Cuentos
Todos los cuentos publicados
Buscar
Todos los cuentos publicados
Capítulos de novelas disponibles
Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar
Pronto el alimento de los animales también escaseó y no existieron más opciones; no hubo maíz, no hubo alpiste, el pasto se secaba y en su lugar solo había barro agrietado, el arroz era un lujo impensable.
Las vacas enflaquecieron, toros y caballos fueron sacrificados, los pollos eran cazados por igual entre perros, hombres y ratas.
El instinto de supervivencia volvió violentos a los cerdos, quienes eran casi imposibles de atrapar incluso para los compatriotas que se alzaron, hambrientos de todo, a las tierras solas que un día les pertenecieron a los modern caudillos, a los hijos del revolucionario.
El país rojo se quedó en negro. El país feliz se volvió guerra.
Los que quedan no recuerdan la voz de sus familiares, les resuenan números telefónicos que no saben a quién pertenecen. Se alimentan con carnes podridas recocidas y frutos oxidados, la mayoría no tiene a nadie que le evite hurgar en los cestos de basura de restaurantes que frecuentan quienes nos desfalcaron el futuro.
Otros, como los morochos García, murieron de tristeza.
Vieron a sus nietos irse, vieron apagarse los ojos de sus perros, vieron morir a sus amigos. Alimentar una boca más en cualquier hogar se volvió impagable y cada uno, por primera vez en toda su vida, debió ir por su lado. Murieron no sin antes padecer el hambre y contar los granos de trigo en cada bolsa vacía. No sin antes sucumbir a la locura, a los murmullos, a los gritos, a los rezos, a las heces.
Elías murió primero. Las noticias decían que en la ciudad hubo más de trescientas personas en urgencias por el consumo de agua no apta y él fue uno de ellos. En la clínica no había suero, tampoco antidiarreico; una vez dado el diagnóstico y sin nada que pudieran hacer por él, los médicos le dieron de alta. En casa terminó por deshidratarse. Murió.
Nadie tuvo el coraje de contarle el final de su morocho a Miguel, pero dicen que en su cuarto se escuchaban conversaciones que se terminaban abruptamente con la llegada de otros y entonces lloraba, lloraba y exigía irse con su hermano y así fue. Exactamente un mes después se fue con él, con Elías. Elías era tu bisabuelo. El padre de mi madre.
Cuando supimos de su muerte lloramos en silencio, primero cada una en su lugar y luego abrazadas, sin saber qué decir o sin tener nada que decir porque qué se dice ante tanto despojo. Qué palabras de consuelo le puede brindar una hija a su madre. Cómo la contiene. Las llamadas rompieron el silencio y se levantó a coordinar su funeral. Nos sorprendimos no entendiendo el valor de nuestra moneda. No entendiendo la diferencia entre bolívares fuertes o soberanos, no teniendo idea de cómo lucen las denominaciones que nos dictaba el encargado de la funeraria desde el otro lado del teléfono. En un escenario como ese solo queda confiar en el otro, en su palabra, en su trabajo y el valor que tiene, respetar el costo que tenga otorgar una muerte digna desde el fin del continente.
Hablamos poco de la ingenuidad que hay en irse.
Marchamos pensando que volveremos, que nuestras casas seguirán de pie, que nuestros libros se mantendrán exactos, impolutos, pacientes, que la gente que queremos seguirá con nosotros, cerca de alguna manera. Nunca pensamos que el frío de la muerte tomaría a los nuestros apenas volteáramos ni que las tumbas de quienes amamos quedarían borradas por el polvo.
A pesar de las sospechas, los “hasta pronto” nunca se constituyen como un adiós. Nuestro animal alcanza a entender que oler por última vez es importante, que el abrazo debe ser largo, que nuestra mano debe alcanzar la nuca, que la inhalación debe darse en ese espacio entre el cuello y la oreja, que debe ser fuerte, prolongada, que debe alcanzar para siempre, pero nuestra necesidad comunicativa nos exige pronunciar despedidas reales, acordes, honestas, que no alcanzamos a tener porque las palabras siempre se acomodan para disimular, para rodear, para abrir en lugar de cerrar.
Cuando nos fuimos del país solo le dije hasta pronto y le hice una última fotografía en primerísimo primer plano.
Hoy me hubiese gustado mirarlo a los ojos y decirle adiós y saber y que él supiera. No pude despedirme y enfermó y murió un primero de marzo. No lo vestí. No lo enterré. No metí en su sepulcro su wéstern favorito y sé que nadie más lo hizo. No le llevé ni le llevo flores. La única manera que tuve de despedirme de mi abuelo, lo único que pude hacer, fue recitarle desde lejos un poema de Gerbasi mientras la noche cubría el cielo:
Venimos de la noche y hacia la noche vamos. Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores, donde vive el almendro, el niño y el leopardo. Atrás quedan los días, con lagos, nieves, renos, con volcanes adustos, con selvas hechizadas donde moran las sombras azules del espanto. Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses, solos en la tristeza de lejanas estrellas.
Atrás quedan las glorias como antorchas que apagan ráfagas seculares.
Atrás quedan las puertas quejándose en el viento. Atrás queda la angustia con espejos celestes.
Atrás el tiempo queda como drama en el hombre: engendrador de vida, engendrador de muerte.
El tiempo que levanta y desgasta columnas, y murmura en las olas milenarias del mar. Atrás queda la luz bañando las montañas, los parques de los niños y los blancos altares.
Pero también la noche con ciudades dolientes, la noche cotidiana, la que no es noche aún, sino descanso breve que tiembla en las luciérnagas o pasa por las almas con golpes de agonía.
La noche que desciende de nuevo hacia la luz, despertando las flores en valles taciturnos, refrescando el regazo del agua en las montañas, lanzando los caballos hacia azules riberas, mientras la eternidad, entre luces de oro, avanza silenciosa por prados siderales.
Desde entonces no hago ni acepto llamadas. No puedo. Mi teléfono siempre en silencio es mi correo postal, ahí leo siempre a destiempo saludos o solicitudes, reclamos por mi comportamiento absurdo y también el silencio de quienes se cansaron de esperar un mensaje de mi parte. La comunicación en el exilio es una danza difícil a la que no pude tomarle el paso. Pienso en ellos todos los días, los imagino sonriendo o caminando envueltos en un aura o halo en que los envuelvo desde aquí, pero no puedo sostener una llamada. No puedo sostener el terror de no poder hacer nada por ninguna de las personas que amo, no poder ayudarles en su pobreza, o su enfermedad, o aliviar su soledad y la pantomima no me sirve, puedo escuchar sus muecas mientras mienten piadosamente y sé que pueden escuchar la mía, se nota el metal en la voz que habla y en el pesar de quien escucha que intentamos muy fallidamente no preocupar al otro con la dureza de la vida que nos tocó.
Imposibilitada como estoy para cualquier cosa que se esboce como una despedida real decidí probar lo contrario, asegurar su permanencia, confiar en la imagen, traerlo hasta nosotros. Esa es la historia detrás de la pintura colgada en nuestra sala; llegó a casa un 23 de diciembre a las seis de la tarde, ahora estamos juntos, me gusta pensar que estaremos bien.
Pese a todo la vida sigue y nosotros los idos, los hundidos, los caminantes, apostamos a una esperanza alucinante, disparatada.
La esperanza de los que no tenemos nada es infinita, decidimos creer que detrás de la sombra hay más luz y que es suficiente para todo aquel que la busque desmesuradamente.
Les contamos nuestra historia a nuestros hijos los días que creemos necesario hacerlo para que nuestra memoria perdure, a través de ustedes, para que aprendan a detectar a carroñeros y a desmenuzar discursos. Escribirla es mi regalo para tu futuro, todas las cosas que escribo tienen que ver contigo, son para ti.
Tus canciones de cuna, las mismas que lograban que te durmieras cuando los cólicos te dolían hasta el llanto y las mismas que te duermen ahora cuando tienes la energía del mismísimo sol, son razones. Todas ellas.
Cuando comencé a escribir estas líneas aún no rompías a llorar al preguntarme por qué estamos aquí, por qué tenemos que vivir así o cuándo vamos a volver.
Ahora lo haces.
Tu pensamiento es más rápido que mis manos y a pesar de que comencé a esbozar respuestas hace un tiempo, aún no las tengo tal y como quisiera dártelas. No sé cómo hacerlo cuando todavía estoy dentro de esto que se mueve, pudiendo decir solo el vaivén. Entonces escribo, recuerdo, hablo, registro, con la esperanza puesta en que en algún momento esto sea una respuesta digna de ti.
No sé cómo, la verdad, cuando todavía todo es tan violento y tan veloz y me pregunto si algún día se sale de aquí. Si en un punto el corazón baja por la garganta y vuelve a su lugar, si el estómago se descontrae, las piernas se relajan, si dejamos de esperar llamadas con la voz de la muerte anunciando que se llevan a quienes amamos, sin permitirnos verlos una vez más.
Y compramos velas, las encendemos porque descubrimos que lo único que podemos hacer para aliviar nuestra propia alma es rezar por quienes se nos fueron; cada quien reza según su religión, pero todos lo hacemos sin falta, con esmero, con los ojos cerrados y la cabeza inclinada, con cera dentro de las uñas o pegada en la comisura de los dedos. Guardamos velas en los lugares más absurdos de la casa porque lo único que podemos hacer es recordarlos, enviarles luz.
(…)
Meses después, ya muchos se habían ido. En ese momento irse era una cuestión de gente con recursos, era una cosa que hacía la clase media-alta y que empezábamos a pensar los de la media a secas. Para bien o para mal, en nuestro país las familias se pasean por todos los estratos sociales y eso jugó y juega a nuestro, estaba en la redacción cuando tu abuela me llamó:
—Hola, hija, logré vender algunas de las cosas: el comedor, el refrigerador, los muebles y las camas, me alcanza para un pasaje, lo hice para irme con tu hermana, pero ahora entiendo que no sabré si en verdad podré sacarte una vez que esté afuera y quería preguntarte…
¿Quieres irte?
—¿Cuánto tiempo tengo para decidirlo?
—Necesito saber hoy, los pasajes están baratos.
—Está bien. Dame un momento.
Ahora que lo recuerdo, esa fue la primera vez que sentí la mano del vértigo apretando mi estómago dentro de su puño y jalarlo con fuerza hacia adentro, hasta una dimensión de mi cuerpo que desconocía hasta ese momento. Fui hasta el baño y me lavé las manos con ahínco, con rabia, con tristeza, con abundante agua y jabón, luego los brazos y la cara, como si con eso pudiese limpiar la culpa de pensar en dejar de denunciar, de dejar de escribir sobre los niños que morían a diario de hambre y de mengua, de dar la pelea desde mi lugar, el único lugar que he tenido en el mundo, el periodismo. En este mundo vasto y brutal que a veces, a algunas personas con suerte, nos ofrece algo durante un tiempo.
Estaba en el mejor momento de mi carrera. Escribía en el diario en el que había querido escribir desde que tengo uso de memoria, y estabas tú, y lo que yo quisiera o no hacer con mi vida ya no tenía demasiada cabida.
Es gracioso e impresionante cómo los hijos reordenan todo a su alrededor solo con su llegada, sin exigirlo, únicamente con su existir. Toda mi vida me preparé para ocupar el puesto que había estado ocupando hacía apenas un año y ahora lo dejaba con el dolor y la seguridad de saber que estaba haciendo lo que debía. Con esperanza de darte una vida en la que pudieses bañarte, tomar la fórmula adecuada para tus alergias y tu hambre, porque en esos días ya comíamos poco y mal y de mi pecho brotaba cada vez menos leche, cada vez menos dulce, y tú llorabas de hambre y yo lloraba contigo hasta que encontrábamos alguna zanahoria y hacíamos ese colado que tanto te dio o sucedía un milagro, como ese día cuando de salida del trabajo vi una torre de peras en venta en una esquina.
Hacía meses, quizás años, que no veía una. Pensé en ti. Ya tenías un año y nunca habías olido una pera, probado una pera, nunca habías mordido una pera, nunca su jugo generoso había resbalado de tu boca.
Me detuve a secas, sin tener idea de cuánto podía costar una, le pregunté entonces al vendedor, recuerdo que ante la respuesta no hubo sorpresa, solo resignación. Conté el dinero que tenía encima, se lo di todo y negocié.
La pera era nuestra.
No puedo recordar el monto, pero sí la sensación de quedarse sin nada en contraposición a la felicidad de darse un lujo como ese en un momento así. La textura no te pareció muy agradable, pero la oliste y de inmediato le clavaste la encía y tus dos minúsculos dientes delanteros, la devoraste en cosa de minutos y todo tú fuiste pera, tus pestañas, tu pelo, tus piernas, tus piecitos, tu cuello. Nosotros reímos contigo y aplaudimos de felicidad.
Después, sola en la cocina, me comí la cáscara.
Cuando se dice “mi vida estuvo en peligro”, el otro espera pistolas en la cabeza, torturas, persecuciones que acaban en accidentes mortales. Pero algunas personas saben que la muerte se sabe posar de múltiples formas milenarias: el desnutrido siente sobre sí un aliento, una sombra que espera con paciencia y apetito, así también el vigilado vive y duerme a sabiendas de que dentro de ese carro de vidrios negros que permanece día y noche fuera de su casa o su trabajo hay ojos que miran atentos, parpadeantes, imagina ansiedades, salivaciones, gestos, dientes que suenan, expectaciones. Sabe que con solo un mensaje la tensión puede cortarse. Sabe que ese mensaje puede contener una palabra, o dos o más y que puede llevar su nombre, o peor aún, el de sus hijos.
Yo lo sabía.
Yo lo sabía y necesitaba ofrecerte otra vida, una de frutas posibles, una en la que mantenerte respirando no dependiera de la caridad, una en que los militares no nos esperaran a la salida del diario ni vigilaran día y noche la casa en la que intentabas crecer.
Volví a mi puesto, disqué su teléfono:
—Sí. Sí. Gracias, mamá. ¿Cómo lo hacemos?
—Ven de salida al trabajo y los compramos.
—¿Con destino a?
—Chile. Hablé con tu tía, puede recibirlos.
Colgué. Recuerdo esa certeza de estar dejando ahí mi carrera pero salvándote. Me puse de pie y de pronto las paredes eran más blancas, la luz que entraba desde los ventanales rebotaba más fuerte.
Ninguno de ellos supo que me estaba despidiendo, pero ese día los vi más, mejor, escuché las bromas entre ellos, me reí, abracé a Jesús, le llevé un café a Chavela, le pregunté a Andrés por sus muñecos de colección, me quedé mirando a Useche negociar más espacio, más páginas, me senté con Caro, Vanessa, Viviana y Mariajosé, que hablaban de los planes y la vida como algo lejano.
Sé que estos nombres no te dicen nada ahora y dudo que en algún momento te digan algo, estamos todos desperdigados por el mundo, demasiado ocupados sobreviviendo como para conversar una vez más, pero los escribo para no olvidarlos y para no olvidarme, para mantener en tu memoria y la mía ese día, ese espacio, esas personas.
Caminé lento y, sin embargo, me pareció llegar sin pasar mucho tiempo. Mamá y la vecina ya estaban sentadas en el computador intentando reservar, porque en esos días los pasajes se agotaban en segundos y lo único que alcanzaba a imaginar era esa misma escena en miles de hogares. Miles de familias vendiéndolo todo sin ninguna garantía, con la mirada puesta en mantenerse vivos de algún modo. De pronto aparecieron pasajes para el 28 de octubre de 2016. Mamá pronunció la fecha en voz alta, me miró, yo asentí, ellas se encargaron.
De la edición de Seix Barral, 2024