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Turén es un pueblo tan tranquilo que si le declararan la guerra se rendiría inmediatamente, y de este modo se ahorraría el engorroso proceso heroico de tener que defender y salvar la patria. Acaso la noción de patria a los turenses no los remita más allá del aviso de entrada al poblado, al que le falta una letra y que se lee así:
«Bienvenidos a urén.
Temperatura promedio: 19º.
Población: Casi cien mil».
A lo sumo, la patria para estos ciudadanos puede ser la mujer con quien duermen, los hijos, la mascota, un día feriado para ir de paseo. Los habitantes de Turén tienen poco de qué jactarse, salvo de aquella muchacha cuyo mayor logro fue ser la modelo de un programa de concursos en el extranjero, donde era la encargada de hacer girar la ruleta de la fortuna, vestida con una falda tan corta que las madres más mojigatas no permitían que sus hijos vieran la transmisión. El resto sí la veía, orgulloso de su paisana, domingo a domingo, hasta el día en que el programa fue cancelado por baja audiencia.
Antes de la cancelación, Tatiana ―la modelo— había estado de visita en Turén, y fue recibida con honores por la banda municipal, y el alcalde, luego de pronunciar un discurso magnánimo que hizo llorar de emoción a más de uno, le entregó las llaves de la ciudad. Todo Turén se echó a las calles a recibirla. Tatiana paseaba en un antiguo descapotable, saludando a los presentes con besos y sonrisas. El que estuvo muy cerca de ella pudo comprobar que su abrigo no era de piel auténtica y que su aliento no era el de una reina. Turén era una fiesta, y fue esa la última gran celebración colectiva antes de que llegara a la ciudad el proceso de reacomodo y redención social y patriota conocido como La República.
La República fracturó la ciudad en dos, y el río que la atraviesa se convirtió en la franja que divide a enemigos del este y el oeste. Un lado de la República fue renombrado Turén del Este, y la otra banda se proclamó Turén del Oeste. Desde que la República se instaló en esa pequeña comarca de lluvias perennes ha intentado, por todos los medios, imponer nuevos modelos de convivencia y participación ciudadana, pero se las ha visto difíciles, debido al carácter desganado y anodino del gentilicio turense.
Turén nunca cultivó los símbolos atávicos, fundacionales de una sociedad. Ni siquiera tenía himno que la identificara; tampoco héroes patrios, mucho menos hazañas épicas. Antes de La República, Turén era una población lánguidamente despreocupada. Sin mujeres hermosas, ni hombres emprendedores; muchos de sus niños son glotones y perezosos. En definitiva, Turén es un pueblo nada extraordinario. La localidad nunca participaba en competencias deportivas importantes, a no ser los juegos organizados dentro de sus límites, como el torneo de backgammon para ancianos, las pulsadas para los más fuertes, las carreras de saco con una cuchara y un huevo en la boca, y la clásica competencia de lanzamiento de tortas en el rostro, heredada de las comedias mudas. Los tortazos se organizaban en carnaval, pero desde la llegada de La República esta última competencia fue prohibida por considerársela un deporte sin fundamento. Igualmente, fue prohibido el carnaval, por representar una celebración baladí, sin valores morales ni patrios.
El rasgo más adverso de Turén del Este, según sus propios conciudadanos, es la predominancia genética de la fealdad en el sexo femenino. Históricamente, las turenses de ese lado del río han sido consideradas las mujeres más espantosas de toda la geografía circundante. A pesar de esta adversidad, la mayoría de los hombres se acostumbró a convivir con sus paisanas; solo algunos, los más inconformes, se daban a la tarea de buscar mujeres en poblados vecinos, pero hasta eso prohibió La República, que declaró que por respeto, apoyo y amor a la soberanía de Turén del Este los hombres y las mujeres se encuentran en la obligación de cortejarse, emparentarse, aparearse y reproducirse entre ellos mismos. Todo aquel que fuera descubierto cruzando la frontera en busca de extranjeras sería amonestado y sometido al escarnio público, y obligado a casarse con la mujer más horrible de toda la región. Así estaban las cosas cuando Román Casamayor decidió hacer caso omiso de la prohibición y se empeñó en hallar una mujer agraciada para casarse con ella. En sus ratos libres ideaba la manera de trasladarse hasta el oeste y lograr su objetivo.
Después de la división, el oeste era el lugar adonde habían sido deportadas las modelos, actrices y aquellas mujeres que desempeñaban oficios considerados frívolos, alienados, impúdicos e intrascendentes. Román Casamayor nunca olvidará el día de la deportación masiva, operación llamada «A echar la basura fuera de casa».
Las pocas mujeres atractivas de Turén del Este hacían fila para embarcar la chalana en la que cruzarían el río. Se les permitió llevarse consigo sus tacones, lentejuelas, su glamour y también su equipo de asistencia: peluqueros, maquillistas, diseñadores y el resto de sujetos liados entre laca y plumas. Las modelos caminaban hacia la embarcación con el mismo encanto de las pasarelas, algunas intentaron dar discursos de despedida, pero rápidamente fueron repelidas por las fuerzas de seguridad; al final se tuvieron que conformar con soltar algunas lágrimas y unos entrecortados los quiero, Turén.
El inconforme Casamayor ya estaba harto de las chicas con el cabello cortado al rape —una vez que echaron a todos los peluqueros, se impuso el corte militar para hombres y mujeres por igual— y de las jóvenes devotas de La República —cuyo máximo sueño era casarse con un guardia oficial de los excrementos solidificados del padre de la patria. Esa figura del padre de la patria no existía antes de los cambios políticos, fue impuesta por la necesidad de crear un sentimiento heroico de pertenencia; así que los miembros del Ministerio de Propaganda y Recordación Nacional mitificaron los desechos fecales encontrados en el denominado Paso de la Neblina, donde murió Joe, el labriego que fundó la primera casa de Turén.
Según cuenta la leyenda, el labriego se hizo pupú encima y murió de una borrachera mientras cruzaba aquel lugar. Su cuerpo se descompuso expuesto a la intemperie, pero su caca quedó intacta, y una vez hallados cuerpo y caca esta última fue rescatada por la familia, que la resguardó en una vasija de barro y desde entonces la mantuvo en la vieja casa del labriego, una morada protegida por un techo de tejas, derruida por el tiempo, la desidia, el frío y las palomas.
El nuevo gobierno se dio a la tarea de rescatar los restos simbólicos de Joe, ponerlos en una urna transparente de cristal y consagrarlos bajo vigilancia perpetúa en la Capilla Ardiente del Salón de los Héroes. Y desde entonces inició una campaña informativa con la que se buscaba desmentir las causas de la muerte del agricultor y sustituirla por una muerte más épica, argumentando que murió en la batalla final contra el principal enemigo vecino (ahora Turén del Oeste), cuyo ejército pretendía aniquilar lo que él había construido. Antes de morir, Joe logró vencer a los invasores golpeándolos y matándolos a todos con la quijada de su burra Alfonsina.
Según la leyenda forjada por La República, Joe únicamente se valió de la quijada seca de ese animal —que había puesto a serenar durante una semana santa completa para que Dios la bendijera y le diera poderes guerreros— porque en sueños anteriores un ángel le había advertido acerca de la inminente invasión del enclave vecino. Ni una astilla sobrevivió de la tal quijada, solo referencias mitológicas que La República inventó y aprovechó para izar una bandera representativa del poder de su territorio: un trozo de tela verde con un maxilar en el centro, rompiendo el cráneo enemigo. ¡Oh, heroica patria del Este!
A muchos no les convencía esta historia; algunos la asociaban con un cuento viejo de la Biblia, pero como no eran muy cristianos, mucho menos grandes lectores, y tampoco querían meterse en problemas, se quedaban callados. Román Casamayor era uno de los descreídos, pero no se oponía a adornar su camioneta el día del gran desfile, fecha en que el Ministerio de Festividades Patrias y Heroicas organizaba una vistosa parada cívico—militar para celebrar el día de la independencia de Turén. En el desfile se paseaba por las principales calles de la ciudad la urna de cristal con los restos fecales de Joe.
Román, al igual que muchos de sus paisanos, soportaba todos los disparates de La República con resignación, pero lo que se le hacía insoportable siquiera pensar era la idea de tener que casarse con una de las horribles lugareñas. Y lo peor era que Román tenía el tiempo en contra, pues el gobierno había prohibido la soltería pasada la treintena y también controlaba la reproducción de la especie restringiéndola a determinadas edades, dentro de las cuales se lograba procrear hijos fuertes y sanos, según los estudios hechos en los laboratorios del Ministerio de Reproducción Patriótica.
Román Casamayor sabía que se acercaba su hora y que si no quería verse envuelto en un matrimonio decidido por un juez del Ministerio del Amor y otros Asuntos Familiares tenía que actuar; necesitaba encontrar una mujer extranjera lo más pronto posible. Para hacerlo ideó un plan, y para llevarlo a cabo arriesgó todo el dinero reunido en años de trabajo. Dinero verde, del que existía antes de la llegada de la República y de sus cambios de moneda —la nueva moneda llevaba acuñado el rostro del labriego Joe y por el reverso brillaba la quijada de la burra Alfonsina.
Gracias a que el antiguo dinero era mucho más apreciado por los turenses, por tener un valor real en el mercado negro y en el extranjero, Román Casamayor pudo emprender su propósito con mayor facilidad. Con su camioneta se dirigió en la madrugada a la frontera, se desvió por los caminos verdes, la escondió entre la maleza, en moneda antigua pagó el traslado a los costosos chalaneros —que ilegalmente y a todo riesgo transportaban gente, alimentos y encomiendas de ambos lados— chantajeó a reclutas mal remunerados para que se hicieran la vista gorda. La patria a veces no alcanza para todo, amigos ―les decía al ponerles un par de billetes en los bolsillos. Y una vez del otro lado de la frontera, una buena parte de sus ahorros fue a dar a una familia muy pobre, que a cambio le concedió a la mayor de sus hijas. Bajo estas condiciones de compra–venta se llevó a Masiel, una muchacha lo suficientemente desafortunada como para aceptar irse a vivir con un desconocido a la otra Turén, el lugar con el que asustan a los niños en su ciudad (si te portas mal te vamos a llevar al este; si no te tomas la sopa, te voy a mandar al ejército infantil de Turén del Este; en el este los niños no tienen juguetes). Efectivamente, Turén del Este era el fantasma de sus vecinos.
Casamayor partió con Masiel de regreso, deteniéndose en la casita azul, un antiquísimo prostíbulo ubicado en la frontera, el burdel que ni los más radicales ideólogos de La República pudieron destruir. En la casita azul contrató a varias mujeres para que los acompañaran. El intrépido Román Casamayor se las jugó todas: sabía que la guardia fronteriza estaba formada casi en su totalidad por adolescentes inexpertos, cuyas mayores aventuras sexuales se restringían al acto de espiar por las rendijas a sus hermanas, primas y vecinas en las habitaciones y los baños; los guardias más adultos pasaban demasiado tiempo en soledad y ayuno sexual. Jugaría con esa carencia a su favor.
Cuando arribó al puesto de control, la guardia se desarticuló al descubrir el grupo de mujeres que Casamayor llevaba consigo. El batallón de pechos pudo más que las armas y el discurso ideológico de La República. El intrépido dejó a las prostitutas para que entretuvieran a los soldados, que excitados y alegres le permitieron continuar su camino.
Todo iba tal como lo había previsto; sin embargo, los planes se le vinieron abajo cuando uno de los reclutas lo acusó después de dejarlo pasar. El recluta estaba resentido por la impotencia que sufrió cuando intentaba intimar con una de las mujeres. Avergonzado y enfurecido ante el incontenible ataque de risa de la puta, que le agarraba el miembro flácido y pequeño y jugueteaba con él, como si se tratara de un ratoncito muerto, decidió delatar a Román Casamayor. Cuando Román entró a Turén del Este ya lo esperaba una comitiva disciplinaria que le apuntó en la cabeza con un rifle de tecnología soviética.
El juicio contra el infractor fue público y de asistencia masiva, con esta medida el Ministerio de la Moral y el Escarmiento Social pretendía sentar un precedente y atemorizar al resto de los ciudadanos para que no atentaran contra las prohibiciones y ordenanzas.
A Masiel se la deportó al oeste sin represalia alguna; a pesar de que en principio Turén del Este se planteó declararse estado vulnerado por el extranjero, la queja no pasó de un disgusto interno, pues el Ministerio de la Defensa Soberana no estaba preparado para un eventual enfrentamiento militar contra el enemigo; sus armas más potentes eran unas viejas catapultas heredadas de la época en que se quemaban brujas en Turén y se lanzaba los cuerpos demoníacos hacia el bosque.
Como castigo contra el infractor, el tribunal disciplinario convocó a las solteras más feas del pueblo y escogió a Mila, sin duda la peor del grupo. Y en oficio civil a puerta abierta se unió a la pareja. No podía haber matrimonio religioso, pues la iglesia había sido proscrita por el Ministerio del Ateísmo Necesario. Desde entonces, los clérigos más arriesgados se habían visto en la obligación de salvar almas en la clandestinidad, el resto dejó todo en manos de Dios.
Esa noche, los recién casados debieron dormir en la habitación de la jefatura, habilitada para su luna de miel. Si Román Casamayor jugaba con la posibilidad de ni siquiera tocar a su esposa, estaba equivocado: dentro de las medidas de supervisión se contaba la constante vigilia de un soldado que sería el encargado de pasar los informes de la consumación matrimonial.
Antes de continuar los pormenores de la unión matrimonial debería hablarles de Mila, y eso haré. Mila es hija de Milos Stojkovic, un serbio que había vivido en el pueblo desde mucho antes de la fundación de La República. El marinero serbio llegó a Turén empujado por el azar y una descomunal borrachera que lo había puesto a dormir en altamar. Bañado en vómito y en whisky no se dio cuenta de cuándo comenzó a navegar en agua dulce. Ya cansado de tanto viaje, y sin ánimo de continuar, se estableció allí. De sus tiempos de marinero le quedó un fuerte olor a salitre curtido en la piel y la ausencia de varios dientes como consecuencia de un feroz escorbuto. En la nueva tierra se juntó con la primera mujer que se dignó a mirarlo; se llamaba Helga y era jorobada, por lo que nunca se dejaba ver completamente desnuda.
Mila heredó el cuerpo grande del padre, su cabello rubio cobrizo y una desagradable tendencia al eructo. De la madre sacó los labios gruesos y ese tic nervioso que le contrae el rostro cuando se molesta. Gracias a su fealdad, Mila encontró empleo en el Ministerio de Propaganda y Labor Patria. Su trabajo consistía en hacer de coco y meter miedo a los niños. A la muchacha le tocaba asustar a quienes se negaban a oír los programas oficiales dirigidos al público infantil. Si no escuchas Radio República, en la frecuencia patriota, te va a salir Mila, —atemorizaban las madres fanáticas a los pequeños más reacios a escuchar las canciones infantiles, cuyas letras estaban compuestas de hazañas hiperbólicas del labriego Joe cuando era niño, y de epopeyas con moraleja en las que todo infante estaba en la obligación de ser guardián del futuro de Turén del Este.
Además, el rostro de Mila servía para obligarlos a tomar la sopa «superportentosa», un compuesto de leche y vísceras de animal elaborado para criar al hombre fuerte y aguerrido del porvenir. «La sopa del hombre nuevo», rezaba la etiqueta impuesta por el Ministerio de Nutrición Patria para el Hombre Nuevo, organismo que también se encargaba de las campañas alimenticias en las escuelas. Cada tanto, varios oficiales altos y enérgicos visitaban las aulas para promocionar el alimento que haría a los niños poderosos y libres. Los uniformados se paraban en las tarimas de los jardines de infancia y representaban una obra teatral donde mostraban sus puños y pectorales, y recitaban parte de la canción que decía: Hey, tú, chiquillo enclenque, ¿quieres ser tan grande y fuerte como yo? Ante la respuesta de los alumnos boquiabiertos, el actor militar sonreía como un héroe de comiquita y exclamaba: Cómete la sopa superportentosa y se llevaba a la boca una cucharada del pastoso alimento; en ese momento caía el telón. De este modo los niños no podían ver cómo el militar escupía la sopa con repugnancia. Ante el patético acto, algunos aplaudían y coreaban emocionados, pero muchos otros se fastidiaban y tantos más se desmigajaban en llanto y berridos. Era en ese momento cuando debía aparecer uno de sus miedos: Mila, y en el fondo se escuchaba la voz del soldado alertando sobre las consecuencias de no tomar el potaje: Deformidad, fealdad, taruguez. Mila, ¡oh, mujer fea y desgraciada!
Otras de las tareas diarias de la desafortunada consistía en asistir a los centros de vacunación infantil para asustar a los que se negaban a dejarse inyectar las polivitamínicas que reforzarían sus defensas contra agentes externos como el «consumismo» y el «individualismo» (ismos que, según los científicos del Ministerio de la Salud Patriota de La República, estaban constituidos por gérmenes aéreos creados y explotados desde los laboratorios del capitalismo para enfermar a la humanidad y, de este modo, poder dominarla fácilmente).
Cuando a Román Casamayor lo obligaron a casarse con Mila sufrió una fuerte depresión que lo mantuvo borracho y de mal humor los primeros días de convivencia; eso decían los informes que el vigilante llevaba a la Oficina de Control Marital. Román aseguraba ser el hombre más infeliz de todo el lugar. El centinela no permitió llevar a cabo la exigencia que Román le había impuesto a su mujer: ella debía ponerse una bolsa de papel sobre la cabeza para no avergonzarlo en público. Casamayor solo logró convencerlo de que la mujer usara una máscara de princesa mientras tuvieran sexo. Lo que no sabía el marido amargado era que, desde muy joven, Mila había aprendido que las feas tienen que esforzarse más para destacarse y lograr sus objetivos. Helga, la madre, se lo repetía siempre mientras la peinaba frente al espejo: eres fea y el mundo no perdona la fealdad. Debes ser fuerte y astuta. Al principio a la niña le bajaban los chorritos de lágrimas cada vez que se miraba al espejo, pero después se acostumbró a su cara de coñazo genético y se hizo laboriosa, suspicaz y valiente. Y cuando entendió que ningún hombre sano y normal se fijaría en ella, se dedicó a aprender las más atrevidas técnicas sexuales para satisfacerse a sí misma. Estos hábitos la hicieron bastante desprejuiciada y sirvieron para sacar al marido de su amarga embriaguez.
Así, mientras Turén dormía, Mila Stojkovic se afanaba para que Román gozara como nunca en su vida. Tan bien hizo el trabajo que pronto su renovado y ahora feliz marido le quitó la máscara de princesa y le dio el primer beso de toda su desgraciada vida. El beso le despertó un placer que antes no había sentido, y su memoria descorrió la cortina para mostrarle las imágenes del pasado besándose a sí misma en el espejo, besando a muñecos, a gatos que inmediatamente la arañaban. Mila Stojkovic, la mujer más fea de Turén del Este, por fin fue besada.
Gracias al buen sexo, el matrimonio estaba consumado y era venturoso, de forma que la presencia del guardia ya no era necesaria; sin embargo, el custodio, después de presenciar los fogonazos entre la pareja, se animó a quedarse y pedirle a sus vigilados que lo integraran en sus juegos. Como Mila nunca ha sido egoísta, dijo que no tenía ningún problema, que podía compartir, pero Román Casamayor no estuvo de acuerdo y echó al centinela, quien se negó a retirarse y se convirtió en una presencia muy molesta: trataba de extorsionarlos con negarse a firmar el papel como testigo de la consumación matrimonial.
En vista del chantaje, los esposos decidieron acudir a las propias oficinas del Control Marital para certificar su unión. Para resolver el caso, los funcionarios les impusieron una audiencia especial. La medida consistía en la instalación de cámaras televisivas en su casa para grabarlos las 24 horas del día. Las imágenes serían transmitidas en vivo a los televidentes y, de este modo, la Oficina de Control Marital y Turén del Este en pleno comprobarían la salud del matrimonio.
La proyección del reality familiar alcanzó niveles de audiencia nunca vistos —sobre todo desde que La República prohibió las telenovelas. Todo el pueblo estaba atento a los pormenores de la vida de los Casamayor−Stojkovic, quienes repentinamente se convirtieron en celebridades acosadas por mirones. Aunque la farándula y la frivolidad habían sido vetadas, los turenses no podían evitar emocionarse y pedirle autógrafos a la pareja cuando se la topaban en la calle. Y más de una esposa desestimada por el cónyuge comenzó a emplear las técnicas amorosas de Mila para hacer renacer la pasión, aprovechando las escenas eróticas que de forma velada transmitían en el programa.
El clímax del programa más visto en la historia de Turén del Este se alcanzó cuando Mila iba a dar a luz al primer hijo. De puertas adentro, algunos televidentes opinaban que una mujer tan horrible no debería procrear; otros creían que el bebé podría sacar los ojos del padre; más de uno pensaba que los feos también tienen derecho a su propia familia. Cuando faltaba poco tiempo para el alumbramiento, La República, por medio del Ministerio de Sana Recreación y Felicidad Familiar, organizó una convocatoria para buscarle nombre al primogénito. Toda Turén del Este acudió al llamado, y poco importó el deseo de Román Casamayor de que su hijo llevara el nombre del abuelo: Román Casamayor; y de ser hembra que se llamara como la abuela materna: Lulú Isadora.
A pesar del éxito de la convocatoria, los comisarios de La República desestimaron las propuestas que llegaron a sus oficinas, y fueron ellos los verdaderos encargados de bautizar al futuro bebé, el considerado hombre nuevo, nacido dentro de la consolidación de su proyecto político. Se llamaría Alberto El Grande y, si era niña, Patria Santa. Román Casamayor rabiaba entre dientes su molestia ante lo que consideraba una arbitrariedad y un gusto horrendo, pero nada podía hacer, La República había decidido.
El día del parto llegó, pero nadie en Turén del Este estaba preparado para enfrentar y asumir el nacimiento del hombre nuevo: un ser hermafrodita, ni siquiera sus padres, los primeros sorprendidos cuando vieron salir, mojado y sanguinolento, a un niño con algo extraño entre las piernas. Toda la comarca lo vio por las pantallas, era el nacimiento más esperado de la temporada. La enfermera, sin percatarse de lo que parecía una anomalía, lo mostró a la cámara con la cabeza colgada hacia abajo, como un pez recién pescado. En los hogares de la franja del este y en los lugares públicos, donde se habían dispuesto pantallas gigantes para mostrar el nacimiento, se escuchaba las exclamaciones de asombro y pavor religioso. Los censores de La República, apenas se dieron cuenta de la singularidad, ordenaron el corte de la transmisión.
Sin previo aviso, La República canceló Los Casamayor-Stojkovic. De la noche a la mañana la familia desapareció, no solo de los aparatos radioeléctricos, sino también de las calles. La información sobre la suerte de la familia fue manejada como secreto de Estado. A nadie se le informó del paradero de los padres y del bebé. Algunos datos se infiltraron y otros fueron inventados por la comunidad. Muchos mantenían que tanto hijo como padres fueron expatriados por el delito de sabotaje posnatal. Era de esperarse, La República no aceptaba que el hombre nuevo fuera un sujeto ambiguo. El hombre nuevo estaba en la obligación, ética y moral, de estar bien definido heterosexualmente. Para La República, este niño-niña atentaba contra su concepción de mundo. El hombre nuevo debía tener los cojones bien puestos.
Los más fatalistas y escabrosos consideraban muy probable el hecho de que la familia había sido pasada por las armas, y los más dados a la ciencia ficción y a las ciencias ocultas opinaban que el pequeño hombre nuevo fue conservado en un laboratorio científico para próximos planes de expansión mundial de la doctrina republicana. Todo se comentaba en secreto, porque La República había prohibido hablar del tema y para desviar la atención anunció su decisión de crear el programa de explotación de energía nuclear con fines pacíficos.
Fue así como la comunidad turense se puso a hablar de los beneficios y calamidades de la energía nuclear y pronto dejó de nombrar a los Casamayor-Stojkovic. Mejor para ellos, quienes fueron expatriados a Turén del Oeste una madrugada en que la guardia oficial redobló la vigilancia sobre el territorio.
Al otro lado del río, Mila, Román y Al Pachino (nombre definitivo y mal escrito del niño, escogido por Mila, admiradora del actor desde la época en que La República no había prohibido el cine hollywoodense) convivieron de forma discreta y aparentemente feliz, dentro de lo que cabe. Por razones de seguridad cambiaron sus identidades, al menos los padres, y se fueron habituando otra vez a un mundo que gira en redondo y cuyos almanaques marcan los días que vienen, no los días que fueron; un mundo donde los héroes patrios están enterrados en mausoleos y no se intenta revivirlos más allá de las celebraciones natalicias. Los desterrados pronto sintieron la liviandad de la irresponsabilidad histórica, mientras del otro lado del río se escuchaba el toque de diana para reescribir la verdadera y sagrada historia patria de la noble casta de Turén del Este.
Del libro El cuarto del loco (Barco de Piedra, 2014)