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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Vuelve al lugar que se te ha señalado

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Macaria Zulema se ha quedado atrapada en el lugar que separa al sueño de la vida propiamente dicha, inclusive se encuentra más incrustada en el área del sueño y sin embargo se pone muy nerviosa porque no puede dormir de veras. Neniño la arrulla, canta entrecortadamente; desafina de puro miedo ante los temblores de la cama y la forma de gárgola asumida por el cuerpo enflaquecido, que empuja huesos convexos y caderas afiladas contra la sábana.

Es que ya no la reconoce: aquel pecho es ahora una escalera de costillas, un reguero de clavijas y cuerdas sin música. antes hubo senos ahí que ocultaban fácilmente un billete, un monedero, un pañuelito y se inflaban evidenciando salpicaduras de pecas cuando una emoción o un esfuerzo físico las agitaba.

Desde que la abandonnaron hiposa y atormentada en la puerta de la granja ha empeorado y Neniño no quiere amarrarla al jergón de la cama, pero tendrá que hacerlo si su madre no llega pronto con el sacerdote. La ha visto enfurecer y sabe que si los diablos se desatan no conseguirá dominarla ni siquiera recurriendo al frasquito de agua bentida que su madre le entregó para una emergencia.

Los diablos la poseen, se la están chupando, la arrastran hacia abismos que sólo ellos transitan. Una madrugada él y su madre se despertaron al escuchar el motor de un carro acercándose. Se levantaron a toda prisa porque sólo un conductor perdido manejaría a tales horas por esos andurriales. Alcanzaron a ver lucesitas rojas diluyéndose en el polvo oscuro del camino.

Macaria Zulema tiritaba y sollozaba en el porche, sin conciencia clara de dónde se encontraba. “Macaria Zulema, mija… ¿qué tiene mijalinda” preguntaba la madre y Neniño intentaba tocar a su hermana y ella repetía entre furiosa y reilona, llorona y enloquecida “deja, maldito gordo, deja la tocadera” y eso que Neniño es un muchachito de lo más flaco.

Después de esa madrugada han soportado infinidad de calamidades, pero lo peor es que él no ha podido ir a la escuela en las últimas dos semanas, porque es el único apoyo de su madre para sacar a Macaria Zulema del enorme embrollo en que está metida, hundida, más del lado de allá que del lado de acá.

Su madre ha ido a buscar al sacerdote que se venía mencionando en esa casa desde hacía días como remedio desesperado, porque los demonios se han sublevado en el cuerpo de Macaria Zulema: saltan, roncan, tripean, escupen, lloran y hasta se burlan, al tiempo que remueven hedores repelentes desde las más remotas profundidades.

Los ojos grandes de Macaria Zulema se ladean lentamente buscando a Neniño y la boca agrietada fuerza una sonrisa. Diminutos mosquitos, casi transparentes, se arraciman en las comisuras de la boca y él no se atreve a espantarlos porque teme ser mordido.

—Daaa… me… pol… vo… por… fa… vor…pooolvooo… —pide una de las voces que viven en la hundida barriga de Macaria Zulema y Neniño saca el frasco de agua bendita del bolsillo, pero sin disponerse a usarlo, para ver si se atemorizan los demonios. Le aterraría quemar la carne de su hermana, tal como dicen que se quema la carne poseída por el demonio y sus tropas. A él le duele su hermana todavía pese a estar tan cambiada. La contempla distanciado y percibe los rasgos y el modo de ser de otra persona: una que antes era invisible y que ahora se muestra.

Neniño busca en su cabeza los innumerables recuerdos agradables que comparte con ella pero sólo le vienen imágenes de las zambullidas en el río y del día que Macaria Zulema le regaló una bicicleta. Fue como al año de estar trabajando en la capital. Un camión llegó con la caja de cartón y adentro venía una bicicleta desarmada.

Neniño se conduele y va hacia el cuarto de su madre a buscar talco; otra vez los demonios se burlarán, se disfrazaran de seres suplicantes para obtener el polvo que a él le produce escalofríos y que su hermana pide con tanto desespero.

—Polvo, Macaria Zulema —anuncia y la mano derecha, como una marioneta de palitos endebles, se eleva temblando. Espolvorea un poco de talco en la palma arrugada y se levanta una nubecita que huele a pétalos de rosa y a menta. Sabe que a continuación vendrá una catástrofe: Macaria Zulema olerá el talco y toserá; después llorará amargamente y él tendrá que hacerla beber agua de pasote que ella derramará en la cama y quizás hasta encima de él.

—¡Noooooo noooo coñoayyyyy nooo! —grita Macaria Zulema y un llanto que suena a mugido de vaca y a perro agonizando, espanta a Neniño. Las costillas se marcan en la sábana, se destapan los senos, unas teticas con aspecto de frutas arrugadas dentro de una nevera; el diablo la obliga a que se cimbre y se afinque en los talones, elevando el pubis, hasta parecer que se va a quebrar. Neniño vuelve a sacar el frasquito y comienza a desenroscar la tapa, confundido entre el terror y la lástima, rezando un padre nuestro incoherente.

Ella lo mira con ojos brotados. La boca gruñe botando saliva empastada y blanqueada por el talco y sin embargo los mosquitos siguen pegados a las comisuras porque están acostumbrados a los estertores.

Neniño se aferra al frasco de agua bendita. Voces infelices, desesperadas, ácidas, se quejan a través de la boca de Macaria Zulema, y Neniño se balancea pensando qué hacer, al tiempo que aquellos ojos lo petrifican.

Desde una profundidad blanda y paradójicamente espesa, semejante a un pozo de lodo caliente y pestífero, brota su mirada y con lentitud de caracol recoge la imagen de alguien y esa imagen circula torpemente, chocando contra las paredes de la memoria, hasta que ubica la forma de su hermano Neniño. Se siente agradecida y aliviada porque reconoce ahora la voz de Neniño, quien canta mordiendo las palabras como si en medio de aquel bolero tan viejo llorara sin lágrimas, sufriera sin lágrimas. La voz se retuerce adolorida, sin micrófono; siente ganas de aplaudir a su hermano quien está llorando sin lágrimas como si fuera un pez.

“Es un hombre bronceado” escucha Neniño. La voz desfallece hasta mutarse en quejido, pero en la mente de Macaria Zulema prosigue hablando con la voz de Carmen Teresa. Parecía una propaganda de televisión: yo subía las escaleras mecánicas para buscar unos broches y él venía bajando y me preguntó con ese tono ronco si le podía indicar donde estaban los artículos deportivos; me llamó por mi nombre leyendo el plástico del pecho: “Señorita Macaria Zulema”, y comenzó a subir casi a mi lado en contra de la corriente de su escalera mecánica.

—¿Cuál hombre, Macaria Zulema? —pregunta Neniño.

Aquí sobran tipos como ése que buscan una acostada y una diversión, dice Carmen Teresa y prosigue con la cuenta que está sumando. Picotea con el índice los botones de la calculadora. Macaría Zulema siente rencor porque su amiga es una mujer sin pasiones, que ya no está para ilusionarse. Se dirige a su otra compañera de trabajo: Ay Olga: tienes que conocerlo manita, es un mango y vive solo en un apartamento que le ha alquilado su familia. Su familia es del interior del país y lo ayuda mucho para que estudie. Carmen Teresa se ha puesto negativa reclamándome, que si voy a empezar a llegar tarde no le conviene y que su casa no está a la orden para bochinches.

Ay Macaria Zulema, no sé: Carmen Teresa es juiciosa y tiene más experiencia que nosotras, manita, pero tú eres muy ingenua y no escuchas consejos. Si te metes en un embrollo con ese hombre tienes que darte cuenta de que eso cambiará tu vida, pero la cambiará para empeorar.

¿Por qué te fuiste de la casa? Yo no te estaba corriendo ni mucho menos, sólo te advertí que no me gustan los trasnochos ni los hombres pegados a la puerta. Te veo demacrada y con una ojeras feas, chica. Trata ahora de no salir embarazada porque los abortos son peligrosos y caros; el jefe de personal te ha puesto el ojo y lo mejor sería que volvieras a mi casa y dejaras a ese hombre. ¿Me estás oyendo, Macaria Zulema? ¿de qué te ríes si no es gracioso?

“Lentes oscuros, anteojos negros” escucha Neniño y sacude la cabeza tratando de entender.

No, Jorge, no puedo hacer eso, mi amor ¿cómo me vas a pedir que haga eso con tus amigos si soy tu mujer? Me siento mal ¿me das un poquito de polvo? No te pongas furioso conmigo mira que la gente se da cuenta, que el ojo morado no se me ha quitado y no puedo andar con lentes oscuros en la tienda.

Tiene que irse, señorita: pase por caja buscando su liquidación y haga el favor de entregar el uniforme y las llaves. ¿Lentes rayban? ¿lentes negros, Macaria Zulema? se mete Neniño desde muy lejos y Macaria Zulema se revuelve; Neniño hace la señal de la cruz con toda la mano encima del cuerpo de su hermana.

Ojos encendidos de fiebre; Macaria Zulema vaga por un apartamento; busca ajos y los riega por todas partes pero sabe que no surtirán efecto con él. Lo ha visto endiablado, lo ha visto gritando y a punto de que se le revienten las venas del cuello y de la frente; Jorge es el diablo; Santa Bárbara bendita, ni siquiera le queda la virgen en el pecho porque era de oro y Jorge hizo que la vendiera. Pero hará una cruz. Con los palitos que conforman los ganchos de la tintorería. Una cruz para cuando llegue, para espantarlo y poder escapar; una cruz: tiene que hacer una cruz. También tiene que rezar al apenas escuchar la llave sonando en la cerradura. Siente que se va a desmayar otra vez y eso no es bueno porque puede llegar y descubrir el plan.

¿Eres bruja? La próxima vez que te encuentre haciendo eso y rompiendo mis cosas te voy a pegar más. Báñate y arréglate que viene otra persona esta tarde; ¿te vas a poner de pie o quieres que te rompa la boca? si no te levantas te voy a sacar los dientes de una patada.

—¿Ajos para qué, Macaria Zulema? ¿Qué te está pasando? —se queja Neniño.

Tiembla y casi no se percata de ello, no sabe que está temblando. La cara de Neniño flota. El apartamento de la ciudad aparece y desaparece; un hombre desconocido se acerca y se abre el cierre de la bragueta al tiempo que la acaricia, como si fuera una niña, dándole palmaditas; todo se junta, se superpone en placas fotográficas lentas y no sabe qué sucede con ella pero tiene pavor de dormirse, no desea ser tragada por las profundidades que hay en su pecho. Los sonidos se hinchan y le impiden hablar; se enroscan, se oscurecen en su garganta. En el corcho de su cerebro retumba la voz del hombre y su cabeza se ladea con la bofetada que él le ha pegado. Lejos escucha el arrullo de Neniño y quisiera callarlo pero el dolor y la angustia no la dejan en paz.

Se arrodilla ante el hombre, se abraza a sus piernas, pide perdón y un poquito de polvo; se desparrama en llanto pero el hombre la empuja y saca un cigarrillo. Lo enciende y el humo sube mientras Macaria Zulema desciende y cae al piso. Desde allí, a través de una cortina de lágrimas sucias que le queman los ojos, mira como el hombre es atravesado por un ser nunca visto que luce guayabera blanca y pantalones negros y detrás una mujer asustada pregunta “Macaria Zulema, mija ¿cómo te sientes?” y es una mujer regordeta y confianzuda que mira como animal doméstico.

—Esto no es ningún problema que requiera exorcismo, señora: hay que llevar urgentemente esta muchacha al hospital: ¿no se da cuenta de que su hija es drogadicta? —dice el hombre de la guayabera blanca.

—¿Por qué no se da cuenta de que son demonios, padre? —replica la madre.

—Diablos muy fuertes —tercia Neniño.

El sacerdote toca el cuello de Macaria Zulema y acerca su rostro al de ella. Macaria Zulema se retuerce con furia. Sin polvo no, no quiero más amigos tuyos así. Por favor, cariño que soy tu mujer. No me pegues, estoy acostada ya ¿ves? me quité todo ¿ves? haré lo que quieras pero dame un poco de polvo.

—La vamos a llevar al hospital. ¿Tiene leche en casa, señora? necesitamos que beba un poco de leche —insiste el sacerdote.

—No hay —responde Neniño.

El hombre de la guayabera blanca mete los brazos por debajo del cuerpo de Macaria Zulema y la levanta. Ella cae en su hombro izquierdo y un hedor lo baña como una ráfaga de perro muerto. Que abran la puerta de la casa y la puerta de atrás del carro, pide. Los mosquitos vuelan encima de las cuatro personas. Neniño abre la puerta trasera del carro y su madre entra primero para recibir a Macaria Zulema, cuya cabeza queda torcida sobre las piernas gruesas de la mujer. Neniño se sube al lado del conductor. El sacerdote se dedica a cerrar la puerta de la casa y luego se coloca tras el volante pensando en un cúmulo de cosas. La mujer gime casi en silencio acariciando la cabeza de su hija. El vehículo arranca por la carretera polvorienta.

—Nunca ha sido una muchacha viciosa de nada, padre: escuche bien esas voces. Son diablos, ¿verdad Neniño? ¿por qué no hace el esfuerzo y trata de sacarle el diablo, aunque sea para tranquilizar a una católica creyente —habla la madre.

—La capital es un infierno, señora. Cualquier persona cae víctima de las drogas y de otras barbaridades —responde el cura sin dejar de ver los baches y evitar tanto hueco.

La tarde es calurosa; el sacerdote siente que por su boca salen evaporadas sus entrañas. A cierta distancia, encima de un cerro dan vueltas varios círculos de zamuros sin deseos de bajar.

La mujer insiste, le ruega, le pide por todos los santos que le saque los males a Macaria Zulema “¿qué molestia le va a dar si la llevamos para el hospital como usted dice?”.

El polvo de la carretera se posa en sus cabellos y en sus cejas. En el cuello de la camisa. En el parabrisas. En su nariz. Por el espejo retrovisor alcanza a ver cuando pasa como un latigazo uno de los brazos de Macaria Zulema. “Levántela un poco” le pide a la madre. Ella abraza a la muchacha que se desmadeja igual a una muñeca de trapo, y le sostiene la cabeza. La agarra como si fuera un jarrón. El sacerdote maneja y echa un vistazo por el espejito a las dos cabezas de mujer que se juntan en el aire.

Os ordeno, espíritus malignos, a todos y cada uno de vosotros, en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, en el nombre de Jesucristo, su único hijo y en el nombre del Espíritu Santo, que os alejéis, sin dañar a nadie, de esta criatura de Dios, y que volváis al lugar que se os ha señalado, para permanecer allí eternamente…

—Amén… —se apresura a decir la madre.

—Padre Todopoderodo, mira con misericordia a esta criatura de sal y agua. Por tu amorosa bondad, santíficala. Que dondequiera que sea asperjada, invocando a la vez tu santo nombre, sean repelidos los ataques de los espíritus malignos y se deseche el temor de cualquier mal —reza el cura mientras el carro pasa zumbando y alborota un garcero. A una de las garzas le falta una pata y el sacerdote se pregunta cómo sobrevive así, cómo se detiene en las ramas. O será que esconde una pata cuando vuela. Eso es: esconde una de las patas.

Neniño saca el frasquito de agua bendita y abre la tapa. Se vuelve hacia el asiento trasero y lanza el líquido encima de su hermana Macaria Zulema. Casi toda el agua se riega sobre el pecho plano de la muchacha. Ella apenas reacciona ante las gotas. La madre mira a Neniño y éste deja caer el frasco. El sacerdote no se ha dado cuenta porque el camino desaparece bajo espesas nubes de tierra suelta.

Dios es nuestro refugio y fortaleza, un socorro oportuno en nuestra angustia; por eso, si hay temblor, no temeremos o si al fondo del mar caen los montes; aunque sus aguas hiervan y se agiten y los montes, a su ímpetu, retiemblen. Con nosotros está Dios, el Señor, es el Dios de Israel nuestra defensa… Tierno y justo es el Señor, lleno de compasión nuestro Dios. El Señor protege a los sencillos: yo estaba postrado y me salvó. Alma mía, recobra la calma pues el Señor ha sido bueno contigo…

De lado, el paisaje es borroso pero Neniño prefiere ver la velocidad, los pocos árboles corriendo hacia atrás, junto con algunos postes de madera como si fueran para su casa.

—Se están yendo los demonios —murmura la madre y más bajo: “gracias a Dios” y en una escala casi inexistente se escucha un leve sollozo que se tranca, igual a un candado. El sacerdote observa un instante al muchacho preguntando con los ojos qué sucede con aquella mujer y antes de recibir una respuesta tiene que tocar la corneta para que se aparte una vaca.

Luego presta atención de nuevo a lo que podría decir Neniño, en ves de mirar hacia las dos mujeres y enterarse de lo que ha pasado con ellas allá detrás.

Neniño saca la cabeza por la ventanilla y espanta a la vaca con un grito.

 

Del libro Vuelve al lugar que se te ha señalado (Fondo Editorial Contraloria General de la República, 1998)

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