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La expulsión

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Después de varios días de extrañar sus locos cabellos decolorados en perenne agitación por el salón de clases, finalmente la directora nos anunció a los alumnos de octavo grado que habían expulsado a Daniela.

Desde entonces solo pienso en encontrar la manera de hacerle saber que no creo nada de lo que andan diciendo de ella, ni tampoco que sea una mala influencia. Por eso, sin que nadie se diera cuenta, le escribí una nota en uno de los cuadernos que dejó dentro de su pupitre y me lo guardé en mi mochila. Con eso tengo la excusa perfecta para ir a su casa, porque con toda seguridad ella no va a regresar al «infierno» (como le gustaba llamar al colegio) ni para saludar.

Esta mañana me detuve no sé cuántos minutos frente a su puerta, pero me fui sin atreverme a llamar. Pienso que si abre y me mira con cara de «¿y esta qué hace aquí?», me va a dar algo. ¡Cuánto odio esta maldita timidez! Si no fuera por su culpa (de la timidez) le diría: «¡Qué onda, Daniela! Supe que te echaron de la escuela y solo quería decirte que me vas a hacer mucha falta… Sí, aunque casi nunca hablamos en todos estos años, pero me gustaba mucho observar tu chicle constante, los colores insólitos en tu cabello, tus uñas negras y tu irreverencia. Pero, sobre todo, esa soledad con la que te movías tan tranquila,  que parecía contentarse con un cigarrillo y un libro sentada en las escalinatas de la iglesia, quizás escapándote a ese otro mundo al que nadie más que tú parecía tener acceso. También extrañaré tu falda arremangada varias veces en la cintura,  la que una y otra vez la de disciplina te mandaba a bajar (te confieso que en eso sí estaba de acuerdo con ella, porque la visión de tus muslos pequeños y curvilíneos me distraían por completo de las clases)».

Si no fuera por esta puta timidez, te haría recordar ese día en el que te encontré borracha, a media mañana, en el baño del auditorio. Esa fue la primera vez que supe que yo, tan invisible, tan equis en la vida, sí existía para ti. Después de que terminé de ayudarte a vomitar y a lavarte para que no se dieran cuenta de tu estado, fijaste tus ojos verdes y extraviados en los míos y me dijiste:

—Si yo fuese lesbiana, no dudaría en salir contigo.

Yo me quedé congelada por dentro, sosteniéndote todavía el cabello y sin saber qué responder. Y es que tú no lo sabes, pero antes de ese día seguía negando mi sexualidad. Creía que de tanto ignorarla se desvanecería, y que en algún momento me terminaría gustando uno de los atletas de la escuela, o algún músico por los que tú y la mayoría de las chicas suspiran. No sé cómo aquello que yo tanto me había esforzado por ocultarles a todos había sido algo tan simple de ver para ti. Y no porque fueras ni un poquito lesbiana como hubiese querido, ya que, para mi desgracia, me tocó verte de mano en mano con tus novios de turno, sino porque tú sí me miraste, no solamente ese día en el baño, sino en los recreos solitarios en el patio, o retraída y luciendo un poco espeluznante en las fiestas, mientras todos bailaban y se hablaban. Me miraste y viste quién yo era, y lo viste porque eres sensible; tanto que te proteges detrás del exceso de maquillaje, de los piercings, el libro, el cigarro, las uñas negras y la irreverencia. Eso que me dijiste se tatuó en mi mente, hasta que un día pude decírmelo a mí misma. Muchas veces quise darte las gracias por eso, porque me ayudaste a liberarme, pero no me atreví. Me pareció más significativo cumplir nuestro pacto implícito de hacer como que nada había pasado. Pero hora que no voy a verte más en la escuela, tengo que decírtelo. Esto que te hablo sin hablarte, y también que te quiero. Y que sé que no te molestará, porque eres de las que sabe, incluso antes que yo, que cuando el amor es puro no importa el sexo.

Mañana me atreveré a tocar tu puerta… Mañana sí.

 

Del libro El tren de los invisibles (La Pereza Ediciones, 2024)

 

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