Massaua, de Arnoldo Rosas

14/ 06/ 2013 | Categorías: Capítulos de novelas, Lo más reciente

massaua¡Adiós, paloma turca! Amaneciste con la curiosidad alborotada, ¿no? ¡¿Qué si me acuerdo?! ¡Clarito! La primera vez que trepé a una motocicleta fue en abril del treinta y cinco. Una Guzzi GT 17 de 500 cc, de tres velocidades, verde oliva, monoplaza, con placa militar en el guardabarros delantero, y parrillera trasera con alforjas de cuero. En Massaua, al atardecer de mi vigésimo sexto cumpleaños.
Un soldado italiano me retó entre gritos y gestos: ¡Eh, margariteño, diez liras a que no la montas sin caerte! Él estaba aburrido y buscaba diversión. Nosotros, abandonados a nuestra suerte, pasando más penurias que ratón en ferretería, trabajábamos caleteando en el muelle y de caporales en el almacén del ejército, percibiendo apenas veinticinco liras por jornada cada uno, rebuscando el dinero para mantenernos y ahorrar todo lo posible para los pasajes de regreso, así fuese a Marsella, y, como verás, diez liras no era mucho, pero era algo.
Patricio Fernández me miró con susto – yo era el más joven del grupo y el más atolondrado – y con los ojos me decía: ¿Te volviste loco? Quédate quieto. ¿Y si te caes? No podemos perder diez liras. Pero los demás me aupaban, sin hablar, con el cuerpo, moviendo la cabeza: dale, pues, roblero, que queremos los reales. Y, de verdad-verdad, yo me mataba por montarme en aquella belleza. Había visto a los bersaglieris jineteándolas, paseando o haciendo sus recorridos por el puerto, a la carrera, acelerando, tomando las curvas, salpicando el agua de los pozos estancados sobre el macadán de las calles. Debía ser extraordinario sentir esa sensación: el trepidar de la máquina entre las piernas, el tronar del motor a mi mando, la vibración del manubrio en los brazos, el golpe refrescante del viento en la cara.
¿Qué tan difícil podía ser? No más que montar en burro, o correr bicicleta, o bucear con escafandra a varios metros de profundidad. Y yo había montado en burro, desde muchachito, de Los Robles a Porlamar, muchísimas veces, llevando cargamentos de leña para la venta, y nunca, en todos esos años, me había caído
ni resbalado. Y estaba más que acostumbrado a correr por las calles polvorientas del centro de Porlamar – la Mariño, la San Nicolás, la Zamora, la Miranda, El Progreso – en la bicicleta de los Ávila Guerra, a la tardecita, cuando salía de mi trabajo de dependiente en la Farmacia Phénix del doctor Lorenzo Ramos en la calle Guevara, para redondearme los ingresos, haciéndole mandados a los Ortega, a los Rosario, a los Gómez, a los Rodríguez, sin haber tenido jamás traspiés alguno. Y, ¿no me había sumergido exitoso ya, en enero, en las costas de Norah, en las aguas de las Islas Dahlak, con Cirilo Lozada de cabo de vida, cuando Mercedes Alfonzo se enfermó? Más complejo que todo eso, imposible.
¡Voy!; le disparé altanero al soldado. Él sonrió contentísimo y pícaro. Tenía un cigarrillo a medio camino en el costado de la boca, con la ceniza pirueteándole en la punta. Entrecerraba los ojos por el humo que lo hacía lagrimear. Se terció el fusil a la espalda y el sombrero con la pluma de urogallo se le corrió, pero la ceniza intacta, como si la tuviera pegada con cola de almidón. Me sostuvo la moto para que me montara. La encendió y me dio unas instrucciones que no entendí. No las palabras, sí las señas, que si de algo saben los italianos es de gestos y morisquetas. ¡Andiamo!
La cara de Patricio no podía ser peor: pálida, con los ojos brotados de lo abierto que los tenía, y la quijada temblándole de pánico, si es que no rezaba entre los dientes. Me susurró: despacio, muchachito, despacio. Los demás estaban eufóricos, agitando las manos como quien apuesta en una gallera, gritándome arengas que no escuché.
¡Vengan esas diez liras!; me dije, y aceleré, y levanté los pies, y sentí el trepidar de la máquina entre las piernas, el tronar del motor a mi mando, la vibración del manubrio en los brazos, y el golpe durísimo que me di en la frente al estrellarme contra una pared de tablas de madera que no pude esquivar.
De boca en el suelo, entre astillas y charcos de aceite, sangraba y lloraba a moco tendido. Veía estrellitas que giraban a mi alrededor, y pajaritos piando, y, al voltearme, la ceniza estática del cigarrillo del italiano que, muerto de la risa, me ayudaba a incorporar.
Patricio, fúrico, al constatarme vivo, sin esperar a que me levantara, casi me
asesina. Si serás irresponsable, roblero. ¿Y ahora? ¿Dónde vas a conseguir las diez liras para pagar? Los otros compañeros ya no reían, contemplándome así maltrecho, con la frente empegostada de sangre, la nariz llena de mocos, los ojos llorosos, y regañado; se buscaban en los bolsillos a ver con cuánto podían contribuir para honrar la deuda, que deuda de juego es sagrada como sabe todo el mundo.
Mario, así se llamaba el italiano, de hinojos a mi lado, sacó un pañuelo y lo usó como compresa. Ajeno a la reprimenda de Patricio, me observó con preocupación, con la ceniza equilibrista casi del largo del cigarrillo; palpándome el cuerpo para comprobar que no había huesos rotos, y estimar cuán profunda era la hendija en la frente.
Pero todo fue más bulla que la cabuya. Sangre, sí. Y moco. Y lágrimas. Sólo eso. Me levanté aún mareado, apoyándome en el hombro del italiano, apretándome la herida con el pañuelo, y comencé a buscarme en la faltriquera a ver si completaba con lo que los muchachos me ofrecían. Los que estaban, digo: Mercedes, Chuíto, Licho, Luis Manuel, Hilario, Cruz, Moncho, Goyo, Perucho, Rafael, Nicasio, Lipe; que los otros cuatro – Miguel, Augusto, Cirilo y Luciano – aún no regresaban de despachar los camiones.
Mario nos hacía señas negativas con los índices de ambas manos mientras iba a recoger la moto y estacionarla; y sacudía los brazos como diciendo que dejáramos eso así, que fue jugando, que él también tenía la culpa, que se le había olvidado darme el casco y los lentes, que lo del dinero no tenía importancia, que él se había divertido mucho, y que qué bueno que yo estaba bien y todo no fue más que un susto, y nos perdonó la deuda, y nos invitó a unas cervezas en un bar cercano.
Una cantina de marineros y soldados con mesas de madera de embalaje y piso de tierra que olía a orines y sudor, como hedía todo en el puerto. Alzó el brazo y un hombrecito con apenas dos dientes en la boca nos trajo, de un solo tiro y sin azafate, tres botellas de cerveza y quince vasitos de vidrio grueso. Se fue después que el italiano le dio unas monedas y lo despidió con un ademán despectivo. ¡Vafanculo, vai!
Mario alzó los vasos, comprobó que estaban limpios, y sirvió en ellos la
bebida con la maestría del conocedor, deslizando el líquido por las paredes para que no espumara demasiado o se derramara inútil sobre la mesa, y entendimos que había sido mesonero en un negocio de Palermo, Sicilia, su tierra natal. Lipe Suárez lo llamó tonto. Que si yo no me hubiese caído, le habríamos cobrado hasta el último céntimo, así hubiéramos tenido que meterlo preso. Él se carcajeaba. Simpático el italianito. Cuando supo que era mi cumpleaños, invitó otra ronda y algo para comer: unas aceitunas, unas almendras, pan con ajo, aceite de oliva y jamón. Lo habían destacado allí hacía poco y con frecuencia nos veía trabajando en el muelle, caleteando, despachando los camiones del ejército y sirviendo en el almacén, y tenía curiosidad por saber quiénes éramos, que de qué parte de España son los margariteños, que qué hacíamos ahí sin hablar ni italiano, ni francés, ni inglés, ni árabe, ni tigriña, ni tigré, ni dahlik, ni afar, ni beya, ni blin, ni saho, ni kunama, ni nara, que eran las lenguas que se oían por esas tierras.
Pero no le dijimos. Ni siquiera le aclaramos que los margariteños no somos de España, como él creía, sino de la isla de Margarita, Estados Unidos de Venezuela, Suramérica. No ese día, por prudencia. Después sí, cuando amistamos.
Él me enseñó a manejar la moto. Las veces que le tocaba ronda por los almacenes y sabía que no había ningún cabo o sargento o carabinieri cerca, o que ninguno de sus compañeros lo iba a chivatear. Cinco lecciones de veinte minutos cada una. Después me la prestaba para que paseara por los alrededores, sin alejarme mucho y sin hacer alboroto, para evitar problemas. Y, fíjate tú, cómo son las cosas, gracias a eso, poco menos de un año más tarde, terminé ganándome la vida y levantando una familia.

Massaua, de Arnoldo Rosas (FB Libros, 2012)

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