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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Ve a comprar cigarrillos y desaparece

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Estoy seguro de que mi decisión se alteró a las doce y cuarenta y cinco del mediodía de un domingo de diciembre cuando bajaba de la montaña. Hacerlo habría sido funesto: una insensatez tremenda. Pudo aquella frase de Hammett que cita Auster sobre las desviaciones del destino. Tuve la revelación de sus novelas, la posibilidad de un azar inconveniente me disuadió de la trama. Algo que no me pude explicar. Una corazonada me heló la piel con que si me alejaba convocaría lo inoportuno. El cambio sería funesto. Cuando las líneas se alteran se produce un cortocircuito y se te incendia la vida. Comencé a pensar en tantos que habían torcido la ruta. Puedes circunvalar el camino y volvértelo a topar más adelante. Tomas esos peligrosos atajos, casi te despeñas en el intento y te incorporas a la vía de nuevo, tembloroso, pero te incorporas. Al padre de Jaime le había sucedido: siempre quiso ser embajador en España para el Quinto Centenario. Era un tipo exitoso, culto, un encantador de salón con corbatas Hermes y zapatos Crocket & Jones numerados. Las camisas se las confeccionaba un italiano iluminado con los puños y la batista. Nunca equivocó en qué lugar debía ir el monograma: a unos cinco centímetros bajo el corazón. Jamás en los puños, una costumbre de nuevos ricos para mostrar que la camisa ha sido realizada a la medida. El tipo había sido ministro, era de los pocos que lo mismo entraba y salía del Country Club que de la Casa del Partido Popular, de cuando ser funcionario se consideraba elegante, prestigioso, de servicio al país. Nunca como en estos tiempos envilecidos de nulidades engreídas y maleantes de todo atisbo. Hoy estamos rodeados de rábulas y estafadores. En aquellos años el candidato que ganó las elecciones lo tenía entre sus colaboradores y sabía que el doctor Echenagucia quería la embajada en Madrid. El día llegó como llega todo pero por vez única, irrepetible. Nunca se celebra lo mismo dos veces dirán los heráclitos de nuestro tiempo. —Doctor, es la secretaria del ministro de Relaciones Exteriores que lo espera en Miraflores con el presidente—. Fue al despacho, estrenando traje, pañuelo y zapatos de hebilla, y en el momento en que se lo propusieron, aquello que tanto había deseado, lo rechazó. Prefería colaborar con el Gobierno desde aquí. —Quizás sería nuevamente ministro, pensaron algunos—. Cuando se despidió ponía a un lado una aspiración de toda su vida. “Que así el hombre no traicione lo que de niño prometió,” escribió Hölderlin y repitió Sábato. A los seis meses de su visita a la Presidencia, a Echenagucia lo quebró un infarto de los que no te alcanzan a la clínica. Se le fundió el corazón desayunando. Del director Krzysztof  Kieślowski, el de “Blanco, Rojo y Azul” y “La doble vida de Verónica” un día notificaron los diarios que no haría más cine. La nota escueta no hablaba de enfermedad alguna. No transcurrió ni un año para que la misma agencia de noticias confirmara su fallecimiento.

Por eso le temo a Hécate que confunde a los viajeros en las encrucijadas. Por eso sé que algún lugar oculta al El Jardín de los senderos que se bifurcan. Según tomemos decisiones serán de una índole o de otra, muchas veces diferente.  Al optar por una, queda la duda de si hicimos lo correcto. Los hindúes se han pasado centurias abundando sobre los ciclos y que lo peor es aferrarnos a ellos porque no sabemos cómo continuar.  En innumerables ocasiones te visita el dilema, una noche de copas, un deslizamiento por pasadizos desconocidos, una mujer que te invita a seguirla, a permanecer con ella, se desatan impagables preludios a lo desconocido. Pero nos descontentamos, nos quejamos con lo que tenemos, repetimos aquella vieja anécdota del que salió de su casa con una vida a comprar cigarrillos y no regresó jamás. Y sólo años más tarde alguien diría haberlo reconocido en la fila de un aeropuerto del exterior, raudo, veloz, sin identificación. Hay quienes huyen de su realidad sin entender que no es lícito huir de nosotros. Y existe la tentación de reproducirnos en otra vida, alejados de quienes hemos tratado siempre, haciéndole una supuesta trampa a lo que alguna vez edificamos. Quién no piensa que comenzar de nuevo es derrotar el ciclo, que re-empezar es resucitarse y hacerse inmortal, vencer a la muerte aunque por una brevedad. Por eso amé aquella película de Benjamin Button sobre un cuento de Fitzgerald, el individuo que decide recorrer mundo, subirse a los barcos y amanecer en un puerto desconocido cada día sin que su nombre se conozca  o su apellido se mencione. El anonimato que antecede el eterno recomienzo, la aventura de que el mundo es ancho y propio para soltar la imaginación y patear sus calles, sus muchas esquinas, viviendo la ilusión de una escena que no se repite porque es única. Fabricarse el azar es sucumbir en él.

El sábado había tomado la determinación de que haría como el de los cigarrillos. El viernes había acordado con el abogado: tenía poder para algunos arreglos. El mismo día despaché mi carta de renuncia a la universidad. No seguiría en esa nómina cansona y burocrática de tipejos que miden sus vidas de acuerdo a unos trabajos de ascenso y que escriben para sórdidas revistas arbitradas. Estaba harto de tanto alumno ágrafo y pendenciero. Quien crea que nuestras casas de estudio son templos del saber, lo invito a que entre en alguna de nuestras universidades y dará con toda una tripulación de gañanes. Profesores que llegan tarde a sus clases, que se mal expresan, pendientes de un bono navideño y que cada vez que funden los motores de sus automóviles, llegan con taquicardia a la caja de ahorros para juntar unos billetes sobados que pagan a tasas preferenciales. Daba clases en una universidad para zánganos consentidos y por primera vez estaba orgulloso de poder dejarla y hacer lo que me diera la gana. Mi plan no era definitivo: quería darle un sustico a María Silvia, dejar que pasara una semana sin que supiera de mí y telefonearla desde una cabina de Londres o de París, venirle con que había tenido mi crisis de la mitad de la vida, que estaba a punto de entrar en una tienda y que necesitaba la relación de sus tallas para los vestidos y zapatos que le compraría. Había preparado una discreta maleta sin que se diera cuenta y dejaría una nota junto al teléfono de la cocina diciéndole que desaparecería por una semana (¿por una semana?) y que el viernes siguiente esperara mi llamada a las 5:00 PM, coincidencialmente la hora en que nos conocimos también un diciembre de hacía diez años. En una semana (¿en una semana?) me dedicaría a entrar en restaurantes, pedir lo que quisiera, irme a un bar hasta la madrugada sin tener que dar explicaciones porque de lo que estaba cansado era de darlas. Estaría a mi aire. Encontraría motivos para pensar y hasta dar con el tema de mi próxima novela que ya yo mismo me tenía harto al seguir acusándome de no haber escrito una sola línea en dos años desde mi última novela que recibió una acogida tibia en la prensa y de lo que yo no me había podido reponer. Bastaba un viaje en soledad para darle un giro a todo. Compraría el boleto en el propio aeropuerto, traspasaría la aduana y me servirían un escocés doble en mi asiento de primera clase. Todo al fin y al cabo lo tenía por delante.

Una semana antes de la subida al Ávila tuve un sueño. Estaba con María Silvia en Boston. Siempre me ha encantado esa ciudad. Una vez la recorrí hasta dar con la estatua a caballo del legendario Paul Revere,  un héroe de mis lecturas infantiles.

El sueño me ubicó en uno de esos envidiables edificios de la Commonwealth Avenue con jardines irlandeses diseñados para la eternidad. Habíamos tomado el T en la estación de Boylston y de pronto nos reconocimos dentro de un vestíbulo lujosamente decorado y en el que le comunicaba a un impecable botones que iba a alquilar uno de los apartamentos del inmueble listado en el Boston Globe. A todas estas, María Silvia había desaparecido y a pesar de que la buscaba, no la veía. En ese momento una voz, que no sé de dónde llegaba, comenzaba a decirme que estábamos ante la hora, que debía saberlo. Más allá de que Boston me resultara una ciudad adorable a pesar de su invierno, yo no tenía nada que ver con esos enarcados yankees para domiciliarme entre ellos, era como adquirir una identidad postiza y renunciar a lo que era. Nadie del Caribe puede delirar por el clam chowder sino por una fosforera de mariscos. Por una rompecolchón y vuelvealavida. Desperté viendo que María Silvia estaba en la cocina aunque yo permanecía con las instrucciones de la voz onírica. La tarde de ese mismo día, no pude sino verme cultivando flores en mi reciente huerto de Nueva Inglaterra.

Me puse a pensar si alguna vez conocí alguna clarividencia, más allá de mis voces escapistas y me obligó a recapacitar sobre la clase de estupidez que iba a cometer. Quizás no debía construir azares porque venían solos, que la sincronicidad con lo que estaba viviendo desde la muerte de mi padre me llevaría a su ritmo con otros derroteros. Que las necesidades económicas ya no existirían. Que el dinero no hace la felicidad pero cómo ayuda. El día de mi escape sería aquel mismo domingo pero ya el sábado por la noche supe que no me atrevería. Finalmente me acompañaba la sensatez y al ver rendida a María Silvia mejor que la Bella Durmiente, entendí que permanecería siempre junto a ella y que el jueguito que se me había ocurrido lo enterraría: cavaría un hoyo en la memoria y lo sepultaría para siempre.

María Silvia era la fotógrafa más sensual de la ciudad. Eso me lo repetía para mis adentros y se lo dije el día que nos conocimos cuando la saqué de un almuerzo y me la llevé a un bar frente a la playa hasta el amanecer cuando me di cuenta de que nos habíamos juntado sin regreso. Nos casamos a los dos años y nos instalamos en una casa que su madre nos había comprado. Pocos días después de la boda mi madre enfermó fatalmente y mi padre se sumió en un silencio del que nunca más se recuperaría. Nunca quisimos tener hijos, más ella que yo y la verdad es que nunca me importó. Ella tomaba fotografías, había podido hacerse de un nombre y su familia le consentía todos sus caprichos. Cuando comenzamos a vivir juntos, tuvimos un matrimonio que se entendía. Ella era celosa de su libertad. Yo la celaba y le molestaba. A veces no regresaba sino en la noche después de un día de pauta y ni se tomaba la molestia de explicarme lo que había estado haciendo.

No se lo permitía. A pesar de saber que nunca la haría mía del todo, me contentaba estar a su lado y después de años de matrimonio empezamos a vivir una normalidad que me resultó exasperante. Fue cuando comencé a pensar en mi plan que me tomó dos meses planearlo y la lectura de un par de novelas para desecharlo.

Ese domingo me levanté temprano, ni siquiera alimenté a nuestro perro que se llama Caurimare González, un beagle mala leche que me ha mordido dos veces la pierna derecha. Fui hasta el automóvil, miré discretamente la maleta de la escapada y la contemplé por momentos con admiración. Me subí a mis botas montañeras y mis pantalones de escalar. Tomé mi sombrero y me marché al Ávila hasta el cortafuegos. No me despedí de María Silvia, la dejé durmiendo muy a gusto como aclaré. Subí  hasta el hotel Humboldt que exige unas tres horas y al hacer cumbre, pensé si los jesuitas del centro excursionista Loyola habrían ascendido alguna vez en sotana. Habiendo visto fotografías de sacerdotes jugando al fútbol con la toga negra, la pregunta es válida mil veces. Bajé con el teleférico y tome un taxi hasta Sabas Nieves. Habían transcurrido unas cinco horas desde que salí de mi casa. Al llegar no vi el auto de María Silvia y, en el recibo, me encontré con un sobre blanco que tenía escrito mi nombre con su caligrafía de colegio de monjas. Al abrirlo di con sus líneas: “De verdad lo lamento, debo irme por un tiempo. No puedo más. Debo aclararme. Tengo más de un año pensando esto. Pronto te llamaré. Estaré viajando fuera del país. No lo tomes a mal aunque no sé si esto por lo que estoy pasando sea temporal. Lo siento de verdad. María Silvia.”

Después de ese domingo comencé a escribir en letra Bell MT. A las letras hay que tutearlas y de esta no tengo referencias siendo que no estábamos acostumbrados a tratarnos. De eso me gustaría hablar, de lo nuevo. De por qué todos los días me convenzo de que estoy envejeciendo. A los veinte años te sientes cargando dos Smith & Wesson al cinto que vas a usar con el primer hijoeputa que se cruce en tu camino. A los treinta la pistola está inservible de tanto julepe, la que te ha quedado porque la otra no sabes ni siquiera dónde la dejaste. Así vas en chaflán hasta que llegas a los cuarenta y una vez que entraste a ese territorio lo haces con cuidado de que la pistola que sabes guardada en un sitio seguro no te la hayan robado o quién sabe qué puedan estar haciendo con ella. Tu seguridad de alguna vez haberte creído un Clint Eastwood en medio de un western se ha esfumado. Y además ya ni cantinas hay.

Voy por la década de los cuarenta. Ya pidiendo paso y poniendo las luces altas. La pistola más nunca supe quién se la había llevado para arreglarla. Dentro de poco voy a no querer hablar sobre el tema. La vida es muy corta diría cualquier filósofo de esquina. De pronto parece que todos hubiésemos quedado atropellados por una gandola que nos dejó a la orilla del camino. La carretera, lo peor, es que ni sabes a dónde va. Claro que lo sabes: termina en la muerte que es donde finaliza todo. Después de que traspases todas las alcabalas, ahí te dejo eso, derechito para allá vas. Es ahora cuando empiezas a pensar en la muerte. Ni siquiera por ti, sino por todas las cuentas que comienzan a sacarte: que si hiciste esto, que si hiciste aquello, que te falta esto, que te sobra aquello. Y todavía hay unos atrevidos, qué testículos tienen, de estarte criticando a estas alturas del campeonato. Todo el mundo sabe que tienes un carácter de perro, pero así eres tú, ya está bueno de que vengan todas esas lectoras de chacras a analizarte con aquello de la inteligencia emocional. Recuerden esa por favor. La tal inteligencia emocional que seguramente inventó uno de estos homosexuales pasivos a quien le han dedicado una calle en Salvador de Bahía o en Río. Porque todos son maricos y brasileños especialmente ese mismito, en el que estás pensando, el de la chivita que se toma las fotos descalzo. Macho que se respete no anda con esa personalidad anal de estarse retratando descalzo. Una vez una despelucada que andaba buscándose a sí misma me obsequió un librejo del impostor aquel. Lo puse en el baño y mandé a hacer un cartel. En caso de que falte el papel higiénico, siéntase cómodo usando las hojas de este libro. Lo que me faltó fue ponerlo en inglés: Feel comfortable, suena de avión, de paquete turístico, de Tahití en bermudas, de Florencia en cómodas cuotas, feel comfortable. Nunca vi más a la despeinada que además era fan de Barbra Streisand, y de la que uno no puede hablar mal porque después te dicen antisemita. Y no es verdad.

En el borde de ese filo de la navaja por el que te piensas perseguido, estás al tanto del hecho de que no eres viejo pero tampoco joven, te repito: pero tampoco joven. Y empiezas a verla, a soñar con ella. Y ves a tus padres como se fueron. Y descubres cómo ya tienes la geografía del fin desplegada en el rostro. Cuántas veces no te has dicho a ti mismo que todo te lo fabricaste. Que lo urdiste con planimetría inmortal. Tienes años dándole a ese coito onanista. El mundo, y que es la medida de ti mismo, que eres su creador porque como dios que te aburrías en tu perfección condescendiste a encarnar el humanoide que te define. Que eres el responsable, el pagador de la factura, el hacedor de la historia, que has adoptado un modesto rol en el universo. Que todo es de tu propia marca. Tu Acme particular del coyote que se cree listo. Que todo cambiará según lo dispongas. En ese libreto pagado de ti, te asumes como la razón eficiente, el arquitecto del universo, el que lo imaginó todo. Que jamás morirás…. Ponle puntos suspensivos para que te reconforte tu rochela escapista. Feel comfortable en pensar lo que se te antoje. Finalmente desaparecerás aunque para consuelo tuyo —y, óyeme, será el único que tendrás en este vasto, incomprensible y irrefutable universo— no te darás cuenta.

Todo mi plan de huida se relacionaba con un anti regocijo sobrevenido. Y toda la normalidad con María Silvia. Es probable que fuese porque vivo en este país de basura. Y estoy seguro de que todo comenzó por el mismo hecho de nacer aquí. Debe haber sido mi conversación con el hierofante, ese personajillo de escasa confianza que Platón deja colar en La República. Sostengo que es de poco fiar el tipejo porque presumo que no seguiría mis instrucciones. De qué modo podría yo haberle pedido que me aventara a este ensayo de república provisional. Acaso alguien en su sano juicio es capaz de decidir venirse por acá a sabiendas de lo que le toca. No sé. El hierofante y yo seguro que tuvimos algún desencuentro, una discusión propia del pasajero y el ejecutivo del mostrador que te despacha a tu nuevo destino. Sería un problema de millas acumuladas, de vidas futuras. Seguro que yo le estaba pidiendo un upgrade: nacer en una familia establecida en un piso enorme de la avenue Victor Hugo del arrondissement dieciséis o debo haberle solicitado  aparecerme en una familia de terratenientes en Andalucía (me parece altamente gozoso, eso de ser terrateniente) o con alguna de esas familias hiperburguesas con toda clase de gadgets electrónicos que viven a las afueras de Múnich con Mercedes Benz y Audis desde chiquiticos. Pero no, seguramente discutimos, algún forcejeo verbal se inmiscuiría, yo le dije que no estaba de acuerdo, que me llamara a su supervisor y de una me colocó sin chistar entre esta civilidad disuelta y por ser ejecutada. Venir a nacer yo en la Policlínica Caracas en lugar del Hospital Americano de París. Tamaño despropósito no habría de caber sino en la retorcida mente de un burócrata del más allá, el tal hierofante, granuja de la antigüedad clásica. El que te conduce por la barcaza que borra tus recuerdos y te lanza a la nueva vida. Qué clase de pedanterías le pude haber dicho para que me despachara a estas arenas movedizas, a este Sábado Sensacional en el que el único premio es sobrevivir. Bien malaúva tiene que ser el desacreditado hierofante, de pésimas pulgas ha debido estar para que me adjudicara con estos conciudadanos esquizofrénicos y soeces. He debido apremiarlo para nacer en una república espléndida donde los trenes llegaran a la hora, aquí ni siquiera hay trenes: un par de ellos y sólo transportan alienados hacia las ciudades dormitorios. Un Estado del cual ufanaras un pasaporte al que miraran con envidia por este espléndido universo, que se te quedaran viendo como lo hago yo con los que veo en los aeropuertos del mundo con codicia porque apenas ostento el de esta inorganicidad suramericana, el de este salvaje bululú en el que las esquinas huelen a pipí y estás a punto  de atropellar a un huelepega en la autopista. Total que convengo en que mi aparición en esta sección desahuciada del planeta, además de justificarla por mi condición de espermatozoide vencedor, la estimo vinculada al descriteriado emisario del más allá si es que concebimos el poder de la reencarnación, en la que tampoco es que me mate creyendo. Sólo que me parece divertida para evitar que se cumpla la saga teológica del Vaticano Inc. y que de veras me aterroriza que sea verdad. Imagínense ustedes terminar en la eternidad rodeado de santurrones, de gente honorable, de doctos, de puras, de beatas, de cándidas, de virtuosas, de sanjosemarías. No, no, no. Eso sí que no.

Llevo la hora retrasada, nunca estoy a tiempo. Mi margen de error está en diez o quince minutos. Me vengo superando últimamente y consigo  ser puntual. Pero carece de importancia serlo. ¿De qué vale cumplirle a todos? Esos que se afanan en ser puntuales, llega un momento en que ni los recuerdan. La peor muerte es desaparecer en el recuerdo. Hay muertos que ni viven porque ya dejaron de ser recordados. Salen a la calle y nadie los ve, pasan desapercibidos. En la batalla de los egos esto representa el Armagedón total, el hundimiento del Titanic o el deshielo de los polos. Es una batalla contra el Tiempo, ese que va en mayúsculas y no ha sufrido derrotas. He conseguido odiarlo como a nada. Está acabando conmigo. Cada día ante el espejo veo como me ha asestado una de sus bofetadas o me ha acuchillado un signo más en mi frente. Por eso inventamos lo de la novedad. Haga algo nuevo todos los días: Vaya por una calle que nunca toma, llene un crucigramas, aprenda un idioma nuevo, tome las vacaciones que siempre anheló, enamórese de nuevo, recicle la basura, adopte un niño africano, funde un club de excursionistas, prepare crepes suzettes, regrese a la universidad, haga nuevos amigos, si es zurdo use la derecha, si es derecho use la zurda, juegue un deporte diferente, dedíquese al ajedrez, no deje de leer nunca. Recetas para fingir que Cronos no te vence y mientras te dedicas a sudar la penitencia de la renovación permanente, adviertes cómo te alcanza hasta solicitarte que disminuyas la marcha porque te terminará dejando atrás.

Igual te dejan atrás, te esperan y te vuelven a dejar atrás. Cada día que pasa es un día en que te superan los muchos otros. En que todo cambia y los nombres se mezclan. Los superpoderosos gerentes de mercadeo, a quienes no me cansaré de odiar, han alterado todo y son los que mandan en el universo. Ya no decimos colonias o perfumes, gritamos la palabra fragancia. Ya no hay caras sino rostros, el pelo dejo de existir: el cabello ha triunfado y los peluqueros, en combinación con los asistentes de mercadeo —nada sin ellos, son la tropa— han afeminado el lenguaje con sus hidrataciones, keratinas, manos y pies y los reality shows donde lloran por sus mechones pusilánimes. Un día estaba buscando comprar una tijera. La empleada me dice que para qué. Le digo que es para pelos. Será para cabello, y reafirmó un llllóóó de tipo argentino y sentí la cachetada del DRAE a todo meter. Pero me levanté de las cuerdas y proclamé que la necesitaba para podar pelos púbicos. Un día también soñé que me había convertido en ciudadano argentino piquetero de los que tenían en el Iphone como música de repique, “Don´t cry for me Argentina”: me enfermé del tiro en el sueño pero también me curé de inmediato en el sueño y me desperté. Nadie pregunta hoy en día por el baño de hombres: Te tomarían por un rústico camionero de estos que atropella perros cada vez que se pone al volante. Se pregunta por el baño de caballeros, la ropa de caballeros, el calzado de caballeros. Al igual que el supremo fetichista término de pintura de labios, el perverso, fascinante y aberrante rouge venido a menos, ahora es el lápiz labial por lo que se le otorga un carácter meramente utilitario de operario de la belleza. Nadie se pone el champú: el shampoo lo aplican. En el salón de belleza publicitario donde todos parecemos habitar, todo se cuida y se pone al cuidado de los estilistas del lenguaje. Que por cierto ahora no se habla de peluqueros y menos de barberos sino de esta reciente raza, los estilistas. El amigable dentista de siempre ahora se ha convertido en el oneroso odontólogo cuyas altas cuentas son repudiadas por igual en el condominio mundial. En esta convención de los usos correctos que por cierto nada es correcto en el habla sino uso estricto. Para lo correcto, te vienen los deconstruccionistas, estructuralistas, semiólogos de pelo de colita con su té de jazmín servido con sus camisas hawaianas. Qué repugnante y acusador se me ha puesto el mundo.

A menudo me sucede que me harta Caracas y huyo hacia la isla de Margarita. Y por eso me vine para Playa Guacuco. No tengo nadie delante de mí y en eso llega mi vecina a importunarme la vista de frente con sus dos nietas hablando sin parar. A doña Clovis le clavan su paraguas y las sillas exactamente donde podía ver las olas reventando y me sabotea mi visión del mundo aunque se me haya puesto repugnante.

Por eso es que no soporto a doña Clovis y a sus nietas que se tratan de maricas todo el tiempo y que no abandonan el WhatsApp ni para sentarse en la poceta. Doña Clovis lee el Hola aquí en la playa en Margarita y trata de comunicarse con las niñas que estrenan bikinis nuevos dos veces al día y no le paran a la vieja. Por eso es que doña Clovis me ha estado buscando conversación desde su vecindad donde las carajitas me pegaron un pelotazo de las paletas en la cara que hizo que mi tercer libro de Auster se me llenara de arena y las chamas me pidieron disculpas riéndose, lo que no vale, y doña Clovis trató de decirles algo pero ellas no le contestaron y se siguieron tratando de maricas. A doña Clovis ni el marido le paraba y con el ACV que había sufrido decidió poner todo para no recuperarse y morirse de una vez porque no soportaba a la vieja. Por eso es que la señora viene sola a Guacuco porque los hijos siempre están esquiando en invierno y este año las nietas viajaron con ella porque unos retrasados mentales con camionetota y tracción en las cuatro ruedas y en probatorio de la universidad que son los novios se vinieron para acá a descargarse la playa. Doña Clovis ya se ha leído todo el Hola y sus anuncios y saca un libro de autoayuda para viudas y eso es lo que más me molesta, esa clase de librejos que les recomienda a las niñas que una vez más no le prestan atención porque ahora están cuadrando lo de la noche con otras amigas con las que también se tratan de maricas. Las nenas se meten en el mar, vuelven a jugar paletas, al mediodía llegan los pitecántropos recién levantados con el tufo de alcohol de la madrugada anterior para comerse los sánduches que la empleada de doña Clovis preparó. Van directo a la cava, no saludan a la abuela, se zampan los emparedados,  les meten un agarrón a las novias, dicen algo como en aborigen antiguo y las arrebatan para Playa Parguito. Doña Clovis se queda damnificada una vez más en la tercera edad y las nietas no se despiden sino que van hasta las camionetas tratándose de maricas.

Lo primero que hice fue acercarme hasta acá porque pasó una semana y María Silvia no se dignó. Me mandó un mensaje donde me aseguraba que estaba bien pero que no me iba a decir en dónde estaba bien. Podía estar en Islamorada o en Lübeck. En Biarritz o en Isnotú. Ni le respondí. La parte fría de la almohada en este nuevo estatus que no es nada me ayudaría a tramar lo que tendría que hacer. El rector de la universidad me llamó al conocer de mi renuncia, un enano con doctorado falso y voz de jugador de bádminton. Me dijo que no lo podía permitir. Que las clases estaban por empezar. Y yo caí como un seguidor de los de “Pare de sufrir” y le dije que regresaría: que probaría un semestre más. Que me había apresurado. No le dije lo que pensaba. Que estaba metido en un lío sin resolución y que no tenía la más mínima idea de cómo me desembarazaría del rollo. Que en enero volvía a la ciudad y que estaría de nuevo allí. Y claro estaría de nuevo allí con mucho gusto para rodearme de toda clase de mongoloides que aspiran por un título universitario que no les servirá de mucho en este país en liquidación. Ojalá le hubiese dicho esto. Alguna valentía habría demostrado. Pero ¿cómo haría para responder por el paradero de María Silvia? Entretanto, doña Clovis se había jalado sus tres whiskycitos dieciocho años y ya estaba zarataca. Me vio con el  teléfono y cuando finalicé, me hizo la pregunta que quería yo evitar escuchar a toda costa. ¿Y María Silvia? Tan bella ella. ¿Está arriba en la piscina? No, señora, no vino. Está viajando. ¿Por fuera?, preguntó la vieja entrépita y pendeja. Tuve ganas de responderle: ¿usted cree que está entre Adícora y El Supí? No sabe este vejestorio que cuando se dice viajando, es en el exterior. Sí, está por fuera y me puse los lentes para seguir mi lectura y sólo ver mi libro pero subí los ojos y en eso escuché que doña Clovis tuvo un pequeño eructo que disimuló para luego seguir maraqueando el trago, pedirle otro a la empleada y terminar de aniquilarme con su terminante  mirada de quien se ha quedado sola, más sola que nadie, con su concentración de jugadora de canastón para brindar por María Silvia, y que le vaya bien en el viaje pero estaba seguro de que me había sorprendido porque no supe mentirle adecuadamente, y que a pesar de que se había convertido en un ser a quien nadie le hacía caso, que no daba sino pena, que estaba en el peor de los exilios que es estar condenada a ella misma, entendió que más pena estaba dando yo en este momento del peor de los desarraigos en una playa en la que lo que más me valía es que me fuera cuanto antes. Me detuve a invocar el recuerdo de María Silvia. ¿Sería que le debía algo? ¿Sería que el mundo que la rodeaba le debía algo? Y fue entonces cuando pensé en Hammett, cuando invoqué a Auster, cuando lo dejé de veras todo sometido a un acaso al que esta vez estaba resuelto a no importunar porque una vez que te fabricas tu azar sucumbes a él.

 

Ptimer capítulo de Ve a comprar cigarrillos y desaparece (Luis Felipe Capriles Editor, 2022)

 

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