cientos, miles, incontables millares, torrentes de ellos, en cuanto estorninos de ley que eran, se dispusieron a desbordarse en danzante torbellino de alas a una velocidad de casi ciento cincuenta kilómetros por hora, arriba y abajo, formando una estampida de variadísimos aludes de desalineados oleajes pajariles, con los que terminaban ennegreciendo la faz matutina del firmamento a fin de resguardarse de los depredadores, murciélagos, halcones y otras aves rapaces. Era ahora, como entonces, fuera sábado o domingo, cuando habiendo llegado la hora en que de este a oeste el sol se precipitaba en definitivo descenso, la parvada emprendía en décimas de segundos una cada vez más atropellada y caótica fuga, chillando en dirección a sus recónditos escondrijos de pernocta. A partir de la carrera espacial el cielo estuvo cada vez más repleto de tornillos, arandelas, clavos, clavijas, chatarra, pedazos de hierros, trozos de rocas, en fin, residuos materiales, desechos obra del hombre lanzados sin prevención a lo inconmensurable…

El mobiliario de mi habitación y gabinete de trabajo, como todo lo que había en nuestro anexo propiedad de Mme. Fabvre, era particularmente escaso, como se adecuaba a sus reducidas dimensiones: una inestable mesita de noche como de casa de muñecas, el diván cama de una plaza con un tibio edredón púrpura de largos flecos de un rojo menos vivo, un pequeño escritorio provisto de tapa abatible y largas patas de madera recta, con la clásica lamparilla de lectura de porcelana verde, cuyos brillos se reflejaban sobre mi pequeña libreta de ocasión, nada de molesquín, y mis utensilios de escritura: dos bolígrafos, la estilográfica de plata, un sello de goma, en orden descendente tres lápices bien afilados y un espadín de madera como cortapapel dentro de un cubilete de cuero. Nada superfluo, todo en su lugar. Solo lo requerido para recrearme en la lectura y estudio de los libros, o para deslizar en el papel hermosas, leves y solemnes palabras, algunas de relumbrón, otras muchas desconocidas hasta hacía poco por inéditas y esquivas para mí, modulándose y elevándose delicadamente detrás de mis oídos, palabras que, a su debido tiempo, no me abstendría de poner por escrito articuladas con elegancia y fidelidad, quiero decir sin aprensión, despreocupada, completamente indiferente como corresponde a alguien intrigada y cautivada, a partes iguales por la lengua, a ser tachada de altisonante, ampulosa, redundante, artificial, declamatoria y otros calificativos más en ese mismo sentido. Pues la poesía no más que la narración se hace, como no tardé en darme cuenta, con la sustancia sensual y conceptual de las transferencias de la lengua, primero con deleite sentido y pronto penetrado de la conciencia acrecentada por la seguridad de ir abatiendo cada nueva dificultad. Además de estructurarse sobre varios planos espaciales y temporales, se forjaba a partir de tenaces y selectivas reflexiones sobre el uso de los vocablos y las combinaciones de su origen común. Bajo ningún respecto, estas debían tomarse a la ligera, de modo tal que era de rigor preguntarse si no sería acaso preferible voltearle el guante a ciertos giros gesticulantes y estentóreos por otros más concisos y ordinarios, sustituir infortunios por fatalidades, desgracias por las metros regulares y menos punzantes del vocablo desventuras, o por algún eufemismo del tipo tribulaciones, contrariedades, reveses, percances, tropiezos, contingencias, vicisitudes, aconteceres, acaeceres y sus cientos de imprevisibles azares.

Ciertas palabras, sostenía Valéry, suenan en nosotros, entre todas las demás, como armónicas de nuestra más profunda naturaleza.

Todos esos arbitrios me eran de sobra conocidos por los constantes montajes verbosos de mamá, por el testimonio de los poetas, leídos y releídos de mes en mes, de año en año, ante cuyas bien concertadas variaciones entre consonantes y vocales (¿cómo hacían en el curso de la escritura para no hundirse en el límite angustioso de lo indecible sin desgarrarse por dentro?), tanto como ante la acabada concordancia visual y auditiva (alternancia entre masculino y femenino para no agobiar el sentido del oído, a la que era muy afecto Proust) al fin dominados, me interrogué entre inquieta y aturdida. Más tarde por la rigurosa y estoica lentitud empleada en llegar a educar mente y cerebro en lo que el común de las personas había acordado en llamar oficio, pericia, habilidad técnica. Ah, no debo olvidarlo, por la pertinaz y no menos obsesiva intención de eludir redundancias, pleonasmos y cacofonías… además de no incurrir en el estigma de las sofisterías de énfasis emocional y neurasténico (prosopopeya) bajo el poder de cuyo engaño, ordinariamente y aun al costo de rubores y vergüenzas, cuando entraban en juego sentimientos entre elegiacos y paródicos, incluso los más austeros y despiertos propendían a incurrir en delirantes fascinaciones.

Ahora me gustaría volver a lo que retengo todavía sin empalidecer de mi desván, al que, por cierto, a veces mamá llamaba ático, altillo, tabuco, buhardilla. A ambos lados del tablero del escritorio había dos cajoncitos y encima del constreñido tablero dos medianas repisas, una con los libros infantiles de viajes del nieto de Mme. Fabvre y la otra adornada con la forma de doble cintura por la que al invertirla bajaba a todo escape la arena (el reloj como cedazo del tiempo), un pisapapeles de cristal soplado con un trineo en miniatura bajo copos de nieve como vestigios de pavesas, en un cuenco de vidrio redondeado en los que se suponía que debía haber flores, un bonito tintero cuadrado azul índigo de vidrio grueso con apliques de plata, un estuche de metal laqueado con creyones, otro con compás, escuadra, transportador, gomas de borrar y una cajita de clips. En la pared del lado derecho, de ese pequeño recinto como un camarote, donde aquella que yo fui se proponía ir en imaginación a contracorriente del mundo y de la vida desangelada de lo real, debajo de la estampa de un pavo real de la India con el espléndido prisma simétrico de su cola desplegado en rueda, colgaba un dibujo en mina de plomo y témpera malva, con varios torsos de caballos de frente, de tres y un cuarto de perfil, enmarcado en cañuelas verde esmeralda. Rápidamente me acostumbré a las precarias dimensiones de mi cuchitril. Era ahí donde más a gusto me sentía, ahí donde leía hasta muy entrada la noche, hasta quedarme dormida, sin rendirle cuentas a nadie de mis horarios, de mis lecturas, novelas, cuentos, filosofía, historia…

En nuestro polvoriento anexo, ubicado en el lateral derecho de la casa de Mme. Fabvre, había mucha madera, el techo se acalambraba, los muebles gruñían, crujían las vigas, chirriaban, rechinaban los tablones del piso, las clavijas, los goznes atornillados a las puertas. Era ahí donde hibernaba como animal solitario en mi madriguera, persistía en afirmar mamá. Se equivocaba, nada de eso, ni de lejos algo semejante a un agónico territorio cavernario. Ahí me sentía en un hogar de acogida, en un refugio, un retiro idílico, en un lugar ideal donde discurrir apoyando la mano sobre la frente, a pensar y pensar furtivamente en la más serena reserva. Un pequeño recinto con su amplio ventanal donde asomarme a disfrutar de la verde profundidad de los jardines al doblar del bulevar, donde contemplar todo lo que aparecía de infinito y lejano deslizándome amorosamente de una cosa a otra bajo la luz melancólica de un blanquecino cuarto de luna. Y, por infinito y lejano, como mirado a través de un catalejo, obviaba, por un lado, la innegable estrechez de mi cuartucho y, por el otro, compensaba mi congenial puerilidad de rumiar apartada de todos en la quietud y el silencio.

El martes el día aún no terminaba de clarear del todo, en la distancia percibí pulular en el cielo jirones de nubes oscuras que no se decidían a dejar asomar las esquilas de luz. Busqué mi capa impermeable, el paraguas, la mochila de lona. Me ahogo, necesito despejarme, no puedo más, protesté. Sin alzar la mirada del diccionario, mamá contestó: Anda, sal a caminar, sacúdete el polvo, airéate un poco. Pero eso sí, por favor, e incorporándose a mirar por la ventana, me conminó a que no me alejara demasiado. No me agrada que andes en la calle con este clima. No te descuides. Si llueve ponte a cubierto. Si estás al descubierto, abre el paraguas, aprieta el asa, no vaya a salir girando y girando, y por mucho que le corras atrás se lo lleve el vendaval con su remolino de hojas resecas. Súbete las solapas del abrigo, no olvides la bufanda de lana gruesa, tampoco tu gorra escocesa con orejeras.

 

Novela póstuma publicada por ABEdiciones (2025)

 

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