Joselolo, de Angel Gustavo Infante

31/ 03/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

ccscenitalMírele los ojos: hermanolo tiene par de puñales escondidos. Chupa, bróder. Busca la uña de la guitarra. La pega se secó. Marca la clave con tu casquillo: dos taconazos seguidos y dos separados. Vuelve. Dame el montuno.

Pliotá, baña tus pulgas y descarga, que el hermano Joselolo está elevando:

—Qué —dijo arrugando los ojos sin mirar a nadie—, yo me asimilé al señor. Me enrolé en las filas del Cristofué. Vino al mundo para salvarnos y darnos vida eterna. Yo no me dejo aplicá ninguna sicología: la verdadera paz es espiritual. Isaías cantó: todos nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino y Dios cargó en él, en el Cristofué, el pecado de todos.

Después del sermón, el cuerpo de boxeador cumanés saltó al ring: la corona de vidrios de la pared le rompió el pantalón y Joselolo cayó sentado en el techo. Los gritos de abajo lo mantuvieron levitando. Vaciló con las amenazas y la luz que rellenó los huecos. Pisada en falso. Primero hasta la rodilla, después el zinc vencido lo devoró por completo: dio manotazos de ahogado sobre una batea partida. Cortó la oscuridad con su navaja sin sentir los planazos en la espalda. Rodó entre gamelote y montones de basura.

Siguió cojeando calle abajo sin esquivar las piedras, punzando los gritos con su picahielo.

Cuando Joselolo se arrebata, en su cara se fija una sonrisa dura. Le entran ganas de voltear con Paiva, imita sus bufidos, se mueve con violencia y lo llama a gritos al torito negro. Pliotá le niega pega y La Zurda asalta Yesterday con un silbido y se va olvidando todo.

Primer round: sobre el techo de las Salazar ventila sus puños como nudos de cabos podridos. Segundo: el cielo raso del Tacarigua ruge como un tigre viejo. Tercero: desde las tapas de Inocencio brinca a las de la Pelúa y recibe una lluvia de botellas. Se espanta, resbala, baja entre los muros de Nieto y Buchipluma.

Le vacían encima un tobo de agua helada muchacho loco alucinógeno ladrón. Los amos del ring se reúnen: dos de las Salazar lo sostienen, otra le levanta la cabeza y le arregla la cara: La Sangrepesá aprieta el puño y le borra la sonrisa de un coñazo.

El bróder nunca fue santo: desde el liceo perfiló su profesión: empaquetado hasta la médula en la muerte de un compañero, es citado a la dirección para aclarar los detalles. La oficina del director está sola y su paltó pagando sobre el espaldar de la silla. Pisó el peine: el director, que valía por dos (había guardado todo su dinero en las medias), aparece de pronto, cierra la puerta con su gordura y le dice satisfecho: Hasta aquí lo trajo el río. No se le ocurra volver sin su representante.

Doble paquete. Se ganó, de gratis, una fama tremenda: choro y criminal. No hubo pruebas. Las promesas de su vieja Lola le alargaron la vida escolar. El director accedió a cambio de la verdad. Joselolo prometió irla cantando en cada viaje a Parque Carabobo, donde tuvo que asistir durante varias semanas, acompañado por los profesores del primero C para evitar el linchamiento: parientes, amigos y demás deudos, le montaban cacería en los alrededores de la Petejota.

Todo el mundo hablaba del «Luis Barrera Linares»: el liceo se puso de moda. y por primera vez se oyó el nombre de Las Mayas más allá de El Peaje. Jamás se dio a conocer el nombre del victimario: era menor de edad. El de la víctima aparecía por todas partes.

Hasta la última noche en que, por fin, el certificado del forense vino a respaldar la versión del único testigoindiciadomalandrocriminal: el chamo era epiléptico y, esa tarde, había tomado una sobredosis de barbitúricos. O sea: no lo fulminó el golpe, sino el aire.

Mera coincidencia la culebra que presenció el broder: está en el pasillo cuando se forma un bululú, se acerca a ver qué es lo ques: someten a una disciplina que los tenía obstinados. Se abre paso con la esperanza de mirar cómo le sacan los dientes. De repente sale una mano del nudo de camisas amarillas y se planta en el ojo del sapo. Joselolo vio la caída. Contó hasta diez mentalmente. Vio la espuma y los ojos blancos. Le iba a alzar el brazo al vencedor y no encontró un alma fuera de las aulas.

Libre de culpa, quiso rehacer su imagen: anduvo el resto del año como comprador de oro roto. La buena fe, sin embargo, no impidió que lo botaran del liceo. Su vieja recorrió la zona sur. Al fin, un olvido de la jefa de la comisión de inscripciones, le permitió la entrada en El Chocolate de la calle catorce.

Cuando la profesora pidió el expediente del bróder, para cerciorarse de los rumores que venían creciendo desde la otra punta del mesón, ya era tarde: la vieja Lola había desaparecido. Perdida, gritó: ¡Jesús, el terror del Luis Barrera! Al volver en sí, recordó las imágenes de un sueño rarísimo: en un segundo, todas las películas de Clemente de La Cerda —que por cierto detestaba— rodaron bajo sus párpados.

Joselolo andaba todo descontrolado. Así salió para el segundo año, sin pararle mucho a esos dedos que señalaban su pasado. Y en El Chocolate se lleva EL GRAN CHASCO: de tanto andar con su veintiúnica admiradora, va y se enamora.

Tina vivía al final de Puerto Escondido y el chamo Robinjú fue su hermano. Andaban juntos desde primaria. El propio trío. Ella recogía la camisa y los útiles cuando Joselolito entrompaba con Adel, con Amable, o con quien se pusiera cómico. Tina es ahijada de Lola y Lalo: los viejos del bróder. La misión de Joselolo fue acompañarla y no desampararla ni de noche ni de día. Se encaramaba a Robinjú en el hombro y lo bajaba hasta el kínder. Tina llegaba después con la lengua afuera, toda gordita, catira, con los ojos casi amarillos de la carrera: buenastardes desde carajita, la carajita.

La cambiaron de liceo porque sin Joselolo le hacían la vida imposible. El bróder la necesitaba: compartía su merienda, falsificaba los boletines y, en casos de emergencia, pegaba a chillar por él y los profesores no hallaban qué hacer hasta que los más débiles rompían las citaciones.

Una vez se jubilaron. Compraron ciruelas. Se montaron en un autobús Puerta Caracas y sin balas para lanzar por la ventana, cansados de rodar, bajaron en Quinta Crespo. Cruzaron la Baralt para devolverse, pero de repente comenzó a llover.

Entraron a un galpón que antes fue cine con nombre de flor. No había luz: el perrote negro dormía amarrado a listones de cedro, el hombre moreno andaba sobre un andamio alumbrando el techo, la bicicleta de reparto estaba recostada al portón con los cauchos hundidos en pantano y aserrin.

Hermanolo apartó a Tina hacia un rincón. Tomó sus manos y, clavándole una mirada punzopenetrante, dijo: Vete y espérame en Los Próceres. Tapó su boca. Hazme caso, después te explico.

El autobús no había arrancado. Desde su asiento, Tina vio algo parecido a Joselolo y a la bicicleta, uno sobre otra, volando bajo la lluvia.

Cuando Tina llegó al Paseo ya no llovía y su compañero lijaba el nombre del negocio grabado en la chapa del cuadro. Borró Aserradero. Dejó Sao Paulo. A Tina le gustaba el nombre, pero le tuvo que quitar ese raro Sao: ¿Cómo explicaba en su casa que era un regalo de Paulo, un compañero medio rico que tenía muchas bicicletas?

Ni el viejo Lalo ni la vieja Lola consintieron tal regalo (en el fondo no se comieron el cuento) y obligaron al bróder a devolverlo. Paulo, ofendidísimo, no aceptó el rechazo y Joselolo se armó con doscientos clavos que le soltó, uno sobre otro, un bedel del liceo.

Tina se había portado y comportado: no preguntó nada y jamás lo delató.

Compartió su fortuna
y a la larga
la afortunada
traicionó su corazón:

Luis, el marido de La Zurda, se la tumbó. Y Joselolo se quedó como fiscal de aviones: mirando al cielo. Justo cuando había descubierto que la quería,
porque esa chama era,
como él decía:
fidelidá.

Hermanolo se puso flaquísimo y dejó el pupitre vacío. Después escogió su esquina y montó un remate. Sus viejos lucharon hasta lo último: a Lola se le agotaron las lágrimas y a Lalo se le estrechó el rancho:

El o yo, Lola, él o yo, repetía a su mujer antes de salir para la fábrica a cumplir su tercer turno. El bróder, alcahueteado por la madre es madre y hay una sola, caía bien sonao a golpe de diez y dormía tranquilote. Lola lo llamaba temprano. Lalo llegaba más viejo cada día y antes de caer rendido repetía: El o yo, Lola, él o yo.

Colgaba en dos tandas para reponer la noche. Hermanolo destapaba ollas por ahí: pujando por el arrebatón de su cómplice, se machacaba el güiro con semillas de girasol y cáscaras de guineo, fumaba monte con furia y bebía como un desgraciado por si tropezaba con Luis, decirle que se cuidara, que él ya tenía un muerto encima. Aunque en el fondo más bien queda decirle que se metiera con alguien de su tamaño, porque el Luis siempre les llevó doce ruedas por delante.

Luis es mensajero de una tienda en Chacao. Creció oyendo a Los Beatles. Vivía con La Zurda en un galpón de ladrillos forrado de afiches, el techo pintado de negro con estrellitas de papel aluminio que brillaban por la luz de un fluorescente violeta. El gajo de Luis era eso: una sala y un baño repletos de gente rumbeando. Al final de la sala: un mostrador, detrás una cama plegable y una cava.

Tina apenas se había asomado, un sábado por la noche, con la fiebre a millón. No pudo detallar nada quedó enceguecida por los relámpagos que estallaban en plena sala. Detrás del mostrador, Luis maraqueaba su maraquita entre una y otra melodía, o enrolaba uno de los suyos con la cobija que picaba La Zurda.

A Tina le pareció haber visto a la mujer esa, pasándole al disyoki un montón de discos. Volvió a su casa rayando en la convulsión: nadie la vio, no pudo bailar con él. Y lo peor: no tuvo oportunidad de demostrarse a sí misma que sabía bailar tan bien como en gimnasia, imaginando el aro en sus caderas.

De todos modos, la batería y las guitarras no la hubieran emocionado tanto como la emocionó —a ritmo de blues, con el festival de las paredes y el firmamento de luna violeta— la forma como Luis la desnudó sobre la alfombra, para iniciarla en esa vida que destruyó la del bróder.

El pure de Tina se contentó con casarlos por civil. La Zurda perdió su techo de la noche a la mañana. Y sin emprender las razones, con pantalla de tristeza para no alarmar, en silencio juró venganza. Decidió hacer justicia por su propia mano. Qué siniestra, el sobrenombre le viene al pelo. Se le encendió el bombillo cuando encontró a Joselolo hasta —el culo— consumiendo las ganancias.

Entonces la mujer se dedica a explotar el eclipse en que andaba el chamo. Compra una falda y un blusón fucsia con la liquidación que Luis dejó involuntariamente debajo de las cornetas. Y se arrancan, en una de esas, para Camurí, a sacar el doble despecho con Elías y su susodicha. Cutuflá les pasó las entradas: su grupo alternaría con los visitantes. Y si Güili me llama, le resuelvo los timbales. Así fue. Almendra no vino porque el trombón no le canceló completo la última gira. Cutuflá se lució de gratis. En el intermedio le dejó a La Zurda un poco de perico boricua que le regaló el pianista.

Hermanolo bebía para perder el conocimiento y olvidar a esa gorda ojos de lechuza que lo miraba desde todos los lugares. Esa cara redonda de luna fosforecente que se escondía y burlaba detrás de las cabezas oxigenadas. Cuando La Zurda le oyó cantar, capturó su estado y le calculó un ron más para clavarse debajo de la mesa. Retiró el vaso con mucho cuidado, le arregló el cuello de la camisa y acompañó el contrabando: Te quise con alma de niño / y me pegaste con traición /el niño se compra con un dulce /que con mentiras me robaste el corazón.

Lo sacó a bailar bombacarambomba y el parejo deslizaba rechinando sus zapatos con el brillo del trombón entraba a destiempo con el coro y se le escapaba a la siniestra con su reserva de levanta muerto: Ayer lloré y hoy me río.

La Macabra lo llevó a botar la curda a Playa Los Angeles. Elías y su consorte prefirieron caerse a pasiones dentro del volskwagen. Entonces la ex de Luis le quita los zapatos al bróder y le instala par de torres bajo las fosas.

Al rato caminaban a orillas del mar. El hombre, sanidad, como si no hubiera visto caña en mucho tiempo y la mujercita pegada a él como una calcomanía. La noche, el mar y lás estrellas le encendieron la sangre al pana y, aunque la jeva es federica, la tumbó en la arena dispuesto a encontrar los aretes que le faltan a la luna.

La veteranía de La Zurda quedó demostrada desde el principio: bajo la falda fucsia se abrió el Triángulo de las Bermudas reforzado con piedralumbre. El bróder le metió una cuarta después del casco nazi y le almidonó el cuartel.

En toda la pantomima, La Zurda imaginó a su ex clavándole las espuelas con el ritmo que la enloqueció durante un año dos meses y trece días. Reprimió su nombre las dos veces que se le acababa el mundo y al final mordió, chilló y escupió, cuando Joselolo le sacó la pala y se levantó: el gobierno se acercaba linterneando la playa.

En los días de carreras, Hermanolo corría burda. Primero subastaba los mejores de la cátedra y después luchaba por rematar los burros. Vendía bailando. Miraba por los poros. La Zurda le cantaba la zona: la policía y los de la banca del terrible Berra, le tenían el ojo puesto. El bróder se boleaba bien: la mitad de Las Mayas se retrataba con él porque inspiraba confianza. No había comenzado a volar sobre los techos ni a gritar sermones a todas horas. Nadie, entonces, le había dado la espalda o sacado el culo, que no es lo mismo pero es igual.

Calle luna: la gente de Berra el terrible lo andaba cazando. Calle sol: La Zurda lo tenía obstinado con sus casquillos. Calle luna calle sol: no se podía dejar tumbar el negocio. A él lo tumbaron una sola vez y quería olvidar, aprender a olvidar, olvidar a olvidar: perdonar.

Y ahí es cuando aparece

EL PENTECOSTAL

Andando en la nota del olvido y el perdón, una tarde le cae El Pentecostal. Joselolo cargaba el güiro cruzado de rosarios: mándrax dosis doble. Y, citando al apóstol San pablo el hombre dijo:

«Si hablo las lenguas de los hombres y aún de los ángeles, pero no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o un platillo discordante. y si hablo de parte de Dios, y entiendo sus propósitos secretos, y sé todas las cosas, y si tengo la fe necesaria para mover montañas, pero no tengo amor, no soy nada. Y si reparto entre los pobres todo lo que poseo, y aun si entrego mi propio cuerpo para ser quemado, pero no tengo amor, de nada me sirve».

Más nada: al bróder se le escondieron las medias. Porque okey: La Zurda lo había atrapado con las tenazas de cangrejo que tiene entre las piernas, sin embargo, sentía una monstruosa soledad. El Pentecostal siguió leyendo y su antigua fe fue despertando.

Joselolo tenía sus dudas, pero andaba menos mal. La Zurda ignoraba la transformación. No le hacía cerebro a las escapadas que se echaba todas las noches: sabía que moriría ahí, quemándose la lengua con el alumbre. Mientras tanto, el bróder bebía el vino montesanto y atestiguaba los milagros de Yiye Avila en el Nuevo Circo.

La mujer estaba clara: lo principal era la venganza, como se lo había jurado casi un año atrás: Joselolo debía disolver a la pareja. ¿Cómo? Todo bajo control: dar a Tina el descanso eterno. Así, Luis volvería a ser para ella para ella nada más.

Joselolo combinaba los trajines del evangelio con los castigos del cuerpo: las palabras de los apóstoles le aceleraban la nota y bajaba a mil por hora al paraíso terrenal de La Siniestra: la sermoneaba, la lamía de cuerpo entero y, duro como la gelatina, se babeaba por ella e imaginaba los ojos de lechuza, la cara redonda de Tina. Hasta que una noche, enluisado, cabalgándola con violencia, le prometió vengarla.

La jeva le consiguió un hierro.

Hermanolo lo estrenó ese mismo día en el remate: después de la quinta válida, la casa ofrece una ronda de cervezas. El bróder tenía el porcentaje resuelto, aunque en la tercera tuvo que reforzar la salida de diez burros: sólo Charli, Pliotá, Adel y Cabilla regatearon a Escorpión, el favorito. Transaron en tres tablas. El Profe y Corazonada arrancaron conformes con ciento cincuenta y sesenta, que Adel y Pliotá les metieron. Escorpión arrasó. Joselolo no pudo impedirlo. Se fue reponiendo y antes de la sexta, lanza la ronda para matizar.

La Zurda había avisado que Cabilla chambeaba para el Berra. Hermanolo, sin pararle al público de gallinero, envuelto en extraña paz por culpa de El pentecostal, anotó su duro sobrenombre y el número quinientos al lado del tercer favorito. Resulta entonces que Joselolo, mosca con la cuenta de las cervezas, deja arrancar la última del domingo sin cobrarle al Cabilla.

El hombrecito le dejó a Aleja un mono de doce tercios y a Hermanolo el rancho ardiendo con Barceló que se resolvió mil bolívares. El bróder aflojó una orquídea y quedó debiendo poco menos de la mitad. Caída y mesa limpia. Desbancado por nuevo, coño, por ñero. La Zurda no se pela. Del Cabilla: nada por aquí nada por allá.

¿Y a que no se imaginan quién llegó?

Damas y caballeros, en vivo y en directo desde Puerto Escondido: BERRA EL TERRIBLE.

Berra es tan flacamente flaco que si pica el ojo parece una aguja. Una vez se le escapó a la policía de la manera más pendeja: se pegó a un muro y lo confundieron con una grieta. Pero la fama: ¡Guillermotel! Joselolo tantea el hierro. El hombre queda fuera de base, desarmado, y vuela por el patio de Aleja, cae al baño de Barceló y se pierde. El bróder no había terminado de sacar el revólver. De repente escupe un candelazo y tumba la ventana. Con la gran suerte de que nadie estaba asomado, porque si no, le escarcha el güiro.

La vieja Aleja pálida arrecha más que arrecha, lo insulta bestia de mierda asesino no es la primera vez que intentas matar a alguien. Por aquí no vuelvas, hijo de la grandísima puta.

Hermanolo confuso asustado arrecho también, piró sin dirección determinada. La Zurda con el domingo libre: playa Canguro. Qué vaina. Lalo montando guardia. Qué vaina. Pliotá tiene un buen calmante: media bombona de anís granulado. Acto seguido: los elementos caen a una postura de agua casemarisol. Marisol —cortesía les sirvió su respectiva ensalada y algunas onzas de ron.

El bróder, feliciano, volando vio venir a la catira sola soltera sin compromiso. Le costó y cortó reconocer que Luis tiene muy buena mano. Buenísima. La sacó de la reunión. Sentados en las escaleras le dio arrechera, calidad pura, saber que amaba burda a Luis. Al punto de querer parir para complacerlo y, para colmo, Luis estaba resuelto: además de la tienda, chambeaba a destajo con la Cóleman y ganaba un buen porcentaje controlándole la plata a la banca del Berra.

Puta reputa coñoetumadre
Charli se la quitó como pudo

Y dice el coro:
Joselolito firmó
su acta de defunción.

 

Bebió de un palo todo el anís, todo el ron. Obligó al hermano Pliotá, bajo cañón y todo, a soltarle los granos que le quedaban.

Segundo debut: el zinc comenzó a tronar como si una manada de gatos peleara y peleara un virgo. Las balas se le acabaron, bendición divina, al tercer disparo. Acabó con la fiesta. Con todo. Acabando de acaba con su vida. Se fue saltando sobre los techos con la mirada fija en la casa de sus viejos.

Lalo ya sabía el cuento. Lo esperaba con ganas de descargarle encima todo el asco que le producía, de devolverle la vergüenza a machetazos.

Lo sentó de un planazo en pleno pecho. El bróder le tiró el revólver y sacó su picoeloro. Entonces el viejo le dejó caer el machete, esta vez de filo, con toda la fuerza de su alma.

Del libro: Cuentos que hicieron historia (El Nacional,2005)

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