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Los solos

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Abrieron el puerto y el mar se hizo gente, ni Poseidón intentó contener la estampida.  Moisés trató de convencerlos de que sus brazos ya estaban viejos y no tenían fuerza para poder aguantar durante tanto tiempo la separación de las aguas. Hicieron  caso omiso a su advertencia y continuaron cruzando el mar abierto y entre todos aplastaron a Moisés que se quedó sin el auxilio de Dios porque este también se había largado entre los primeros migrantes. Con los huesos del infortunado profeta, antiguo desgranador de mares, construyeron una barca, en la que se montó la mujer de Lot negada a mirar hacia atrás, donde espanta la noche, según oyó decir a no recuerda qué poeta un día.

Los que se fueron cruzaron el mar durante semanas hasta que un día no quedó más que esa barca de huesos deambulando de orilla a orilla como el recuerdo de una antigua indiferencia.

El río, nuestro afluente más cercano y querido, no soportó tanta soledad y acorde a su jurisdicción se tragó la iglesia, la plaza, sus palomas, los balcones y se echó a vivir debajo del agua sin su asomo sobre las piedras. Fue así como nos quedamos solos, haciéndonos los vivos, manteniéndonos sobre estos restos de mundo, solos y sin alas para espantar las moscas, solos y con acumuladas tristezas.

Para tener idea de cuántos y quiénes éramos hicimos un censo, los resultados nos empobrecieron más: no quedó juventud, no quedó infancia;  apenas un pastelero; nadie para sembrar la tierra; un par de policías que vivían a escondidas; ningún perro porque hasta Catire se fue; una abuela con alzheimer sin recuerdos de remedios ni comidas, varias mujeres, un puñito de hombres; ningún sacerdote y todos los pecados; ni un médico, ni siquiera un yerbatero, pero nos quedó trigo,  bastante levadura, un alambique y varios sacos de papas.

Además de solos también estábamos aburridos, los días transcurrían en un lento sopor en los que nos dedicábamos a mirar al cielo e inventar orgías y guerras entre nubes, la ociosidad nos permitía especular sobre qué hay en la despensa de Dios y adivinar en cuántas vueltas se iba a echar el hombre que empezó a creerse perro y que andaba detrás del grupo como un sabueso zalamero en sus cuatro patas. A veces nos preguntábamos cómo estaban los que se fueron y si acaso se acordaban de nosotros. No había modo de saberlo, ningún cartero quedó para traernos la correspondencia que nadie enviaba porque pronto entendimos que nadie envía cartas desde el porvenir. Por necia costumbre o infantil fantasía a veces íbamos al mar para ver si algún arrepentido regresaba, el paisaje desolado con un sol y las nubes que ya parecían de cartón viejo y desteñido no hacía más que respaldar el temor de la mujer del carnicero Lot: quien vuelve atrás lo espanta la noche. Resignados y dolidos nos meábamos en la orilla del mar como si quisiéramos hacerles llegar a los que se fueron la sal de nuestra amargura y nos devolvíamos a nuestra rumiante soledad hasta que un día a uno de los nuestros se le ocurrió una idea: hagamos un festín hasta reventar. Fue una gran idea que casi todos aplaudimos.

El entusiasmo por la fiesta nos cobijó, trabajamos desde temprano en comunidad, estábamos decididos a hacer una inolvidable celebración, esta vez nos comeríamos la tristeza. El hombre perro saltaba en sus cuatro patas y no cesaba de mover la ridícula cola de tela que le pusimos sobre el trasero mientras nos veía afanando en la organización del festín.

Fue la oportunidad dorada para lucir nuestras mejores prendas ya olvidadas en nuestra casi desnudez diaria. Algunos hombres sacaron sus corbatas y sombreros, otros más elegantes y más viejos apostaron por un frac cuya nocturnidad contrastaba con la brillantez del sol y ese polvillo que repentinamente comenzó a levantar el viento y que hacía que los faroles de papel que pusimos de adornos sobre las mesas se movieran  como estrellas a punto de desprenderse. Algunas mujeres optaron por las infalibles perlas, otras decidieron gastar el resto de maquillaje que les quedaba en sus rostros. De algún modo éramos un carnaval a destiempo.

No había músicos para acompañar la velada; sin embargo, no estábamos dispuestos a  someternos a la opacidad del silencio, así que torturamos violines, armónicas y guitarras y todos bailábamos en medio de aquel polvillo que el viento nos arrimaba. Al pastelero pusimos a amasar pan en formas de niñitos que crecieron gracias al poder cósmico de la levadura y que comimos acompañados del agrio, asqueroso, pero estimulante licor de papa. Todos estábamos contentos, un poco delirantes, nos hacíamos promesas de nunca abandonar este lugar; éramos unos borrachos románticos, tristes, patéticos y fastidiosos que inventábamos cánticos del tipo uno para solo y solos para uno. Hasta la abuela con alzheimer se embriagó y pocos nos fijamos que con pasos tambaleantes y un collar de flores falsas fue a dar al río que escondía su agua en lo profundo junto a la iglesia y el resto de las cosas.

Ya muy ebrios oímos que uno de los hombres propuso: ¿y si buscamos a los policías y les cobramos nuestros muertos?

Je,

jeje,

hora de descontarnos, vamo.

Era de vernos, ¿por qué ningún cineasta estuvo ahí para documentar la escena?, porque todos se fueron.  Los solos, los locos rumiantes caminábamos tomados de las manos, cada uno era el eslabón irrompible de una cadena; el primero llevaba un reloj de arena, el resto palos, el último tocaba la armónica y caminaba de espalda, a contracorriente del grupo, pero era arrastrado por la fuerza de todos. Danzábamos y las nubes de polvo envolvían nuestros cuerpos, estropeaban el maquillaje de las mujeres y alejaban las corbatas de los cuellos de los hombres, los sombreros volaban, sin que nadie rompiera la cadena para recuperarlos. Muy cerca nos seguía el hombre perro sin parar de ladrar, confundido por el destino que seguíamos pero leal a nuestro infortunio.  Sin perder el ritmo sonábamos paredes, pateábamos puertas de casas abandonadas, hacíamos ruido, barullo, éramos manada.

Descendimos hasta el escondite de los policías, logramos hacerlos salir y notamos que se estaban muriendo de flacos.  Las mujeres se acercaron y los rodearon con guirnaldas de plumas violetas y les lanzaban besitos mientras los amarraban, el hombre perro no vacilaba en gruñirles, mostrarles los dientes y tirarles tarascadas. Vamos, policías, vengan a comer estos pancitos en forma de niñitos. Acérquense, hombres, que venimos por sus huesos porque con ellos vamos a hacer a Dios a imagen de nuestra semejanza y lo vamos a atar de cabeza y a enterrar de pie para que no nos falle de nuevo, para que no se escape, para que no nos vuelva a abandonar.

A los policías los colgamos y le dimos piñata, con sus huesos hicimos a Dios y con él nos fuimos hasta la orilla del río para que mediara con él y nos dejara entrar a buscar a la abuela y a sacar la iglesia y el resto de las cosas. Pero el río estaba empeñado en no dejarnos pasar. Ábrenos la puerta que te traemos serenata, ábrenos que aquí hay licorcito y también unos restos de pan. Abre la puerta, río, que aquí te traemos estos huesitos de Dios. Ábrenos que somos gente de estas aguas, no nos eches al mar.

Y somos gente de estas aguas y no nos eches al mar. Y somos gente de estas aguas y no nos eches al mar.

Nadie sabe por qué el río se conmovió, tal vez fue nuestro ridículo sentido de pertenencia o porque Dios estaba a nuestro lado, nunca lo sabremos, pero ese día la puerta se abrió y toda el agua se nos hizo encima y pudimos ver nuevamente a la abuela con los ojos llenos de piedras, a la iglesia profunda y mohosa a donde Dios fue a parar. Y allí nos quedamos toditos los solos en ese río lleno de huesos.

 

Del libro El perro estar (El Taller Blanco Ediciones, 2019)

 

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