Cuentos
Todos los cuentos publicados
Buscar
Todos los cuentos publicados
Capítulos de novelas disponibles
Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar
Salí a estirar las piernas, a mirar el mundo. La calle estaba hecha un asopado. Me sentía como un fideo baboso. Me detuve en el kiosco de los periódicos, y revisé los titulares, las ofertas, las novedades. Si comprabas un número de la National Geographic, el último, te regalaban un CD-ROM interactivo con las expediciones más importantes del siglo XX, que incluían, por supuesto, los ascensos al Himalaya y las desventuras del Capitán Scott. Pregunté cuánto costaba ese número. El kioskero me advirtió, como para que no me hiciera muchas ilusiones, que ya no le quedaban más CD-ROM de las mejores expediciones. Pero para no desalentarme, el kioskero dijo: “Oiga, pero no se preocupe, aquí tengo el primer número de la revista Colócate ya, que le ayudará a encontrar empleo en un santiamén. Incluye un vale para ir a retirar una corbata gratis en Almacenes Carrión”. Se lo agradecí de veras, pues la verdad es que me hacía falta una corbata. Sé que a Evelyne le encantaría verme asistir con corbata a un concierto suyo. Seguí revisando las mercancías que el kioskero ofrecía a los viandantes. Miré la carátula de una revista muy curiosa. Dos asiáticos estaban suspendidos en el aire, cada uno con una raqueta de ping-pong en la mano. Parecía una escena de combate de alguna película de Bruce Lee. La revista se llamaba Ping-Pong Manía.
“Ah… con que le gusta el pinpón, no?”, me preguntó el kioskero. “Eh, bueno, sí, un poco”, le respondí. Entonces el kioskero metió su cabeza entre papeles y envoltorios, y sacó unas raquetas de ping-pong. Me dijo que si quería podíamos jugar a mediodía, después que él cerrara el kiosko. “Bueno, está bien”, le respondí. Pero la verdad es que no me entusiasmaba demasiado la idea de jugar ping-pong con un viejo barrigón que vendía periódicos. De todas formas, pensé, no estaría nada mal tener un amigo kioskero, que es un oficio tan respetado en cualquier barrio, y sobre todo los fines de semana, cuando los inquilinos salen desesperados por un barra de pan y un periódico. Hay personas para las que incluso un domingo no es nada si no tienen a la mano el periódico con su revista dominical encartada y los anuncios de los podólogos y los obituariuos y los chismes de farándula o las hazañas deportivas.
“Oye, ¿de dónde eres?”, me preguntó el kioskero antes de marcharme, luego de haber cerrado el trato con él. “Ah, pues… soy sudamericano”. “Ah, ya lo decía yo. Con ese acento…; pero no creas que soy uno de esos xenófobos que andan jodiéndole la vida a los inmigrantes, pues yo he sido troskista, para que lo sepas; además, es preferible que vengan ustedes, nuestros primos menores y pobres, a quienes enseñamos a leer hace ya tantos siglos, a que vengan los sucios moros o los chinos de mala madre…”. “Bueno, yo en realidad pienso que…”, iba a decirle. “Pues nada, monada, nos vemos aquí a las dos y media. ¿Vale?”, farfulló el viejo.
No ocultaré que me sentí conmovido por haber encontrado un amigo kioskero y troskista, las dos cosas con k, por cierto. Iríamos al parque La Tamarita, que está en uno de los barrios altos de la ciudad, pues en el nuestro no había parques con mesas de pin-pong, ni columpios, ni toboganes, ni césped. El parque de nuestro barrio era más bien un terreno baldío en el que los perros podían hacer sus necesidades a sus anchas y los ancianos escupían sin contemplación.
Parque La Tamarita, 2:55 p.m. Las muchachas del servicio doméstico salían del parque empujando cochecitos de bebés y bailando merengue. El kioskero las miraba con lascivia. Llegamos hasta las mesas de ping-pong. Había dos mesas; sobre una estaban sentados unos muchachos fumando porros; en la otra estaban unos chicos más pequeños, como de 6 ó 7 años, jugando ping-pong con una pelota de tenis. Todos parecían divertirse. Como dice Dumont, los jóvenes, mientras más jóvenes son, se divierten con muy poco.
Esperamos de pie hasta que una de las mesas se desocupara. Entonces hablamos del doble asesinato de la peluquera y de su amante. La prensa local daba mayor relevancia al «asesinato doble» que al suicidio de mi vecino. Le dije al kioskero que, a pesar de lo que se comentaba en el vecindario, yo creía que el presunto asesino, suicida y ex-vecino era un buen hombre que amaba a los elefantes. El kioskero soltó una tremenda carcajada y, señalándome con el dedo como si me estuviera acusando de una travesura, dijo que yo tenía un humor de los cojones. Me toqué por instinto mis partes pudendas, para ver si esto que decía el kioskero tan jocosamente era cierto. “Oye, chaval, bromas aparte, yo creo que al hombre se le pasó la mano. Con una buena paliza a su mujer, pero una paliza de verdad, de esas en la que las dejas rezando el rosario con los ojos para atrás, y con que le hubiese cortado las pelotas al hombre que se la estaba beneficiando, pues, hombre, con eso hubiese sido más que suficiente”. El kioskero comenzó a toser; de repente la cara se le infló, se puso rojo y los ojos se le empozaron.
Los chicos, a pesar de que nos habían visto allí, parados, con las raquetas en la mano, siguieron divirtiéndose como si nada. El kioskero se dirigió primero a la mesa en donde estaban los más grandes, pero luego se arrepintió y torció rumbo hacia la mesa de los más pequeños. Les dijo que ya tenían suficiente tiempo divirtiéndose, y que nos dejaran jugar. Los niños lo mandaron a la mierda, al ancianato, a vender periódicos, a lavar perros, a que se lo follara un pez. En fin, ya se sabe que los chicos de ahora no le guardan ni el más mínimo respeto a sus mayores; además, cuentan con una gran inventiva y un notable desparpajo. El kioskero bajó la cabeza por un rato, momento en el que un mal cálculo de los niños hizo que la pelota de tenis (con la que estaban jugando ping-pong) le golpeara en el centro de su calva. Y entonces se escucharon los insultos y las consignas más feroces que ninguno de esos infantes escuchó jamás. “Viles engendros, íncubos infectos, boñigas desalmadas, mamelucos, idos al infierno, idos al infierno, carroñas mal paridas, judas pútridos, peste de los tiempos, simios de Borneo”. Los chicos retrocedieron y, para protegerse, se juntaron como animalitos indefensos. El kioskero se dirigió hacia ellos, alzó su raqueta y comenzó a dar raquetazos sobre cada una de aquellas cabecitas. En el grupo de la otra mesa, el de los adolescentes que fumaban porros, se desternillaban de la risa, acaso imaginándose que el espectáculo que estaban presenciando era uno de los tan buscados efectos del hachís. Después de la paliza, los niños corrieron, despavoridos, como si hubiesen visto al demonio de Tasmania.
¡Por fin teníamos la mesa libre!
Dejé que el kioskero descargara su furia en el juego, ya que al parecer no le era suficiente con haber dejado las cabezas de los tres niños sembradas de chichones. Cada vez que ganaba un punto a su favor, daba brinquitos de alegría y giraba sobre sí mismo, alzando los brazos como un campeón de Wimbeldon. Yo me alegraba por él, pues he escuchado en alguna parte que a los viejos hay que brindarles apoyo y comprensión para que se sientan más integrados a nuestra sociedad.
Me dejé ganar. Pero no se lo puse nada fácil. Mis devoluciones le hicieron correr, caer, golpearse la barriga con la punta de las esquinas de la mesa, resollar, sudar, arrastrase por el suelo, maldecir. Llegó un momento en que temí por su salud, que por más troskista y kioskero que sea, la k nunca dura para siempre. No negaré que nos reímos un par de veces, que hubo momentos plenos de emoción deportiva, que hubo algún efluvio amistoso. Cuando terminó el último set, que él ganó en break time, el kioskero me abrazó efusivamente.
Salíamos del parque en busca de unas cervezas, pues la ocasión merecía un brindis: dos victorias en un día para el kioskero. Desde ese momento yo contaba con un nuevo amigo en el barrio.
A la salida del parque, nos cruzamos con los niños que habían sido víctimas de la reprimenda del kioskero. Pero no estaban solos; los acompañaban dos mujeres altas, fornidas, mulatas. Al verlas, y para suavizar la situación, les adelanté que me gustaba muchísimo el merengue dominicano. Incluso, mi intención cooperacionista llegó al extremo de bailar y tararear la canción «mami que será lo que tiene el negro», versión de Wilfrido Vargas. Las cuidadoras me miraron con desprecio, y enseguida les preguntaron a los niños quién había sido el agresor. Ellos señalaron, con sus deditos sucios y temblorosos, al kioskero. Lo que pasó después de la acusación fue lo más parecido a un linchamiento sin piedad y sin reparos en la edad, condición física o desarreglos prostáticos de la víctima. Con sus manos enormes, y armadas con las patinetas de los niños, las mujeres dominicanas zurraron al kioskero de tal forma y con tanto ensañamiento que no creo que ese pobre hombre hubiese recibido en su larga vida un castigo parecido. Los niños también aprovecharon para devolverle los raquetazos en la cabeza, e intentaron ensayar uno que otro escupitajo sobre el ya desvalorado rostro del kioskero.
Fui a buscar ayuda. Crucé la avenida y corrí hasta la otra acera. Le pedí a un agente de tránsito, que se enjugaba la frente con un pañuelo bajo el castaño reseco de la esquina, que por favor soplara su silbato, a ver si del otro lado de la avenida cesaba un poco la carnicería en la que estaba participando el kioskero. El agente, al ver que la solución que le proponía era mucho mejor que ir a aplacar la reyerta personalmente, sopló el silbato aplicadamente. Entonces las dominicanas dejaron en el suelo al kioskero y se marcharon, envalentonadas, con las manos entrelazadas a la de los hijos de sus empleadoras. Hasta la acera en donde me encontraba con el agente de tránsito llegaban los ayes y las imprecaciones del kioskero.
Después de socorrerlo, fuimos hasta el bar de la esquina para tomarnos las cervezas prometidas. Los camareros del local, que no habían sido ajenos a la trifulca, pues el local quedaba a pocos metros de la entrada del parque, auparon y vitorearon al kioskero cuando nos vieron entrar. El malogrado alzó la mano como señal de victoria, a pesar de todas las calamidades. Enseguida nos sirvieron sendas cervezas en copas especiales. Lo raro es que las cervezas también estaban tibias.
Recibí una postal de Delft. La primera señal que me llegaba de Evelyne desde que se había ido. Era una reproducción de Vermeer. Una mujer que está bordando frente a la ventana. Todo tan suspendido, la luz que se derrama sobre la habitación, los cristales tensos y el silencio espeso. Se podía escuchar el roce de los dedos de la mujer sobre la tela. Después del ajetreo del día, aquella postal era una bendición. Estuve un buen rato mirándola y mirándola, tendido en el sofá, que es el mejor lugar para estas cosas, como creo que ya he dicho antes. Lo que no resultó muy estimulante fue el reverso de la postal. Evelyne tiene la letra grande y torcida. Parece la letra de una niña malcriada que está aprendiendo a escribir. El mensaje era en extremo escueto y superficial: Hola. Estoy bien. Saludos. Y en vez de firmar Evelyne, o Eve, puso su nombre completo: Evelyne Moser.
Me levanté del sofá, un poco malhumorado, y fui a darle unos golpecitos a la nevera para animarla, para que enfriara de una buena vez. Ya me estaba cansando del verano. Me puse a respirar hondo, a contar del 20 al 1. Pensé, ahí, parado frente a la nevera, cansado y triste por haber visto tantas injusticias durante el día, que necesitaba ayuda urgentemente. Por eso fui a consultar el Oráculo Vikingo.
Para estos casos el mejor método es el de Odín. Sacas una sola piedra, después de revolverlas todas con ahínco. Debes sacar aquella que no resbale de tus manos. La que se imanta secretamente a tí. Esa que no podía ser otra sino esa misma, según Dumont. Se dice que Odín encontró las runas, después de un gran autosacrificio de nueve días, en las raíces de un fresno gigante (Yggdrasil). Odín perdió un ojo al intentar llegar hasta la fuente de la sabiduría (Mimir), de donde bebió para calmar su sed. Odín lleva una capa que lo cubre y que arrastra por el suelo, y lleva también un sombrero de ala ancha. Nadie ha visto el cuenco vacío de su ojo, porque lleva el sombrero un poco ladeado. Lo acompañan dos lobos guardianes y dos cuervos: son sus espías, que siempre regresan a él para informarle de las cosas secretas que están ocurriendo en el mundo. Me asomo por la ventana para ver si veo un cuervo o algún otro emisario. En el alféizar de mi ventana sólo veo hormigas que merodean en torno a un caramelo sucio.
Isa: literalmente significa hielo. Carece de posición invertida. Es peligroso el hielo, y más si se encuentra en placas muy finas que pueden quebrarse. Se asocia con el fraude y los desastres. Trampas, emboscadas. Congelamiento de las emociones y de los impulsos. Intrigas, ardides. Asuma por ahora pasivamente las cosas. Aguante el chaparrón, porque pronto pasará. Esté alerta. Vendrá el deshielo. El agua buscará sus cauces en los desagüaderos, las aceras y las zanjas. Alerta, no apasionarse demasiado ni oponerse al estancamiento. No patinar con entusiasmo sobre las placas de hielo, pues éstas pueden quebrarse. Paciencia, hombre, trate de mantener el equilibrio. Oiga buenos consejos. Espere.
Cierro el libro del Oráculo. Estoy asustado. Me paro frente a mi nevera que no enfría. Todo es tan reacio. Esperaré a que pase, como recomienda el Oráculo.
De la edición de Equinoccio (2006)