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Despierto en un suelo frio. La nariz ya no me sangra, pero siento como si tuviese arena dentro de ella. Miro mis brazos, están llenos de rasguños y moretones. La luz entra por las ventanas más altas. Están medio abiertas, por lo que siento un poco de brisa.
A mi lado, una mujer mece entre sus brazos a un bebé. Supongo que es un recién nacido. Le hago una seña con la mano a modo de saludo. Los ojos perdidos, casi vacíos, de la mujer sólo tienen espacio para mirar al bebé.
—En esa casa no hay nadie —me dice un hombre sentado en esquina. Mi cara de signo de interrogación le da pie a continuar —: quedó en otro mundo cuando el bebé nació muerto. ¿No te pega el olor?
Me llevo las manos a la nariz. Siento una fuerte punzada. Caigo en cuenta de que está partida. El sujeto sigue hablando, no sé de qué. Termina por presentarse.
—Soy Juan José.
Asiento con la cabeza. No se me ocurre darle mi nombre. Hay una pregunta que tengo atravesada y no puede esperar:
—¿Estoy en la Cúpula, verdad?
Él asiente. Tatiana viene a mi memoria. Una Claudia gigantesca me aplasta el recuerdo. Me levanto y corro por el pasillo. La gente en los rincones baja la mirada al ver mi carrera. Termino pegada a una reja, medio oxidada, en donde grito con desespero.
Un Custodio de la Fe clava su macana contra la reja. Me alejo. Entiendo que de seguir gritando terminaré sin dientes. El aire me falta. Caigo de nalgas mirando hacia los barrotes.
El sujeto de hace un rato se pone a mi espalda. Me da una pequeña botella de agua y me dice:
—Tómala con calma. Es la única que tengo.
Luego de una semana encerrada, comienzo a recuperar el olfato. Por suerte, uno de los presos logró arrancarle el niño muerto a la mujer. Lo arrojó por una ventana alta. Fue el mejor funeral que se le pudo dar. Al principio, lloré junto a la mujer; ahora, sólo quisiera que la lanzaran a ella también y poder dormir un rato sin sus alaridos.
Todos los días rezo por ella, pero hasta el más misericordioso se hubiese vuelto loco al convivir con su griterío.
Las noches de desvelo me traen al recuerdo a mi hermana. Me puedo ver peinando su cabello, como la mañana antes de que me trajeran aquí. Tatiana lucía tranquila ese día. Babeaba un poco. Recuerdo que la limpié con el pañuelo junto a la almohada. Se retorció al contacto con la tela. Preferí dejarle la saliva chorreando a tener que aguantar uno de sus berrinches mañaneros.
Bajé a preparar unas arepas asadas. «Rápidas y sanas», como decía mamá. Hice suficiente masa para tres arepas grandes, por si acaso Claudia aparecía a desayunar. Le di de comer aprisa a Tatiana. Con algo de suerte, me quedaría una hora para ir a la iglesia.
Seguía sin conseguir una velita para prenderle al Doctor José Gregorio, pero igual quería ir a darle una vuelta. Me molestaba ir con las manos vacías. No tenía más remedio. Desde que el Nuevo Culto declaró que las velas eran objeto para adorar a falsos ídolos, apenas y se conseguían algunas en los mercados.
Los alrededores de la iglesia estaban atiborrados de cornetas. Hacían un ruido infernal. Las pasé de largo. Me persigné al entrar y me fui directo a la imagen del Doctor.
El Padre hablaba en el altar. No lograba escucharlo. La música, desde afuera, parecía quemar. «¡Es el señor que me viene a sanar, es el señor que me viene a sanar!», la canción en las cornetas parecía que sólo tenían una estrofa. Me arrodillé y apreté mis oídos para escuchar mi plegaria. Habían pasado dos años desde que Tatiana quedara postrada en esa cama. Desde entonces, la iglesia, vela y plegaria se hicieron parte de mi rutina.
Un escupitajo me cayó en la cara cuando salí de la iglesia. Fue bien apuntado por una mujer gorda, de ojos saltones, que me gritaba y maldecía. Junto a ella, media docena de personas hacían lo mismo. Apreté el paso, en realidad corrí. Tenía muy fresco el recuerdo de las pedradas de la semana anterior.
Claudia estaba en la mesa cuando llegué a casa. Me miró de reojo y dijo que había que cambiarle el pañal a Tatiana. «¿Por qué no lo haces tú si vives aquí de gratis?», me resonó en la cabeza. No le dije nada. Mis ánimos para discutir habían quedado unas cuadras atrás.
Limpié con cuidado a mi hermana. Claudia se quedó recostada de la puerta viéndome trabajar.
—Si se la llevamos otra vez a mi gente de Curiepe, la van a poner fina —me dijo. Fingí no escucharla. La lengua se le retorció y me dijo con más fuerza—: la última vez la pusieron a caminar y tú lo sabes bien.
La pusieron a caminar…, apenas y le duró una noche. Nunca supe como dejé que Claudia me convenciera de llevar a Tatiana a donde aquellos brujos. Lo recuerdo todo como un torbellino en el que acostaron a mi hermanita en el suelo de una playa. A su alrededor, dibujaron un círculo con pólvora que iban encendiendo de vez en vez. Lanzaron rezos y gritaron palabras sin sentido, todo al ritmo de unos tambores.
La cosa terminó cuando tomaron a una gallina por las patas y la degollaron sobre Tatiana. La sangre la cubrió por completo. ¡Una barbarie!, pero a los pocos minutos, Tatiana se levantó y comenzó a bailar junto a Claudia y el resto de los brujos.
No tengo una explicación para aquello, ni mucho menos para las marcas que quedaron en la espalda de mi hermana. De cerca, parecían unos rasguños muy profundos. Según los brujos, aquellas eran las marcas del muerto que le habían arrancado y la mantenía enferma.
Lo cierto es que Tatiana bailó y tomó, pero amaneció otra vez tirada en la arena, sin decir palabra. Apenas respiraba. Los brujos insistieron en que había que hacer un ritual más fuerte. Yo tomé a mi hermana a rastras y salimos de esa playa.
—Ya cuadré con el brujo mayor de Curiepe. Él va a poner a Tatiana bien —insistió Claudia.
—¡Tú lo único que quieres es ir a beber con esa gente! —grité—. Ya estoy harta de que no hagas nada y lo único que pienses es en agarrar a Tatiana de excusa para irte a bailar con esos borrachos en la playa.
Claudia no respondió nada. Al mirar hacia la puerta, no quedaba ni su sombra.
Cada día La Cúpula se va llenado con nuevos habitantes. Las historias son más o menos las mismas. Herejes de la fe verdadera, que no tenemos a dios en nuestro corazón. Para hacernos entender mejor nuestra falsa creencia, un par de sujetos se paran en las puertas de la entrada con unos megáfonos. Se hacen llamar doctrinarios y recitan al calco los mandatos de su fe. Es un discurso que se repite tres veces al día, justo después del himno nacional.
Cuando escuchaba los cuentos de La Cúpula, nunca les presté atención. «No se van a atrever a tanto», me decía al escuchar los noticieros. Las historias se fueron haciendo cada vez peores, hasta que nunca más volvió a mencionarse nada de La Cúpula en radio o televisión. Supuse que habían cerrado ese retén. La realidad era otra.
La vida aquí es complicada, igual que afuera, pero peor. Entre los habitantes, hay miembros de todas las fes. Incluso se pueden encontrar a unos pocos que comparte las creencias del Nuevo Culto. Están aquí por haber cometido crímenes menores. Casi no tratan a nadie que no sea de su Culto. Se comunican entre murmullos y miran al resto con asco.
Me ha tocado conocerlos bastante bien. El rincón en el que duermo, da justo al espacio que han hecho suyo. A veces me toca alejarme y dormir en el otro extremo de La Cúpula. Cuando hacen sus contemplaciones de fe, no dejan dormir por el escándalo de sus rezos. «No rezamos, oramos», dicen una y otra vez. Me gustaría que además de orar, también prendieran velas. Tal vez podría tomar una prestada para mis propios rezos.
Con algo de esfuerzo, logro recordar la última vez que intenté comprar una vela. Llegué al mercado con la primera luz de la mañana. La cola para entrar era de tres cuadras. Las venas de las piernas comenzaron a latirme después de cinco horas de estar parada. El retraso se debía a la requisa que los miembros del Nuevo Culto le hacían a cada tienda antes de abrir. No querían que se vendieran productos profanos.
Fui directo al vendedor de perfumes. Siempre tenía un par de velas escondidas. Valían cincuenta veces lo que se pagaba cuando eran legales. Esperaba comprar al menos una.
Salí arrastrando los pies y con las manos vacías.
Pasé cerca de la iglesia. Afuera, los miembros del Nuevo Culto estaban haciendo su escándalo de siempre. Esa vez no me acerqué. Las mujeres gritonas no estaban solas. Varios soldados, vestidos de negro, les hacían compañía. Los Custodios de la Fe lucían rabiosos.
Son gente mala. A veces, dudada de si los Custodios eran los de la canción de Rubén Blades, esos que «cuando niños sus mamás no los querían y ahora de adultos viven repartiendo bofeta’s». Hoy en día estoy segura de que se trata de ellos.
Crucé a la otra esquina para seguir, sin pasar por la Iglesia. Apenas me alejé unos pasos, escuché los gritos del Padrecito. Regresé. Los Custodios lo tenían contra el suelo. Apuntaban sus rifles a su cabeza.
Otro de los Custodios le dio una patada en un costado. Fue la señal para que el grupo de gritonas entrara como una jauría a la iglesia. Sentí ganas de ir a defender el templo. Mis piernas quedaron paralizadas. Terminé por seguir mi camino.
Llegué llorando a casa. El nudo en la garganta se me hizo un agujero negro al ver que todo estaba revuelto. Platos rotos en la cocina; el televisor, con una cabilla atravesada en la pantalla, echaba humo; trapos y sábanas revueltas. No le di mayor importancia, subí corriendo a ver a Tatiana.
La moví un poco, aún respiraba. Comencé a limpiar con calma el desastre. Aquello tenía que ser la venganza de Claudia. En el fondo, sonreí. Fue la mejor despedida que pudimos tener.
He intentado replicar mis velas aquí. El viejo, preso con el Conde de Montecristo, pudo hacer una vela con la grasa de su comida. ¿Por qué yo no? Abandoné la idea después de tres semanas. Juan José se rio de mí por mi intento fallido. Le torcí los ojos ante sus burlas.
A pesar de todo, Juan José es un buen tipo. Fue Pastor de una iglesia, pero no de mi fe. Creo que alguna vez me comentó cuál era su creencia. Lo he olvidado. Lleva detenido un tiempo más que yo. Gracias a su experiencia, pudo enseñarme a calcular la hora exacta en que llega la comida, así logro estar formada antes que los demás y comer de primera.
Le he tomado aprecio. En ocasiones, lo incluyo en mis oraciones. Creo que él también me incluye en las suyas. Cuando salga de aquí, prenderé una enorme vela por él. Si no encuentro ninguna, voy a usar la técnica del tutorial de YouTube. Después de todo, una vela es una vela y mis últimas creaciones no estuvieron mal.
Recuerdo que estuve toda la noche mirando videos en internet sobre cómo hacer una vela casera. Tomé los frascos de aceite usado que guardaba en la alacena, los que Claudia no partió. Mezclé el aceite con un poco de cera de velas viejas. La masa quedó de un grisáceo extraño.
La vela se iba de lado, creo que a la masa le faltó endurecer. No me importó la consistencia. Salí con ella enrollada en mi blusa, dispuesta a prendérsela a mi santo. Sentía miedo. Desde hacía tiempo, se comentaba que estaban llevándose a la gente a La Cúpula por el hecho de prender una pobre vela. No me importó, nadie me detendría.
Llegué a la iglesia. Mis lágrimas salieron a chorros. El templo estaba destrozado. Corrí a un costado de lo que fuera un edificio. El corazón se me quería salir por la boca. El miedo se hizo realidad, la imagen del Doctor estaba partida. Sólo quedaban trozos de los zapatos negros de la estatua.
No tuve tiempo a recoger los pedazos. Unos Custodios hacían las veces de hienas sobre los escombros. Me alejé a paso forzado.
Dejé mi vela en el sofá de la entrada. Venía rumiando una idea desde hacía un par de cuadras atrás. Fui al cuarto de Tatiana. Ella estaba con la mirada perdida en algún punto del techo. Intenté mirar, pero al no encontrar nada, me fijé en la lata de creyones sobre una de las repisas.
Los arrojé en el suelo de la sala. Saqué de la cartera mi estampita de la guarda. Sobre la pared, intenté copiar lo mejor posible la imagen del Sirvo de Dios usando los creyones. Sentí un poco de vergüenza. La imagen no quedó como esperaba. El rostro estaba choreto, el bigote parecía una peluca y el sombrero un yunque que le había caído encima. No me importó, mi imagen era más que suficiente para comenzar mi propio altar.
Encendí la vela deforme frente a mi creación. Me arrodillé para rezar con calma. No logré aguantar mucho. El olor a pescado podrido por poco me hace vomitar. Olvidé tomar la previsión de usar aceite más o menos limpio. El que usé para hacer la vela era el mismo con el que la semana pasada había frito un pescado. El olor era insoportable. Terminé por tirar la vela a la basura.
Aunque sin iluminación, el Doctor comenzó a adornar mi sala. Las manos me temblaban un poco al verlo frente a la puerta. El sudor se me hizo frío. Si un día los Custodios allanaban mi casa, terminaría presa por estar adorando imágenes falsas. A pesar de mis miedos, la imagen se quedó en su lugar. En aquel momento pensé que, si un día los Custodios del Nuevo Culto lograban entrar, les diría que aquello era un retrato de mi tío Jacinto. Por una mentira piadosa no iría al infierno.
Con los meses, el rostro dibujado se llenó de polvo. No tenía forma de limpiarlo. Sus trazos eran tan delicados que si le pasaba un paño podría arruinarlo. Me conformé con dedicarle una plegaria cada mañana. También, de vez en cuando, le encendía una de mis velas artesanales. Eso sí, éstas las hacía sin el aceite en el que hubiese freído pescado.
Tuve mucho tiempo para perfeccionar la técnica de las velas. Después de que el Nuevo Culto declarara que las mujeres sólo podíamos salir a la calle “vestidas como debe vestirse una mujer”, me dejaron poco espacio para estar fuera de casa. No tenía dinero suficiente para comprar un vestido o una falda, así que no podía salir a la calle con mis jeans de “no mujer”.
El desespero me llevó a tomar algunas cortinas para hacerme una falda. Me encontraba recortando las telas de flores cuando llamaron a mi puerta. Los ignoré. Subí al cuarto de Tatiana a peinar su cabello. Esperaba que los toquidos desaparecieran. El corazón por poco se me detuvo al ver que cuatro personas vestidas de negro derribaban la puerta. Los Custodios entraron sin más ni más. Les bastó con arrojarme a los pies un papel que decía “orden de allanamiento”.
Revolvieron la casa de arriba abajo. Tuvieron la desfachatez de manosear a mi hermana. Les reclamé entre insultos y amenazas. Insistieron en que estaban haciendo una revisión de rutina. Uno de ellos gritó desde la sala:
—¡Tenemos algo!
Bajé corriendo. Un Custodio señalaba a mi imagen del Venerable.
—Es un retrato de mi tío Jacinto —les grité.
—Tú no tienes ningún tío Jacinto. Mentir es un pecado y bien que lo sabes —dijo la voz de una mujer tras de mí. La reconocí sin tener que voltear.
—Hay restos de esperma de vela en el suelo —dijo otro de los Custodios—. ¡Esta mujer es una pagana!
Las piernas me temblaron. Terminé por caer al suelo; no por la acusación, sino por un golpe en la nuca. Claudia me levantó por el cabello y me susurró al oído:
—Ahora vamos a ver quién es tu tío Jacinto.
Claudia no paraba de abofetearme. Intenté sujetarle las manos. Fue inútil. Los guantes que usaba parecían darle mayor fuerza. Cuando paró, pude verla bien. Vestía el mismo uniforme que los custodios y tenía el cabello recogido entre una gorra negra. Me miraba con una mueca en los labios. Estoy segura de que sonrió después de decir:
—Llévense a la mujer de la cama. Seguro es una pecadora también.
—¡Claudia, no! ¡Te lo suplico! —grité y me arrodillé a sus pies.
Me clavó la punta de su bota en la nariz. Caí despacio. Me fui desvaneciendo mientras veía a los hombres de negro subir por la escalera.
Cada día veo más distante poder salir de aquí. La única que ha escapado con bien es la mujer de los gritos. La lloradera se le terminó a la tercera semana. Sus ojos distantes regresaron, dejando ver un rostro más definido. Era una mujer hermosa. Estuvo más de un mes pelándole el diente a los Custodios. El juego de seducción cumplió el objetivo. A los pocos días pudo salir y saltar la reja. Los perros ladraron un poco y se escucharon algunos disparos. Estoy segura de que logró llegar a la montaña, pues nunca se encontró su cuerpo.
He intentado replicar su técnica. No ha sido fácil; la competencia es fuerte. Todas las mujeres aquí hacen lo mismo. Muchas de ellas sólo han logrado ser abusadas y mandadas de vuelta aquí dentro.
Las miro con tristeza cuando regresan. El rostro enrojecido, cabello revuelto, lágrimas secas. Me pregunto si correré la misma suerte. Todo pasa por que algún Custodio de la Fe se fije en mí. La verdad, dudo que lo hagan. Tres meses de reclusión han marchitado el color bronceado de mi piel. Mi cabello hasta la cintura, por su parte, es ahora un coleto mal secado. Además, la poca comida me ha hecho un esqueleto.
Otros que no han podido escapar, ni parecen querer hacerlo, son los presos que pertenecen al Nuevo Culto. Cada vez son más. Delincuentes de poca monta que ahora son una pandilla entera. Nos han prohibido rezar o dar gracias a dios. Las únicas oraciones permitidas son las suyas. Si no se les obedece, hay palo.
Cuando comenzaron a usar los palos, yo todavía rezaba. Una noche, en que le imploraba al Doctor para que cuidara a mi hermana, sentí un flash. Todo fue negro.
Sus palos ya no me asustan. He aprendido a engañarlos. Ahora rezo en secreto. Cuando camino, muevo mis labios a toda velocidad. Lanzo al aire las plegarias que me sé.
Juan José me regaña cuando me ve moviendo los labios así. Me dice que no debo hablar sola y pegando gritos. ¿Cuáles gritos?, los únicos gritos que había aquí eran los de la mujer y su bebé. Esa mujer de rostro hermoso es un recuerdo lejano, tanto como mi vida fuera de aquí. Tal vez esa vida no era más que un sueño ¿o una locura? Son sólo imágenes que vienen a mí. Cada vez se me hacen más borrosas. Los gritos nocturnos, es en lo que debo pensar. ¿Quién grita ahora?
Por las noches deambulo buscando al responsable. Son aullidos que me queman. A veces, intento callarlos poniéndome a orar, no a rezar. Los rezos no están permitidos aquí.
Los gritos en la oscuridad son más fuertes. Si al menos hubiese luz… Creo que el sol ha dejado de salir aquí en la cúpula. A veces, quedo horas mirando a las ventanas altas a la espera de que entre la luz de la mañana. Me causa gracia que no llegue nada. Me rio con todas mis fuerzas. Es mi burla hacia un sol perezoso que olvida levantarse.
El tiempo ya no existe. No sé cuánto ha pasado. Más que semanas, menos que años. Apenas y puedo pensar en mis propias ideas. ¿Me queda alguna idea? Creo que a veces tengo espacio para pensar en Tatiana. Pobrecita mi hermana, ¿dónde la tendrán metida? En ocasiones imagino que estoy catatónica y caigo al suelo, chorreando baba y llenando mis pantalones de mierda. Si hiciera eso, seguro los Custodios me llevarían con ella. Siempre me digo que lo intentaré, pero ¿cuándo?
Cada vez que tomo la decisión, me encuentro a mí misma mirando hacia la ventana. Siempre soy la primera en esperar que entre el sol. «¡Llega rápido sol!». Si llegara la luz, no habría gritos.
El pastor Juan José trata de hablar conmigo de vez en cuando. Suele rociarme un poco del agua de su botella por los labios. Siempre me dice lo mismo:
—Estás deshidratada, tienes que beber.
Todo el tiempo anda preocupado por mí, entre este mar de gente. Son tantos que no reconozco a nadie. Me muevo entre rostros largos y grises que me empujan y tratan de llevarme en sentido contrario. ¿Estarán buscando algún sintió donde arrodillarse a rezar? Si lo hacen deben tener cuidado. Los del Nuevo Culto y sus palos no perdonan.
Esta mañana Juan José me ha sujetado con fuerza por el brazo. Me pide que lo siga. No sé a dónde, aquí no hay a donde ir. Me lleva hasta el pequeño espacio en el que duerme. Levanto una ceja. ¡Qué no se equivoque! Comienzo a gritar, aunque ni yo misma entiendo mis berridos. El me mira con bondad y me dice:
—Te conseguí una vela.
Mueve un poco los trapos que hacen de cama. Detrás, veo el dibujo de una vela en la pared. La imagen está tallada en el muro. La vela es necesaria. Ojalá yo tuviera una. ¿Podré hacer una vela con la grasa de la comida? Alguien me grita que eso no es posible. Es una cabeza gigante que se ríe de mí.
Juan José se arrodilla y comienza a rezar a mis pies.
—¡Párate, párate! —le grito—. Si te ven arrodillado, te van a pegar.
En sus ojos hay lágrimas. «¿Por qué llora, Pastor?», quiero preguntarle, pero todo se hace extraño. La cabeza me arde. El piso se mueve. En la oscuridad, un hombre vestido de traje, corbata y sombrero camina hacia mí.
Lo reconozco.
—¡No tengo una vela para prenderte! —le grito y comienzo a llorar.
El visitante mira el dibujo en la pared. Sonríe. Coloca su mano en mi cabeza. Creo que sus labios se mueven bajo su bigote. El cuerpo se me hace ligero.
Comienzo a flotar dentro de la cúpula. Los guardias me bajan con unos palos de escoba. En el suelo, ya no hay fantasías, solo el olor agrio y rancio de La Cúpula. Su oscuridad de encierro me recuerda mi realidad. ¿Cuánto tiempo llevo aquí encerrada? Me arden los labios, me siento sucia. No sé qué ha pasado. Estoy por levantarme. Una idea me paraliza: «¡el plan de escape!». No muevo ni un músculo.
Juan José llora amargamente. Acaricia mi rostro. Intento guiñarle un ojo, pero los Custodios entran con una camilla para sacarme afuera.
Es de noche. Me tiran dentro de un camión de volteo, en donde los Custodios de la Fe discuten por quien conducirá. Aprovecho el descuido para levantarme. Los perros parecen dormir. Nadie nota que comienzo a correr, muy rápido, hacia el cerro oscuro, misterioso. Le pido a dios, a todos los santos y a mi querido Doctor que me abran los caminos. Ya tendré tiempo de prenderle una velita a cada uno.
Ganador del Tercer Concurso de Cuentos por los Derechos Humanos, organizado por Provea