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Hacía mucho sol, tanto que para vernos teníamos que protegernos la cara con la mano a manera de visera. Estabamos en la casa vieja y las matas del patio y del jardín estaban resecas. Tratamos de cruzar el arroyo pero el puentecito estaba roto y tuvimos que buscar una rama gruesa para atravesarlo.
Tata estaba afuera en el jardín podando el rosal. Se secaba el sudor con la manga de la camisa. Llegamos frente a él pero no nos vio, de tanta luz.
Le tuvimos que gritar. “tata ya estamos aquí”, y respondió “en la nevera hay jugo de parchita, tráiganme un vaso”.
No era un arroyo, era un hueco inmenso, un lago de agua putrefacta en medio de la calle. Nunca se secaba ni con ese verano.
Fuimos a la nevera y nos servimos toda la jarra del jugo. Nos olvidamos de llevarle un vaso a papá. Oímos cuando gritó pidiendo su jugo y salimos corriendo al patio a buscar parchitas para hacerle otro. Se había acabado el azúcar. A través del patio llamamos a la vecina, la señora Vera, y nos dio una taza. Le llevamos el jugo. Estaba sentado en su taburetico, sudando a mares. “Cuando era pequeño, en verano, nos íbamos al Drina. Nos quedábamos todo el día en la orilla, tirándole piedras al río, viendo cómo rebotaban y luego se hundían en la superficie de plomo del Drina. Pero no hacía tanto calor como ahora. Y la luz no te golpeaba como aquí”, dijo. Nosotros nos veíamos las caras. Pensábamos que el Drina era sólo un nombre, como Iván, o Mirko. Bueno para diferenciar a la zapatería. Nos sorprendió que respondiese a un lugar, a la parte geográfica de su país natal, y nos reímos con el descubrimiento.
Papá seguía en el jardín. Era un jardín desordenado con un rosal flaco, muchas ramas, y las pocas hojas estaban comidas por los bachacos pero siempre mantenía dos o tres rosas blancas, blanquísimas como el alma de la virgen. Había también matas de cayenas blancas y rojas, una de puyas, que nos rasguñaba brazos y piernas y la de pega pega, con la que jugábamos haciendo bombas.
A las nueve, tata abrió la zapatería. Desplegó el toldo para que el sol no entrara a molestarlo, encendió el ventilador y comenzó a trabajar.
Nos quedamos en el patio viendo cómo una bandada de pájaros atravesaba el cielo. Tata pidió un vaso de agua y Alexander, mi hermano mayor, se lo llevó. Mirena se fue al liceo, los viernes empezaba tarde la clase y le daba tiempo de preparar el almuerzo antes de irse.
A las diez y media llegó el señor Todor, Chica Todor, en su camioneta Ford ¿o era Chevrolet? azul marino ¿o era marrón? Era una camioneta de dos pasajeros con un compartimiento de carga atrás que el mismo señor Todor cercó con unos tablones irregulares de madera para que no se le escapara la carga, que era generalmente de ovejas o chivos que traía de Falcón. Algunos malhablados decían que el señor Todor se robaba los chivos en las sabanas coreanas y luego los vendía en Caracas, Maracay y Valencia a sus paisanos, pero eso era poco probable porque cada quince días aparecía con una nueva carga. Llegaba y comenzaba a sacrificar a los animales en casa. Se secaba el sudor con un liencillo que luego doblaba con displicencia. Era muy pulcro y ordenado. Podía sacrificar diez chivos pero el patio siempre quedaba completamente limpio, sin un rastro de sangre. Luego los metía en bolsas y los repartía entre sus clientes. Ese día dejó vivo un chivo negro con las orejas y la nariz blanca. Todos fuimos a buscarle comida, paja, zanahorias, sólo para acercarnos y acariciarlo. Se quedaba mansito, masticando, tragando lo que le dábamos.
Cuando terminó de repartir los chivos volvió a casa. Ya estaba atardeciendo y la brisa suave mecía los árboles. El sol intensificaba su brillo, emitiendo más luz y a ratos doraba el cielo para hacer notar hasta el fin de la tarde su presencia. El señor Todor trajo una caja de cervezas que metió una a una en el congelador de la nevera y se sentó a conversar con papá en la zapatería. Yo me quedé en la puerta jugando con un yoyo, porque sabía que pedirían cervezas y con cada entrega regalaban monedas.
Traía noticias de los paisanos de Caracas y Maracay. “Knjeshevich ya encontró trabajo en Caracas, en una aseguradora y se muda a un apartamento en Chacao que le consiguió el señor Slovodan. Alexander montó una ferretería en Catia, en el mismo edificio donde vive, y le va muy bien porque se hizo amigo de un señor que trabaja en el gobierno y le compra todo a él. Claro tiene que darle una comisión pero es poco y siempre le quedan ganancias. La mujer de Marko, Sofia, parió un varón, el quinto y le dijo a Marko que no quería parir más, que aunque viniera el pope a hablar con ella, nadie la convencería de tener otro hijo. Marko está muy triste porque quería una niña que se llamara como su mamá. Iván ya terminó la casa en El Limón y quiere que vayamos el próximo sábado porque el pope la va a bendecir. Dragov pide que le hagas un par de zapatos “piel de rusia” para el mes que viene y te mandó el dinero adelantado porque quiere que compres el mejor cuero, pues desea enviárselos a su papá en Duvrovnik, para que sepa que está muy bien aquí. También te traje de Maracay las telas que me pediste, el kaki y la popelina. Si se las vas a mandar a tu familia en Sagreb, prepara el paquete y yo lo llevo directamente al correo en Caracas para que lleguen más rápido”.
Conversaban y bebían cervezas. Yo ya tenía dinero suficiente para helados y les prestaba cada vez menos atención. Llegó el señor Pablo y al poco rato el señor Druzan con un queso y un jamón. Papá cerró la zapatería pero se quedaron en el local. Pusieron en un estante el ventilador, para que abarcara al grupo. Comenzaron a jugar póker. Recordaban cuando estaban en la guerra. Papá siempre decía con orgullo que tenía 17 años cuando entró al servicio militar e inmediatamente empezó la guerra. Al señor Druzan eran a quien más respetaban porque era ingeniero y construyó varios puentes allá en su tierra. Comentaban sobre las noches de la guerra: “No se podía conversar, ni dormir ni comer ni descansar. Cubríamos los cigarros con ambas manos para que no se viera la lumbre. Muchos fumaban con la lumbre metida en la boca para soportar esas horas que se hacían interminables. Al sentir el amanecer podíamos dormir, aunque yo prefería jugar póker porque mis compañeros eran muy malos jugando y duplicaba mis raciones de cigarro y comida”. Reían, aunque no apartaban los ojos de las cartas.
Me dieron pan y queso y jamón. Después fui a cenar con mis hermanos y a ver la televisión pero a cada instante me llamaban. Estaba cansada, y abochornada por el sopor. Ya bien tarde llegó el señor Igor con su acordeón y se puso a tocar esas canciones lejanas. Se le mojó de sudor la camisa.
Mis hermanos se acercaron para verlo y oírlo. Estaban maravillados. El hijo del señor Igor también vino, Ivisha. Estaba callado y cuando pudo se sentó frente al televisor. Al poco rato se quedó dormido. Vivían solos, en una habitación en la casa del señor Druzan. Mis hermanos se fueron a dormir. El chivito también estaba dormido en el patio pero si uno se acercaba se despertaba inmediatamente y comenzaba a masticar algo.
Agarré una sábana, la tiré al piso y me acosté, pero ni así me dejaban tranquila. El dinero se movía de lugar en la mesa y hasta que no le perteneciera a alguien no dejarían de jugar. Tuve que levantarme y meter en el congelador la cuarta caja de cervezas. Cuando ganaba alguno se acordaba de darme una moneda pero ya ni me importaba. Quería dormir y me acosté en el suelo, con la sábana como colchón y cobija. Oía cada vez más lejanas las conversaciones y eso me gustaba, era como estar entrando en otro mundo despacito sin dejar totalmente este.
Me desperté cuando me di cuenta de que el señor Todor empezó a hablar de mamá, pero no abrí los ojos: “Está trabajando en el Seguro Social, en Caracas”, dijo, “limpiando pisos. Vive en la casa de la señora Luba. Y quiere que los niños la vean y sepan quien es su mamá. No quiere que tú te enteres pero una vez al mes va a la escuela a verlos. Se cuelga de la cerca, en el recreo, y los mira como queriendo abrazarlos y besarlos.
Después se va. Le ha pedido a la señora Dina, la maestra, que hable contigo, pero la maestra no se quiere meter en ese asunto. Yo sí porque creo que ella debe verlos”. Tata oyó muy calmado al señor Todor. Asentía con la cabeza. Pidió otra cerveza pero al ver que yo estaba en el piso, como dormida, se paró y trajo cervezas para todos. Fue la única vez que se paró a buscar cervezas. Repartieron de nuevo. No hablaban buscando la mejor jugada, tratando de quebrar al contrario.
De nuevo me fui quedando dormida hasta que oí un golpe como un trueno que casi parte la mesa y el vozarrón de mi padre acusando al señor Todor de haber hecho trampas con las cartas. “Que por qué lo hiciste, que desde cuándo, que cuántos mazos de cartas tienes”, gritaba mi padre.
El señor Igor, el señor Druzan y el señor Pablo trataban de calmarlo y le decían que era una equivocación, que el señor Todor Georgevich era incapaz de hacer trampas, ni en la guerra, nunca había hecho trampas. Mi padre los insultó a todos, predijo del mal que moriría cada uno y los sacó de la zapatería. Abrió la puerta corrediza de un solo golpe produciendo un estruendo de fin de mundo.
El señor Todor se quedó sentado, y con el ánimo apacible que dan los tragos le dijo: “yo no me voy, porque no tengo dónde dormir. Siempre que vengo a Valencia me quedo en tu casa y esta vez no va a ser diferente, aunque tú no quieras”. Mi padre se le abalanzó. Medía un metro noventa y tres. El señor Todor medía metro y sesenta. Pero se veía mucho más pequeño por lo flaco y desgarbado que era. Mi padre lo agarró del cuello y lo levantó por sobre la mesa. Le dio dos puñetazos en la cara y lo tiró a la calle. Y cerró la puerta. El hombrecito voló y cayó justo en la camioneta, en el compartimiento de carga donde todavía quedaban cagarrutas de chivos, monte, y frascos de cerveza…
Los demás hombres lo ayudaron a salir de ahí y se fue a dormir a casa del señor Druzan. Mi papá recogió las botellas vacías. Ordenó las sillas, arrimó la mesa a la pared y colocó de nuevo las cajas y las herramientas. Me dijo que me fuera a la cama, que era muy tarde.
Yo cerré la puerta de mi cuarto pero me quedé despierta. Oí cuando papá volvió a la cocina por otra bebida.
Me acerqué a la ventana para ver si los amigos de papá se habían ido. No se veía nada. Un silencio mortal rodeaba la calle. Me acosté. Mi hermano no había llegado. Cerré los ojos esperando el sueño. Me despertaron unos golpes en la ventana. Era la señora Vera para avisar que mi hermano estaba retenido en la prefectura. Fui a informarle a papá. Le dije “tata, Alexander está preso. Tienes que ir a la prefectura a buscarlo”. Papá abrió los ojos y tuvo que atravesar esa neblina que lo envolvía para verme. Se sacudió las cervezas, fue al cuarto a buscar una camisa limpia, sus papeles y salió.
Encender la luz era como un sacrilegio. La noche era tan serena que daba vértigo profanarla o sentir miedo. Una atmósfera de soledad lo envolvía todo. Pero no era soledad. Era una tregua. Inquietante y desconsoladora. La gente reposaba en sus camas, batallando en sueños. Exudando una quietud a medias, que admite un rato de paz con la condición intrínseca de volver a la lucha, de amanecer para la guerra cotidiana de la sobrevivencia. Calles solitarias, casas silenciosas respirando quedo. Árboles vigilantes ante la oscuridad que pasa. Silencio que no cesa.
Papá volvió con Alexander. Mi hermano con la camisa sucia, los cabellos revueltos, todo descompuesto. Papá se lamentaba “ay, ay, mi hijo mayor preso. Mi primogénito en la cárcel con ladrones oh, oh, oh”. Fue a buscar una cerveza que se la tomó en la zapatería, solo, con la luz apagada. Volvió por otra. Mi hermano no quería hablar de lo ocurrido. Y se fue a dar un baño.
Oía cada vez que papá entraba a la cocina, hasta que todo quedó en silencio de nuevo. Me asusté. Pensé que la muerte era como la señora Vera, que entraba en las casas sin tocar, que le conocía la vida a cualquiera y sabía quién estaba portándose bien y quién mal. Seguro que la muerte vio a papá tomando tantas cervezas y vino a llevárselo, a castigarlo por tanta impertinencia. Sentí el rumor de su ropaje negro y ancho aleteando para amedrentar, y el crujido seco y tortuoso de sus pisadas. Me tapé la cara con las sábanas y me morí de miedo cuando me agarraron el pie. Era mi hermano. Traía una almohada. “Toma. Llévasela a papá”, me dijo. Encendí la luz del pasillo para no tropezar. Fui a la zapatería y lo vi inmensamente tirado en el piso. Llorando. “ay, ay, mi primogénito, ay, ay”. Le coloqué la almohada en la cabeza y él seguía lamentándose ay, ay. Verlo así llorando era desconsolador. Me quedé un rato parada y me sentí culpable. Nadie más podía ver sus lágrimas ni oír sus llantos. Sólo estaba yo allí, espiándolo. Que era tan terrible como estornudar, o toser o no rezar o sacarse los mocos en la iglesia.