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¡Otra copa, viejo!
Jaime apoyó la invitación descargando el recio puño sobre la mesa que bamboleó con un crujido seco.
El viejo se inclinó, vacilante, para alcanzar la botella que ocultaba debajo de la mesa.
—La vieja está ya muy borracha — apuntó Jaime, despectivo.
—¿Borracha?¿Yo?—berreó la vieja, extendiendo el brazo hacia el vaso lleno.
Bebieron en silencio, con los ojos entornados, en delectación bestial.
—¡Bueno!— opinó el viejo, chasqueando la lengua.
—Magnífico— gruñó Jaime, relamiéndose golosamente.
—¡Estupendo!— concluyó la vieja, abriendo desmesuradamente la boca negra y desdentada.
Un candil humeante, colgado de un gancho en la pared renegrida, iluminaba borrosamente los rostros de los bebedores, que en la embriaguez asumían una misma expresión de cruel inconsciencia: mandíbulas convulsas, narices enrojecidas, inmovilizadas en una mueca de conscuspicencia, frentes atormentadas, ojos hundidos en cuyas profundidades latía, con resplandor de locura, el alma bruja del alcohol.
En un ángulo del cuchitril dormía entre harapos, un niño de pocos años. Era hijo de Jaime. Nació allí. Entre el vaho apestoso de la zahurda, en el escándalo de las borracheras interminables, entre el chocar de las copas y el rugir de las disputas insensatas. La madre había muerto días atrás, consumida en aquel antro de vicio y de miseria. El niño vivía de milagro. Nadie cuidaba de él. Se arrastraba por el suelo viscoso, chillando débilmente, devorado por el hambre y la fiebre. Rebotaba bajo los pies de los borrachos, en las reyertas abominables, zarandeado, estrujado, apagados sus gritos de pavura por el estruendo de las pendencias. Sobre su cabeza silbaban las botellas que iban a estrellarse contra las paredes; las silletas lanzadas como catapultas, y estallaba, como un alarido del infierno, la batahola de los borrachos enfurecidos.
— El niño duerme como un bendito— susurró la vieja.
—¡Pobre!— gimió Jaime—. Me da lástima, verdad.— Y rompió a llorar con la cara entre las manos, encorvado el corpachón, con una fácil ternura de borracho.
El viejo, impasible propuso:
—¡Otra copa! Por la salud del niño ¡Que sea feliz!
—¡Que sea feliz!— gimoteó Jaime.
Bebieron a grandes sorbos, tragando con lentitud, hieráticos, litúrgicos, como si cumplieran un rito sagrado. Sus rostros reflejaban una serenidad mística; sus ademanes tenían gravedad unciosa; sus pupilas turbias se llenavan de visiones seráficas. Quedaron inmoviles, paladeando la interna fruición, hundidas las miradas en el fondo de los vasos en que relucían trémulas burbujas.
—No es mala una partidita— dijo el viejo saliendo de su letargo.— Echa las cartas.
Jaime arrojó los naipes sobre la mesa con un gesto sombrío.
La partidita fue fértil en disputas. Jugaban desatadamente, sin saber lo que hacían, tirandose las cartas a la cara, maldiciendo, prontos a liarse a puñetazos. Bamboleaban, pudiendo apenas sostenerse en los asientos, curvándose sobre la mesa que gemía bajo el espeso de los cuerpos desplomados.
—¡Afloja esa sota, viejo tramposo!
—¡Suelta el rey, vieja bruja!
—¡allá te va ese caballo!¡Trágatelo, ladrón!
Se miraban iracundos; se mostraban los puños; se insultaban groseramente, rugiendo obsenidades.
La vieja blasfemaba, estirando los labios en un gesto simiesco, revolviéndose como una rata rabiosa.
El viejo espiaba el juego de Jaime con fría cólera. A cada jugada del mocetón bufaba sin poderse contener.
—¡Ya te cogí, pícaro! —gritó golpenando una carta que Jaime acababa de jugar.
¿Dónde te la habías metido? ¡A mí no se me engaña! —¡Toma eso! —Y le largó una bofetada. Jaime esquivó el golpe. Los vasos rodaron con estrépito. La vieja aullaba.
—¡Condenados! ¡Perros! ¡Borrachos!
A la zalagarda infernal despertó el niño, llorando desesperadamente. Se retorcía entre los harapos con un estertor horrible como si lo estrangulasen.
—¡Que se calle esa rata! —amenazó el viejo, intentando levantarse.
La vieja argulló, convencida:
—Ya sé lo que tiene. Quire también su copita. Nos hemos olvidado de él y reclama, ¡claro! No faltaba más. Le damos su traguito, ¿eh?
Jaime asintió, tartamudeando:
—Hijo de gato…
La vieja cogió un vaso y se dirigió al rincón donde el niño chillaba, apremiado por el hambre. Los hombres la siguieron, tambaleándose.
La bruja acercó el vaso a la cara del niño. Este apretó la boca y se deabatió con rabia, rechazando el brebaje.
—No quiere. ¡Que tonto! —murmuró la vieja con desconsuelo.
—Es que tú no sabes dárselo —vociferó el viejo —. Trae acá; ya verás como bebe. Sujétalo por los brazos.
La vieja cogió al chiquillo por los brazos, sujetándolo contra el suelo. El viejo entonces, le apretó la nariz brutalmente, hundiendole en la carne los dedos encorvados. El niño abrió la boca, a punto de asfixiarse, debatiendose convulso. El viejo le vació el contenido del vaso. El chiquillo se estremeció, sacudido por violentas convulciones pataleando, estertorando, ardidas las entrañas. Después quedó inmovil, la cara amoratada, las piernas rígidas, los ojos abiertos en supremo espanto.
—Ya éste tiene para rato —dijo el viejo —. A dormir la mona, compadre. ¡Buenas noches!
—¡A dormir la mona! —corearon Jaime y la vieja mirando al niño con ojos enternecidos.
Y de pronto ,sin saber por qué, sin una provocación, los tres borrachos comenzaron a pegarse. Se arremetían ciegamente, asestándose bofetadas, coceando, aullando como endemoniados. Rodaron por el suelo, entre alaridos feroces, blasfemando, llorando, vomitando aguardiente.
Momentos después roncaban abrazados sobre el cadáver del niño.
Del libro: Obra selecta (Publicaciones de la Gobernación del Estado Aragua, 1995)