Cuentos
Todos los cuentos publicados
Buscar
Todos los cuentos publicados
Capítulos de novelas disponibles
Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar
La pregunta es cuál de las dos me va a matar primero. A veces pienso que será mi esposa. No sabe lo que es estar callada más de diez minutos. Además es quien me hace la comida así que tiene posibilidades de envenenarme. Otros días creo que será mi mamá. Tiene experiencia jodiéndome la vida y le dan ataques en los que suelta una espuma azul por la boca y comienza a dar patadas.
Por mí las dos deberían irse al carajo, irse a la mierda de una buena vez. Pero no hay manera. Esas jamás me van a dejar tranquilo. Primero porque mamá es la dueña de la casa. Segundo porque mi mujer no tiene dónde mudarse. Tercero. Tercero porque yo tampoco tengo para dónde agarrar. Entre esas paredes me pudriré. Nos pudriremos. Cuando tuve ahorros no pensé en marcharme, y ahora estoy sin plata, estoy medio viejo, estoy medio jodido.
Anoche mismo las dos comenzaron a pelear otra vez. Por una pendejadita. En vez de estar alegres por lo de mi nuevo trabajo, les dio por discutir cuál de las dos había conseguido que el portugués me contratara. Mamá decía que era ella, mi esposa decía que no, que ni de vaina, que… bueno, cada una empezó a pegar gritos, a lanzarse flores, a criticarme, a decir que cada una era más amiga del portugués que la otra, y entonces me arreché y les pregunté si el portugués se las cogía a las dos juntas o por separado. Mamá me tiro el café con leche en la cara. Mi mujer se fue al cuarto, cerró la puerta. Tuve que dormir en el sofá: un sofá hediondo, lleno de manchas, un mueble que no he botado porque en los días de emergencia debo acostarme en él.
Esta mañana la casa quedó sola. Cuando se arrechan se van para la calle y no dicen nada.
Me tomé un cafecito. Me comí unas galletas que estaban en la mesa y salí para el trabajo. Hace años no lo habría aceptado ni de vaina. No queda muy lejos, pero hay que cruzar la avenida entera y llegar hasta el bulevar. Yo conozco la parte sur de la avenida, allí crecí, conozco a las ratas del lugar, las vi crecer, las vi volverse más ratas que nunca, las vi cuando se las llevaban presas o las mataban, pero los ladrones del otro lado no sé quienes son. Hace tiempo no lo habría aceptado. Pero en ese tiempo las cosas no iban tan mal. Estuve diez años de obrero en una empresa. Los dueños eran unos italianos, gente buena, sobre todo el señor. Pero las vainas empezaron a ponerse duras. Botaron a los más nuevos, bajamos la producción. Igual hubo que cerrar. El italiano me invitó unas cervezas el último día. Me dijo que se regresaba a su pueblo. Al principio parecía contento, luego más bien resignado, y cuando se emborrachó me dijo que su pueblo era un pueblito de mierda, pequeño y fastidioso. Yo lamenté que se fuera, sobre todo porque la hija mayor estaba más buena que Dios y me gustaba verla caminando entre las máquinas con sus pantalones ajustaditos.
Después de eso estuve en dos fábricas más. Una la cerraron al año. Quiebra total, ni siquiera nos pagaron los últimos meses. La otra no me acuerdo bien qué pasó. Los dueños también se fueron del país porque el carajo que iba a ganar las elecciones presidenciales prometió confiscar vainas, prometió que iba a reventar a los ricos, que iba a regalarle casa a todo el que estuviese envainado.
Mi mujer y mi mamá fueron a votar por el carajo ese. Yo no me levanté de la cama. Hace veinte años que no gasto mis zapatos en esas pendejadas. «Coño, chico, que con este carajo no vamos a seguir tan jodidos, que nos van a regalar un apartamento y un carro», me gritaba mi mujer ese día. «Tú ve a votar… cuando tengas la llave del apartamento me despiertas porque ahora mismo tengo sueño», le dije.
El tipo ganó las elecciones, pero de la casa todavía no hay noticias. Los primeros meses mi mujer puso en la sala una foto del tipo (no me acuerdo bien del nombre, hace años que no me los aprendo, porque yo vivo de mi trabajo y no de esos hijos de puta), pero después como que mi esposa se fue arrechando, o simplemente hubo que pintar las paredes, o no me acuerdo. Ya no hay foto. Ni casa nueva.
La gente es una vaina. Me dicen que mis vecinos: unos pendejos que tenían su trabajito en una fábrica de plásticos, renunciaron la noche antes de que se encargara el nuevo presidente. «Es que desde mañana los pobres no vamos a tener que volver a trabajar en la vida», dicen que dijeron, pero debe ser mentira, debe ser una exageración. Yo me acerqué a esa misma empresa y pregunté si había puestos libres y me pusieron a llenar una planilla, que ellos me llamaban si había algo para mí, que no volviera, que ellos me avisaban.
Pasé ocho meses sin trabajo. Bueno, estuve un par de días recogiendo basura por acá en el barrio con unas personas del gobierno. Te pagaban allí mismo pero después no volvieron y seguí envainado. Así que cuando mamá y mi mujer me hablaron del portu me pareció de pinga. El sueldo no era muy bueno, y además la zona… la zona es tan mala como esta dónde vivimos, pero yo no conozco a los coño de madres de por allá.
Bueno, el caso es que llegué temprano al trabajo. Una venta de electrodomésticos que está a la entrada de un edificio que alguna vez fue azul y donde tienes que caminar mirando hacia arriba porque te tiran botellas, papeles embarrados de mierda y toallitas llenas de sangre, toallitas de esas que usan las mujeres.
El portugués ya había llegado y estaba mirando unas facturas. Hablamos un ratico. Me explicó lo que había que hacer y siguió mirando las facturas. No parecía muy simpático, así que me puse en mi mostrador a pasarle un trapito a las vainas esperando que alguien viniese a comprar. Como estaba aburrido, de vez en cuando me volteaba para mirar disimuladamente al portu. Es raro el portugués. No es muy alto, pero tiene una barriga gigante y los brazos se le ven negros de tanto pelo, y como carga la camisa abierta también se le ven un montón de pelos. O sea que es todo peludo, porque en la cara también le salen, y también tiene pelos en las orejas. Yo me acordé de una película que había visto el fin de semana. Una pendejada en la que un oso empezaba a matar gente, hasta que un cazador mataba al oso.
Llegaron dos señores preguntando por unos repuestos y los atendí. Me di cuenta de que el portu me miraba y traté de que quedara contento. Los tipos no compraron un carajo pero fastidiaron como veinte minutos. El portugués siguió mirando sus facturas. El sol estaba muy fuerte. La camisa se me pegaba en el cuerpo. Me fastidié tanto que estuve a punto de preguntarle al portugués si a él no le daba mucho calor ser tan peludo, pero me quedé quieto. De todos modos, yo vi en televisión que en esos países hace mucho frío, así que el carajo será tan peludo porque de esa manera aguantaba la nieve. Claro, luego aquí no iba llegar el portugués a afeitarse para no pasar calor, porque entonces tremenda mariconada, el portu afeitadito. Pobre tipo.
La verdad es que más que un oso parecía el hombre lobo. Eso. Era clavadito al hombre lobo. Tal cual. Sí. Con pelos hasta en los dedos, igual que el hombre lobo que vi en la televisión hace como dos años. Así que como nadie venía a comprar me reí un rato imaginando al portugués después de cerrar la tienda, corriendo por el bulevar y dando aullidos.
En eso aparecieron dos mujeres. Una gordota y una más pequeña pero también empezando a ponerse gorda. Parecían hermanas. El portu se emocionó mucho al verlas y me di cuenta de que le gustaba la menos gorda. Hablaron un rato y las dos mujeres se llevaron un televisor pequeñito y le dijeron al portu que el mes siguiente seguro se lo pagaban. Por eso me imaginé al hombre lobo subiendo al cerro a la medianoche y clavándole los colmillos a la gorda menos gorda. Lo que pasa es que me di cuenta de que estaba mezclando películas. Eso me pasa a veces. Sin plata uno no tiene nada mejor que ver televisión. Yo paso el día entero frente a la televisión, pero ahora mezclo las vainas. El de los colmillos es Drácula, ¿pero el hombre lobo qué le hace a la gente?
Me puse a mirar los televisores que teníamos encendidos en uno de los mostradores. Era raro, porque veías la misma imagen quince veces, pero no escuchabas. Me llamó la atención que aparecía el presidente. Estuvo mucho rato moviendo las manos, diciendo vainas, pero en la tienda no se escuchaba nada. «Mira panita, ¿dónde está mi casa? Ya no aguanto a mi mujer y a mi mamá», me provocó decirle, pero en eso pasaron los tipos que estuvieron preguntando por un repuesto y nos gritaron que había no sé qué problema. «¿Qué pasa?» me preguntó el hombre lobo. «No sé. Hay un peo con el presidente». El Portu siguió mirando sus facturas.
Cuando llegó la hora de almorzar le dije al hombre lobo que si podía adelantarme algo para comer. No dijo nada. Se sacó un billete y me lo puso en la mano. Por lo menos no se puso cómico el portugués pero tendría que comerme una pendejadita barata. Caminé hasta un puesto de perros calientes y pedí dos perritos y un refresco. Había un montón de gente así que tuve que esperar para que me atendieran. No hablé con nadie, pero escuché que en la televisión seguían los discursos y alguien comentó que la vaina se iba a poner fea pues la gente del presidente había matado a varias personas que estaban en una marcha de protesta.
Después de un rato aparecieron dos tipos. Uno tenía un diente verde que le brillaba con el sol. Bueno, la verdad es que tenía sólo dos dientes y uno de ellos, el de la derecha estaba verdecito. Hablaban entre ellos y el del diente verde contaba que tenía tres hijas en el instituto del Menor, que las había entregado porque no podía con tanta gente en la casa, pero que ahora que estaban grandecitas las iba a buscar para que trabajasen. El otro tipo movía la cabeza como diciendo que sí. Y por los ojos brillanticos que se le ponían al del diente verde, me di cuenta de que no quería a las hijas sólo para que llevasen dinero a la casa.
Regresé a mi trabajo y en las quince televisiones aparecieron un poco de militares hablando. Estaban en una mesa y leían unos papeles. El portugués siguió revisando sus facturas y después de un rato me dijo si quería un café. Sacó dos vasitos y sirvió de un termo. La verdad es arrecho el carajo. Con ese calor y esa mata de pelos que tiene es capaz de beberse un café que echaba humo.
Una mujer apareció por la tienda. Compró unos cables para el teléfono y nos dijo que los militares habían destituido al Presidente. «A lo mejor lo que viene es una guerra», dijo la mujer. «Coño, va a empezar una guerra justo el día en que consigo trabajo», pensé yo, y me vi de nuevo en la casa mirando la televisión y escuchando los gritos de mi mamá y de mi esposa.
El portugués hizo unas llamadas para averiguar sobre unos pedidos pero no consiguió a nadie. Lo miré un rato. Puedo jurar que tenía más pelos que en la mañana cuando llegué. Los cachetes se le estaban llenando de pelos. No es que tuviese una mata pero se veía que estaba más peludo que hace dos horas. Que arrecho el portugués y con todo y eso era capaz de tomar café.
La calle se empezó a llenar de gente, pero casi nadie entraba para comprar. Un muchacho preguntó el precio de unos televisores pequeñitos pequeñitos y luego se dio media vuelta y se fue.
El hombre lobo siguió llamando por teléfono. Imagino que hablaba en portugués porque yo no le entendía nada.
En los quince televisores aparecieron otra vez los militares y en medio de ellos había un viejo pequeñito, de corbata, leyendo un papel. Uno no sabía si estaban juntos, o si los militares rodeaban al viejito para darle unos carajazos en la cara y sacarle sangre.
El mismo hombre lobo portugués me dijo que ese era el nuevo presidente de la República. Ajá, le dije y seguí mirando hacia la calle a ver si así atraía algunos clientes.
Sonó el teléfono y yo vi que al portu le dijeron algo que no le gustó. Se quedó pensando, preocupado. Hizo otras llamadas y la cara no se le pasaba. «A lo mejor tengo que ir al negocio de mi hermano», dijo, «lo siento asustado».
Volvió a sonar el teléfono y era para mí. Mi esposa me decía que estaba sola en la casa, que tenía miedo porque había rumores, porque se decían muchas vainas, que me fuera para allá a acompañarla. Tuve que aguantarme para no decirle a la muy puta cuatro güevonadas. «Estoy ocupado», le dije y sin más explicaciones colgué.
El portu me dijo que prefería cerrar el negocio porque ya hoy no se iba a vender nada, pero que nos quedáramos adentro hasta que llegase la hora. «Mi hermano ya cerró el suyo».
Bajamos la santamaría y apagamos los quince televisores, los equipos de sonido, las radios, las computadoras. El portu sacó de su escritorio una botella. «Acá no se acostumbra esto, pero hoy el día está raro, así que mejor nos bebemos un Oporto». Sirvió dos vasos y yo probé aquello. Era una vaina dulcita. Un trago un poco maricón, como para mujeres, y me dio risa ver al hombre lobo bebiendo esa pendejadita. Pensé que iba a servir más, pero dijo que el Oporto no era cerveza, ni aguardiente.
Lo vi caminar un rato, luego sacó la plata de la caja registradora, se la metió en un bolsillo y me dijo que se iba a dar una vuelta por el negocio de su hermano. Anotó el número de su teléfono celular en un papelito y me dijo que llegaría antes de la hora del cierre. «No vayas a abrirle a nadie, que esperen. Yo estoy aquí mismo, a dos cuadras».
Lo miré salir y juro que ya tenía barba. El carajo en la mañana estaba afeitado y ahora tenía barba.
Volvió a sonar el teléfono. Era mi mamá. Empezó a dar gritos y me dijo que la fuera a buscar en casa de su comadre, que el asunto se estaba poniendo feo. Le comenté que ni de vaina, que estaba cuidando el negocio y que me encontraba solo. La vieja dio más gritos y dijo que le iba a dar un infarto si no la buscaba, que tenía miedo, que no fuera tan desconsiderado. Vieja perra. Le colgué. Bueno, la verdad es que primero me despedí de ella y quedé en llamarla más tarde, pero le colgué.
Era fastidioso estar solo en el negocio cerrado. Si es raro tener quince televisores encendidos al mismo tiempo repitiendo la misma imagen, más raro todavía es enfrente tener quince televisores apagados.
Estuve caminando por la tienda. El teléfono sonó varias veces. Miré por la vidriera, me llamó la atención que cada vez había más gente en el bulevar y en la avenida. Algunas personas tenían banderas y la foto del hombre que era presidente en la mañana (el que le iba a regalar una casa a mi mujer). Reconocí a uno de los que más agitaba su bandera. Un hombre alto, que estuvo visitando mi barrio meses atrás. Un hombre que tenía la cara parecida a Frankenstein. Yo al principio pensé que se trataba de un testigo de Jehová porque iba de casa en casa repartiendo papelitos, hablando en voz baja, invitando a unas reuniones. Un día me habló y le dije que ya yo estaba bautizado. Él pareció no escucharme, me explicó algo del proceso, de la consolidación de los barrios, de la auto-defensa popular, del líder. Me pidió datos sobre los vecinos, si hacían reuniones, si hablaban mal del gobierno. Lo acompañaba una muchacha con un cuerpo muy lindo. Los dos me regalaron unos folletos con la cara del presidente. Se los recibí y luego se los entregué a mi mujer.
Una noche escuché una gritadera. Salí a la calle y vi que en una de las esquinas los malandros le estaban dando una golpiza al pobre hombre y a la muchacha la tenían arrinconada y ya le estaban bajando los pantalones. Me dio miedo, pero les grité que los dejaran tranquilos, que esa gente era de la alcaldía. Los malandros me hicieron caso. Sólo les quitaron los relojes y la plata.
La muchacha y el tipo se montaron en un Jeep y nunca más los vimos predicando en las casas y en los ranchos. Yo esa noche mientras me raspaba a mi mujer pensé en las piernas de la muchacha: lisitas, bronceadas. Mi mujer gozó como nunca. Me preguntó qué comida me había puesto tan caliente.
Pero ahora el tipo estaba en medio del bulevar dando un discurso con un megáfono. La gente no lo oía mucho, pero él no perdía las ganas. Incluso se montó en el techo de un carro y siguió soltando su discurso. Yo me acerqué a la vidriera a ver si entendía pero fue imposible. Detrás de mí volvió a sonar el teléfono. Mamá estaba cada vez más nerviosa y me pedía que fuese corriendo a buscarla a casa de su comadre. Decía que iban a bombardear, que los aviones estaban acercándose a la ciudad. «¿Cuáles aviones? ¿Quiénes van a bombardear?», le pregunté, pero ella continuaba con sus gritos. Le expliqué que estaba a cargo del negocio, que no podía irme y ella me tiró el teléfono.
Miré el cielo. Azulito, sin una nube. Sin ningún avión.
Sonó otra vez el ring. Levanté la bocina y esta vez era mi esposa. Me ordenaba que fuese corriendo a la casa. Así mismo. Te ordeno que vengas para acá inmediatamente. La dejé que hablase un buen rato y cuando tuvo que tomar aire le dije que se cuidara de los aviones, que ya por este lado de la avenida habían empezado a bombardear. Se quedó tan asustada que colgó.
Vi que el hombre del megáfono se bajó del carro y con otros carajos trancó la avenida quemando varios cauchos. El humo alborotó a la gente, empezaron a dar gritos, a lanzar botellas sobre la calle. Me salí del negocio un segundo para entender lo que pasaba y me di cuenta de que el hombre del megáfono y otros tipos más estaban armados con pistolas. «El pueblo tiene hambre; carajo, el pueblo quiere el regreso de su líder; el pueblo tiene hambre», decía aquel hombre y en unos segundos vi como a doscientos tipos lanzarse sobre unos negocios de zapatos. Comenzaron a reventar las rejas mientras el hombre del megáfono seguía hablando y decía no se qué mariquera del sentido político de la protesta, no sé qué pendejada sobre la confiscación revolucionaria, pero hasta que no les gritó por el megáfono que era más fácil reventar las puertas de hierro utilizando un carro, la gente no volteó a mirarlo.
Aparecieron varios carros y en un momentico los estrellaron contra las entradas de las tiendas y pudieron meterse. Parecían hormigas. Lo digo porque una vez en mi casa un camión aplastó una rana y al rato aparecieron millones de hormigas, y uno miraba la rana y estaba toda cubierta por hormigas, toda entera. Hasta que a los quince minutos sólo quedaban unos pocos huesitos. Bueno, pues igual: las tiendas se veían llenas de gente y en unos minutos no había nada. Las paredes peladas. Entonces me entró como miedo. Varios de los que saqueaban empezaron a pelearse por las cosas que habían sacado de las tiendas y comenzaron a dispararse entre ellos. Me encerré en el negocio del portu.
Cuando entré sonaba el teléfono. Era mi mamá dando alaridos, diciendo que estaba botando espuma por la boca, que la buscara urgente porque tenía miedo y quería morirse en su casa. Traté de calmarla y le expliqué que no tenía manera de moverme. Vi que en el bulevar había unos tipos llenos de sangre, tirados en el piso y que la gente les pasaba por encima.
Otra vez sonó el teléfono. Era el portugués hombre lobo. Que cerrara muy bien, que cerca de la caja registradora había una pistola, que él ya venía corriendo para su tienda. El portu estaba loco. Loco de bola si pensaba que yo me iba a poner con pistolas a cuidar su vaina. Busqué la botella de la que me había brindado y me bebí la mitad. Me temblaban el cuerpo y tenía ganas de orinar, pero pensé que no era buena idea meterme en el baño. Miré hacia la calle. Lo mejor es salirme por la puerta de atrás, llegar hasta mi casa, pensé, pero en eso comenzó a sonar el teléfono y escuché a mi esposa gritando que me fuese ya, de una vez, porque ella no podía seguir sola con nuestros hijos, porque no sé qué, porque qué se yo. Busqué la pistola y la agarré con las dos manos. Si le destrozaban al portugués el negocio me quedaba sin trabajo. Ya me veía un montón de meses escuchando las quejas, las peleas de mi mamá y mi mujer. No, ni de verga. Mejor matar y que me mataran.
Por unos minutos todo pareció calmarse. Pero luego me di cuenta que estaban saqueando una empresa de transportes. Los carajos salían con camiones y los iban llenando con las cosas que sacaban de los otros negocios. Se escucharon más disparos. Un montón. Me tiré al suelo y estuve así mucho rato, pero tuve tanto miedo que me dio por encender los quince televisores que teníamos en el negocio. Me quedé tieso. En la tele estaban los militares rodeando al mismo presidente que habían destituido en la mañana. Subí el volumen, me di cuenta de que al carajo lo habían traído de nuevo para que volviera a ser presidente y por eso leía un papelito y le daba besos a un crucifijo.
La gente se puso frente a mi tienda. Entendieron lo que pasaba y empezaron a celebrar. Se abrazaban, daban tiros al aire, levantaban sus banderitas. Yo me alegré porque creí que de esa forma no se meterían conmigo, pero al minuto comencé a escuchar cómo un camión se estrellaba contra la puerta. Levanté la pistola. Apunté. Ni siquiera me sudaban las manos, pero en el último segundo, cuando vi al carajo con la cara de Frankenstein y vi que ya empezaban a entrar las personas dando gritos, me tiré al suelo y arrastrándome llegué hasta la puerta de atrás.
Igual que a la rana. En dos minutos ya no quedaba en la tienda del portu ni un aparato. Me escondí detrás de unos árboles. La gente estaba contenta. Yo no conocía a nadie. Bueno, a casi nadie. Estaba un hombre con un diente verde que yo había visto al mediodía. Ah, y las dos señoras gordas que compraron un televisor pequeñito. Entre los tres se llevaron un montón de computadoras y un televisor gigante. Después alguien le pegó candela al negocio. Los negocios del bulevar estaban iguales. Casi no se veía nada porque por todos lados había fuego.
Me estuve un rato mirando hasta que me di cuenta de que había alguien frente al negocio. Me acerqué. Era el portu. Juro que todavía estaba más peludo que cuando yo lo vi irse. Se veía raro porque el fuego iba creciendo y le alumbraba la cara de rojo. El portu no se movía. Pensé en devolverle la pistola, pero me dio miedo. Capaz que me metía un tiro, o que empezaba a perseguir a la gente que iba tan tranquila con sus televisores. Me fui. Tiré la pistola en la puerta de una casa. Pero cuando me di la vuelta descubrí algo raro. El portugués se agarraba los pelos de la cara, se halaba el bigote, se halaba las patillas y lloraba, lloraba mucho.
Era muy extraño. El portu llorando en el bulevar, en medio del humo, en medio de las sirenas de los bomberos y de los disparos. Entonces pensé que eso era tan raro que no lo vería nunca en ninguna película. Y nadie me lo creería. Lloraba y lloraba. Así que me fui caminando hasta mi casa. Sin ganas de llegar nunca, sin querer encontrarme a mi esposa, o a mi mamá. Porque no dejaba de pensar en lo raro que es haber visto llorando al hombre lobo.
Del libro Hasta luego, Míster Salinger (Páginas de Espuma, 2007)