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Sólo sé que hubo un tiempo —sea contable o no en el tiempo normal de los hombres— en que fui el amantísimo segundo marido de Amanda Mozart. Ése debió ser un tiempo hermoso y agradable, pero penosamente no puedo saberlo a ciencia cierta. Mi memoria es un repertorio caótico de sensaciones confusas e inseguridades. Mis únicos recuerdos claros son los de los días posteriores a la mañana en la que me levanté como todos los días y mientras me afeitaba frente al espejo, dije mi nombre.
“Jorge”. Mi nombre. Pero por alguna razón, me asaltó la extraña idea de que ese nombre correspondía al antiguo marido de Amanda, aquel asqueroso patán perdido en los recovecos del pasado.
Jorge. ¡Pero Jorge soy yo! Por un momento miré al espejo con una especie de pánico. Después me increpé a mí mismo: ¡si habré tomado en serio lo de que yo soy él! Yo soy Jorge Mozart y él… no recuerdo cómo se llamaba él. O tal vez no lo sé. O… ¿en verdad Amanda habrá estado casada antes? Ya no estoy tan seguro. Miro otra vez la cara llena de espuma de afeitar por la mitad que aparece en el espejo. Sí, soy yo, no cabe duda de eso. Con la mirada fija en la hojilla busco todos cualquier recuerdo referentes a mi antecesor. No, no hay nada. Creo que no le conozco más que por referencias. Aunque no recuerdo ninguna ocasión en la que Amanda me haya hablado de él. Pero estoy casi seguro de su existencia.
Mientras me rascaba la cabeza, absorto todavía en el asunto, sentí lejano el ruido de la cama, a mis espaldas. Amanda se incorporaba. Pero cuando habló, su voz no fue la juguetona y cantarina entonación de costumbre, ni la plácida indolencia de los días en que “arreciaba la flojera”. Esta vez su voz se alzó tímida, y extrañamente medrosa.
—¿Jorge?—dijo.
—¡D… a! ¡Cállate!— grité molesto. Necesitaba concentrarme. Al darme cuenta de mi grosería quise volverme, pero mi cintura se endureció repentinamente y continué mirando el espejo. No obstante, traté de disculparme y hablé:
—¿Y tú qué haces que no estás sirviendo el desayuno? ¿No ves que ya estoy levantado?
Conociéndola como la conocía, esperé una réplica sublevada. Pero eso no ocurrió. Por el contrario, ella saltó de la cama y corrió descalza hacia la cocina. Miré la puerta por donde había salido, algo perplejo, pero inmediatamente volví a absorberme en la contemplación del espejo.
¡Las seis y media! Había olvidado que era lunes. Terminé de afeitarme, vestirme y corrí a la mesa. Tras devorar el desayuno partí rumbo al trabajo. Llegué a él, saludé a mis amigos y comencé a revisar los papeles y consignar los datos. Una vez que hube comenzado volvieron a asaltarme las dudas. La labor que estaba realizando me era familiar, y la ejecutaba con rapidez y precisión, pero al mismo tiempo resultaba de alguna manera extraña, ajena. Más aún, me resultaba repugnante y fastidiosa. Cerca de las once me encontré con los brazos caídos sobre el regazo, mirando con desidia los montones de papeles acumulados. Mi cuerpo se negaba a trabajar y mi mente volaba hacia el almuerzo, no por hambre, que no tenía, sino para liberarme de esa tarea engorrosa y desagradable.
¿Qué sucedía? En las jornadas anteriores la misma tarea estaba lista tiempo ha, pero al presente no sentía la menor gana de continuar. Después de pensarlo unos minutos me recliné en la silla y coloqué los pies sobre el escritorio. ¡Qué importaba! Simplemente había amanecido con más flojera que de ordinario, y después de todo, podía terminar el trabajo sobrante al día siguiente. Con los ojos fijos en el techo, miré pasar lentamente las agujas del reloj.
La cuestión del primer marido de Amanda seguía intranquilizándome. Trataba de recordar, en vano, alguna conversación, algún comentario que aportara datos precisos de él. Nada. No tenía absolutamente ningún recuerdo concluyente que me permitiera afirmar su existencia. Pero había existido, estaba convencido de ello, tal como a veces estamos convencidos, al despertar, de haber estado con la persona con quien hemos soñado.
No adelanté mucho el trabajo por la tarde, y sin embargo, regresé a la casa con extremo cansancio. Entré en la sala y me derrumbé en un sillón. Iba a alzar la voz para llamar a Amanda cuando ella se presentó, trayéndome con miedosa diligencia un refrigerio servido en bandeja. Sonreí mientras se lo recibía. Se mantuvo atenta mientras lo tomaba y luego recogió la loza para lavarla. Quise ayudarla en la faena, pero me sentía demasiado cansado, de modo que la dejé hacer. Además, necesitaba calma para reflexionar acerca de los acontecimientos del día. Me dormí pronto, insensiblemente.
No recuerdo haberle dirigido la palabra a Amanda durante la mañana siguiente. Sí recuerdo, en cambio, haber pensado de nuevo en el primer esposo de ella cuando me miré en el espejo.
Inicié la jornada con una indolencia similar a la de la víspera, mas en breve recuperé los bríos y terminé el trabajo atrasado. La rutina volvía a resultarme más familiar, al igual que la compañía de mis colegas. Con alguna frecuencia, pero por corto tiempo, me distraía pensando todavía en la interrogante que me había asaltado por la mañana, frente al espejo.
Volví a pensar en ello camino a casa. Ya comenzaba a ser molesta la insistencia obsesiva de mi cerebro en creer que ese hombre no había existido. Apenas gruñí cuando Amanda me saludó solícita. Me tiré en el sofá, esperando que Amanda trajese la merienda. Cuando lo hizo, tardé en beber del chocolate, abstraído en mis pensamientos. Realmente, ya toda esa manía con respecto al primer marido de Amanda estaba resultando cargante, y debía ponerle fin cuanto antes, preguntándole a Amanda si había estado o no casada antes.
No tardé en rechazar esta idea. Se suponía que yo ya lo sabía. ¿Qué pensaría ella? Mejor preguntarle algo así como: “¿Cómo era tu antiguo marido?”. Entonces recordé que tampoco podía estar seguro de que efectivamente había estaba casada anteriormente. Entonces decidí averiguarlo por mí mismo, buscando entre sus cosas.
Finalmente bebí de la taza, encontrándome con un sabor horrible. No era chocolate, era café. Sin poder contenerme arrojé el pocillo lejos con violencia. Poseído de una furia insensata la llamé a voces:
—¡Amanda! ¿Esto qué significa?
—Pero Jorge…—dijo ella, pero la interrumpí de un bofetón.
—¡Anda a prepararme ese chocolate! ¡YA!
Ella corrió entre lágrimas hacia la cocina. Bufando, la seguí unos pasos antes de volver al sofá. Traté de concentrarme de nuevo, pero el ruido intermitente de sus sollozos me lo impedía. Me di cuenta de mi torpeza. ¿Qué culpa tenía ella en realidad del disgusto? El culpable era mi propia distracción. Y además, yo no solía reaccionar así. ¿Qué me sucedía?
Caminé lentamente a la cocina. La contemplé en silencio desde la puerta. De espaldas a mí, preparaba el chocolate enjugándose los ojos. La miré con una mezcla de culpa, de dolorosa ternura. Su vestido verde, su cabello suave, su cintura fina. Súbitamente mi arrepentimiento desapareció para sólo dejar tras él la corriente indetenible del deseo.
“Amanda” murmuré, y ella se dio vuelta. Caminé hacia ella y la besé en los labios, que se brindaban gustosos. “Amanda”, y con brusquedad regulada tomé su cuerpo entre mis manos, acaricié su cuello y le quité el vestido. Sentí sus manos recorriendo mi espalda. Ella me amaba.
Al día siguiente inicié el propósito que había hecho. La mandé a una diligencia cualquiera y en su ausencia registré sus cosas. En algún lugar debía haber una foto, un documento, cualquier cosa que probara la existencia de mi antecesor. Tuve que interrumpir la investigación, ella regresó pronto, pero continué en los días sucesivos, hasta que no quedó ni un rincón de la casa por recorrer. Nada.
El resultado infructuoso de la búsqueda no era concluyente. Según mis dudosos recuerdos, el tipo era un patán, y no tendría nada de extraño que Amanda hubiera hecho desaparecer todo lo que restaba de aquella odiosa parte de su pasado. Se me ocurrió preguntarle a mis amigos, quizá alguno de ellos lo habrían conocido. Sin embargo, tropecé en esta opción con los mismos obstáculos que presentaba el preguntarle directamente a Amanda, y la deseché de inmediato.
En fin, tendría que quedarme sin saber. ¡Qué más da! Pero la inquietud no por ello desapareció. En cualquier momento, en el trabajo, en la casa, en las frecuentes fiestas con los colegas, me sorprendía dando vueltas alrededor de la misma interrogante: ¿Soy el primer o el segundo marido de Amanda Mozart?
La obsesión estúpida me perseguía. Nunca, en ningún lado, tenía paz. Comencé a fallar en el trabajo, a sufrir de insomnio, en las diversiones no conseguía olvidar. Mis amigos comenzaron a preguntarme qué me pasaba. ¿Qué podía decirles? Alegaba fatiga. Me recomendaron calmantes. Los tomé sin resultado. Por el contrario, mis obsesiones se multiplicaron.
El otro, en caso de existir, ¿qué habría sido de él? ¿Se habría separado de Amanda, la habría abandonado? Quizá Amanda lo habría demandado por maltrato y obligado a alejarse. O tal vez estaba muerto, quizá asesinado. Tal vez le maté yo para liberar a Amanda de su cautiverio. Me eché a reír de mis propias fantasías. No soy violento, sino más bien dócil y pacífico. El otro, ése sí que era violento. Yo…
A decir verdad, no soy pacífico. No soy tan pacífico como antes, cuando me casé contigo, Amanda. Esta obsesión maldita ha comenzado a agrietar mi carácter y nuestras relaciones. Cualquier tonto contratiempo basta para irritarme.
Todo el día lo pasaba en una tensión espantosa, me sentía próximo a estallar. Mi agresividad contenida iba aumentando, y concentrándose, extrañamente, en Amanda. Cuando la veía, hablaba, cuando hacíamos el amor, pensaba inevitablemente en el otro. Y entonces, el mero ruido de los pasos de Amanda me enfurecía y a duras penas podía contenerme.
Sólo en la bebida lograba sosiego, de modo que adapté la costumbre de frecuentar las tabernas diariamente. Resultó peor. Cuando volvía por las noches, ebrio, ella siempre esperaba, triste, sin un reproche. Y esa mansedumbre me enardecía más. Le gritaba, tiraba cosas al suelo, llegué a pegarle. Su llanto me sumía en la desolación, pero no conseguía hacerle la más leve caricia para reparar mis arrebatos. Por un tiempo intenté olvidarme de todo y ser de nuevo el marido perfecto: llegaba temprano a casa, la ayudaba en los quehaceres, le compraba cosas, pero para hacerlo debía violentarme de tal forma que mi malestar no hacía sino aumentar.
Un día me senté en el sillón a contemplarla mientras realizaba sus oficios. Estaba totalmente desalentado, la farsa del esposo modelo no estaba funcionando. Es—pensé—como si me estuviese poseyendo el fantasma del primer marido.
Súbitamente sentí que toda la ira contenida se apoderaba de mí, fue como si me hiriese una luz insoportablemente intensa. ¡Primer marido! ¡Qué estúpida mentira había sido todo esto! No había tal primer marido, todo había sido una farsa inventada por mi cerebro afiebrado y embustero. ¡Ya basta de contener mi natural temperamento! ¡Ya basta de mentiras! ¡Ya basta de fingir que soy otra persona!
Ese día la rabia me cegó completamente, la golpeé como nunca, con una fuerza salvaje y desesperada la perseguí hasta la habitación, en donde le asesté el golpe final. Se derrumbó tras la cama, llorando. La miré exhausto. Todo había terminado. Sin una palabra abandoné la habitación, pero cuando ya llegaba a la sala tuve una idea. Volví sobre mis pasos sigilosamente y miré cautelosamente por la puerta entrecerrada.
Ella seguía sollozando, sentada en el suelo. Lentamente levantó la cabeza. Sus bellos ojos húmedos pasearon de un lado a otro de la habitación, hasta detenerse en un retrato mío colocado sobre una repisa. Ella lo miró largo rato. Creí que lo rompería, lo pisotearía contra el suelo, pero no lo hizo. Lo tomó en sus manos y lo oprimió con inexplicable ternura contra su pecho.
Salí de la casa aplastado, sin ganas de nada. Me metí en una taberna, muy lejos de allí, donde bebí hasta perder la memoria. Cuando volví en mí, me hallaba en un puente, no sé dónde, mirando pasar debajo de mí el agua correntosa. No quería volver a casa. No podía soportar ver de nuevo a Amanda, volver a hacernos daño, regresar al absurdo infierno en que se había convertido nuestra vida conyugal. Definitivamente, Amanda jamás podría ser feliz a mi lado. Si tan solo ella no me amase, si ella se decidiera por fin a dar un paso para su propia liberación. O si yo…
Una acción refleja me salvó de caer al agua, víctima del vértigo. Permanecí largo rato de espaldas sobre el concreto. Tal vez estaba lloviendo, pues la noche estaba surcada por rayas descoloridas, como exhalaciones, que iban desdibujando las cosas.
Desde entonces, sólo vuelvo a la casa en la madrugada, cuando ya Amanda no espera, para marcharme de nuevo al amanecer. Abrigo la secreta esperanza de encontrarme algún día con que se ha marchado, cansada de mí o atraída por otra vida, más digna de vivirla. Por el momento, sé que ella espera todavía mi regreso de las orgías a sus brazos, como antes. Lo que ella no sabe, es que cuando por las noches recorro los bares ya no es en busca de diversión, de amigotes y prostitutas, sino en busca del otro, el segundo, aquel que creo haber visto en sueños y que ahora quiero palpar, convencerme de su existencia, preguntarle: ¿Qué haces? ¿Por qué estás aquí? ¿Qué esperas para entrar en nuestras vidas y romper esta cadena que nos ata insensatamente a una muerte lenta y angustiosa? ¿Quién eres tú? ¿Quién soy yo? ¿Quién seré… mañana?