Nagasaki (en el corazón), de Gabriel Payares

13/ 02/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

Para Ednodio Quintero

El hombre lo vive todo a la primera y sin
preparación. Como si un actor representase
su obra sin ningún tipo de ensayo. Pero ¿qué
valor puede tener la vida si el primer ensayo
para vivir es la vida misma?
Milan Kundera
La insoportable levedad del ser

Esta no habría sido nunca la ciudad que escogiera para envejecer. Si algún emisario del destino hubiese tenido a bien consultarme, mi dedo habría apuntado sin vacilar hacia el oriente, hacia ciudades lejanas en un país inverosímil, hacia lugares en donde ser extranjero y alcanzar la madurez son, al final del día, condiciones indistinguibles. Siento una desconfianza sincera hacia ciudades como esta, construida en el constante recuerdo de la caída; una ciudad en la que se va por ahí con la sensación de que un tropiezo inesperado significaría rodar a trompicones hacia el infierno, sin que nada pueda detener el cuerpo que se desploma como un peñasco. A ese vértigo se debe, seguramente, el andar sereno de quienes han nacido en estas montañas: se aferran bien al asfalto en cada paso y no ven nunca hacia atrás –hacia abajo– a menos que ya hayan alcanzado su destino. Solo entonces se permiten una rápida mirada hacia el vacío. Y es que sus ojos, fijos en el suelo, no parecen hechos para mirar hacia el sol, sino a la propia sombra en la tierra que les da de comer, la misma que algún día los recibirá entre sus brazos.
Aunque habito entre ellos mi propio destierro, producto de malas decisiones tomadas en aún peores momentos, no suelo realmente quejarme demasiado: he podido siempre abandonar estos rincones empinados con la frecuencia y el ímpetu del momento, con ese gesto de bumerán humano que persigue durante años una patria lejana y no logra devolverse sino con unas cuantas postales y un par de rollos de fotos. Y es que al final uno se cansa de apostar todo al desenfreno del viaje: a menudo me pregunto si la patria no será más bien ese suelo blando en el que menos duele echar las últimas raíces, y el hogar el sitio que se escoge para darle la bienvenida a la muerte. Mi problema es que desciendo de una estirpe mucho más cálida que esta, una concebida en el galope andariego de la llanura, entre distancias que se miden con el viento y un padre que predecía la llovizna con solo ver los zamuros a lo lejos. Provengo de una familia que criaba caballos ajenos. Yo preferí enseñar literatura.
Mis clases son lo único que oxigena el día a día. La pasión y la curiosidad que alguna vez me lanzaron de cabeza a la lectura se han ido extinguiendo a lo largo de los años hasta convertirse en brasas sosegadas: ideales para cocinar y digerir, pero de una presencia apenas notoria. Mis alumnos, en cambio, exhiben semestre tras semestre la llama estéril que caracteriza la veintena, esa época en que los varones persiguen la inconsciencia y las mujeres a un padre sustituto al que destrozarle el corazón. Y la literatura, esa cosa odiosa e inasible, al mismo tiempo serpiente y encantadora, es el sitial desde donde contemplo sus epidérmicas pasiones, con una mezcla de deseos y emociones que he preferido pensar como envidia. No deja de sorprenderme, año tras año, la reacción casi idéntica que obtengo de ellos a partir de la lectura de ciertos poetas, casi siempre los mismos: Baudelaire, Rimbaud, Ramos Sucre. Siempre esos tres, en cualquier orden. A los jóvenes entusiasma sobremanera el sufrimiento de la figura del poeta, el atrevimiento que muestran sus versos y el trágico destino que le aguarda. Les encanta la muerte, un concepto abstracto sin vínculo real con su existencia, y la nombran en casi todos sus ensayos finales. Ojalá pudiera conservarse toda la vida esa visión romántica del destino, en vez de este pánico ciego a la desaparición de los sentidos.
A menudo explico en clase que la vida, de no ser por la memoria, sería apenas una breve alternativa al vacío: cada amanecer sería siempre el último, pero cada verso leído sería siempre el primero. Mis alumnos fingen entender, asienten y fruncen el ceño; pero sé que hace falta mucha maestría en el arte de perder para entender las redes engañosas del recuerdo: eso que Dalí vio en relojes derretidos, un tiempo dúctil y tramposo que promete dejarnos eternamente en nuestro propio y mismo punto de partida. Nos aterra, en el fondo, que la muerte sea el único recuerdo imposible de formular; nos aterra que no podamos ni siquiera soñarla. «Pero los poetas pueden, profesor», me interrumpe su voz y dirijo hacia el final del aula la mirada, tropezándome con su rostro por primera vez. No es difícil, eso: en cada salón cabe una treintena de chicos diferentes y me ocupo al menos de tres cursos a la vez. Pero entre los noventa y tantos alumnos de ese año, ninguno me ha dado la impresión inicial que ella me da, ni me ha sabido responder jamás a nada, como no sea repitiendo lo que yo dijera minutos antes o a lo sumo haciendo preguntas necias e insistentes, que hay que arrancar de raíz para proceder con la siembra y el arado. Quizás sea mi propia extranjería, reflejada en sus facciones cetrinas o en sus ojos y vocales alargados, lo que me seduce de ella al instante: algo en sus ademanes parece invitarme al juego, una cierta ingenuidad que ha abandonado ya su etapa larvaria, pupa de futuras perversiones, y se me ofrece con un aire irreverente y dulce al mismo tiempo, como una mueca de rabia en una declaración de amor. O quizás sea su avidez de reconocimiento, promesa velada de otro tipo de seducciones. No lo sé. Asiento de inmediato, no sé si avalando su intervención o mis propias cavilaciones, y con la cruel determinación que da el poder le pido que comparta con la clase algún ejemplo de lo que dice. Mi tono inquisitorial la intimida, no sabe si recular o si alzar un estandarte. Finalmente traza una línea en la arena: nombra con timidez a Ramos Sucre. Ese habría sido el instante apropiado para darle la razón con un gesto condescendiente y dejarla correr como a la lluvia. Pero no: prefiero
encapricharme con ella y llevarle la contraria durante el tiempo suficiente para entusiasmarla con un ensayo final sobre el poeta cumanés. Le digo, a modo de juego, que si logra convencerme de su punto de vista tendrá la máxima nota; pero que de lo contrario tendrá que volver a cursar conmigo la asignatura. Ella acepta sin rechistar. Entiendo, a fuerza de retrospectivas, que lo hace empujada por alguna instancia secreta y artemisal, por una voz interior que la convence de que no hay forma de perder esa apuesta, que se trata de un juego de tontos, ganado desde el instante mismo en el que yo lo formulo.
Y es así como las cosas suceden, con una violencia silenciosa que ambos parecemos propiciar. Aunque precario, mi dominio de su lengua es suficiente para iniciar un juego de espejos: traducir implica saber reflejarse en el otro y ambos parecemos muy dispuestos a asomarnos en las esquinas contrarias. Un par de tímidas conversaciones, bajo la excusa del café, dejan el panorama lo suficientemente claro para los dos; pero reacios a interpretar el papel desabrido de la Lolita, mantenemos nuestros labios lo más limpios de tiza posible. Nuestros encuentros ocurren lejos de la academia, amparados vertiginosamente en la excusa del azar y del pueblo pequeño, hasta convertirse en noches que cierran en espiral, como en barrena, cayendo hacia mi apartamento y hacia mi cama.
En pocos días, su compañía se hace notablemente grata: jamás pregunta sobre mi divorcio, aunque a menudo aprisione entre sus labios la marca del anillo en mi dedo, ni alude a los rostros en mis escasos portarretratos, a pesar de que muchos tengan más o menos su edad. La dejo pasear por mi memoria con la delicadeza de un gato, indiferente a todo excepto a mi vocación por el oriente del mundo, un rasgo que pronto se hace notar en mi desordenada biblioteca y que a ratos parece llamarle la atención. Mientras recorre los anaqueles, asomándose a uno y otro libro con brevedad y con el aire de confianza que da el reconocimiento, me pregunto si algunos de aquellos nombres la hacen sentir quizás un poco más en casa, si sus padres acaso nombrarían alguno durante la cena o si leían en voz alta sus apellidos en el periódico. Pero no me atrevo a preguntárselo; la juventud lleva siempre su patria entre las piernas. Prefiero en todo caso contemplar su recorrido con discreción, divertirme con su aire semejante a la soberbia, un respeto similar al del conquistador que inspecciona las ruinas aborígenes. Agradezco hasta cierto punto ese silencio, cara falsa de la moneda, porque me provee de tiempo adicional para el recuerdo: ese tiempo que a ella le sobra todavía, pues tiene aún demasiadas memorias por construir.
Nos ignoramos durante el día, tan ajenos el uno del otro que sus visitas nocturnas parecen ecos de sueños afortunados. Y aunque nunca me atrevo a intentarlo, tengo la sensación constante de que el más leve gesto de indiscreción de mi parte desencadenaría una respuesta airada de la suya, quién sabe si incluso alguna denuncia pública por acoso; como si el día borrase en ella las huellas de la noche anterior sobre mi parquet. Sus intervenciones en clase se sostienen, igualmente, discretas y distantes, actuando a perfección su papel de alumna protagónica; a veces me da la impresión de que se trata de dos personas enteramente distintas. Todo en ella es peculiar: demuestra un escaso interés por los lujos y las experiencias que pueda ofrecerle, negada a la perspectiva de viajar o de salir juntos más allá de nuestras cacerías nocturnas, o incluso a recibir regalos como no sean libros o algún pequeño detalle. Me extraña también la ausencia de un novio joven y celoso que dificulte nuestro romance: a fin de cuentas se trata de una chica atractiva, dotada de una belleza inusual, contraria a la voluptuosidad del trópico; pero una chica ante todo solitaria, a la que nunca veo formar parte de grupos, ni involucrada en fiestas, ni estableciendo ningún tipo de nexos duraderos. Uno diría que se sabe transitoria, indispuesta a dejarse anclar entre nosotros.
Con el pasar de los días, sin embargo, sus barreras ceden, mostrándome zonas blandas casi imperceptiblemente, con el mismo afán de la abeja que ha clavado el aguijón y corre el riesgo de rasgar su propio vientre al emprender el vuelo. Demasiado viejo como para no darme cuenta, dejo el puñal en el fondo del bolsillo, seguro de que será ella quien intente clavarlo primero: tarde o temprano sabrá quién soy y de dónde vengo, por qué razones sufro y con qué fantasmas hablo durante el sueño; tarde o temprano lo habrá conquistado todo y se aburrirá de prestarme su cuerpo. Sé muy bien que seducir consiste en mantener una sombra de misterio en lo que se devela, en restar un poco a todo lo que se da para mantener al otro esperando la migaja faltante; y es que la ignorancia propicia el amor tanto como el entendimiento lo mutila. Pero aunque al superar los cincuenta años se resigne uno a ocupar el lugar que tiene en el mundo y abandone la ansiedad juvenil por resonar en él como un gigantesco diapasón, hay cosas de uno que nunca pierden su fuerza primitiva: una mirada joven y lujuriosa no es algo a lo que se renuncie sin un instante sincero de duda. Decido, pues, aguardar la estocada; decido dejármela asestar.
Abundantes incursiones en el mundo de los amantes me enseñaron a fijarme bien en los minutos posteriores al sexo. Esa pausa en el furor de los sentidos contiene la serenidad agotada del reencuentro: con el propio cuerpo, con las propias dimensiones, con el silencio ronco de la respiración. Y en contraste con mi usual adormecimiento, a ella le da en cambio por hablar, como si algo atragantado en su vientre se hubiese liberado durante el orgasmo. Hipnotizado por el olor que dejamos el uno en el otro, acepto una y otra vez el papel distraído del escucha: la acompaño a una niñez de perros diminutos, de flores dibujadas en la pared, a una adolescencia abundante en timidez y frustraciones, a una violenta relación con un padre pusilánime y manipulador, a una primera vez dolorosa y abusiva en manos de un primo mucho mayor, silenciada por el temor irracional a la deshonra. Por último, me relata sus estudios inconclusos de idiomas modernos, puente hacia una beca caída del cielo para estudiar español en el extranjero. Hay algo de Ulises en su cuerpo lampiño, una cierta curtimbre que me hace preguntarme si seré Calipso o Polifemo cuando llegue el final de la aventura. Aun así, escucho su recuento como a través de la portezuela de un submarino: lo he oído todo antes, en montones de rostros diferentes. Si la gente supiera lo parecidas que son nuestras vidas, lo indistintos que podemos llegar a ser al cabo de algunos años, como ondas similares sucediéndonos en un estanque, llegaría tarde o temprano a las mismas y exactas conclusiones: no existen buenas y malas iniciaciones, pero sí primeras y segundas veces, y entre una y otra puede mediar solamente el tamiz de la memoria. Es por eso que la vejez consiste en repeticiones: recuerdos de recuerdos, anécdotas contadas hasta el hartazgo. Una vida larga es como una enorme caverna: en ella todo hace eco. Finalmente, su relato se interrumpe en pos de la palabra adecuada y se detiene, excusándose en la gramática furiosa del español. Por mi parte, me limito a asentir en silencio; pronto ese mutismo la contagia.
La convenzo de cenar en mi casa el fin de semana siguiente. Me agrada la idea de hacerla probar sabores inéditos, de recetas silenciosas que acuden a la memoria canturreadas por mi madre los domingos, único día en que sus seis hijos compartían la casa y sus atenciones. De mi madre me quedan la sazón y la piel áspera del llano, y a lo sumo un par de fotos comidas por los ratones; retratarse, en aquella época, era aún algo exclusivo de los ricos. Y para quienes crecimos sin el respaldo del obturador, sin poder quedarnos con fragmentos de la vida, la memoria resulta una especie de evanescencia, de fantasma muy poco confiable: los rostros y los detalles se difuminan con el tiempo, hasta dejar en su lugar apenas ideas y sensaciones, débiles borraduras de los ausentes. Los jóvenes, en cambio, carecen de este defecto: vinieron al mundo a registrarlo todo en sus teléfonos celulares, a adueñarse de lo que ocurre como si lo real les perteneciera de siempre. Eternamente hambrientos, les han prometido el mundo entero: uno tan grande que sus vidas no alcanzarán para soñarlo siquiera. Pongo en duda, por ejemplo, que mi amante extranjera pueda tan solo imaginar el lugar en el que crecí; y eso asumiendo que comprendiera las palabras que preciso para describirlo. No todo, por lo visto, puede realmente compartirse.
Adivinando mis reflexiones, esa misma noche me entrega el relato de sus más recientes pesadillas: se imagina abandonada en el patio interno de alguna cárcel o fortaleza, quizás un antiguo monasterio desierto, invadida por un terror invisible en la boca del estómago. Y aunque dice estar plenamente consciente durante el sueño, de tanto que ya se le ha repetido, no logra volver a la vigilia sino hasta descubrir una gigantesca ola que a lo lejos se avecina. La escucho con ceño fruncido, pero es poco lo que pueda decirle; ella se muestra, en todo caso, preocupada por empezar cada día con la misma sensación brumosa de desastre. Dice sospechar de las imponentes alturas que rodean la ciudad: la suya, me explica, duerme sobre una llanura costera, de colinas cordiales como el tamaño de sus senos, muy lejanas a la furia de las afiladas cumbres andinas. Le pregunto si extraña mirar al horizonte, libre de las murallas verdes que se lo impiden, y ella asiente poniéndose ambas manos en el pecho y asumiendo frontalmente, por primera vez desde que nos frecuentamos, su de todas formas evidente condición de extranjería: «Nagasaki está siempre en el corazón».
Nagasaki: las cuatro sílabas de aquel nombre tan lejano y tan conocido, tan mío y tan suyo a la vez, se repiten en mis labios con indiferencia, veloces a pesar de sus consonantes. Na-ga-sa-ki, cuatro sílabas apenas, suficientes para evocar una ciudad entera que conozco y desconozco a la vez, así como a una mujer toda, desnuda y bajo mis sábanas: una jovencita engendrada en el horror. Le pido en un susurro que me repita ese nombre – su nombre, de ahora en adelante–, como si fuera algún hechizo u oración que solo conocieran aquellos criados en las cicatrices del mundo. Y al instante surgen entre sus labios generaciones enteras nacidas de esos cuatro aleteos de mariposa: camadas de niños bautizados con las cenizas de sus ancestros, crecidas mirando hacia el cielo con desconfianza; familias enteras marcadas por dentro, teniendo hijos y más hijos deformes como momias, viviendo una ciudad en ruinas, un hogar que otros les entregan ya roto. Aquel nombre desata una fiebre en mi interior, contagiado tal vez de alguna maldición milenaria encerrada en sus consonantes rotundas, Na-ga-sa-ki, una palabra repetida por los niños del África depauperada, por quinceañeras vietnamitas estrechando a sus hijos contra el pecho para impedirles ver el rostro de la muerte, por hombres resignados a dormir en trenes para el ganado o en camiones herméticos cargados de familias sufriendo el horror de una frontera, por el viento en pequeñas aldeas arrasadas por el fuego de la conquista; una misma palabra siempre, dicha desde el inicio de los tiempos, en lenguas primitivas, en aullidos lastimeros, en el silencio agotado del cementerio. Nagasaki: cuatro sílabas repitiéndose en la boca de aquellos que perecen, pocos sonidos para nombrar la crueldad humana. Ante el desconcierto total que su mirada me profesa, alcanzo apenas a musitar unas sudorosas disculpas. Su hogar se ha convertido en mi pesadilla; su nostalgia, mi violenta vergüenza. Dos caras de la misma moneda.
Le explico que no ha habido gesto más cruel en la historia de la humanidad que esa segúnda bomba atómica, arrojada apenas tres días después de perpetrada la primera masacre nuclear de la historia. Pero si Hiroshima significó el despertar de la humanidad a su propio fracaso moral, como un niño que abre por primera vez los ojos, Nagasaki fue entonces su primer parpadeo, su primer instante de duda, primera repetición de un error ya cometido, de una pesadilla desde entonces recurrente y por lo tanto su más grande sentencia de eternidad. ¿No fueron advertencia suficiente el horror y la vergüenza de la primera detonación, como para impedir la segunda a toda costa? Fooled me once, shame on you; fooled me twice, shame on me, recita un proverbio inglés, pues reiterar el error es lo más humano que existe. Nagasaki es a la vez un gesto humano por excelencia y un fracaso rotundo de la existencia moral de los hombres: la segunda oportunidad desperdiciada, el segundo chance que se deja pasar para repetir estúpidamente el primero. Nagasaki es la negación de la experiencia y del aprendizaje: es aquello que decidimos volver a vivir. No existen buenas y malas iniciaciones; tan solo primeras y segundas oportunidades.
Estoy a punto de retractarme, avergonzado, seguro de haber pisoteado bestialmente las fibras sensibles de lo patrio, cuando ella simplemente se encoge de hombros. La bomba atómica y sus horrores forman parte de un pasado remoto, de una vida que ella no solo no ha vivido, no recuerda y no comprende, sino que además conoce, probablemente, a través de las mismas fotografías que yo. Y confirmo con ese gesto el abismo que nos une y nos separa: somos, en el fondo, igual de extranjeros, el uno para el otro, ambos provenientes de un mundo alienígena; aventureros extraviados, como Gulliver, en un mundo por completo irreconocible. Con dos frases apenas, ella esquiva el tema a toda marcha, algo que consigue sin hacer demasiado esfuerzo: un pequeño mohín, un movimiento apenas perceptible del rostro le bastan para despertar en mí las partes adormiladas por el horrendo panorama de la bomba, y en pocos instantes mis labios silencian las posibles respuestas de los suyos. La dejo hacer, abandonado a ella como de costumbre. Nagasaki se duerme entre las sábanas mojadas.
Entiendo ahora que hemos asociado nuestras mujeres y nuestras ciudades por una razón específica. Empeñados en que el mundo decaiga y muera con nosotros, hemos querido ver la vejez de las primeras en la decadencia de las últimas; por eso cada generación venidera tiene una mejor ciudad que recordar en su niñez, y una realidad un poco más triste que vivir: las naciones se fundan a la sombra de su propia nostalgia. Las ruinas del bombardeo para el que nacimos muy tarde, la guerra en la que no participamos, la debacle económica que nunca presenciamos, todo eso que nos perdimos sin saberlo y que ocurrió antes de que ocurriéramos nosotros, nos niega el recuerdo del paraíso perdido, del tiempo mejor al que le puso punto y final: el Jardín del Edén es apenas un recuerdo ajeno, un préstamo, una herencia imposible que muere con nuestros padres. Y el hogar, entonces, es ese lugar en el que jugamos a repetirlos: tenemos descendencia, les ofrecemos un mundo y les contamos cómo es una sombra apenas del que nos fue encargado a nosotros. «Llegaste tarde», es la bienvenida que les damos.
Dudando, en aquel instante, de la sinceridad de sus ignorancias, insisto en descubrir los detalles que mi alumna olvida, en aseverar otros que desconozco y en preguntar los tantos que tengo ya muy en claro: jamás he estado en Nagasaki, pero existen máscaras de elocuencia. Algo malsano en mí, me doy cuenta ahora, querría tomarla de la piel y de los pechos y abrirla, como a un saco de cuero o a una lonchera infantil, y tenderla sobre la misma cama en que momentos antes me derramara gruñendo entre sus muslos. Pero mis juegos extraños no tardan en desconcertarla, o aburrirla o intimidarla, no sé qué es peor, y a partir de entonces me dosifica sus respuestas, fingiendo olvidar ciertas palabras o no entender mis preguntas sobre su tierra, sobre sus padres, sobre sus abuelos calcinados en una fracción de segundo. Me niega su hogar, y con él la posibilidad de repetirla en otras como ella: desea ser única, todas lo desean. El español, dice a modo de excusa, es un idioma irregular y caprichoso, y mi acento es rápido y serpentino; le doy la razón, aun sin creerle una sola palabra.
Nos sumergimos así en un duelo prolongado del que ninguno logra sacar una ventaja definitiva: el arrojo de la juventud compensa el cinismo calmo de la madurez, que deja entrever en el pasado golpes mucho más fuertes. Asumiendo aquel combate sensual, retraso lo más posible el instante de entregarme a sus carnes magras y voraces, a sus manos huesudas como de madera; sé bien que una vez dentro de ella poco durará la resistencia, y que al vencido le queda tan solo el honor de una larga batalla ofrecida. Sin embargo, la Guerra Fría no dura demasiado: ella a los pocos días desaparece, sin explicaciones, de mi clase y de mi cama y de todos los lugares comunes. No contesta llamadas ni mensajes, como si jamás hubiera existido. Y después de un par de días de paciencia, resiento en silencio sus silencios.
Pero es poco lo que puedo hacer, más que abandonar día a día el aula de clases mirando atrás por encima del hombro, como la mujer de Lot, temiendo dejar su rostro olvidado entre la multitud. Y es que lo vivido parece hecho para mirarse de esa manera, como quien huye de alguna bestia que lo persigue y tuerce el cuello para constatar que aún le lleva una cierta distancia. Finalmente, ya vencido, pregunto por ella a sus compañeros, disfrazando el interés por mera preocupación académica, y me responden a medias, evasivos, cómplices parricidas que empiezo a odiar de inmediato. ¿Cuántos de ellos sabrían lo que creí un secreto entre nosotros? ¿Cuántos se reirían, a mis espaldas, del vacío que mis preguntas ponen en evidencia? Las peores torturas, sin embargo, me las inflige mi propia mano: día y noche la imagino en brazos más jóvenes, más fieros, que hacen ver los míos como legajos débiles y resecos en comparación; y aunque la mueca de los celos se haga presente con cada pensamiento, con cada sospecha, poco a poco la rutina impone finalmente su regreso.
La he dado ya por perdida, cuando una tarde toca a mi puerta, oculta tras el ojo enorme de una cámara instantánea. La observo unos instantes, escondido detrás de la mirilla, tentado a dejarla afuera y así cobrar una estúpida venganza. Pero el reconocimiento tiene sus propias leyes: los dos cíclopes se sonríen. La dejo pasar sin decir una palabra y me roba un par de retratos juguetones con la Polaroid. No sé si darle la bienvenida, como al hijo pródigo, o si intentar exigir algunas explicaciones; opto por sonreír en silencio. «Son para llevarte conmigo a casa», responde a mi extrañeza frente al inesperado gesto de atesoramiento. Le pregunto a quién se las piensa mostrar, y ella contesta que no hay nadie esperando su regreso. Entonces le pido la máquina fotográfica y cambiamos roles durante unos instantes: no cabe duda de que era esa su verdadera intención, la de ser fotografiada. Vino a dejarme sus retratos, a perdurar en mi memoria y a despedirse. Quiere ser única, tal y como todas lo desean.
Sus primeros retratos son lúgubres y lejanos, como si se hubiese quedado de pronto sin baterías; así que dirijo el objetivo hacia otras partes de su cuerpo: muslos fuertes y blancos, pechos apenas haciéndose notar bajo la blusa o un cuello minado de pecas rojas, hasta finalmente convencerla de modelar para mí. Al principio con poses tímidas, atiborradas de sonrisas y muecas adolescentes, o de gestos falaces de seducción. La dejo exagerar a su antojo, pues pocos clics del aparato bastan para arrancarle el rojo vivo de sus entrañas: un pezón escondido entre la tela, un asomo de vello púbico o una espalda completamente desnuda. Su cuerpo se me ofrece a trozos, y los cuadritos plásticos que los contienen revolotean a nuestro alrededor, cayendo sobre las prendas de su ropa en el suelo. La imagino como un árbol desnudo, postrada de rodillas, sosteniendo la mirada de mi único ojo abierto a medida que sus manos se alzan para liberar mi sexo. La imagen es casi religiosa. La cámara funciona a todo dar, y la retrato devorándome, entregada a sus caricias caníbales hasta extraer de mí la última gota. Ella se yergue relamiéndose mientras yo me derrumbo, ahora un árbol talado, y entonces, victoriosa, me anuncia lo inminente de su partida.
Mis ofertas de acompañarla al aeropuerto son rechazadas con amabilidad: no amor, ni desespero, ni pasión; amabilidad, como quien agradece un asiento en el autobús, y con un gesto gélidamente cordial, japonés. Su único regalo de despedida consiste en el puñado de fotos que yo mismo le tomé: pechos, piernas, labios, manos, segmentos disociados de su cuerpo, a veces mezclados con el mío, rectángulos de cartón sin dedicatoria, sin marcas de pintura de labios, ni la desgarrada escritura manual de un tenebroso juramento de amor. Solo retazos de un brevísimo collage, que dejo guardados en el bolsillo de la chaqueta.
No vuelvo a verla ni a saber de ella.
Entrego los días siguientes a una soledad inusitada, intentando escuchar algunos ecos interiores revueltos durante su segunda partida. Es un lugar común que la vida rara vez otorgue segundas oportunidades: en realidad se compone de ellas. Un debut se aprecia solo al ver de nuevo representada la obra, una receta se comprueba después de haberla probado una primera vez en manos ajenas y un abandono se padece realmente en la medida en que es eco de otros anteriores; pues toda segunda vez entraña el espíritu de la primera, la persigue y la pretende: nos exige ignorar lo sabido y hacernos la vista gorda, mirar hacia el otro lado en vez de dar el grito de alarma. El lugar de las segundas oportunidades es siempre el mismo de la primera: siempre idénticas, siempre inéditas, las segundas veces son el tiempo que tardamos en darnos cuenta del déjà vu, de aquello que decidimos, de una u otra forma, no prever.
Seducido por estas ideas, me pierdo entre mis polvorientas enciclopedias y deambulo horas enteras en el computador, rastreando un rumbo desconocido hasta penetrar sin notarlo en territorios otrora velados: gavetas prohibidas, libretas sentenciadas al ostracismo en algún armario, dedicatorias arrancadas a libros regalados o desechados. Persigo alguna respuesta al enigma de Nagasaki en mis viejos apuntes de clase, en mis diarios de investigación, en las cartas que debí echar a la basura o en ese tímido poemario que preferí jamás publicar. Todo vuelve a mis ojos, viajando hacia atrás en el tiempo, hacia atrás en los rostros perdidos: el amor es la eterna promesa de un nuevo intento, de un segundo chance compuesto de olvidos y de perdones: todos los amantes están en
Nagasaki. Recorro montones de líneas escritas por un yo ahora distante, con la esperanza de hallar en mi propio puño respuestas viejas a preguntas recientes: alguna clase de alquimia que convierta el doloroso pasado en clave mágica para el presente, pues ¿qué valor tiene si no la memoria, esa memoria expandida con que llenamos cuadernos, libros y libretas? ¿De qué sirve tolerar el sufrimiento, sino como una promesa de paz en la experiencia?
«Los poetas pueden, profesor», me susurra al oído su recuerdo. Los poetas pueden obrar esa alquimia. La belleza salvará al mundo. Me río, finalmente, de mis propias reflexiones, dictadas en clase con grandilocuencia a quienes ven el mundo por primera vez: si toda segunda vez es cruel, es porque en ella se ponen a prueba la memoria y la experiencia. Y la repetición del error es la prueba misma de su inexistencia, el triunfo final del vacío: envejecer es cometer los mismos errores una y otra vez, despiadadamente consciente de ellos pero anhelando la trágica frescura de la juventud. Toda vejez insiste en el error, somos ecos agotados de nosotros mismos.
Extraigo sus fotografías una por una y las coloco, saboreando su conocida dulzura, en el marco de mis antiguos portarretratos, en las estanterías de mi biblioteca, en la mesita del comedor. Y renunciando silenciosamente a lo demás, reemprendo la rutina, tristemente sonriente, de recorrer esta ciudad propia y ajena, este camino transitado hasta el hartazgo. Viajar, a fin de cuentas, ha perdido ya todo el sentido: donde quiera que me encuentre estaré siempre mirando el final del día sobre mi hombro, a la espera lánguida de volver a verlo acontecerse. Adonde quiera que vaya, me digo con una amarga sonrisa de resignación, me encontraré siempre, de nuevo, en Nagasaki.

Del libro: Hotel (PuntoCero, 2012)

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