Cuentos
Todos los cuentos publicados
Buscar
Todos los cuentos publicados
Capítulos de novelas disponibles
Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar
Al chileno Leighton y a Jo.
Miren todos,
Ellos solos
Pueden más que el amor
Y son más fuertes que el Olimpo.
Cómo hacía la lengua de Mónica para acelerar sus revoluciones sin tomar ni un poquito de aire, era algo que Oscar siempre se preguntaba allí, en el silloncito marrón de semicuero y con Mónica a dos mil por hora, totalmente indiferente a la doña que en el asiento de atrás carraspeaba, llamando a la moral que esta juventud ha perdido, no te digo yo. Lo de ambos era el romanceo en autobuses, subir en Chacaíto y bajar en los Campos Elíseos cuatro horas después, para luego abordar otro via Picadilly Circus o El Cafetal, maravillosos lugares que a la hora de los amores, si transcurren en transportes públicos, son casi lo mismo.
Se conocieron una mañana de julio, cuando la pertinaz lluvia los obligó a recogerse bajo el techo agujereado de una parada en Las Mercedes. Muy cinematográfica la escena. Ella estaba pensando en seguir rumbo al liceo, Oscar no pudo sacarle los ojos del escote: húmedos y con unos vellos atracados, los mismo que a la semana enredaba encantado en la ruta Coche—Los Palos Grandes, dibujando círculos y elipses, como hipnotizándose, abandonado absolutamente al vaivén del autobús sobre los baches, marea amorosa, cadencia encantadora.
— ¡No se permiten amapuches en la unidad, bachiller!
Los rechazos importaban poco, Caracas es una ciudad inundada por cientos de miles de autobuses sobre los cuales amarse y Mónica siempre tenía toda la tarde, todas las tardes, para mojar sus pantaletitas azules y ver cómo Oscar entrecerraba los ojos y se imaginaban en el segundo piso de un bus rojo, rojísimo, en el cual todos hablaban inglés y los saludaban con elegantes sombreros de bombín. Algún día la ruta sería de ellos ganando así el derecho a parar el vehículo junto a la Plaza Venezuela y acariciarse con las ventanas cerradas, en pleno mediodía, para que sus sudores llenasen la fuente hasta el tope.
— ¿Y seremos por siempre felices, Oscar?
— Por siempre…
— ¿Y nos vamos a agarrar las manos así, apretaditas, por siempre?
Y Oscar le apretaba la mano con todas sus fuerzas mientras atravesaban la avenida México y la ciudad se azoraba y ahogaba en un apuro que dentro del autobús era incomprensible. Instantes en primera, desacelerados, contemplando las calles y las gentes por la ventanilla. Ellos pegaban la nariz del vidrio, empañaban con el aliento el cristal ennegrecido. Mensajes evanescentes que se mezclarían con la atmósfera apenas el calor apretase y el paisaje cambiase como un decorado de tramoyas inagotables. Oscar respiraba deliciosamente en el cuello ardoroso de Mónica, sus ojos fijos en las señalizaciones que cumplía a cabalidad: cruce a la derecha, y una mano diestra alcanzaba el seno incipiente que esperaba diciendo: hay puesto. Prohibido estacionar, y la siniestra de Oscar corría de la entrepierna al tubito cromado que servia de agarradera. Resbaladizo al humedecerse, y los labios patinaban de unas orejas enrojecidas a un mentón donde eran menester reducir la velocidad, besar pausadamente, rico, dejándose llevar por las sacudidas de amortiguadores vencidos y un tráfico lento, amodorrante.
A los meses de viajar juntos, las rutas de los colectivos parecían inagotables, un inmenso jardín de senderos perfumados. Nada para conocer la ciudad como un viaje de esos. Se aprecian semáforos y esquinas, muslos descubiertos en carros deportivos y dedos ansiosos hurgando en fosas profundísimas, gente que camina y gente que se empuja; la sacra dinámica de la ciudad, esa posesión colectiva que nos hace andar y desandar aceras, escaleras y alcantarillas. Nunca falta el loco, pantalones inmundos y arremangados, que mira fijamente la rueda como si quisiese ladrarle largamente a esa lúdica luna giratoria con 30 libras de presión.
Sobre sus refugios rodantes, Oscar y Mónica recibieron iniciaciones en la religión y los cultos, en política y economía doméstica, frases que se iban pegando al techo con el olor pastoso de sobaco, el irrepetible perfume de cuerpos rezumantes a las seis de la tarde. Bacterias y estrés y frustraciones y carreras. Mi pana, algún día tendré carro y nunca más soportare los bigotes de esta doña, a repugnantes centímetros de mi boca. Provoca sacarle la lengua, pero a lo mejor me besa. Su aliento apesta, la boca se esconde bajo la pintura grasienta. Mejor me la calo.
Cuando el autobús estaba lleno, la pareja se colgaba de los sujetadores y empezaba a llevar el pulso de los vaivenes, imbuidos en la cadencia que lleva al albañil a apoyarse en la secretaria y a la secretaria en al administrador, y total que se cumple la justicia social pues el administrador se apoya en el abogado y el abogado en la profesora y todos se apoyan en todos y hay un feeling como si se entendiesen, como si presintiesen que la única manera de viajar es apoyándose los unos en los otros, pues de otra forma viene el piso. De paso, hay allí un oleaje erótico, el albañil a ratos se recuesta sobre la secretaria y ella huye, presionando sus nalgas contra el administrador que la disfruta tremendamente, imaginando a la secretaria y a la profesora en un hotelito de las afueras, desnuditas del todo, y mientras ellas ven al galán de la TV en ropa interior conduciendo la unidad, el abogado clava el borde del asiento a su culo legal.
Los trayectos se sucedían con la regularidad que brinda la rutina y ellos dos continuaban sus caricias clandestinas. Los dedos avanzaban bajo el bolsa, la lengua se perdía en túneles ensordecidos y en un momento se encontraron masturbándose dentro del San Ruperto a la hora pico. Oscar se ocultaba con el abrigo y Mónica ascendía suavemente, alcanzando el pináculo para ordeñarlo con todas sus ganas. El sonreía, ella se reía y un hombre maduro con los ojos cargados, hacia un rictus que lo convertía en cómplice, pasado pasajero de romance en ruedas. La máquina rugía, Oscar gemía, la unidad traqueteaba, y justo al caer en un hueco, el alivio llegaba al asediado, concediéndole la tranquilidad del arribo. Ella liberó un río desde sus caderas, arrastrando a todos los pasajeros con la corriente y ese olor tan particular, tan familiar que desde ese jueves la unidad 25 quedo impregnada hasta la fecha.
—¿Y si probábamos afuera?
—No aquí estamos resguardados —respondía Oscar— No tenemos necesidad de más, no arruinemos la felicidad.
— Es verdad, solo que me gustaría abrazarte, acostados en una cama como la mía.
Los encierros, cuando no transcurren en presidio, son satisfactoriamente seguros. Las horas iban pasando y había una inmovilidad simplemente quebrada por manos que corrían hasta las nalgas breves pero moldeaditas, como dos lunas blanquísimas, listas para que Oscar se recostará en ellas y dejara pastar sus ansias a la luz de queso que irradiaban ambas a las 6 de la tarde. Definitivamente eran días felices, tan felices que no merecen ser violados por una invención del destino o del lector.
Caracas es una ciudad de límites cruzados y sus amores pasaban del más rancio decorado a la más paupérrima realidad en bloques grises. De Petare a Caricuao aparecen los courtain wall y los muros frisados, todos en el mismo valle, con miles de mortales que pegan sus narices redondas contra el vidrio sucio y de allí ven la atmósfera aséptica de un BMW con cristales ahumados, impecables, filtros contra la miseria que a Oscar y a Mónica les tenían sin cuidado, total, ellos podían abordar un Metrobús en la próxima parada y así disfrutar de esa primera clase publica, simplemente pagando un poco más, como todo. Al entrar en esos iluminado castillos, tapizados elegantemente del más brillante plástico resistente, su púber lascivia daba paso a un solo romanceo, manos con manchas de tinta azul sujetándose, comportamiento moral y cívico, elegancia que terminaba en un manoseo desesperado en los asientos traseros de un Cafetal—Los Cortijos. Ella ya llegaba al atrevimiento de desabrochar su blusa y Oscar se colaba subrepticiamente, palpando las protuberancias que prometían pechos poderosos, sencillas turgencias benditas por el agua que escurría el cielo caraqueño y los disponía a un pausado paseo en medio del tráfico celestial, pues eran minutos en regalía los que les otorgaban la tranca de vehículos con cuerpos estresados y culos sudados, todos maldiciendo por tener que vivir una hora menos en la ergonómica butaca y desatentos a la radio, imprescindible narcótico cuando la lluvia castiga la capital y la autopista es un interminable estacionamiento de almas modernas al borde de un ataque de nervios.
Cuando se tiene conciencia de la adolescencia, ya queda poco tiempo para disfrutarla. A medida que pasaban los kilómetros, miles de metros rodados en cebo y fantasía, la necesidad se hacía más hiriente. Estaban cadavéricos, quizás por el aire o el smog. Se amoldaban tanto a los ritmos de la caja, que la transmisión del cariño llevaba el olor del diesel y un aceite muy claro, delicioso, siempre lubricando las partes más calientes. La tarde del 25 de septiembre, mientras Oscar excursionaba dentro de Mónica, un grito desgarró el ruido de Caracas. Era espantoso, una mezcla de asombro y una buena parte de mojigatería, porque seguro que a la doña le hubiese encantado estar en el lugar de Mónica, pero la envidia mueve hilos tenebrosos. La vieja gritó, el chofer se detuvo y Oscar se enterró bajo el asiento, justo donde los consiguieron y desde allí tuvieron que lanzarse a explicar que no era nada, que ella lo disfrutaba y que eran cosas de juegos.
—De adolescente, señor.
No sólo la religión cobra del pecado. La ley también pasa su factura y desde esa tarde Mónica no dilato igual. Oscar se tardaba en abrazarla y los viajes se hacían más largos, aburridamente rutinarios. Algo se rompió cuando el oficial pregunto: “Qué pasa ciudadano!”, y ellos tuvieron que explicar que se estaban amando en paz, descubriendo así que hasta los autobuses son lugares vulnerables para el amor, que es mejor seguir la dirección del tránsito y que la adultez abre sus puertas cuando las frustraciones tocan el timbre para anunciar la parada.