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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

El falso cuaderno de Narciso Espejo

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Documento «A»

Explicación de Juan Ruiz

Intento explicar el porqué de este trabajo; decir la razón que me guio para

inventar las falsas memorias de Narciso Espejo. No en balde he dedicado tanto tiempo a esta tarea y considerado como algo más que un juego literario la decisión de dibujar la vida de Narciso, compañero habitual durante unos cuantos años de existencia.

Comienzo por explicarme a mí mismo. Lo creo de absoluta necesidad, porque poco puede valer el testimonio si se desconoce al testigo. No se entienda con ello que pretendo que el «cuaderno de Narciso Espejo» es importante por lo que de mí lleva. Mi intención es la de darme a conocer antes de comenzar a transcribir los datos relativos a Narciso, a fin de que mi testimonio sea apreciado en su valor exacto, dadas las características de quien lo rinde.

Para ningún juez vale igual el dicho de un hombre airado, la temblorosa confesión de un niño aterrorizado o el sereno discurso de un ciudadano respetable. El juez ha de pensar que las palabras del primero expresan la realidad desfigurada por las neblinas de la cólera y que la versión infantil tendrá esa delicada imprecisión, propia del juicio extravagante de un muchacho temeroso que suele dar importancia a muy pequeños detalles mientras olvida acontecimientos que aparecerán como parte esencial en la exposición del adulto sereno y consciente.

Así, como quiera que voy a rendir declaración sobre la vida de Narciso Espejo, creo necesario dar sobre mí relación previa que sirva de punto de referencia para evaluar mi propio testimonio.

Es posible que todos estos párrafos sean considerados por el lector como inútiles, ya que es sensato suponer que mi juicio sobre mí estará siempre falseado por evidentes consideraciones de amor propio. Quien así piense buenas razones tiene, ya que la condición del amor propio no falta en caso humano alguno. A pesar de ello, trataré de decir las cosas con la más rigurosa exactitud, sin traer a mis frases matiz de excusa, intento de juicio personal que pudiera influir en la simple enumeración de los hechos que, en su conjunto, dan aviso sobre mi personalidad.

Soy, en cierta manera, escritor. Digo en cierta manera, porque no es la literatura actividad de la cual deriven mis medios de subsistencia; ni siquiera he logrado esa aldeana seguridad que produce la pequeña gloria formada por las favorables opiniones de la ciudad donde hemos nacido. Dentro de un pequeño grupo, mis trabajos literarios son considerados con benevolencia (Narciso Espejo los estima como valiosos) pero publico muy de tarde en tarde y solo mínimos comentarios y crónicas líricas —alguna vez una leyenda o pequeño relato— lo cual ha dado lugar para que un virulento periodista haya dicho que soy «más estítico que estético». (Esteta quería decir el vulgar chupatintas.)

Este «cuaderno de Narciso Espejo» —encabezado por el exordio o explicación que ahora escribo— es la única tarea de largo aliento a la que me haya dedicado. Mis actividades de secretario en el almacén de Pérez Ponte suponen escasos ratos de ocio, a pesar de que son consideradas por mi patrón como generosa canonjía concedida por razones de amistad. Añado que no es muy grande la soldada, aunque da para mis gastos, escasos gastos de solterón.

He aquí un dato relativo a mi persona que es imprescindible tomar en cuenta: soy solterón y seguramente cerraré los ojos en el gesto de aceptación de la muerte sin que mujer alguna acompañe el instante final. He pasado ya la cuarentena y, desde hace tiempo, miro a las mujeres como animales cuyos adornos, palabras y costumbres me producen curiosa hilaridad o como sitios donde se abandona alguna noche la inquietud que el sexo procura.

Dejando a un lado esas consideraciones, puedo decir, escuetamente, que soy un solterón. Un hombre que, ante las mujeres, adopta enseguida la actitud de lejanía y timidez que permite que ellas me consideren desprovisto de interés, desde el punto de vista de la coquetería, aunque digno de una sana amistad y, en el peor de los casos, capaz de recibir confidencias y de conversar sobre problemas literarios a los cuales puede enredarse, en determinado momento, una serie de alusiones a sucesos personales, familiares, íntimos.

Soy solterón y —en cierta manera— escritor.

Mis conocimientos son, al mismo tiempo, escasos y prolijos. Sobre algunas materias tengo conceptos e ideas precisos; de otras, desconozco hasta el significado. Confieso, por ejemplo, mi ignorancia sobre la palabra LOGOPEDIA. Hombre formado sin disciplina de estudios, mi máquina razonadora ha sido organizada de acuerdo con lecturas apresuradas e insuficientes.

Vengo de un mundo árido y procaz, donde la idea de Dios estaba mezclada al precio de las velas que se quemaban en la iglesia del pueblo. Podría decir que, para mí, la túnica de Cristo estaba manchada por sucios goterones de esperma. Las palabras hechas para designar en la mayoría de las bocas conceptos teóricos de absoluta pureza son, en cambio, en mi razonar, relaciones de grave mugre humana.

Decir que mi tío Monseñor Ruiz es el responsable de esa trágica mescolanza sería tan injusto como suponer que las monstruosas alianzas de lo divino y de la podredumbre (en cuya marejada se movieron mi infancia y mi adolescencia y contra las cuales se alzó mi juventud) corresponden a innata propensión de mi naturaleza.

Lamentable constatación la de que aquel ambiente influyó sobre mi mente de tan poderosa manera que ha conservado en mi recuerdo el misterioso encanto de las zonas peligrosas hacia las cuales tiendo irrevocablemente. A lo largo de mi vida he pretendido de continuo negar cualquier posible lazo con aquellos sombríos rincones de mi infancia. He negado la imagen de Dios manchada de humanas apetencias igual que he negado el místico ímpetu de ascensión hacia lo divino apoyado en podrida materia. Temo frecuentemente que fango y misticismo continúan acompañándome.

Mi interés por la persona de Narciso Espejo está basado en que Narciso posee muchas experiencias parecidas a las que dirigieron mis pasos de niño y de joven, aunque los resultados hayan sido muy diferentes en su vida y en la mía.

Narciso es un hombre sereno; su existencia, la de quien tiene junto a sí lo que le agrada; su trabajo apreciado siempre con justiciera estimación. Un hombre para quien los goces de la vida son presa que se defiende gozosamente, después de haberla obtenido con audacia y decisión. Su esposa es bella, fina, de grata conversación que le ilumina el rostro de simpatía e inteligencia, sus hijos son hermosos, robustos, cariñosos, de buena disposición para el estudio.

Narciso representa lo que yo hubiera podido ser si, en determinadas circunstancias, hubiera actuado de manera normal y no como embelesado individuo que espera que la vida venga a ponerles entre las manos sus frutos. (En esto me parezco a otro amigo —José Vargas— contra el cual, además, guardo definidos rencores, por actos que no tengo por qué relatar aquí.)

Narciso y yo estuvimos juntos en algunos acontecimientos que ambos creímos importantes en determinado momento. Una serie de hechos llevó a realidad Narciso sobre los cuales puedo dar fe, ya porque los realicé junto a él, ya porque me llamó a que los conociese, ya porque me los contó en una y otra oportunidad con detallada minuciosidad. Estos actos constituyen —en su conjunto— la lucha de Narciso contra sus fantasmas, la que lo llevó a obtener el luminoso espejo de sí mismo que es hoy su mujer, a quien yo he llamado La Luminosa, porque su carne parece iluminada de lumbre interior.

Esa mujer ha podido ser mi mujer, como cada uno de los actos de Narciso ha podido ser mío, ya que todos estuvieron dentro de las posibilidades de una vida tan semejante a la mía.

La verdad es que, aun cuando fabriqué las mismas acciones que él, los resultados fueron totalmente contrarios, aunque las bases, razones y voluntades fuesen aparentemente idénticas. Me explico: he pensado muchas veces que debería actuar conforme lo ha hecho Narciso; otras veces lo he acompañado como cómplice, como testigo. Nunca hemos obtenido parejas consecuencias. Para él ha habido siempre un desarrollo de acontecimientos armonioso, agradable, sensualmente finalizado en la grata sensación de reposo que corresponde al cumplimiento de un hecho simple y normal. En mí, al contrario, cada paso ha estado marcado por el peso de la angustia, por un reseco gusto de ceniza, por una tristeza de suicidio.

Una vez en mi vida intenté bailar con la mujer cuyo nombre es aún la forma de mi deseo. Al hacer los primeros pasos, mis piernas se enredaron a las de ella con tan torpe violencia que Lola cayó sentada sobre un pote de helechos que limitaba el terreno de la danza. Nunca le he hablado de mi pasión. Frente a ella, jamás he podido sentir nada parecido a lo que llaman amor. Solo cuando no está presente su imagen sintetiza pasión y amor.

Solterón, escritor en cierta manera, comentarista de la obra ajena, los movimientos de mi razón y de mi sentimiento se corresponden en un pequeño mundo fabricado a mi medida, sin precisa relación con esa serie de apariencias a la que llaman realidad.

Los años han pasado sobre mi existencia y actividades de mi espíritu han formado parte de acontecimientos que, en determinado momento estrujaron mi corazón. Pasado el tiempo han resultado poco importantes esos sucesos; mucho menos valiosos que las otras aventuras del alma, forjadas con materiales de falsedad, con apasionadas exageraciones, con imágenes de alcohol.

Poco he hecho en la vida; nada, acaso. He vivido de experiencias cuidadosamente fabricadas. Tempestades las tuve, como también incendios, catástrofes, depresiva melancolía, lo mismo que instantes de goce, de alegría, de optimismo; pero, si quisiera reproducir en documentos el momento que ardió de pasión, difícil me sería encontrar prueba alguna de lo que fuera actividad personal. Nada hay, sino los velos de la imaginación.

A veces pienso que, frente a mí, desde mi mesa de trabajo, las hojas de calendario han ido cambiando sus números, indicando la pacífica sucesión de los días semejantes, hechos de la misma sustancia rutinaria.

Si mi estado de ánimo correspondía a la inquietud durante unas horas, si mi corazón pudo sentirse algunos momentos como caballo tenso en su poder, dolorosamente retenido por las riendas de una voluntad dudosa de sí misma; si la alegría sonaba un dulce aire de fiesta como las yerbas de mi pensamiento; si en las regiones que limitan mi personalidad podía encontrarse —un día u otro— la rabia, el desconsuelo, la gozosa embriaguez o la tierna melancolía, ninguno de esos movimientos tuvo relación jamás con un hecho concreto. Es posible que, en realidad, yo haya dejado de vivir hace mucho tiempo.

Sobre tal pensamiento, escribí hace tiempo unos párrafos que no puedo dejar de consignar aquí. Digo:

¡Que escuchen las muchachas, los amigos, la palabra que me dicta la Muerte! Cuando yo muera (y es que, creed, ya he muerto) no digáis ¡atención, que ha muerto Juan el compañero! Es que —creed— ya he muerto. Desde hace mucho tiempo es la Muerte quien dice con mis labios las palabras que escuchan los humanos; esas palabras que señalan las cosas como un dedo sonoro: esta es la rosa, esta es la nube, esta es la luz del sol. No soy (creedlo que ya he muerto) quien cuenta y determina las formas de la vida…

Acaso por esa idea de estar muerto he pretendido recoger mis recuerdos. Como poco he podido encontrar en mi propia experiencia, los actos de Narciso Espejo han tomado el lugar que los míos debían ocupar. Como ya he dicho que Narciso tuvo actividades semejantes a las mías, mi testimonio sobre esos sus actos es válido a pesar de que resultados tan diferentes en uno y otro caso pudieran hacer creer a cualquiera que mis posibilidades de observación y razonamiento pueden estar oscurecidas por la envidia.

No hay tal.

Tan convencido estoy de la igualdad de experiencia, que podría contar su vida como si fuese él el narrador. Podría cederle el «yo» de mi relato con la mayor naturaleza. Decirle: «Narciso, aquí tienes la pluma. Comienza…».

 

Documento «B»

Explicación de Narciso

He retardado durante muchos años la iniciación de este trabajo autobiográfico. Desde hace tiempo sentía la necesidad de escribirlo y, probablemente, ese sentimiento de necesidad me presentaba la tarea de tal manera importante que me parecía exigir la mayor preparación.

Pretendo sentir la más sincera emoción al escribir estas páginas. Podría decir que quiero —con voluntad orgánica, de huesos, de nervios, de vísceras— confesarme: dejar en el papel la marca de mis experiencias como si el momento actual de mi vida tuviese la certeza de que mis actos tienen una intención, cuya exacta inteligencia significa mucho, tanto para mí como para los demás hombres.

Creo sinceramente que mi capacidad para comprenderme y para comprender a los demás es particularmente fina y que por ello, mis actividades —expuestas con minuciosa claridad— pueden ser consideradas en su conjunto como un ejemplo.

No quiero decir que me enjuicio como prototipo de la especie humana; por el contrario, creo que mis facultades de análisis son extraordinarias y me ponen en capacidad de realizar obra de carácter excepcional sin que, por ello, me conviertan en un ser excepcional. Soy diferente de los demás hombres dentro de la diversidad normal de todos los hombres. Lo que me distingue es —justamente— mi poder de observar, desmenuzar y conocer. Por eso, si mi vida no se ha realizado a través de acontecimientos heroicos o maravillosos, tiene, como especial característica, la presencia de un testigo permanente, admirable de sagacidad.

Tal ha sido razón suficiente para que mis compañeros de camino, casuales o habituales, me hayan opuesto cierta voluntad de huir, un esbozo de miedo que corresponde, sin duda alguna, a la intuición de que yo estoy unido a ellos por una especie de interés que podría considerarse científico, pero que se confunde, frecuentemente, con la más impertinente curiosidad.

He tenido vocación de espejo, cuyas precisas imágenes resultan insoportables para la coquetería y el amor propio. Yo mismo he procurado no dirigir contra mí el azogado cristal de mis análisis. Me ha divertido dibujar y copiar personajes, ambientes y situaciones que no tuvieran la menor semejanza conmigo o con mis experiencias.

Hoy, en cambio, siento la atracción del espejo. No pretendo que otras veces no haya mirado el ambiente que me circunda y la atmósfera que produzco con mis actos, pero he guardado mis observaciones con gesto de pudor, dentro de un supuesto archivo que estaba ordenado y en regla para ser utilizado un día. Ese día que hoy, al fin, ha llegado.

Efectivamente, deseo decir mi verdad ahora. Siento que mi vida merece ser contada. He decidido escribir los reflejos de mi recuerdo, mi biografía.

Naturalmente, será una falsa biografía. En materia literaria he tenido siempre prejuicios de muy diversa índole. Los «diarios», por ejemplo, me han parecido —sin excepción alguna— desagradablemente sospechosos. El escritor decidido a dejar un recuerdo que valga como obra de arte, el escritor decidido a convertir su vida en documento interesante, me produce el desagrado que siempre he tenido ante los disfraces. Jamás he soportado los alardes que fingen sinceridad para esconder con mayor cinismo la mentira. Los escritores que escriben en primera persona me llegan bajo apariencias que suponen la mayor desconfianza.

Sin embargo, este relato que comienzo hoy no admitiría otra forma que la confidencia, aunque esa forma me sea desagradable.

Naturalmente será una falsa biografía. La dosis de mentira está rigurosamente calculada. He fabricado esta «mi vida» de fuera hacia adentro, a lo largo de un plano trazado en sus líneas generales con exactitud de dibujo matemático, apoyado en la seguridad de que hay detalles que iré descubriendo a medida que haga el camino ya previsto y fijado.

Bien sé que algunos de los que lean mi historia se asombrarán de las muchas falsedades que contiene. Lo sé. Por esa razón he tenido siempre la mayor desconfianza con respecto a los «diarios». Pero nadie puede conocer mejor—en lo que a mí respecta— cuándo una mentira es más auténtica que la verdad. El reflejo, inteligentemente preparado, puede ser más valioso que la verdad. Más valiosa aún, la presencia entrevista de lo que se quiere ocultar. Para hacer frente a esas objeciones, he escrito:

El tema es indeciso como un reflejo. Para guiarme poseo un antiguo documento. (Supongo tenerlo.) Pero también presumo que en el texto ha podido haber falsificaciones o, más aún, que lo que poseo es una copia del documento primitivo en la cual se ha interpolado multitud de datos falsos, acaso por picardía y ligereza, acaso por perversa intención.

En lo que el documento mismo se refiere, acepto diversas teorías, relativas tanto al fondo como a la forma. Puedo suponer que se trata de un libro de memorias o de un pergamino donde está dibujado un mapa o de un trozo de materia poco definible, encerrado en una botella que arrojó al mar un navegante perdido. Puedo decir también que se trata —nada más— de las imágenes guardadas en el fondo de un espejo.

Si me atengo a la teoría del pergamino bien sé que el mundo adonde voy a llegar es el mismo que construyo con mis palabras cuando fabrico la historia —las historias— de mi vida.

Sé que sentir verdad todo lo que voy escribiendo es tan absurdo como negarle toda posibilidad de certidumbre.

Lo más grave del caso está en saber que el documento —mapa, pergamino o reflejo en el cristal— ha sido adulterado y continúa sufriendo en su estructura añadimientos y enmendaduras, que son patentes las falsificaciones, porque esa circunstancia implica mayor posibilidad de fe: toda falsificación supone un original, interesante —entre otras razones— porque mereció corrección y engaño.

Conozco el país donde voy a llegar. Es el mismo que estoy dibujando en estas líneas.

Aparte imaginerías literarias, sé que estoy trabajando sobre un material que se me escapa; tengo que ayudarme a mí mismo para lograr la más estricta comprensión de los datos que poseo. Trato de realizar el esquema de la lucha que he sostenido contra mis fantasmas. He vencido alguno de esos monstruos al incorporarlos a mi existencia; otros se me han escapado y no sé si están muertos ya que, alguna vez, he creído sorprender atisbos de sus movimientos, como voces que hasta mí llegan desde mundos que desconozco.

Comienzo mi historia.

Mi nombre es Narciso Espejo.

Doy por supuesto que nadie entenderá que esas palabras constituyen un nombre como los demás. Al decir que me llamo Narciso Espejo esbozo una definición y no doy un dato para la cédula de ciudadanía. Mi nombre se mira en mi apellido. Para explicar por qué me llamo Narciso Espejo escribí una vez una leyenda que voy a transcribir enseguida.

Leyenda de Narciso

El hecho de que Narciso viviera de modo diferente a los demás se comentaba por todos malévolamente. Tanto las comadres del pueblo como los conspicuos ciudadanos, tanto los hombres trabajadores como los que podían ser considerados importantes personajes, tanto sus compañeros de edad como las mocitas en flor, expresaban su inconformidad a propósito de la inútil existencia de Narciso. Vigilaban lo que ellos consideraban como absurda y negligente actividad y se enfurecían al comparar las conclusiones a las cuales llegaban como resultado de su espionaje.

En las tertulias de la plaza y del comercio se comentó abundantemente la versión que establecía cómo Narciso había iniciado algo muy parecido a una relación amorosa con la fuente del bosque, con la arremansada poza que el mozo visitaba a diario.

Había en la existencia de Narciso muchos elementos difícilmente comprensibles para las gentes que vivían junto a él, pero la contemplación de la fuente fue el principal motivo de murmuración. Muchos curiosos lo seguían en sus paseos y observaban sus actos.

Los que —ocultos tras un árbol— lo miraron al lado de la fuente, pudieron ver que hacía algo parecido al diálogo entre Narciso y el agua. Al menos, los labios de Narciso se movían como si dijese secretos de amor sobre la piel del agua.

Estas malévolas elucubraciones eran tanto más dignas de atención cuanto que Narciso había sido muy querido por todos durante largos años. La airosa disposición de su cuerpo y su sencilla cordialidad habían sido la causa de esa cariñosa admiración.

Nunca fue trabajador. Las pequeñas faenas que cumplían los demás niños, jamás fueron aceptadas por él. Un gracioso ademán, una sonrisa, le bastaban para que el trabajo fuera encomendado a otro. Pero poseía una especie de fuerza serena y se aceptaba que no cumpliera las tareas a otros exigidas, porque se esperaba que habría de realizar algo, impreciso pero muy valioso.

Es probable que el simple espectáculo de la belleza de Narciso fuera suficiente a los ojos de las gentes de la aldea, como contribución del muchacho a las actividades de la comunidad; es posible que le satisficiera el pensamiento de que iba a ser activo amante y a endulzar así la vida de muchas mozas cuyo único destino posible era el de ser amadas.

La verdad es que todos esperaban lo que había de ser el chico cuando entrase a la virilidad y por ello fue especialmente doloroso que el adolescente se retirara a su hosca soledad, se hiciera ajeno a todo contacto, suprimiera sonrisas y cordiales gestos e iniciara la costumbre de sus conversaciones de amor con la fuente del bosque.

Alguien llegó a decir que Narciso había descubierto las presencias femeninas que hay en toda corriente de agua.

Otros dijeron que, por el contrario, era Narciso quien tenía dentro condiciones de río o de remanso que lo obligaban a buscar la serena correspondencia del agua empozada. Otros pretendieron —cansados al fin de tener que hilar tanta sutileza de cariño en sus explicaciones— que el amor de Narciso era simple juego solitario, de toma y daca consigo mismo.

La relación con sus vecinos se agriaba de insinuaciones, de gritos, de chistes. Es posible que todo ello constituyera una nueva forma de la antigua ternura cordial. Las gentes de la aldea no se habituaban a que se les escapase aquel chico en redor del cual habían tejido tantas esperanzas. Si les había pertenecido desde la infancia, si los graciosos gestos infantiles habían formado parte de la propiedad común como un adorno —igual, digamos, que el vuelo de las hojas en la brisa o el sonido de una flauta pastoril diluido en el brillo de la luz—, también les era imprescindible asegurar para sí los pasos del futuro hombre, estar ciertos de que los gestos del varón maduro adornarían también la vida de todos.

Narciso hubo de escuchar cuchufletas impertinentes, fabricadas con cuidadoso celo, como aguijones que debían provocar la confidencia; nada lograba la insistente curiosidad oculta tras las impertinencias. Hasta que aquella mocita —linda compañera otrora en los infantiles juegos—se acercó para recriminarlo. Lloraba la niña y entre sollozos repetía frases que le habían enseñado a decir, palabras cuyo significado desconocía.

—Que estás enamorado del agua.

—Que tienes querida fresca.

—Que te abrazas al cuerpo de la fuente.

—Que de tanto acariciarte se van a dañar tus manos.

Lloraba la mocita su desconsuelo. Narciso la miró como si fuese la poza del bosque hecha mujer, brillaban los arroyos de las lágrimas sobre la mejilla como si corrieran sobre la más dulce arena. A ella se confió:

—Sucede que me busco a mí mismo en la fuente. Algunas veces he dudado si lo que me agrada es mirarme allí por el solo placer de contemplarme. Te digo que no es eso. En el espejo del agua encuentro mis recuerdos. Los hechos que he vivido y se han grabado en mi pellejo se me hacen presentes cuando los miro en la imagen que el agua me da —y me toma—. Suponer que esto es cosa de amores es absurdo. Suponer que yo me escondo para lograr el placer de mi carne y ver mi goce en los reflejos es igualmente tonto y perverso. Lo que yo busco en el agua es todas las preguntas a las que debo dar contestación.

Tal es la leyenda que explica por qué me llamo Narciso Espejo. Digo de nuevo que ahora comienzo mi historia.

O mis historias.

 

Capítulo tomado de la primera edición, Editorial Nueva Cádiz, 1952

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