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Diciembre se instalaba dulcemente en la casa. Entraba a soplos, con pájaros y recuerdos. Hacía brillo en los rincones. Se encaramaba sobre algunas cajas. Se sostenía con lazos y alfileres, sedalina y carretel. Desde el cielorraso, bajaba con los rebaños, traía la cara de Dios, varios ramajes, muros, torres y campanarios y jinetes y ríos donde animales fabulosos venían a beber.
Así eran -eran mejor- los mensajes de la humedad en el techo. Tendidos boca arriba, imaginábamos, construíamos fuentes, ciudades, caminos, caravanas, leños encendidos, planetas. Afuera en los patios, también estaba diciembre depositándose en los huequitos del naranjo, muy cerca de la astromelia, gusano a gusano y cerbatana a cerbatana, por entre el campo de pensamientos, encima del tronco viejo, a través del mensaje secreto de las hormigas: besos y choques en doble hilera mientras el olor del musgo… Mientras las hojas… Mientras esa flor venida de muy lejos daba su vuelta en el corredor… Mientras el humo anunciaba alguna cosa de jinetes… Mientras las campanas de la torre entraban por la claraboya vestidas de cal… Mientras llegaban los primos esperados… Mientras tanto…
Nos congregábamos, hermanos para mirar hacer mezcla. El maestro Floirán era perito en la alquimia del cemento y la arena. Pero sufríamos mucho cuando la pala entraba inclemente sobre el montón y el agua se podría derramar. Diciembre venía con los arreglos, el olor a pintura, el desyerbe. Asunto de empacar y desempacar, empresa jubilosa que reunía los diversos oficios: pintar papeles, desenredar hilos, juntar condimentos, cortar hojas, levantar cerros, desempolvar pastores, inventar lagos con espejo y luces porque en el último mes queríamos apresar la eternidad, y sin saberlo, todos esos afanes nos afirmaban la vida.
Hermanos, ya hace muchos diciembres que no hemos vuelto a imaginar ríos, y los animales se han ido borrando en todos los cielorrasos de nuestras casas dispersas. Hermanos, hace muchos diciembres que ni siquiera hablamos. Es triste inventar un pesebre en este rincón frío y sin gracia, en esta sala muda de duendes y canciones… Arrecia el desconsuelo cuando uno, solitario, levanta un globo de color para colgarlo en el pino y termina quedándose sin pino ni luces ni campos ni anime ni aserrín.
Hermanos, diciembre era una música. Encendida en las bengalas de Cira. Coloreada en las telas de Marina. Anuncio de fragancias misteriosas en ramos de pascuas que una vez trajo Gonzalo del cerro. El ruido, las distancias, la tromba, los silencios, han ido cortando aquella música. Se me ha ocurrido juntar algunos lápices. Y en este pedazo de cartón anoto, con matices, sombras y caminos, resplandores y nostalgia. En un campo, próximo al portal, he dibujado, con gran torpeza, algunas ovejas que más bien parecen gatos. En esa meseta deberían colocarse las casas de cartón, los corrales, una mujer lavando, un viejo picando un palo. No…Las aceras no me quedan… Es difícil marcar la arena y las piedras humildes… Sobre todo la estrella no me sale.
Hermanos, aprendimos que los cielos de diciembre eran múltiples y distantes. En algunas partes cae la nieve y en otras la luz en un hechizo. Diciembre se multiplica en sueños y sabores y lágrimas. Preparémonos, hermanos. Traigamos los coletos olvidados, las lunas de papel, el agua del espejo, los milagros del pozo, los astros plateados, los cohetes sonoros. Hermanos, diciembre es infinito. Diciembre puede volver a comenzar.
De Nuestros cuentos de Navidad. Antología de cuentos navideños venezolanos (Fondo Editorial Aravenei, 1985)