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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Como un perro atravesado en la avenida

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Varios golpes sacudieron la cama de Yamiley. Varios golpes entre dos silencios. Ella que siempre dormía profundo los oyó, porque en realidad no había dormido bien esa noche. Eran como las cinco de la madrugada, no tuvo chance de ver la hora, pero lo supo porque el sol comenzaba a colarse entre las rendijas del techo de zinc con la transparencia de un filtro de su rancho de cartón piedra.

Sin que pudiera reaccionar, uno de los tres hombres que estaban ahí parados frente a la puerta preguntó:

—Por favor rápido… ¿está Dixon?

Torció el gesto y con una lentitud enervante recogió con su mano derecha los cabellos que en forma automática sabía cómo apartar de la cara, y aceptó responder con los dientes apretados:

—No está.

Los tres hombres habían irrumpido en su duermevela y le eran totalmente desconocidos.

No estaba, cierto. Dixon no había ido a dormir a su casa esa noche. Se fue donde Miladi. Como ya lo había hecho millones de veces antes. Pasó de largo por su casa, subió cerro arriba y se presentó en el rancho de Miladi. Trastabillaba, caminaba con el cuerpo flojo, se inclinaba hacia los lados como si cada pierna fuera independiente y los brazos péndulos. Tropezaba y se enderezaba, caía y se levantaba hasta que pudo por fin llegar a su destino a duras penas, como un balancín. Con el hombro empujó la puerta endeble de un solo envión y se fue directo al refrigerador. Tenía que seguir bebiendo para que su cabeza no pensara. Destapó una cerveza y de un solo trancazo se la bajó. Aprisionó por la cintura a la hembra de piel oscura y tetas duras, la acorraló con su ingle y le hizo el amor ahí mismo, en la mesa de la cocina.

No, imposible irse esa noche a su casa y verle la cara a su mujer. Dixon se las daba de guapetón, pero era buena gente, quería a Yamiley, claro a su manera y mientras ella cuidaba del rancho y del hijo, él hacía mandados con su moto Bera que bastante le costó conseguir.  Con eso de los mandados y otras cositas, resolvía.

Era buena gente, sí y no era como los otros compadres suyos que tenían regados miles de hijos por ahí. No, sólo estaba Jhonn el que tuvo con Yamiley y otro más, que le apareció en la adolescencia, Robinson, y que andaría por los diecisiete. Dixon se ocupaba de él cuando las cosas le iban bien. Quería que estudiara. Era su primogénito, igualito a él en figura, pero todo seriecito. Pronto entraría en la universidad. Vivía con la mamá que era costurera, y no arriba, en el cerro lleno de inmundicias, sino en la pata del barrio, en Petare.

No, esa noche Dixon no podría verle la cara a Yamiley ni a nadie de su familia.

Después de otras revolcadas, más furiosas que sexuales, dejó extenuada a la pobre Miladi que en un momento dado lo empujó hacia un lado para ponerse a dormir. Pero Dixon no tenía sueño. Se fue de nuevo al refrigerador y con otra botella se acercó a la ventana. La luna menguante aún dejaba ver la sombra de los árboles que se erguían entre los pobres ranchos apiñados. A esa hora, esa silueta de millones de casitas bordeando un cerro, árboles y una media luna de película hasta parecía una postal de un pueblo de esos que se ven en los anuncios de la televisión.

Coño, qué me pasó. Seguro que se murió. La maté, segurito. Cuando volteé la cabeza, la vi tirada en ese charquero. Dios miito! Coño. Venía a millón y tuve que comerme esa flecha. Tenía que salir volando.

Cierto, Dixon no era mala gente, pero de vez en cuando tenía que redondear el sueldo porque no sólo de mandados vive el hombre. Eran cosas pequeñas, él las llamaba resuelves. ¡Y cómo le gustaba a Yamiley comprar algo más de comida para el hijo, para ella un adornito y prepararle a él su hervido con carne abundante! Pero esa noche no pudo ir a su casa, tuvo que ir donde Miladi. Sí, con ella podía revolcarse hasta la saciedad. Hasta vomitar su espanto.

Ese mediodía era ideal. Andaba con su Bera en una cola interminable que no caminaba. Calculó que por lo menos podría conseguir varios celulares y uno que otro bolso full de billetes. Su objetivo casi siempre eran las señoras maduras. Pero se encontró de repente al lado de un señor que hablaba por un tremendo celular con el vidrio bajo. Más fácil imposible. No tenía que hacer el menor esfuerzo. ¡Dame ese celular o te quiebro y no grites coño e´tu madre!. El sol pegaba sobre el casco. Al señor del celular no se le ocurrió otra cosa que subir el vidrio oscuro de su auto y hacer sonar la corneta como un loco. Claro maldito, tú como que sabías que mi pistola no tenía balas ¿Por qué me jodiste la vaina? Y esa corneta que me está berreando. Sin pensarlo dos veces terció la rueda, giró el manubrio, salió huyendo lo más rápido que pudo de esa situación escabrosa y cruzó hacia la derecha justo en la esquina de la avenida Cajigal.

Y la tipa se me cruzó en la carrera. Pude haberla evitado, claro que sí ¡dios miiito! Pero no, me la llevé por el medio como un perro atravesado. No sé por qué. Ella saltó por los aires y seguro que se le partieron todos los huesos. Creo que lo oí. Crujieron todos Y ahora qué?

Otra cerveza para olvidar sus pensamientos. Sus resuelves eran inocentes, hasta la pistola que usaba no iba cargada, nunca tuvo intención de hacerle daño a nadie, pero la gente tenía que entender que la cosa no estaba fácil.

Debí haberla recogido o al menos llamar a la ambulancia, a los bomberos, yo qué sé. ¡No, imposible! ¿Y si me preguntaban? Seguro me ponían preso. ¿Qué digo? Eso sí, juro que nunca quise hacer daño a nadie, lo juro por ésta. Y besó el dedo pulgar que formó la cruz encima del índice con una vehemencia que hizo contorsionar los labios y saltar saliva por los lados.

—Señora, ¡tenemos que conseguir a Dixon! —le dijeron los desconocidos a Yamiley.

—¿Pero para qué?

—¡Tenemos que conseguirlo!

Ya algo más espabilada y con el mismo tono que le hacía arrastrar las palabras, la mujer dijo:

—Esperen a ver si lo ubico por el celular.

Se dio la vuelta con aquella dormilona de tiritas que relevaba sus redondeces de mal comer pura pasta, plátanos fritos y arroz, encontró el aparato y lo encendió.

—Lo siento, su celular está apagado. Será cosa de esperar, pero díganme, ¿de qué se trata?

—No, no, tenemos que hablar con él mismo…

Dixon estaba malhumorado, ahíto. ¿Cómo iba a verle la cara a su mujer? No debía contarle nada, pensó que era lo mejor. No complicarse la vida, ya era bastante embrollada sin esos detalles. Era la primera vez que había matado a alguien, eso creía, y la primera vez que su sueño no era tranquilo. Él también, como Yamiley, sabía dormir a pierna suelta. No le pesaba la conciencia…hasta entonces.

Tendría que irse a su casa, pero por los momentos prefería quedarse con Miladi que nada le preguntaba, sólo que de vez en cuando se acordara de ella y le diera sus caricias y su sexo. Sólo eso.

Entretanto, el sol comenzó a desnudar aquella postal nocturna con sus rayos despiadados. Y los tres hombres, todos ellos con chaqueta de cuero y cara de acontecimiento, se fueron. Uno de ellos le pidió a Yamiley que inmediatamente al aparecer Dixon se pusiera en contacto con un tal Elmer Paul a un teléfono que le anotó.

Después de ese trasnocho Yamiley se pasó una esponja enjabonada por todo el cuerpo y acompañó a Jhonn a la guardería. Decir que no estaba preocupada sería mentir, y Dixon sin aparecer. Eso pasaba algunas veces. ¡Qué importaba! Con tal de que cumpliera, con tal de que la protegiera y con tal de que la amara. Sí, se sentía amada. Él a veces avisaba cuando se quedaba fuera, otras no. Estaba acostumbrada. Pero esos hombres, ¿qué querían? Si a Dixon no le pasó nada, ¿Por qué lo buscaban con urgencia? Además no eran policías, ¿entonces?

Con esos pensamientos Yamiley se puso a ordenar lo más que pudo su habitación, su hogar. Tenía incorporada una cocina y una cama encubierta por una cortina. El baño era una cabina hecha con listones también de cartón piedra, como el rancho todo. Era su hogar y vivía feliz ahí con su Dixon y el hijo de los dos. Hacía lo que podía. Tenía sus proyectos. Sabía aislar las horas de felicidad y encerrarse en ellas. Algún día saldrían de ahí. Ella llevaba y traía a Jhonn de la guardería. No lo dejaba solo. Sería cuestión de tiempo. Dixon la sacaría de ahí.

La noche trajo de vuelta al hombre que había decidido por fin volver al hogar. ¿Cuánto tiempo más podría quedarse fuera? ¿Quién lo alimentaría? Ahí vivía, ahí estaba su ropa, su comida, su mujer, su hijo. Quería a su familia.

Ese día lo había pasado de un lado a otro con los mandados pendientes, y al llegar a su casa se fue directo al refrigerador. Otra cerveza. No tenía hambre. Sólo sed, sed, mucha sed, para ver si apagaba el fuego infernal de su estómago. Con el cabello revuelto y las mejillas hundidas Yamiley sabía que no debía preguntarle ni decirle nada, dejar que las cosas se enderezaran solas. Que fluyeran.

Pero estaba pendiente con un ojo en la TV y el otro a la espera del mejor momento para contarle lo de los tres hombres que habían venido a buscarlo.

Cuando se lo dijo, se hizo el silencio, solo el silencio, un silencio como el vacío antes de una desgracia que se ve venir.

¿Qué es lo que quieren de mí?, pensó. ¿No sería por lo del accidente? Nadie me había visto, nadie pudo anotar la placa de mi moto, ni siquiera está registrada a mi nombre ni a mi dirección. Además ¿cómo me iban a reconocer si cargaba un casco y lentes oscuros? Tranquilízate.

Yamiley volvió a la carga:

—Creo que debes llamar al tal Elmer Paúl.

A Dixon le sonaba ese nombre, pero de otros tiempos y otros sitios. Tenía que tranquilizarse. A lo mejor algún negocio, pero ¿a esa hora de la madrugada?

Cuando se decidió, su mujer le prestó su celular, el suyo seguía aún descargado. Después de varios repiques que se le hicieron eternos oyó una voz. Claro que lo conocía. Y cada frase que saltaba de la conversación le fue marcando el rostro con carbón candente. y al colgar el teléfono todo el peso de su cuerpo cayó en la poltrona de mimbre.

Yamiley desde atrás tuvo miedo, y es que por el gesto y el ruido que traspasaba del celular entendió que las palabras que le decían a su hombre parecían piedras que caían en un pantano, y que le salpicarían a ella y a todo lo que la rodeaba. Alcanzó a musitar:

—Mi amor, ¿qué pasó?

Dixon la tomó por los hombros y los apretó con tal fuerza que le hizo daño. Se le quedó mirando como si quisiera destrozarle su rostro, su ser. Toda ella le parecía una morisqueta sin sentido. La sacudió y la dejó caer encima de la cama. Yamiley se apretó las manos del estómago, esa actitud y ese silencio rabioso estaban a punto de enfermarla.

Anteayer a horas del mediodía habían matado a su muchacho, al que iba a ser profesional. Al que iba a salir adelante. Por mala leche el hijo había pasado entre un choque de pandillas y una bala lo alcanzó en la cabeza. Todos buscándolo y él revolcándose con la puta de la Miladi.

De dos zancadas llegó a la puerta. Lo esperaban en la morgue. Antes de salir miró a todos los lados como si fuera a irse lejos, a la India, al Japón o al mismísimo infierno. Yamiley seguía recostada con los ojos traspasados, la cortina vuelta mierda. Solo podía verse la mesa de la cocina que brillaba con el único bombillo de la casa y el refrigerador que a lomo puro había subido hasta ahí con orgullo estaba aún abierto, los trastos en orden, y la poltrona de mimbre, sí, su vieja poltrona de mimbre que algún día había prometido arreglar, se alejaba y se acercaba de su vista.

¿Quién estaba sentada ahí? ¿Yamiley? No, no era ella. En su poltrona de mimbre, en la que descansaba, en la que miraba la TV, en su propia poltrona de siempre estaba tendida la tipa esa, sí, la misma que se había atravesado como un perro en la avenida Cajigal. Los brazos hacia afuera, las piernas extendidas y la cabeza torcida, mirándolo, mirándolo.

Dixon contrajo los puños. Lo esperaban en el edificio de las neveras para reconocer un cadáver. El de Robinson. Revuelto y mudo salió del rancho. Y al pisar afuera se sintió como un perro atravesado en la avenida.

 

Cuento contenido en el libro Hombres que eran bosques y otros relatos (Editorial Popular, 2020)

 

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