Buscar

‎ Cuentos
‎ Cuentos

Todos los cuentos publicados

‎ Novelas
‎ Novelas

Capítulos de novelas disponibles

‎ Sobre el oficio
‎ Sobre el oficio

Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Blackstar

  • Compartir:

Something happened on the day he died
Spirit rose a metre then stepped aside
Somebody else took his place, and bravely cried
(I'm a blackstar, I'm a blackstar)

How many times does an angel fall?
How many people lie instead of talking tall?
He trod on sacred ground, he cried loud into the crowd
(I'm a blackstar, I'm a blackstar, I'm not a gangster)

- David Bowie

PRIMERA PARTE

 

No me gusta asomarme al precipicio. Tengo miedo de que el hueco negro me absorba. Siempre encuentro alguna manera temporal de no adentrarme en la oscuridad, de llenar el vacío, de distraerme.

Claire Lewis parecía una distracción más, un trabajo fácil. Pero me trajo tan cerca del precipicio que me obligó a mirarlo hasta lo profundo.

Me siento en la enorme cama, fría y vacía sin Justin. Me pregunto a qué hora regresará. Observo el piso de mi cuarto y me pierdo en las formas de la madera antigua. Una mancha oscura en una de las vetas toma la forma de un ojo que me mira. Del ojo brota una lágrima. Sigo su recorrido con la mirada. Me lleva hasta debajo de la cama. La lágrima de la madera toca la lata roja. Sonrío. En esa lata siempre hay un consuelo.

Tomo la lata y la coloco sobre mis piernas. La abro lentamente y allí están, doradas, luminosas: mis galletas Effie’s de mantequilla y avena. Fuera de su empaque original y guardadas en una lata para que se conserven mejor. Bien escondidas debajo de la cama, para que Justin no las encuentre. Aspiro su aroma. Las hojuelas de la avena parecen moverse, debo estar aún bajo los efectos de los hongos. Me llevo una galleta a la boca. Cierro los ojos mientras trituro pedazos de avena, azúcar y mantequilla con mis dientes.

No la disfruto. Mastico para alejarme de la oscuridad. Pero es muy tarde, ya Claire Lewis me trajo hasta el precipicio y ahora debo mirar al vacío y tomar una decisión.

No lo hago. No puedo. Me meto dos galletas más en la boca y las trago casi sin masticarlas.

 

Siempre tengo hambre. Y no es hambre de sabiduría, como le hubiera gustado a papá, que me bautizó Sofía esperando que fuera filósofa e intelectual como él. Qué va. Tengo hambre de chocolate barato. Y de chocolate caro. De nachos enchumbados en queso y guacamole fresco. Y de escargots a la provençal acompañados de pan fresco para mojarlo en la salsita de mantequilla y ajo. Hambre de lo que me pongan.

Menos mal que papá murió cuando yo aún era lo suficientemente joven como para excusar mi falta de sabiduría, porque si me viera hoy en día quedaría seriamente decepcionado. A pesar de lo mucho que prometía, su hija única no le salió tan brillante como sus alumnos de filosofía, ni tan exitosa como él.

Su hija salió con un mar de conocimientos de un centímetro de profundidad. Qué digo mar, con un charquito de conocimientos. En lo único en lo que soy experta es en comida. Desde los sabores hasta las calorías.

Me cuesta reconocerlo, pero mi mayor preocupación no son los refugiados, los grupos terroristas, la situación de mi país siempre en crisis, los derechos de las minorías, la destrucción del planeta. Ni siquiera el bienestar de mi madre, viuda y sola en la ciudad que abandoné. La verdad es que lo que ocupa la mayor parte de mi tiempo mental es el tamaño de mi culo.

Toda mi energía intelectual se va en el dilema moral que significa elegir entre el hambre que siempre tengo y el ancho de mis nalgas. Que si comí muchos carbohidratos esta mañana, pero ese croissant huele demasiado rico. Que si hoy tampoco fui al gimnasio, que si ya cumplí un año más de vida y aún no me he quitado las treinta freaking libras que me sobran y que en todos mis cumpleaños he prometido quitarme “para el año que viene”.

Siempre estoy pensando en comida. Mientras desayuno, tengo fantasías con lo que voy a almorzar. Cuando planifico cualquier visita a una nueva ciudad, los itinerarios giran en torno a la comida que quiero probar. Mala suerte si me pierdo algún museo o monumento histórico, más importan las donas recién hechas de Krispy Kreme, el bocadillo de cerdo, pimientos y queso azul de la Xampañería, los nachos de Felipe’s Taquería.

Pero ya está, finalmente me atrevo a admitirlo: el tamaño de mi culo es mi mayor problema mental. Es la pura verdad, aunque en mi vida pública logre disimular gracias a mi charquito de conocimientos. Tengo que empezar por ser honesta conmigo misma si quiero tomar la decisión correcta en el caso que ahora me impide dormir; el único pensamiento en muchos años que ha ocupado mi mente por más horas al día que la inmensidad de mi trasero: la petición de Claire Lewis.

 

A muchos de mis amigos les encanta la serie Orange is the New Black, una tragicomedia en la que una chica “bien”, rubiecita y bien portada, termina en la cárcel por un crimen que cometió, por ingenua, muchos años atrás. Aunque está basada en una historia real, la serie me pareció inverosímil y su sentido del humor no me atrapó en su momento. Pero otra de mis verdades es que, aparte de un buen croissant o una Nutella en frasco de vidrio (no en envase plástico como la venden aquí en Estados Unidos, arruinando su sabor), últimamente nada me atrapa.

Como he hecho con la mayoría de las cosas de mi vida, desde las carreras hasta los novios, descarté Orange is The New Black apenas me aburrió. Y para aburrirme bastaron los tres primeros capítulos de la primera temporada.

Hace años, en un cursito de marketing que hice no recuerdo dónde, nos mandaron a crear una frase publicitaria que nos definiera. Algo así como el Just Do It de Nike o el Think Different de Apple. Después de pensarlo mucho, me definí como “coleccionista de pasiones efímeras”. Desde pequeña he coleccionado hombres, carreras, pasatiempos, amigos y hasta trabajos, sin quedarme mucho tiempo con ninguno. El aburrimiento termina por aplastarme. Soy como el agua, si me estanco me pudro. Cualquier cosa que me dure por mucho tiempo, acaba por cansarme.

Según los amigos junguianos de papá, yo respondo a la perfección al arquetipo del “Explorador”, que “nunca es feliz a menos que experimente emociones nuevas de forma constante.” Tal vez por eso siempre he buscado estar en movimiento. Y tal vez por eso mi charquito de conocimientos no amenaza con convertirse en un mar de sabiduría.

Pero Claire no me aburre. Y supongo que ya no tendrá tiempo de hacerlo. Me pasé la vida buscando algo que me despertara, que me sacara de este tedio existencial. Busqué ese algo en relaciones, en oficios, lo busqué en libros y en destinos turísticos. Y ahora, que finalmente creía haberlo encontrado, debo dejarlo ir.

 

Cuento las galletas que quedan en la lata: ocho. Intento mirar la hora en el reloj despertador de Justin, al otro extremo del cuarto. Mis ojos no logran enfocar los números. No sé qué hora es. Solo tengo la certeza de que es tarde. Y también de que será una noche larga. Podría caminar de nuevo hasta Walgreens, está abierta 24 horas, pero desisto cuando veo lo que ya me comí. En la papelera descansan los envoltorios vacíos de las Skinny Pop, el Toblerone, los M&M’s, la Coca-Cola Zero. Creí que me durarían hasta el amanecer, pero ya solo me quedan ocho galletas, debo administrarlas. Cierro la lata roja y la vuelvo a esconder debajo de la cama.

 

Después de mi conversación con Claire Lewis esta mañana en Walden Pond, mi mente no ha dejado de dar vueltas. Mi laptop descansa, cerrada, sobre mi mesa de noche. Se me ocurre que tal vez sea buen momento para retomar Orange is the New Black, a ver si esta vez sí me atrapa. Necesito tomar datos que me den algo de eso que llaman “sabiduría callejera”, en caso de que me toque a mí también pasar el resto de mis días en la cárcel.

La perspectiva de la cárcel ni me asusta ni me entusiasma, puede ser interesante añadir una experiencia más a mi colección. Y ahí seguro que sí me termino de quitar las treinta freaking libras.

Presa, pero flaca.

Lo que sería extraño para mí, en caso de que decida hacer lo que Claire Lewis me pidió, es no respetar la ley. Respeto las leyes no porque crea en ellas. Muchas son absurdas, como la de no poder fumar marihuana o la “ley de objetos obscenos” de Texas, que a día de hoy prohíbe vender o promocionar vibradores, dildos y cualquier tipo de juguete sexual en cualquier parte de ese inmenso estado.

Respeto las leyes —o las he respetado hasta ahora— porque viví de primera mano el nivel de descomposición social al que puede llegar un país cuando nadie —empezando por el mismo gobierno— respeta la ley ni las reglas básicas de convivencia.

En el país donde crecí hay una sola ley que se respeta: la ley del más “astuto”. Como un profesor de economía —una de las tantas carreras que abandoné a medio camino— nos dijo en clase alguna vez, en nuestra sociedad “o eres pilas o eres huevón”, es decir, o eres astuto o eres idiota. No hay términos medios.

Y yo siempre pertenecí al grupo de los idiotas.

Por eso me fui de allí apenas murió papá. Mamá fue la primera que me pidió que me fuera, a pesar de que ella no quiso venirse.

Aquí en Estados Unidos, soy la mejor ciudadana del planeta. Justin siempre se burla de mí porque me detengo en los semáforos para peatones así no venga ningún carro. No cruzo hasta que se encienda el muñequito para caminar.

Es cuestión de principios. En el momento en que se deja de respetar una ley porque se considera pequeña o porque no hay un policía cerca, se va todo para el carajo. “La ley del más fuerte” puede esparcirse como un virus, convertirse en una epidemia y acabar con este país —con cualquier país— como acabó con el mío.

 

Me levanto de la cama y camino hacia la ventana. El frío de octubre se cuela por la madera antigua. ¿Cómo terminé en esta helada ciudad? Nací en New Haven, durante el semestre en que papá estuvo de profesor visitante en Yale. ¿Anticiparon mis padres que algún día ese pasaporte americano me ayudaría a escapar de un país en ruinas? ¿Anticiparon que ese semestre en Yale sería el primer evento en una cadena de sucesos que hoy amenaza con llevarme a la cárcel?

¿Qué me hizo elegir a Boston como mi destino? Creo que fue la serie de televisión Ally McBeal, o tal vez fue escuchar que era una de las ciudades más caminables de Estados Unidos. Probablemente pensé que caminando me quitaría las freaking libras.

De mi país a Boston. De Boston al Harvard Bookstore. Del Harvard Bookstore a Equis. De Equis a mi alumna de español. De mi alumna a Justin. De Justin a Claire. Claire y el microsegundo en el que todo cambió. Claire y la revelación en el porche. Las sesiones. El veredicto.

Y la petición de Claire, esta mañana en Walden Pond.

—Necesito pedirte un favor que no le puedo pedir a más nadie.

—Claro, dime.

—Pero primero necesito que me prometas que debe quedar entre nosotras, Justin no puede saber nada de esto.

—No será el primer secreto que le oculte, dime.

—Necesito tu ayuda para salir de aquí.

—No hay posibilidad, no puedo manejar en este estado, estrellaría el auto en dos segundos, los hongos que me diste me tienen mareada.

—No me refiero a salir de aquí, ya manejaré yo de vuelta cuando se nos pase. Me refiero a salir de este mundo.

 

De la edición de Hachette Literatura (2024)

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.