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Nada se explica por el mero hecho de ponerle un nombre.
Una noche supieron que el niño vendría con problemas. Lo intuyeron cuando empezó a patalear de un modo que no parecía normal. Incapaces de pronunciar una palabra al respecto, pues los exámenes no habían detectado nada inusual, ninguna duda razonable que justificara la inquietante corazonada, optaron por no alarmarse sin necesidad. Acababan de hacer el amor, tal y como aconsejaba la obstetra, tumbados de lado, con un cojín bajo el vientre y sin penetrar demasiado profundo; una postura incómoda que le impedía a Ella alcanzar el orgasmo. Aun así se mostraba dispuesta, contenta de no renunciar al deseo durante los meses de gravidez. Segundos después de separarse tuvieron lugar las primeras patadas, que recibieron con entusiasmada sorpresa: el embarazo había transcurrido en el más completo silencio y aquel gesto entrañaba una repentina confirmación de la vida. Se dijeron entre risas que dadas las circunstancias, el niño vendría dispuesto de antemano al placer. Pero también notaron lo extraño en el ritmo de los golpes: lejano del frenético vaivén de la supervivencia, apuntaba más bien al pesado compás de la asfixia, como si el niño arrastrara en sus piernas un cansancio milenario. Las patadas se espaciaron hasta detenerse del todo, pero empezaron desde esa misma noche a repetirse. Monótonas e inesperadas. A veces parecían responder a las situaciones más ordinarias del día, como la vibración de un autobús en marcha, un sorbo extra de café durante la tarde o el crepitar de una cucaracha bajo la suela; estímulos mejor planificados, como la música clásica en audífonos sobre la panza o unas palabras amorosas al despertarse y al ir a dormir, eran recibidos en cambio con la más absoluta indiferencia. De poco sirvió consultar a la obstetra, empeñada en interpretar la pasividad de los golpes como augurio del buen carácter del niño. «Cada embarazo es una aventura inédita», les dijo, «Relájense y disfruten del milagro de la vida». Las patadas disminuyeron a medida que se acercaba la fecha de parto y faltando un par de semanas no volvieron a repetirse. Aquel retorno al silencio empeoró todavía más el nerviosismo de la pareja, que optó esta vez por lo único que le quedaba: tener un poco de fe. Estaban en la recta final del embarazo, lo que tuviera que pasar, pasaría.
El día llegó y los encontró preparados. Entraron con tiempo al hospital, los atendieron sin demora y el parto ocurrió a la manera ordinaria, justo como los médicos dijeron que sería. Lo que nadie predijo fue que el niño nacería con una mueca grotesca en el rostro. Un rictus casi bestial que terminó siendo, tras la limpieza atenta de las enfermeras, una cabeza larga y estrecha y un cuerpecito raquítico. No era un mero asunto de fealdad: el niño parecía no haber nacido completo, de lo extraño e irregular que era su torso rígido, indeciso entre varias especies durante alguna etapa de su desarrollo. En ningún momento lloró ni produjo otro sonido que un ronquido cavernoso, tan bajo en frecuencia que era preciso acercarle el oído para percibirlo. Apenas se cercioraron de que vivía, los médicos lo trasladaron a una incubadora en donde practicarle los primeros exámenes, y dejaron a los padres de manos vacías en la sala de parto. «Tanto esperar para esto», parecía decir el rostro compungido del
padre. Su boca, en cambio, apuró sentimientos muy distintos:
– Lidiaremos con ello, sea lo que sea. Lo superaremos.
Ella estaba demasiado exhausta para responderle.
La estancia en el hospital no hizo más fáciles las cosas. Los médicos ofrecieron poquísimas explicaciones, refiriéndose al bebé en todo momento con eufemismos, como acusando un error cometido a la hora de concebirlo: «Son cosas que pasan», «La naturaleza es imprevisible», «Es muy pronto para un diagnóstico confiable». El niño simplemente había nacido así. Prometieron estudios y exámenes, sin ofrecer demasiada esperanza, y la atención se centró en cambio en el cuerpo de Ella. Enfermeras entraban y salían de la habitación, poniendo sueros, inyecciones, entregando pastillas y tomando mediciones, al ritmo que en la pareja crecía un silencio nervioso, en que ninguno paraba de hablar. Criticaban los servicios del hospital, calculaban el costo de la deuda acumulada o repasaban las llamadas hechas y recibidas, evitando a toda costa que el tema del bebé reapareciera. Pero había pausas inevitables y elocuentes. En una de esas oportunidades, Ella se interrumpió con un gesto y le
preguntó por qué no habían decidido un nombre para el bebé.
– La verdad es que no he pensado en eso –respondió Él, llevando la mirada al televisor encendido–. ¿Y tú?
– ¿Yo? –Encogió el rostro como para llorar– Yo ni siquiera sé si es un varón o es una niña.
– Es verdad –contestó Él, nada más que para oírse decir algo.
Esa noche Ella durmió un sueño intranquilo, temblando a cada rato hasta casi despertarse de golpe. Él miraba mientras tanto los canales sucederse en la TV, como las ventanillas de un tren que no se detiene, cabeceando a lo sumo, incapaz de abordar el sueño del todo. Sintonizó un programa infantil sobre la selva, cuyo narrador era una rana en pañales que desde el principio se le antojó de mal gusto. Clic. A ése siguió el de un chef que cocinaba anguilas. Clic. Un reportaje sobre la diábetes. Siguió escapando, de canal en canal, pero una inquietud le había anidado en el cuerpo, una corriente alterna que lo hizo espabilar y finalmente levantarse. Dejó atrás el cuarto y el área de hospitalización, y dio algunas vueltas hasta encontrarse frente a la sala de incubadoras. Tibia, muy iluminada, era una especie de invernadero en donde reinaba el mugido constante de los aparatos, enormes cruces entre nave espacial y una vitrina de museo. Fue fácil dar con la que buscaba: tendido sobre una colcha rosada de animalitos descansaba lo que su mujer había traído al mundo la tarde anterior. Pudo verlo completo, desnudo, en su radical y abrumadora rareza. No había un solo pelo en su cabeza puntiaguda y por ojos tenía apenas un repliegue de piel, un bultito que no daba señales
de abrirse. No había un indicio de herencia, de familiaridad o de sexo definido siquiera, parecía haber caído del espacio. Le costó no preguntarse qué habría salido mal en el embarazo, qué situación determinante habría causado ese impredecible final y, peor aún, en qué costado de la familia anidaría ese gen defectuoso, ese saboteador microscópico, capaz de convertir la cálida entrega de su mujer en esa criatura deforme. A un costado de la máquina halló la etiqueta con los detalles de peso, tamaño, fecha y hora del nacimiento. Sobre las líneas punteadas correspondientes al nombre y el sexo habían garabateado los dos apellidos paternos, como dudando que fuera a vivir más allá de unas pocas horas y no valiera la pena tanta minuciosidad. Quizá tuvieran razón, pensó y no supo qué sentir al respecto. La muerte de la criatura sería una noticia terrible, pues volverían a casa con las manos vacías, con el
fracaso a cuestas; pero después de algún tiempo lo olvidarían y podrían intentarlo de nuevo. Ya sabrían a qué atenerse y cómo proceder, aunque lo harían siempre a la sombra de que el destino se repitiera. La alternativa, en cambio, era cuando menos impredecible. Se sorprendió abrigando una siniestra esperanza.
– Es una niña –lo interrumpió en sus pensamientos la voz de una enfermera a sus espaldas. Llevaba uniforme rosado, del mismo que la colcha en la incubadora, y arrastraba en su dirección una sillita plástica–. No lo dice la etiqueta, pero es una hembrita. ¿Usted es el padre?
Él asintió, avergonzado, como si le hubiesen leído los pensamientos, y rechazó la sillita.
– ¿Todavía no tiene nombre? –insistió la mujer.
– Aún no lo decidimos.
– A veces pasa –replicó con serenidad, casi simpatía, antes de quedarse un rato de pie a su lado, contemplando el escabroso contenido de la incubadora. Él no supo qué hacer o decir, no entendía el semblante tranquilo de la enfermera, para quien los bebés sin duda serían casi todos iguales, excepto éste. Y sentía un temor irracional a que llegado el momento lo felicitara, alabara la hermosura del bebé o le dijera que tenía sus ojos o su sonrisa. Así que mantuvo un silencio obstinado hasta que la mujer dio un suspiro y regresó a sus labores. Entonces se obligó a contemplar un rato más la criatura. Tal vez un repentino soplo de amor le sobreviniese. Puede que fuera cuestión de tiempo únicamente.
Al día siguiente tocó a la puerta de la habitación una enfermera robusta, vistiendo el eterno rosado y llevando en brazos lo que después se reveló como el recién nacido. Envuelto en trapos blancos, de los que apenas sobresalía el extremo irregular y enrojecido de su cabeza, se asemejaba al muñón que deja un miembro recién amputado. La enfermera se detuvo frente a la cama; la madre tardó algún tiempo en comprender lo que se proponía.
– Vengo a enseñarle a alimentar al bebé –dijo, sin anestesia–. ¿Quiere que llame a su marido?
– Acaba de irse –dijo Ella intentando una sonrisa–. El pobre anoche no durmió.
– Entonces yo le ayudaré a hacerlo.
Con gelidez profesional, la enfermera la ayudó a sentarse derecha, a relajar la espalda y a sostener correctamente la cabeza de la criatura. Ella acató la instrucción con un aire perdido, automático, como si pudiera de pronto estar en alguna otra parte. Era casi un alivio que la criatura estuviera cubierta, no tener que enfrentar de golpe su fealdad. Le sorprendió lo poco que pesaba y el constante ronroneo que brotaba de la abertura irregular de su boca. Era una idea inverosímil que aquello se hubiese gestado en sus entrañas, alimentándose de ella durante meses, y ahora lo fuera hacer de nuevo de sus pezones. Se le antojó un escenario irreal, de una crueldad innecesaria, bochornosa. Y una oleada de rencor le trajo de vuelta a su marido ausente, al culpable de haberle sembrado en el cuerpo aquel monstruo disfrazado de amor.
– No sé si pueda hacerlo –se quejó débilmente.
– Empecemos por el derecho –ignoraron su protesta. Con suavidad y firmeza la mano de la enfermera acercó aquella horrenda cabeza a su pecho desnudo, de cuya punta expectante asomaba ya una lagrimilla blanca. Un hilo denso y transparente fluyó a la menor presión hacia el rostro de la criatura, sin atinar a la boca torcida y empapando la tela alrededor. Un olor dulce inundó la habitación y Ella cerró los ojos, sintiendo peces revolotearle en el estómago. Respiró largo y hondo y procuró que se le pasara la arcada. La enfermera volvió al ataque, sin contemplación, y esta vez dos gotitas rodaron dentro de la abertura, que no lograba una succión verdadera, ni siquiera retener el pezón. Era poco más que una grieta, una hendidura irregular y amarillenta. Cuando las gotas entraron la criatura pareció estremecerse, presa en sus propias carnes, lo que entusiasmó visiblemente a la enfermera, dejando escapar un tímido «bien». El tercer intento no se hizo esperar, pero el líquido erró por completo la boca y rodó hacia el ombligo materno, como buscando una vía de vuelta a su interior. La criatura continuó su estertor bajo la mirada vidriosa de Ella, cuyos esfuerzos por controlarse se hicieron aún más notorios, hasta que, lentamente, la leche fue dejando de fluir.
– No sé si pueda hacer esto –volvió a advertir, ahora mucho más alto y ofreciéndole el rostro a la enfermera.
Volvieron a ignorarla y tratar un ángulo nuevo de unión entre los cuerpos, pero esta vez se resistió a todo contacto.
– ¡Espere un momento, por favor!
– ¿Qué le pasa? ¿Se siente mal? –preguntó la enfermera.
– Tengo miedo de que me muerda –la voz había empezado a quebrársele–. Los niños nacen sin dientes, señora.
– Yo sé que nacen sin dientes, pero no logro quitarme la sensación de la cabeza.
– Mejor vamos a tratar con el otro seno.
De nuevo impidió la maniobra.
– ¡Me va a morder, estoy segura! –Lo dijo casi gritando. El desaliento se apoderó entonces de sus brazos y dejó caer sobre su regazo la criatura. La tela se abrió, como lo hacen las flores, dejando a la luz sus contornos grotescos. –No puedo hacer esto, lo lamento…Mírelo, nada más. Parece un lagarto.
La enfermera guardó un silencio indescifrable.
– Mejor lléveselo –murmuró, acto seguido, hipnotizada por los movimientos imposibles del monstruo.
– El bebé tiene que comer, señora.
– ¡Lléveselo! –ordenó esta vez, extendiendo el bulto hacia la enfermera, como si pudiera de pronto dejarlo caer. La mujer corrió al rescate y levantó el cuerpito rígido con experticia– Lo intentaremos luego, ¿está bien?
– Usted es la madre, señora –fue su último argumento, con voz resignada y ciertos aires de superioridad. Envolvió de nuevo a la criatura y abandonó sin despedirse la habitación. No hubo nuevos intentos de amamantamiento. El padre llegó al mediodía con un extractor de leche y un biberón. Ninguno le hizo al otro demasiadas preguntas.
Esa tarde les anunciaron que no había nada que hacer. Ningún tratamiento ni quirúrgico ni hormonal entrañaba una verdadera esperanza de mejoría. Contra todo pronóstico, la criatura vivía por sus propios medios, así que tal vez con tiempo y dedicación pudiera llevar algún tipo de vida útil. Lo concerniente a su crecimiento y desarrollo, o las complicaciones que ello pudiera entrañar resultaban, sin embargo, totalmente impredecibles. Les ofrecieron apoyo social y psicológico, seguimiento pediátrico especializado y «toda su empatía». Por último recomendaron una noche más de descanso y volver al hogar a la mañana siguiente; poco más podía hacerse por los momentos. Incluso la obstetra, tan diligente y fraterna antes del parto, empezó a tratarlos con fría profesionalidad, desentendiéndose poco a poco del caso hasta remitirlos a un especialista en «bebés atípicos» que jamás atendió el teléfono ni les devolvió la llamada. Y así, tras varios intentos por conseguir ayuda
especializada, fueron poco a poco dejando de insistir.
– ¿Recuerdas lo que me dijiste cuando supiste que estaba embarazada? –Le preguntó a su marido poco después de recibir la noticia. Él se le quedó mirando y negó con la cabeza–. Dijiste que iba a ser lo más atrevido que harías: traer a alguien al mundo. Y que no se te ocurría una mejor cómplice para hacerlo que yo.
Las palabras le dejaron en la boca una sonrisa, que fue torciéndose a medida que el llanto ganaba terreno.
– Sí, me acuerdo.
– Debes estar arrepentido.
– ¿Por qué dices eso?
Ella se encogió de hombros.
– ¿No oíste a los doctores? –insistió Él– Era imposible saber que esto pasaría. Ni siquiera ellos lo sabían. Hicimos todo lo mejor que pudimos.
– Yo sabía que algo malo estaba pasando.
– No había forma de saberlo.
– Yo lo sabía, yo lo sentí. Tú también lo sentiste.
– Nos explicaron que no era posible saberlo, ¿no escuchas?
– ¿Tú piensas que esto es culpa mía?
– ¿Por qué? ¿Quién está diciendo eso?
– En mi familia esto jamás había sucedido.
– ¿Y qué quieres decir? ¿En la mía sí?
– No sé. No estoy diciendo eso tampoco.
– ¿Y entonces qué coño estás diciendo?
– No sé, ¡no me grites!
– ¿Quién te está gritando?
– ¡Tú me estás gritando!
– ¡Yo no te estoy gritando! –gritó–. Sólo deja de decir esas…
– ¿Esas qué?
– Nada.
Fijaron la vista en rincones opuestos. Un llanto se escuchaba a lo lejos, filtrándose bajo la puerta cerrada. Él fue el próximo en hablar.
– Voy a dar una vuelta antes de que se haga de noche.
– ¿Qué?
– Que voy a dar una vuelta.
– ¿Una vuelta?
– Sí, coño, una vuelta. Necesito pensar.
– ¿Qué? ¿No puedes pensar aquí conmigo?
– ¿Te parece que estamos pensando bastante?
– Claro, por eso quieres estar solo y «pensar».
– Sí, justamente, quiero eso. ¿Es mucho pedir?, ¿no he estado contigo en todo esto desde el principio?
– Eres el padre, te corresponde.
– ¿Y no lo he hecho?
– Sí.
– ¿Entonces?
– No me dejes sola. No ahora, por favor.
– No, no… Hay que ver cómo te pones.
– En serio, no me dejes sola.
– Mira, fuiste tú quien no quiso visitas hasta que llegáramos a casa.
– Ah, me lo merezco, entonces.
– ¡No estoy diciendo eso, joder!
– No, claro que no. Tú nunca dices nada.
– Ya… déjalo. Regreso enseguida, de verdad –dijo y cerró la puerta al salir, sin dar tiempo a una respuesta. Era primera vez que se peleaban de aquella manera.
Salió con el plan de caminar hasta un quiosco, comprar un cigarrillo detallado y flirtear con un vicio que tenía año y medio bajo control. Pero una vez en la acera se le hizo urgente poner distancia de por medio. No había plazas cercanas, ningún sitio en dónde sentarse, así que se puso a dar vueltas, como los perros atados, caminando los alrededores con paso mecánico y sin rumbo. Fue así como dio con la tienda, a unas pocas calles, cuando ya se disponía a regresar. Le llamó la atención el letrero luminoso: un pez sonriente y de gorro asomado en una ventana, sin revelar las razones de tanta alegría al espectador. Se le antojó sospechoso, más expectante que feliz. Las vidrieras estaban cubiertas con una reja negra y gruesa, pero aun así pudo ver las enormes peceras repletas de movimiento: torbellinos
de vida suspendidos bajo luz blanca. No supo si entrar, pero la campanilla de la puerta le advirtió que acababa de hacerlo. Un ambiente extrañamente familiar lo rodeó entonces, aunque no recordaba haber tenido jamás una pecera. Dio al vendedor las buenas tardes y deambuló entre los pasillos, acompañado por el murmullo de los motores, que le daba a la tienda ese candor de los ambientes controlados. Se dejó maravillar como un niño por la cantidad de matices contenidos en un mismo animalito, por la fluidez de su existencia rápida, ágil, contemplativa. Carpas, peces ángel, peces dorados, anduvo de pecera en pecera, cada una debidamente etiquetada, al costado, en donde rezaba también un «favor no tocar» en letra de molde. Paso a paso, llegó a las del fondo, las peor iluminadas, en donde estaban los peces más pobres: esos bichos planos y tristes que se arrastran en vez de nadar por las paredes del acuario. Había unos cuantos adheridos al vidrio, dejando a la vista el vientre pálido de sus cuerpos marrones, como manchados por la mugre misma de que se alimentan.
– «Corronchos» –leyó en la etiqueta.
Incluso su nombre era horrendo, sin gracia, semejante a un desgarramiento. Estiró la mano y golpeteó el lado de afuera del cristal, justo frente a sus cabezas, sin que las criaturas se dieran siquiera por aludidas. El motor continuó su burbujeo necio, inagotable, y los peces siguieron simplemente existiendo. A un extremo observó una redecilla plástica y de pronto se le hizo importante saber si aquellos bichos serían siempre tan dóciles como aparentaban. Echó un vistazo alrededor hasta sentirse seguro y entonces, con un movimiento rápido, sumergió la redecilla en el agua hasta atrapar a un corroncho cualquiera contra la superficie del vidrio. El pez apenas se resistió, con un letargo inverosímil, hasta llegado el instante en que se encontró casi fuera del agua. Entonces sí se retorció, vigoroso y frenético, con una fuerza tan repentina que pudo zafarse y aterrizar en el suelo, justo a los pies de su gigantesco captor. Quedó inerte, abriendo y cerrando la boca conforme a una súplica imperceptible. La redecilla volvió al ataque, fijándolo contra el suelo y cediendo el testigo a una mano
temblorosa, que sujetó con fuerza su cuerpo resbaloso a medida que lo alzaba en el aire. Nadie se percató de lo que ocurría. Sostuvo al corroncho en las manos dando un respiro profundo, como queriendo servirle de ejemplo, y después se detuvo, simplemente, a observar el minuto y medio que tardó en asfixiarse. Le sorprendió lo rápido que se extinguía la vida, como cediendo a un apuro, a un compromiso previo acordado por fuera del cuerpo. Finalmente arrojó el pez inerte de vuelta en el agua y lo vio caer lentamente hasta el fondo. Los demás de su especie continuaron incólumes, aferrados a sus puestos en el vidrio. Devolvió la redecilla a su sitio y se secó las manos discretamente en el pantalón. Contempló la pecera un segundo más y luego se apresuró a la salida. Pisó la calle y sintió unas ganas inmensas de llorar.
La vuelta a casa fue fúnebre al día siguiente, una travesía conjunta por el desierto. Cuarenta y cinco minutos de ensimismamiento y del ronquido insistente de la criatura, boca arriba en un cesto sobre el asiento y en medio de los dos. Fue lo último que bajaron del carro al llegar, como esperando a que el otro lo hiciera, y estando juntos ya en el apartamento se percataron por separado de que no habían previsto un lugar en donde ponerlo. Un absurdo descubrimiento, además, considerando cómo antes del parto habían dispuesto todas las cosas de su futura vida en familia: la cuna, la silla alta en el comedor, los chupones, el montón de ropa regalada, objetos que ahora les resultaban coloridamente inútiles y crueles.
– ¿Qué vamos a hacer? –preguntó Ella.
Se sentaron en lados opuestos de la mesa.
– No sé.
La respuesta se arrastró entre los dos, desconsolada, como los corronchos por el cristal de su pecera. Una fuerza entre el rencor y la resignación les endurecía la boca, algo áspero y denso cimentándoles cada palabra. Se cruzaron de vista un instante, nada más, y volvieron a mirar hacia el cesto.
– ¿Vas a ir a dar una vuelta? ¿Para pensar? –atacó Ella.
– No.
– Ah. Menos mal –dijo y después asintió, como entendiendo algo en retrospectiva. Se puso de pie, los brazos en jarras. Esperó unos segundos y finalmente habló como quien anuncia una ceremonia.
– Voy a darle un baño.
– ¿Un baño?
– Sí, un baño.
– Los médicos dijeron que nada de baños hasta que el cordón…
– Yo soy su madre y le voy a dar un baño –sentenció–. Necesito saber que al menos está limpia.
– Su primer baño.
Ella lo miró desde un planeta distante.
– Su primer baño, sí. ¿Vas a tomarle fotos?
No hubo respuesta. Ella se inclinó para extraer a la criatura del cesto y sus rostros se acercaron por primera vez desde el día del parto. Se llevó el bulto entre brazos en dirección hacia el baño, mientras Él fijaba la vista en sus zapatos, avergonzado por algo no dicho o ni siquiera pensado. Se sentía preso en un giro nocturno de la vida, como un tren que marcha lentamente hacia un país extranjero. Palpó sin querer el bolsillo abierto de la camisa, en donde solía llevar los cigarrillos, y por un instante le sorprendió encontrarlo vacío. Entonces escuchó el agua de la bañera correr.
En el baño, lo más difícil fue desnudar a la criatura. Es decir, desenvolverla. Cada pliegue de tela revelaba una vuelta más de un laberinto de carne que Ella recorrió con el pecho apretado y una impaciente determinación. Cuando ya no hubo nada más que esconder, le temblaban tanto las manos que tuvo miedo de dejar caer a la criatura, pero se alegró de verla desnuda por fin: no habría ya más nada en su fealdad que pudiera sorprenderla. Se arremangó y la cargó como había visto hacer a la enfermera. La piel era suave, pringosa, caliente. Tal vez le faltara una capa vital de tejido. Se sentó al borde de la bañera y comprobó con la mano libre que el agua estuviera en su punto, tibia, casi fresca, y con un gesto decidido se inclinó un poco adelante. El bebé entre sus brazos se estremeció al primer contacto con el líquido, volviendo poco a poco de un letargo profundo. Ella lo sostuvo con fuerza,
manteniéndole a flote la cabeza, tratando de no pensar en lo mucho que se parecía a los renacuajos. Tal vez algún día le hiciera gracia recordarlo. Respiró profundo y se preguntó, casi sin querer, si sería capaz de hundir ambos brazos más allá de los codos: un movimiento imperceptible, mínimo apenas, un descuido de madre novata que baña por primera vez a su criatura. No habría gritos, ni violencia. Todo ocurriría en silencio y en unos instantes, tan sólo le harían falta algunos centímetros de serenidad. Pero sus brazos siguieron en la misma exacta posición. El bebé se entregaba a la tibieza del baño y su madre, tímidamente, hizo un primer intento de acariciarle la cabeza.
Con un crujido, la puerta se abrió y Él apareció en el umbral. Solamente al mirarlo se percató de lo húmedos que tenía los ojos. Él avanzó hasta sentarse a su lado en el borde mismo de la bañera, sin mirar en ningún momento hacia el agua. Le besó las mejillas, con parsimonia, luego juntó frente con frente y se rozaron cuatro pares de pestañas. Ella lo dejó hacer, inmóvil. Ya casi no recordaba esas sensaciones. Un beso rápido juntó sus bocas y sus narices, un arrebato de ternura que completaron los brazos de su marido rodeándola, acogiéndola en el pecho como si nunca quisiera dejarla escapar. Y un instante después, con mucha paciencia pero también determinación, con un gesto igual de firme, una mano amorosa bajó desde el hombro a sus antebrazos y empujó cada vez más hasta hundírselos en el agua. Hubo una mínima resistencia, al principio, un temblor apenas, mientras la tibieza del líquido trepaba por encima del codo, rozando el dobladillo de la manga. Ella murmuró entonces una palabra, sin llegar en verdad a pronunciarla. La criatura se sacudió entre sus manos, apenas por unos segundos, y cayó lentamente hasta reposar en el fondo.
Del libro Lo irreparable (Ediciones Corregidor, 2017)
La pecera me pareció un cuento excelente. Como dijo la escritora estadounidense Flannery O’Connors: “no entiendo porque la gente ve la ficción como algo que no existe cuando es por medio de ella que la realidad se hace explícita” y en este caso, yo veo los padres como la sociedad que no admite lo diferente y a la hija como el genio incomprendido, inadaptado y que termina aplastada (ahogada) por la misma!