Pequeños encargos, de Krina Ber
05/ 10/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más recienteLa extraterrestre que habita en mí se manifiesta más por las mañanas. Especialmente cuando tengo que salir de la casa, por ejemplo: para ir de compras. Tiene que ser ella, no yo, la que se pierde por los caminos de sobra conocidos y se queda pegada ante semáforos descompuestos, ella es la que casi choca al estacionar y, al salir de su coche recorre el trozo de la acera que la separa de la ferretería con pasitos inseguros, vulnerable cual tortuga privada de su caparazón.
Nadie ha visto tornillos como los que ella busca. Pruebe en Torquemarca, le dicen, a dos cuadras de aquí, debería encontrar ese tipo de cosas en Torquemarca. Pero qué va. Tal vez en el Comercial Zelig detrás de la segunda esquina… Y por qué la mandaron aquí, nosotros vendemos piezas para máquinas, nada de tornillos. Pruebe en el Zelig, a una cuadra, y si no, busque la ferretería industrial Caurora, es muy fácil, ¿tiene carro? Okey. Entonces suba usted por la Rómulo Gallegos, luego baje por el Marqués, voltee a la derecha en Don Regalón y allí mismito está, detrás de la cauchera, ojo que desde la calle casi no se ve.
Cau—ro—ra. Se lo deletrean a la extra—terrestre. Mala señal.
Las circunstancias imponen volver al carro pasando primero por el tal Zelig. Aferrada a la cartera que aprieto bajo el brazo, camino descascarada, transparente, atenta a no desgajarme por el roce con el gentío que emerge en oleadas de las dos bocas de la estación Los Cortijos y pulula en la calle apiñándose frente a los quioscos, botando envolturas de chucherías y vasitos de plástico en la cuneta y en los pipotes y a los pies de los árboles que se suceden en la acera. A la izquierda panaderías, pollo en brasa, un banco dos bancos Marimbo Viajes—y—Turismo celulares salón—de—belleza oferta—uñas—corte—y—secado. Electrodomésticos. Dos por uno. Todo a nueve mil nueve—nueve—nueve. Camino en la cuerda floja entre la insignificancia del momento con sus rebajas y remates y la soberbia de existir: vamos, alguien se da cuenta de cuántos seres tuvieron que unirse con quién se unieron y parir a quién parieron para que yo exista y vaya a la ferretería, —y aquí voy, hacia el Zelig— cuántas casualidades y barbaridades del destino, cuánto empeño en sobrevivir a las epidemias, las guerras y las hambrunas para que esa gente y yo coincidamos en esta calle —y para qué. Caminan y caminan, apurados para llegar a alguna parte con esa chispa divina que en ellos crepita, tiembla, languidece, pero sólo los extraterrestres somos conscientes de esas cosas (menos mal, ya divisé el letrero del Zelig en la esquina), ay, y los otros, los otros dónde van, qué hacen después, en otra parte —procesan informes, venden, vociferan, secuestran, aman, ven la novela del cuatro — y qué importa, en fin, si tan sólo me atraviesan y desaparecen: viejos, niños, muchachas de cintura esbelta y dulces labios gruesos, un hombre, dos hombres, blancos, marrones, vivos e incomprensibles bajo el sol como las palabras que emergen y se hunden en el bullicio general, y que ella cayó completita, y que vaya usted donde Juan y que no joda y que mi hermana dijo, palabras—peces que saltan pluc pluc entre voces y coches y me salpican, salpican, hasta que por fin alcanzo la esquina, el Zelig, aquí voy, llegué —uff, alivio: en la sombra de la tienda el volumen baja drásticamente, apenas traquetea el ventilador en el techo y un hombre con bigotito criollo grita por el celular para que todos nos enteremos de que él habla inglés y necesita un invoice for this amount I told you..
Estamos renovando el stock, explica el de la braga azul con la marca «Stanley» impresa en el pecho a un consumidor quien se está llevando tres hojas de papel de lija y se va satisfecho a la caja: es obvio que consiguió lo que quería. No va a ser así de fácil conmigo aunque traigo una muestra exacta de lo que busco, prueba fehaciente de que mi pedido es legítimo y cuerdo, hago mi cola, melancólica, rumiando de antemano la derrota que se acerca inevitable (¿por qué siempre me mandan a comprar cosas imposibles de conseguir?) y efectivamente, llega, mientras el del bigote grita tapándose el oído izquierdo you can fax it, no problem, pero aquí yes tenemos un problem: esos tornillos Stanley nunca los había visto, —y cómo hubiese podido con los escasos años que tiene y aún menos que lleva en ese empleo — imagínense, un tornillo que se enrosca dentro de otro tornillo, macho y hembra con dos cabezas igualitas, objeto utilitario dotado de finura, clase, acero inoxidable y hasta poesía erótica. Qué va, señora. Tal vez antes había tornillos así (¿antes de qué? — callo), lo examina y al menos admite: bicho, qué ingenioso (diseño—callo— se llama di—se—ño). Qué pena que ya no se consiguen. ¿Cuántos necesita? ¿Ocho? ¿En acero inoxidable? Tssss… Imagínese. Pero tengo un modelo standart, sin esa parte rara donde se enrosca, no es lo mismo, claro, pero por lo menos es del mismo diámetro ¿ve? Créame, con dos arandelas se llega al mismo largo, y si le serruche lo que le sobra por el otro lado de la tuerca, le garantizo que se verá igualito al suyo. Fíjese qué coincidencia: esta segueta modelo económico está justamente en oferta, casi regalada, dice, y una fuerza cósmica me empuja a comprar su porquería de tornillos y su serruchito inservible y si ya estamos aquí, señores, por qué no un estante para el baño en alambre plastificado y una caja de herramientas que también están en oferta. Ay. Por qué siempre me pasa eso a mí. Ofertas. Ay, no, no debo rendirme, no debo desviarme ni un milímetro de mi propósito porque se disolverá el peso de mi identidad terrestre y quedaré prendida en las aspas del ventilador en el techo de Zelig con la caja, el estante y la segueta, y la gente abajo gritando, llamando a los bomberos — no, gracias— y me aferro a mi tornillo, el propio, el único, como ese griego que dijo dadme un tornillo de apoyo y yo también moveré el mundo, yo, la despistada, yo, la que nunca consigo nada, ¡ja! Mi reino por un tornillo como dijo otro griego, corrección: era un celta, corrección: mi reino por ocho tornillos tipo macho—y—hembra con cabezas iguales ¿oyó? ocho tornillos que necesitamos para prensar tres laminas de madera encolada que forman las patas de una silla que sacó el domingo un aprendiz de carpintero en Mariche porque se lo encargó su patrón a quien le pidió el favor su amigo Felipe porque se lo pidió mi marido Fernando para ayudar a nuestro hijo Alan quien tuvo la idea de un taburete que se la obligó a parir un profesor demasiado exigente en su Instituto de Diseño, un verdadero sádico, y, fíjese bien, en este particular momento de conjunción astral Felipe no le puede negar ese favor a mi marido — ¿o quiere que se lo diga en inglés?
Imagínese.
Hago la otra cola para pagar mi nueva caja de herramientas, dos docenas de tornillos tipo standart, tuercas y arandelas y la segueta que se dobla con tan sólo mirarla — quién sabrá si hay una mejor solución— y abandono la tienda con la cabeza alta y la dignidad salvada: me resistí al estante de baño. La extra—terrestre y su tornillo extraterrestre recuperan su carro intacto, señores —ni chocado ni bloqueado ni se lo llevó la grúa — allí mismo donde lo dejaron frente a la primera ferretería, y junto con el carro la tibieza del caparazón, — al fin mi caparazón, el refugio y la música relajante, pero también, ay, los peligros intrínsecos de andar en coche: camiones enormes como unas montañas, interminables autobuses, motorizados que saltan a la derecha y a la izquierda en ráfagas de humo y fragor. La vía termina sin avisar, diablos, por qué no pueden poner un letrero que diga»Calle Ciega», o la ciega seré yo como siempre, pero será el último error del día, me lo juro y me concentro, no dejo que mi mente divague, me concentro como si fuera el último camino en el mundo y, aleluya, llego a la Rómulo Gallegos, el Marqués, Don Regalón y derechito a la cauchera como un paquete de Federal Express. Desde luego la Cau—ro—ra está cerrada porque el medio día llegó justo antes que yo— otro medio día perdido en encargos fallidos como hacer valer las garantías de HP o de Xerox o buscar, siempre buscar: sémola para un cuscús, naranjas California, polvo de curry con olor a curry, libros publicados en algún año que no sea éste, repuestos para mi Renault, plomeros, carpinteros, artesanos desaparecidos, productos barridos de la faz de la tierra por el avance incontenible de una que otra versión de la Historia, como esos tornillos de otros tiempos cuyo último testigo sobrevivió entre nuestros cachivaches.
Esta misión terminó. Exit. Volver a la Caurora más tarde seria pura pérdida de tiempo —créanme, yo sé de eso. Soy experta en perder el tiempo, sacerdotisa del tiempo perdido — basta con que piense en hacer algo y el tiempo se me pone rebelde, se encabrita, se desliza como un pescado, se arruga, se encoge y se escurre de entre mis dedos derechito a la papelera. Ahora mismo, debería estar haciendo otras cosas en vez de agitar mis antenitas verdes espantando a los transeúntes, miles de cosas útiles y urgentes, sin hablar de que podría terminar algún texto de los muchos que también se me escapan y giran en el vacío chocando contra las realidades inasibles —pues al final, señores, las únicas asibles son una miseria, pura miseria de fragmentos tan irrefutables como veintidós mil quinientos que costó aquello, o acidez estomacal—tornillo o tortícolis—tornillo o que—se—me—rompió—la—media, todas esas guebonadas que escribo en vez de escribir en serio:
eructos de borrachera, vaso de leche y palabras
Del libro Para no perder el hilo (Krina Ber, Mondadori, 2009)
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