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Brutal y simple, el minotauro de la noche
te espera paciente en las esquinas.
(1)
Lo veo, lo veo. Los caracoles me lo dicen. La marea está subiendo y se va a llevar todo a su paso. El humano no puede hacer nada, a menos que escape. Ese es el designio.
*
El bebé berrea sin parar, se mueve de un lado a otro en su cesta. La niña mira a la criatura, pasmada por sus gritos y patadas al aire. Tiene hambre, al igual que ella. Lleva más de tres días comiendo únicamente manteca de cerdo, que mama de los dedos embadurnados de su hermana. El bebé hipnotizado, la mira directo a los ojos, demandando más comida.
Pero no hay. Desde hace cuatro noches que no hay comida en la nevera, y todos esperan a que retorne la madre. La niña ya no sabe qué hacer, se ha convertido en una carne sin nervios de tanto llorar. La angustia se le ha pasado a medias, luego de sacarse sangre al morder los pellejos de sus dedos. Necesitan dinero (como siempre), eso es lo que reclama su abuela dentro de la habitación. Por eso la llama inútil, porque aún es muy pequeña para trabajar, pero ya come como un adulto. Es un “estorbo”, ese podría ser su primer nombre. Estorbo Hernández. Ya se olvidó hasta de cómo se llama, la familia siempre le dice niña (o idiota, o cariño) y ella no cree que tenga importancia buscar otro nombre.
Mamá es la que le dice “cariño”, y a ella le gusta esa forma de hablar. Es un cariño triste, lánguido. Al hermano le dicen “bebé” o “criatura”, así son las cosas en la casa. A la niña le gustan las palabras, le parece que hacen sonidos hermosos y juega con ellas. Por eso pone mucha atención al televisor de la abuela, que suena como una interferencia de hormigas. A veces habla un hombre, otras una mujer. Todos dicen cosas que la niña no entiende: suenan como pajaritos cantores de la madrugada, como el ruido del puerto o la vocería del vendedor de plátanos en la mañana. También ve círculos amarillos, triángulos dulces, que saben cómo cielos con nubes de algodón y pastelitos de guayaba. Jamás ha probado ninguna de esas combinaciones, tampoco es que sea muy conocedora de los ruidos del mundo, pero sí tiene habilidad para imaginar.
Su abuela cree que esas son tonterías. “Solo los flojos imaginan”, dice. Entonces, ella evita hacerlo, excepto cuando está alimentando a su hermano. Allí deja discurrir todas las figuras extrañas que llegan a su mente con esos sonidos del mundo que regala la TV. Es su escapada de casa, su refugio, y se ha vuelto experta en ello. Es el único secreto que guarda.
“¿Cuándo llegará mamá?”, se pregunta al detener sus sueños despiertos. Mira hacia la puerta de la calle, oscurecida por el pasillo central del rancho, y se la imagina cruzando con aire de victoria. Sonríe. A la niña le gusta pasar el tiempo con su mamá, a pesar de que es escaso. Cuando ella llega, su hermano deja de llorar y los comentarios de la abuela no tienen el mismo efecto, es como si la casa respirara por si sola. También importa el dinero, claro. La niña piensa en el pan y la leche que va a poder comprar con el dinero que trae su madre. Se imagina las golosinas, y el queso, y los plátanos, y las frutas, y todas esas cosas ricas que comían antes y ya no pueden. No se pone triste, alguna vez lo estuvo, pero ahora se dedica a recordar sus sabores y la boca se le hace agua. La sensación le produce risa, cree haber ganado en su propio juego. Otras veces inventa sabores nuevos, es lo más inquietante, porque ha logrado producir unas experiencias en su lengua que no tienen descripción. Por ejemplo, una vez probó moho con mango y sal; otra vez algo que llamo duribidul porque sabía a flor con rocío, a mamón y a algo que se le escapa a su comprensión.
Ya se aburrió de nuevo y la madre no llega. Siente el hambre, trata de no pensar en ella. La niña está cansada de esperar, le aturde el llanto de su hermano, ni los juegos de palabra la entretienen. Con mucho cuidado, para que la abuela no se dé cuenta, se desliza al cuarto que comparte con su madre. Allí no tienen gran cosa: un camastro, una bacinilla y un escaparate de hierro con estampitas de la virgen del Valle. El silencio impera y hay una ventanilla, pequeñita, que da directo al mar. Se sienta en el filo de la cama a ver las olas brillando por el sol de la tarde, como espejos fulgurantes. Todo el horizonte es azul, cortado por un hilo plateado que forman los techos de zinc de sus vecinos.
A la niña le gusta imaginar que baja a la playa todos los días, utilizando un bikini como los de la televisión para tostarse la piel sin preocupaciones. Se vislumbra adulta, con el pelo largo y las caderas de su madre, con un paraguas rojo gigantesco, con el que puede volar por las playas y cruzar el mar en una zancada. Ese juego le produce una sensación de miedo, atracción y repulsión, pero vuelve a él por el placer de estar aterrada. Su mamá le ha dicho que crecer es una trampa, que los demás siempre quieren robarles tiempo a los niños.
¿Pero era en verdad así? Ella no se sentía en ventaja por ser niña, todo lo contrario: estaba atrapada. “¿Qué pasara conmigo cuándo sea grande?”, piensa. Una ráfaga de brisa marina entra por la ventana, le llena la cara y los pulmones. Pica y arde. No hay respuesta, solo incertidumbre.
El golpe de la puerta la sobresalta. “Es mamá”, se dice y sale corriendo a su encuentro. El pasillo se ilumina de golpe, la salina y el sol de la calle entran con violencia. La madre está detenida en la puerta: ausente. Tostada por el sol y sudando, piensa en otra cosa. Un sostén fucsia es lo único que cubre sus senos, desde donde se asoma el billete verde opaco. Es un billete americano.
La niña ahora es feliz porque los dólares traen buena suerte. Le gustaría festejar el éxito de su madre, hacer un gran baile a su alrededor y decirle “mamita linda”. Pero no hay tiempo para eso, necesita tomar el dinero antes de que la vieja salte, así podrá asegurar la comida para su hermano. Alarga la mano flaca hacia su madre, demandando. La mujer sigue detenida en el umbral de la puerta, obnubilada por la calle y el cansancio de la faena.
— Dámelo ya —fueron las palabras que quisieron salir de la boca de la niña, pero que la abuela las tomó como suyas con su voz rechinante—. ¿Qué haces parada allí como una idiota? Dame ese dinero ya.
La niña mira el altercado que recién acaba de formarse sobre su cabeza, aguantando las ganas de abalanzarse sobre el billete. La escena se repite como cualquier otro día, es una coreografía arduamente practicada por todos los miembros de la familia. El bebé llora con más fuerza. La abuela alarga y engancha los brazos sobre la madre, como un pelícano sobre su presa. Los ojos abiertos (oscurísimos) de su madre gritan de arrechera sin pronunciar palabra alguna.
La situación llega a su fin: la abuela se abalanza con todo el peso de su cuerpo sobre la niña y el pecho de la madre, arrancando el billete verde de su seno. Sale sin mucho ajetreo los diez dólares arrugados. Reina el silencio entre las mujeres, incluso el bebé ha dejado de llorar espiando el penoso espectáculo de placer ajeno. La abuela sonríe, mientras se le derrite el rostro de regocijo. Besa el billete dos veces, para luego inclinarse sobre sus capas de grasa a ofrecerle el dinero a la niña.
—Vas a comprar pan pita y café. Y me traes el vuelto… ¿Oíste?
—Pero mi hermanito necesita leche —reclama la pequeña a media voz, mientras agarra el billete temblorosa.
—Cállate, idiota —regurgita la abuela, para luego meterle un golpe directo en la coronilla—. Dije pan y café.
La niña, evitando otro golpe directo al cráneo, se escabulle hacia la puerta.
(2)
Una vela para San Isidro, otra para José Tadeo Monagas. Vas a poner sal gruesa bajo tu lengua, y maldecirás a tu enemigo tres veces. Si hace falta más: una foto de la persona, tres velas rojas, una gallina y tabaco para mí. Lo demás lo dirá el santo.
*
La niña escapa cuántos antes, corriendo escaleras arriba para perderse en la carretera. Otra vieja, amiga de la abuela, la ve pasar con indiferencia. Ella corre más rápido hasta que siente un tirón en la pierna.
Vuelve la mirada y se encuentra a su madre, tirada en el piso, aprisionándole el tobillo. Había corrido hacia ella apenas la abuela volvió a su camastro. La niña se detiene, mirándola desde el susto. Su madre es una mujer silenciosa, a veces parece más una sombra que un ser humano. Poco se hablan la una a la otra, solo dice lo necesario, se entiende gracias a las caricias nocturnas en el pelo. Hoy su mamá tiene la cara roja, también un poco verde. La niña sabe que traspasará el silencio y le dirá algo importante.
—Un favor… ¿Le puedes hacer un favor a tu mamá? —las palabras fueron como una caricia en el pelo y la niña asintió embelesada—. Vas a ir a la casa de la bruja, allá donde la negra Hipólita. Y le vas a decir que vienes por mí, le dices “me manda Yelaisa”. ¿Qué le vas a decir?
—Me manda Yelaisa.
—Ajá. Ella te dirá que pases, no toques nada. Ella te dará una cosa, envuelta en una bolsa, es mío. Luego vas a comprar pan y café como dijo tu abuela, y te regresas. No llegues tarde, la noche es fea, sale el Chivato ¿ok?
—¿Qué es el Chivato, mami?
—Una cosa.
—¿Pero qué cosa?
—Una cosa fea, no preguntes más.
—Me da miedo ir a donde la bruja.
—Vas a ir y punto —dijo la mujer mostrando sus dientes.
La niña jamás había visto el rostro de su madre con esa expresión, tuvo miedo.
— Le dices que le pagaré después, cuando todo acabe.
—¿Pero qué acabará?
—Deje de hacer preguntas, vete.
La madre no espera una palabra más, baja deprisa la escalera y se interna dentro del rancho. La niña masajea el billete entre sus manos, llena de una inquietud que se va alojando poco a poco entre sus costillas. El Chivato, todo el mundo en el barrio habla de un tal chivo, pero nadie le dice qué es. “Quédate en casa y no te metas en las conversaciones de adultos”, le regañó una vecina el otro día. La había escuchado hablar de aquella cosa, diciéndoles a sus hijas que cuando empezaba a caer la noche se alborotaba el chivato, así que le preguntó por pura curiosidad. Siempre la dejaban con la palabra en la boca, incluso la vieja. La había escuchado refunfuñando que era mejor dejarla en manos del chivato, “para que terminara de hacer lo que tenía que hacer”.
—¿Y qué va a hacer? —preguntó mientras alimentaba a su hermano.
La abuela la miró con odio contenido y chasqueando la lengua subió volumen al televisor. La conversación se dio por terminada, pero la niña se quedó pensando en el Chivato y el silencio de la gente. Y si ella, por alguna razón del destino, estaba encomendada a encontrarse con esa cosa. ¿Le traería felicidad a la vieja, paz a su madre?
No tenía respuestas para esas preguntas, además no podía ni imaginar cómo era el Chivato. Cuando trataba de darle forma en su cabeza, le venía una mancha oscura, sin forma, como una plasta de petróleo en la orilla del mar. También parecía una babosa, pero con cuernos, y palpitaba. Nada más. Era como si su imaginación no pudiese asir la idea del Chivato, como si su presencia fuese más grande que todo aquello que ella conocía. Eso le aterraba, incluso más que una visita a la bruja.
Inquieta por la falta de imagen, la niña sigue el camino. Cruza la carretera corriendo, dispuesta a internarse en esas casuchas de barro y madera que quedan al otro lado del monte. Ella sabe que allí vive la negra, como le dicen a la mujer macilenta y sin dientes. Su casa es un rancho maltrecho, con una puertecilla delgada donde cuelgan hierbas secas para ahuyentar los espíritus indeseados.
La niña ha visitado a la negra varias veces, por pura curiosidad, morboseando el interior de la casa. Nunca ha visto algo extraño, adentro hay una oscuridad cerrada y un olor nauseabundo a sangre coagulada. Algo le dice que no debería entrar, pero hoy es la excepción. Mamá ha hablado.
(3)
Tienes ojos de fin de los tiempos. Tu familia se acaba contigo. Los superarás, te librarás de la brujería. Y habrá una segunda oportunidad para la estirpe, pero: ¿la tomarás o no?
*
La casa, con la puerta abierta, esperaba ansiosa la llegada. La niña toca dos veces la puerta, casi acariciándola por la falta de fuerza en sus manos. No quiere entrar, porque ya divisa desde la calle la espesa negrura de la habitación y el olor a cigarro con sangre y palo santo. Dentro hay caracolas y unos collares que penden del techo frente a dos santos de madera con ojos de concha de mar.
La niña los mira y cambia de opinión, prefiere volver a casa y decirle a su madre que la negra no estaba, que vaya ella más tarde. Una voz detiene sus ideas, cavernosa y simpática le dice:
—Pasa cariño, tengo algo importante que darte.
La niña se decide. Luego de tomar un trago de su propia saliva, dice las palabras mágicas:
—Me manda Yelaisa.
Al traspasar el umbral de la puerta, el miedo cedió. El rancho es más espacioso de lo que imaginaba. Y en vez de ser oscuro, es azul ultramarino, con cristales guindando de todas partes e iluminando de tornasoles la pieza. La negra es gigantesca, gorda como nadie en el pueblo. Ella toda sonríe, su cuerpo es una risa entera, pero también hay algo animal aprisionado dentro de sí. La niña sabe que tiene que guardar distancia, así que está paradita como un militar en orden marcial, sin respirar mucho.
La bruja saca una bolsita de sus senos, blanca con un polvillo amarillo en su interior. Y se lo tiende en la mano para que la niña se acerque. La pequeña lo piensa varias veces, pero al final se decide. Toma valor y camina directo a la bruja, sin atreverse a mirarla a los ojos para que no le robe el alma.
La mano está a punto de tocar la bolsa, a centímetros de rozar su tela y todos los dedos le tiemblan. Quisiera prolongar el momento, para luego tener algo que contar a sus amiguitos de la cuadra. Se impresionarán al saber que tuvo el valor de entrar al rancho de la bruja, que tocó su mano y que la vio en persona.
Pero todas las fantasías y cuentos se esfuman. En vez de agarrar una bolsa, en un movimiento veloz su mano es aprisionada por la mano de la bruja. La mujer la ataja apenas baja la guardia y la pequeña grita de terror de solo pensar que será devorada por una vieja bruja. El grito que sale de su boca es el de un becerro, se está convirtiendo en animal bajo el influjo de la bruja y lucha contra la mano implacable para huir de ese nido de ratas.
— Calma niña —le dice la bruja sonriendo—. Tu mano me está hablando. Estás seca, pero no te pongas triste, eso tal vez sea una fortuna. Pronto, muy pronto, te cambiará la vida. Lo veo: tienes los ojos del fin de los tiempos, eres la última de tu especie.
Los ojos de la mujer centellan, como estrellas en el cielo nocturno. La mano libre danza alrededor de la niña, describiendo los movimientos de un pez inquieto. Las argollas, que cuelgan pesadas de sus oídos, sueltan el sonido de huesos chocando entre sí. Sin parar de sonreír, sigue diciendo:
— Te convertirás en mujer, puede que entierres un muerto o te vayas de la isla. Para que tengas huesos fuertes y un corazón grande que ame mucho a los hombres, come pan pita todas las noches. También ve al malecón a descubrir la sombra de tus pasos: Allí van a llorar sus penas todos los que no tienen alma y alimentan con sus lágrimas al insaciable mar. Te vienen tiempos duros, sí, salados. Pero tranquila no te faltarán los amores, ni el buen dinero. No tengas cuidado, que si no te toma el chivo viejo, te agarrará el gringo pendejo allá en altamar.
—¿Y quién es ese chivo?
—Es el que se encarga de convertir a las niñas en mujeres. Está enviado por Dios, esa es su misión. El Chivato las persigue y bobea, bobea, bobea con todas las sapitas mojigatas que se le cruzan por la calle. Les abre las piernas y las lambe toda para que lleguen bien puestas a la adultez.
—¿Y el gringo?
—Un hombre más.
Las palabras de la bruja suenan en los oídos de la niña como fosforitos decembrinos. No le entiende ni una palabra, el canto la enreda en su sonoridad zapateada. La niña se siente presa de un maleficio, pero al mismo tiempo su corazón da un vuelco de pez feliz y se calma. La bruja sufre una transformación, ahora ya no es una mujer gorda, sino una vieja negra flaca con turbante verde en la cabeza. Mustia y con las carnes colgándole en los cachetes, no sonríe. Extendida la mano, exige su pago.
—Mamá dice que se lo paga cuando todo termine.
La bruja arruga el rostro y mete un papelito, delgadísimo, en los ojos de una calavera. Las dos tienen un breve altercado de miradas. La niña ya no le teme a la bruja, aunque aún siente un profundo respeto por su figura.
—La próxima semana, sin retrasos o sino la maldición se revierte. Dile a tu mamá.
—Está bien.
(4)
El chivo aguarda en todas las esquinas. Carne fresca es lo que quiere. Se lucha o se entrega, pero nadie escapa de él.
*
La niña sale de la casa sintiéndose tan ligera como un pájaro. La noche empezaba a arremolinarse sobre los tejados y la gente corría calle arriba hacía sus casas. Lo supo: se estaba acercando la hora del Chivato. A nadie le gusta estar en la calle cuando cae la noche, se sienten seguros en sus salas oscuras con el televisor encendido, iluminando la nada. Ella, a veces, se queda mirándolos por la ventanita de la casa, espiando la rutina ausente de sus vecinos, cuyas formas de vida están tan vacías como una caracola de mar.
La niña no sabe cómo describirlo, cada vez que ve el rostro de su madre o de algún vecino percibe una soledad que no cabe en el cuerpo. Siente que las entrañas de los adultos no están conectadas con la vida, que el estómago y el cerebro les funcionan en otro espacio tiempo. Por eso es que el chivo aparece, piensa la niña.
La niña cree que ha sufrido una transformación luego de haberse encontrado con la bruja. Ha crecido en altura y comprende de forma distinta, casi como los adultos, pero no tanto. Con su nueva clarividencia, intenta ver al Chivato en la noche, y aunque le sigue huyendo su forma, cree entender algo. No se parece a las cabras que pastan en el monte, ni a ningún animal que alguna vez haya visto. Lo presiente: el Chivato es un palpitar en la piel, es un sentimiento, algo que arremolina el aire nocturno.
Ella le tiene miedo, aun cuando se sabe a salvo entre sus murallas. Sabe que es el destino prometido para todas las niñas del barrio, no hay artilugios. La incertidumbre se genera por querer saber cuándo aparecerá, cuándo atacará. ¿Y es que ataca? Cuando vio a la bruja a los ojos, la niña pensó que el Chivato era más grande que la bruja y que también alguna vez la había poseído. Sintió que el chivo también había compartido la misma cama de su madre y su abuela, las había puesto de carnes agrias y tristes porque hubiesen querido un mejor destino. Pero ella no tenía miedo, sabía resignarse y sabía ser como una cucaracha. Si se escabullía por el laberinto de ranchos y escaleras, silenciosa y pegada a las paredes, a ningún chivo le provocaría hincarle el diente.
La niña siente el poder clarividente de las palabras de la bruja. Ahora todo estaba claro, como si en el olor putrefacto del rancho de Hipólita le hubiese abierto los ojos y los oídos. Se interna por la escalera con pasos ligeros, tratando de no hacer ruido, dispuesta a entregarse a cualquiera que fuese su destino. Piensa en la promesa del gringo, pero aún no tiene edad para desear nada. Le da igual y esa libertad le aligera el cuerpo. Levita entre los escalones guiada hacia el centro del barrio. La gente ya está guardada en las casas y el olor a monte se hace presente, ella sabe que es una señal del chivo. Nada la perturba. Sigue transportándose gracias a la brisa marina y la emoción del corazón, quiere llegar rápido a su casa a entregar esos polvos amarillos a su madre.
Una sombra se mueve en un callejón, escrutando. Una cortina se alza por el movimiento de un dedo, un ojo humano observa. La niña mira el rostro del hombre dentro del rancho, sus ojos oscurísimos y penetrantes. El hambre en su boca se lo confirma, ese hombre está sintiendo el olor a monte del chivo. Y el chivo hablará por él, lo convertirá en una bestia y él disfrutará la ceremonia antigua de unión y sangre. Así debería ser, si la niña no fuese más inteligente. Ella no se detiene, baja volando en picada por las escaleras. Es tan liviana como una gaviota, le salen plumas de los dedos que le permiten esquivar todos los influjos violentos del chivato. Ella ha desentrañado el misterio más profundo, y ahora nadie la puede atajar.
En lo hondo del barrio se asoman los farolillos del puerto, hechos con potes plásticos de margarina. La brisa está salada y se escucha el sonido de un bolerito triste, arañando los corazones del malecón. La niña desciende, pone los pies sobre la tierra arenosa y se ve frente al mar, oscurecido por la noche. Es un animal gigante que no para de rugir, el esófago de alguna vaca sagrada. Ella lo mira, atraída por su soledad y misterio. Lo entiende: ha dejado los dominios del chivo, se está adentrando a las aguas de lo desconocido.
(5)
“Llegó la noche fatal. Noche de agonía para mi soñar…” (bis)
*
En el puerto todos son árabes, chinos o margariteños, que son la misma cosa siempre. Ella tiene que estar avispada, como le ha enseñado su abuela, para no dejarse joder. Camina rapidito, tratando de que nadie la vea, se interna en una casucha de barro y techo de palma donde un joven cocina pan pita en un fogón de leña.
El muchacho tiene las manos quemadas, oscuras como el carbón mismo. Lleva una camisa blanca y un turbante para que los calores de la cocina no le achicharren los pensamientos. Pasa el pan de una mano a otra, hirviéndolo en el fuego. La masa se infla como pez globo, se ensancha y hace una bola de vapor. La niña mira el espectáculo fascinada, le gustaría tener ese mismo oficio: cocinar a fuego vivo.
Compra ocho panes. Los guarda bajo el sobaco luego de convencer al muchacho que se los venda a cinco dólares. Parte rumbo al mercado, donde las tabernas y los cuchitriles para bailar se encuentran en su apogeo. La niña ve la cara de la gente: no reconoce a nadie. De noche, el malecón se vuelve un lugar de citas, lleno de forasteros. Hay algo raro en la gente que vive allí, piensa la niña, “Como si les faltase algo por dentro”. Lo nota al entrar la taberna-cafetería de Don Chucho: el triste bolerito de fondo, la gente bailando cerca de la barra, el vapor de la cocina humeando hasta el cielo. Café con aroma a licor. Y sal, la sal melancólica del mar, que limpia los pulmones.
Una mujer la mira. Bailando con su pareja, no le quita los ojos de encima. Tiene la piel tan negra como la noche misma y los ojos negrísimos, brotados. Le incomoda esa mirada, pero trata de no intimidarse. Piensa que acaba de abandonar la casa de la bruja, que nada puede ser más terrorífico que la mismísima Hipólita o el Chivato oculto en las casas. Toma valor y camina hacia la barra.
La fiesta se detiene. El bolerito sigue sonando, pero ya nadie baila. Las personas la miran con sus ojos chispeantes y las lenguas húmedas entre los labios. Nadie dice nada, pero la niña puede intuir una fuerza magnética en sus cuerpos. La están saboreando. Ya no puede echarse para atrás, tiene que seguir adelante con su cometido. Con el cuerpo lleno de temores, se detiene frente al cantinero para dar su orden. Se reconocen: aquel hombre es un vecino del barrio. Es igual a ella: temeroso de la bruja y del chivo, con ojos aguarapados de tristeza. Aunque no lo dice, puede ver el miedo aprisionado en su rostro, tampoco quiere estar en aquella taberna.
—¿Tú qué haces aquí, niña? —dice el cantinero. Está sirviendo una taza de café, humea como el infierno mismo.
—Vengo por café.
—Las niñas no deberían estar de noche por acá.
—Ya me escapé del Chivato.
El cantinero la observa, con un trapo blanco colgándole del hombro y la frente llena de sudor. Tiene las manos grandes, con callos gruesos, que no paran de servir una taza de café tras otra. Es un movimiento mecánico, sin equivocaciones. Mientras lo hace, echa una mirada hacia los clientes, como un animal nervioso que observa a su depredador.
—No deberías estar aquí, incluso hay cosas sueltas por allí más abominables que el chivo.
Lo abominable le respiraba tras el cuello, disfrutando del olor frutal de su piel. Era la otra gente, que bailaba y bebía, quienes siseaban al cantinero que se callara. Con una dulzura extraña en el cuerpo, se fueron sentando a su lado con sonrisas tensas en el rostro. Tenían una suavidad acolchonada en los cuerpos, que la niña podía percibir en los vellitos de sus brazos, y ella como acto reflejo cerraba las piernas con tenacidad para sentirse protegida.
La última en sentarse fue la mujer que la había estado observando cuando recién entró a la taberna. La niña reunió el valor para mirarla. Con su sonrisa sencilla y el rostro apoyado en el envés de su mano, sus ojos salvajes brillaron. La niña se dobla del miedo, clavando los ojos en el suelo mientras implora a la Virgen de Valle que la cuide. La mujer se ríe al verla aterrada. Con una voz juguetona, dice:
—¿Qué te trae por acá, nenita? Las niñitas no beben café alicorado, ni salen de casa por la noche.
—Vengo por café para mi abuela —susurra sin quitarle los ojos al suelo.
—¿Por tu abuela? ¿Estás segura? ¿No será que querías salir a divertirte?
La niña salta sorprendida y se atreve a mirar a la mujer. Esta aún sonríe, despreocupada. Es un gesto de gozoso descaro. La punta de su lengua se enreda entre sus dientes blancos, una imagen que le produce profundo pudor a la niña. Baja nuevamente los ojos, muda de miedo.
—Si lo que quieres es divertirte, yo puedo enseñarte —murmura la mujer, poniendo su mano de uñas largas sobre la rodilla de la niña.
Ella sigue sin responder. No entiende las palabras de aquella mujer, pero se siente confundida. El cantinero no dice nada. Trabaja en silencio su café, con la mirada gacha y el cuerpo triste. Entre aquellos extraños, la niña se siente engullida por una babosa, que la chupa hacia las profundidades de su estómago. Asfixiada, busca alivio en el mar. Las olas oscuras que revientan en la arena (¿o es el cielo a donde van a parar?). Una madeja oscura impenetrable. La conexión le vino como un relámpago.
La gente de la taberna está hecha de la misma esencia del mar nocturno, de ese rugido que hacen las olas que es también un llamado. De allí su esencia magnética, sus ojos salvajes y la sonrisa tramposa. Eran puro flujo y reflujo de deseo. Por eso la abuela le decía que no se detuviese mucho tiempo en el malecón, seguramente su madre también sabía este secreto. ¿Ese era el destino que le esperaba, no? La niña siente un hueco en el estómago, la presión de sus vísceras. Se ve a sí misma como un peñero en altamar, a punto de ser devorado. De un golpe sonoro, quita la mano de la mujer de su rodilla. Tiene que escapar o será arrastrada a las profundidades.
(6)
Una taza de caléndula con canela. 30 cm de hilo rojo. Un azabache en forma de pie y velas blancas. Le rezas por tres noches frente a la Virgen del Valle. Cuando esté listo, que se lo tome en ayunas, luego de la primera menstruación.
*
Los hombres y las mujeres están congregados a su alrededor en una montonera estática. Sorprendidos por el rechazo de la niña, la miran como a un bicho raro. Ella ya no tiene vergüenza, solo resolución y miedo. Traga hondo, cierra los dedos sobre el pan pita y los polvos mágicos, y echa a correr sin esperar el café.
Todo le llega de golpe. Entiende, al fin, el secreto del malecón y la condena del Chivato. Las niñas del barrio solo podían orar por ese destino ambivalente: la agria carne del chivo maduro o la diversión alcoholizada del malecón. La bruja se lo había sugerido en su lectura de mano, y estaba en lo cierto cuando intuyó que su abuela y su madre tuvieron alguna vez que tomar esta decisión. Quedarse en la oscura casa del barrio viendo la TV o lanzarse al puerto a conseguir dólares perfumados.
Ella no quería nada de eso. Y ahora que lo pensaba, seguramente su abuela y su madre tampoco. Por eso una era tan déspota, y la otra tan avariciosa. Los polvos mágicos de Hipólita eran el boleto para librarlas de ese ciclo sin fin. A la mañana siguiente, su madre los mezclaría en el café de la abuela tempranito por la mañana, y pasarían tres noches hasta que la vieja maldita estirara la pata. Claro: eran huesos y azahares, cenizas de un árbol nacido en abril y un diente de chivo molido. Una mezcla para marchitar el alma. No habría más gritos en casa, ni golpes, ni dinero faltante. La vida podría empezar a discurrir de manera distinta.
Sin embargo, algo le decía a la niña que ella no estaba libre de condena. Si ocurría el matricidio, entonces toda su sangre, sus hijos y bisnietos, estarían encadenados por la eternidad a aquel menjurje de cochinadas.
¡Condenados, condenados, condenados!
¡Tu estirpe toda, condenada!
La niña se detiene frente a la escalera del barrio. La mira expectante, a sabiendas de que ha perdido sus poderes de levitación. Ahora que ha descubierto todo, se le ha muerto la imaginación. Escucha unos segundos, el hondo ruido de fiesta que expele el malecón. El mar y su gente se han vuelto indiferentes a su tragedia, pero en el barrio el chivo todavía la aguarda. El animalote no se cansa, persevera por su tozudez, y los elegidos del barrio lo sienten cada vez que le llega el olor a niña virgen.
¡Nina, niña, entrégate al chivo!
¡Ven, ven, entrégate al chivo!
A ella le gustaría prolongar su estancia en ese limbo que la protege, preferiría construirse un ranchito a las orillas del malecón y las escaleras del barrio. Sabe que, si el chivo la agarra, la abuela se muere y alguien tendrá que ocupar su lugar. También sabe que, si la otra gente la engulle, entonces nada cambiará y ella se volverá igualita a su madre. No sabe cuál es la decisión correcta. Está cansada, le gustaría poder cerrar los ojos y dormir tranquila. Eso le caería bien. Desea, incluso, que “todos se vayan al carajo” como dice su vecino. Una rabia inmensa le pudre los intestinos: ¿por qué habían dejado su destino y el de su familia en sus manos? ¿Quién dijo que ella quería reclamar semejante papel? Jamás.
¿Se puede romper un designio divino?
¿O se sigue a ciegas las líneas adivinatorias de la mano?
La niña se sienta en las escaleras, mirando al mar. Abraza contra su pecho el pan pita y los polvos mágicos. Las olas gigantes de la noche la van adormilando, pero algo dentro de sí está muy despierto. Una mujer ha abierto los ojos en su pecho, está observando todo con mirada de bruja. Una guitarra llora en la casa de algún vecino, ella también se siente nostálgica. Algo se desborda en su vientre. Caliente, había estado acumulándose en su interior. Ve hacia sus piernas, con cierto temor, y allí encuentra la mancha achocolatada.
“Todo cambió”, piensa la niña-muchacha. Y aunque la tristeza se agudiza, su resolución al problema es sencilla. Se hace un ovillo, abrazando la indumentaria mágica, y ve hacia al mar sin miedo. La tranquilidad llega poco a poco, mientras piensa que si hay una cosa tan inteligible como el mar entonces ella también puede existir.
No tienes por qué tener todas las respuestas hoy, muchacha
Descansa, que un nuevo día viene
Aquella idea la hace sentir fuerte, e imagina que su cuerpo tiene la misma capacidad de flujo y reflujo de las olas. Si eso es cierto, entonces puede resistir, incluso encontrar otro camino. Ya no sentía las noches venideras como un calabozo, era como si el mundo se estuviese reiniciando a su alrededor. Todo se abría: era una flor a pleno madurar.
¿Fue el mar siempre tan violento?
(7)
“Llegó la noche fatal. Noche de agonía para mi soñar. Noche… noche de partida, te marchas muy lejos sin volver atrás. Y yo, oyendo el rumor, el barco se aleja viéndome llorar. Por dios mírame, los ojos en llanto, amándote tanto me vas a dejar… (bis)”
*
Allí va la muchacha, montada en un peñero. Otros más van con ella, todos escapando. Son una sombra en el inmenso mar, cabecitas flotando en la espuma. La Virgen del Valle los guía, montada en la punta.
Nadie habla, porque ninguno se conoce. Todos tienen los ojos tristes y miran al caserío que se aleja de ellos, indiferente. La muchacha no sabe si están huyendo de lo mismo, le consuela tener compañía. Alguien tararea un bolerito, ya está nostálgico de abandonar la isla.
Tiene miedo y dudas, también culpa. No quiere pensar en su madre, porque seguramente ya habrá imaginado que algo le pasó y que jamás retornará a casa con los polvos mágicos. La abuela ganó y ella era la única que se salvaba (por los momentos).
No era un sentimiento agradable, la victoria era agria.
La muchacha abraza sus rodillas, sintiendo que el frío le cala los huesos. Su ropa, mojada por el mar, no ayuda en su situación. No carga equipaje, ni dinero, así que no sabe que le deparaba la tierra de los forasteros. ¿Habrá gringos, como dijo la bruja? Ya no sabía ni que pensar.
A pesar de todo, está aliviada. Frente al inmenso mar que le falta por atravesar, siente una emoción indescriptible. Todo eso era suyo. Un destino en blanco. Podía dejar de ser ella: cambiar su nombre, vestirse como las modelos de la TV, tener su paraguas rojo. Y si quería, podía dedicarse a cocinar pan pita a fuego vivo, o crear menjurjes como la bruja, o contar cuentos sobre la isla, el chivo y las abuelas malas. Eran tantas las posibilidades que tenía entre manos, que la muchacha se siente febril. Para calmar su emoción, se acurruca en su asiento y cierra los ojos para descansar.
Será un largo viaje.
Segundo lugar del XVIII Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores
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