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El pacificador

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No lo vio venir. En medio de la polvareda y el humo de la batalla más caótica, enardecido como estaba ante la inminencia de la victoria, no vio venir a su atacante, un llanero de a pie, lanza en ristre. Ya sin tiempo, tiró de las bridas para tratar de esquivarlo y, aunque el caballo respondió, sintió el golpe del hierro al clavársele en el vientre, poco más arriba de la cadera. El impacto lo sacudió y a punto estuvo de caer de su montura. En un tiempo enlentecido por el pánico tuvo conciencia plena del ardor que le causaba la hoja al penetrar en él, de cada fibra lacerada en su recorrido y del desgarro de la piel al salir por su espalda, lo había atravesado de parte a parte. “Me mató este miserable”.

El infante no había soltado la lanza y, tal vez en un intento por derribarlo al suelo, la vara se había partido en el cubo, justo donde la madera se unía con el metal. Más encolerizado que adolorido, reaccionó con su rapidez refleja de guerrero y descargó un sablazo entre el hombro y el cuello de aquel bellaco; el corte fue profundo y debió esforzarse para retirar el arma e intentar sablearlo de nuevo. No hizo falta, sus oficiales cercanos cayeron encima del agresor y casi lo descuartizan a golpes de espada. Sin detenerse a revisar su herida, arrebató una bandera del regimiento Unión a uno de sus jinetes y comenzó a agitarla y a gritar con rabia a su tropa para que arrollaran al enemigo en retirada, “al Orinoco, al Orinoco”.

Los suyos, sin percibir al principio la gravedad de su percance, notaron cómo se iba encorvando sobre la silla y miraron la sangre en la pernera izquierda del pantalón y el costado de su caballo. Fue entonces cuando cayeron en cuenta de que había sido herido y necesitaba asistencia. Lo rodearon con rapidez, para prevenir cualquier otro ataque, lo ayudaron a desmontar y, con el mayor de los espantos, miraron la hoja de la lanza clavada en su abdomen. Con cuidado extremo, lo acostaron encima de una cureña rasa tirada por una mula, y lo transportaron al hospital de campaña, una enramada con techo de hojas de palma levantada en la retaguardia, en la que no encontraron personal sanitario alguno. Desesperados, a gritos pidieron un médico. “Están en el campo de batalla, aquí cerca, atendiendo a unos heridos de metralla. Eran muchos y no había cómo traerlos acá. Ya he ordenado que les traigan con urgencia”, explicó un sargento a cargo de la custodia del lugar.

De pronto, desde un corral improvisado donde había una media docena de prisioneros, uniformados con la casaca roja propia de los ingleses, se escucharon unos gritos: “Yo médico, yo médico”. Fueron por él, lo sacaron del encierro y en volandas lo llevaron ante el herido, quien yacía lánguido sobre su costado derecho, en una de las dos mesas del hospital. El inglés dio un respingo al verlo; la sangre le empapaba el uniforme, manchaba la mesa y caía sobre la tierra en un goteo continuo. Sintió un escalofrío al mirar la tosca cuchilla de la lanza llanera atravesada en su cuerpo, con sus dos extremos sobresalientes, uno en el bajo vientre del lado izquierdo y el otro en la espalda, un poco más arriba y cerca de la columna. Era una situación mucho más complicada de lo que había imaginado y supo de inmediato que no podría improvisar actuación alguna. Ni siquiera era médico ni tenía idea de cómo atender un caso tan grave como el de aquel hombre, cuya alta jerarquía era fácil de adivinar por su edad y por la actitud respetuosa de los oficiales y soldados que lo rodeaban.

Era apenas un prisionero inglés que esperaba la muerte. No solo por su nacionalidad, o la condición de mercenario endilgada a ellos por el enemigo, sino también porque estaba en una guerra donde la ejecución de los prisioneros era ley. Había visto en la desesperación de los españoles ante el oficial herido la oportunidad de salvarse y mintió buscando una rendija por donde escapar de su condena. Como cualquier soldado de oficio, tenía alguna noción de cómo atender heridas menores, eran muchas las vistas y sufridas por él mismo tras tantas batallas, pero la gravedad de aquella lo había paralizado de terror y su primer impulso había sido huir como un animal asustado. Aun así, sin más opciones que aferrarse a la vida, superó el espanto y siguió adelante con su farsa.

A la usanza de los médicos suyos en la generalidad de las situaciones, se lavó las manos de forma exhaustiva, se acercó al oficial, lívido ya por la sangre perdida, y pidió unas tijeras para cortarle la ropa y dejar expuesta el área a tratar. Con pañuelos de lienzo limpios, mojados en ron blanco, limpió alrededor de las heridas y luego, para detener la hemorragia, taponó sus bordes con vendas de hilachas, por ambos lados del cuerpo. Su sentido común, y la experiencia, le indicaban la necesidad de extraer la lanza, pero no se atrevería siquiera a intentarlo. Sabía que la sangre manaría en abundancia y para eso no tenía respuesta alguna. Ante la mirada expectante de oficiales y soldados curiosos que rodeaban la enramada, se dispuso a improvisar un vendaje, no se le ocurría otra cosa que por lo menos contuviera la sangre. En ese momento, escuchó una voz serena a sus espaldas que le dijo: “Hágase a un lado, por favor, soy el doctor Samaniego. Muchas gracias por lo adelantado”.

Con el más grande alivio, se puso en manos de los guardias que probablemente iban a ajusticiarlo; la muerte no parecía tan atroz comparada con el terror que sintió en el hospital. Esta vez, sin empujones, dos hombres lo flanquearon para conducirlo de nuevo al corral de los prisioneros. El encierro estaba vacío. “¿Y compañeros?”, preguntó a sus custodios. Los llaneros compartieron unas risas burlonas y uno le espetó: “A tus compañeros se los llevaron ahorita pa’ fusilalos. Tú te salvas porque atendites al general”. Noble MacMullen, capitán del ejército inglés al servicio de Simón Bolívar, respiró con alivio. Su atrevimiento había sido premiado por Dios.

El doctor Juan Nieto Samaniego, oriundo de Cartagena y miembro de la Real Academia Médica de esa ciudad, era el Cirujano Mayor del Ejército Expedicionario. Amigo de Pablo Morillo desde los tiempos de la guerra contra Francia, había llegado con él a Tierra Firme en 1815. Tenía una larga carrera en el oficio de médico militar y, tras tres años de ejercicio intenso en la guerra más bárbara en la que hubiera estado, ya sabía todo lo que un ser humano podía llegar a saber de la atención a heridas en combate, en particular las causadas por lanzas y machetes. Sus ojos se fijaron primero en la lengua de hierro incrustada de la manera más grosera en el cuerpo de su amigo. Había entrado en un plano vertical por el hipocondrio izquierdo y atravesado su cuerpo en un ángulo ascendente. Entendió de inmediato que, además de sus conocimientos y habilidades médicas, el general iba a necesitar la mediación del Señor para salir vivo de ese trance. Era casi imposible que, en su trayectoria, la lanza no hubiese afectado algún órgano o sus intestinos, y, aunque aún estaba consciente, era obvia su debilidad. Sin más, se dispuso a hacer con premura la parte que a él le tocaba en el milagro necesario para salvarle.

Debía extraer cuanto antes la lengüeta metálica que, como las de cualquier lanza llanera, era burda, larga y en forma de delta. La punta sobre sobresalía por la espalda y era obvio que la parte que no penetró el cuerpo del general era bastante más ancha que la herida de entrada. El filo visible era disparejo y con un dentado sin simetría, menos por la intención del herrero que por la forja apurada y chapucera del hierro. También estaba expuesto el cubo de la lanza, redondo y voluminoso, para alojar una vara gruesa. Su primer dilema fue cómo extraerla. Lo usual era que se empujara a favor de su trayectoria y se sacara por la herida posterior, pero la anchura aún expuesta de la base de la hoja, con el cubo voluminoso, y el filo con hendiduras lo suficientemente profundas como para hacerlas peligrosas, lo persuadieron de lo contrario. Pensó entonces que empujándola así podría lesionar los intestinos u órganos que la parte angosta del metal no habían tocado al entrar, o que parte de una tripa o cualquier tejido o vaso importante se quedara encajado en algunas de las ranuras del filo y se rasgara. Ambas opciones podían tornarse mortales y decidió que lo mejor sería, en el caso del general, tomar el otro riesgo, sacarla por donde mismo había entrado. Le pareció que así era menor la posibilidad de causar nuevas lesiones. Le explicó al general su decisión y le anunció que iba a ser muy dolorosa.

Con la ayuda del médico asistente y un par de enfermeros enderezó sus piernas, lo incorporó hasta donde fue posible y lo hizo beber varios tragos largos de ron. Cuando le pareció suficiente la dosis de alcohol ingerida, lo acostó de nuevo sobre su lado derecho y pidió ayuda a varios soldados presentes para mantener inmóviles sus extremidades. Retiró las hilachas que había colocado el inglés sobre las dos heridas y le indicó al médico asistente, más joven, tomar el cabo que se hundía en el vientre y, a su orden, tirar de él con firmeza y sin brusquedades, no quería que saliera de un envión. Tomó un lienzo, cubrió un taco de madera con él y se situó del otro lado de la mesa para, desde allí, empujar la punta que se asomaba por la espalda. Hizo una seña a su colega y empujó aumentando poco a poco su fuerza. El alarido del general, en el instante en que la moharra comenzó a salir, se escuchó por encima de los gritos de los combatientes, los ayes de los heridos, los relinchos de caballos malogrados y las cargas de fusilería en la llanada de Semén. La sangre, que había estado contenida por la hoja y los tapones, manó entonces en una hemorragia alarmante.

El doctor Samaniego lo miró desvanecerse por completo y tornarse tan pesado que los enfermeros y el médico que lo sostenían apenas podían con él. Pensó que lo había perdido y lo invadió el desaliento. Pasados unos segundos eternos, reaccionó y comenzó a darle palmadas en el rostro y llamarlo a gritos, “¡General Morillo, general Morillo, general Morillo!”, y exclamar al borde del llanto, “Joder, Pablo, no te me vayas a morir”. Ya casi había perdido toda esperanza de recuperarlo cuando lo vio abrir los ojos, vidriosos y con la mirada aún extraviada. Con lentitud pareció ir recuperando la conciencia y, al reconocerlo, trató incluso de sonreírle. “Esto era como para que no lo aguantara nadie. Si no tuviera la constitución de un toro, se nos muere”, pensó el galeno.

A lo largo de su carrera, Samaniego había atendido incontables casos de heridas en el abdomen. Sabía que si el hierro había afectado algún órgano, o perforado una sección de los intestinos, a la entrada o salida del arma, la muerte de su amigo y comandante sería prácticamente inexorable. Ante esos casos, cuando la extensión de la herida lo permitía, intentaba extraer fuera de la cavidad la parte lacerada de la tripa, la lavaba con agua y ron, la suturaba y la cubría con un emplasto de ungüento amarillo. Antes de volverla a su lugar, limpiaba con ron diluido, o vinagre, el interior accesible, lo secaba con vendas de hilacha y se aseguraba de que no quedara el menor resto de materia fecal o, de cualquier modo, extraña. No obstante sus cuidados, de los muchísimos pacientes con heridas en el vientre atendidos en su prolongada carrera, podía contar con los dedos de una mano a los sobrevivientes. La muerte por fiebres, producto de la infección, era el resultado casi invariable, mucho más en medio del calor sofocante de los llanos.

Examinó, lo poco que era posible, el interior de la herida del general Morillo y no pudo ver lesión interna alguna. Salvo una rasgadura o ruptura mínima, imposibles de percibir en sus circunstancias, el general Morillo parecía haber tenido la suerte infinita que necesitaría para contar con alguna posibilidad de sobrevivir. De manera increíble, la lanza no había causado daño evidente en los intestinos ni órganos apretados en la cavidad abdominal. De ser efectivamente así, Dios también había hecho su parte.

Antes de cerrar las heridas, limpió la parte externa y los alrededores de los dos boquetes y pidió a su colega, con ojos más jóvenes, verificar su apreciación. Visto que tampoco él observó lesión alguna, con la mayor rapidez, suturó primero la herida más pequeña y curó sus bordes con un sublimado de azogue. Luego cerró y curó la del vientre. Untó además ambas áreas con ungüento amarillo, le puso una venda de hilacha limpia y ordenó su traslado inmediato a la Villa de Cura, al hospital militar preparado para recibir a los heridos graves en la batalla. Al amanecer, dependiendo de su estado, sería llevado a Valencia, donde había un nosocomio mejor dotado para atenderlo. Si alcanzaba a llegar vivo a esa ciudad, habría aún que esperar unos días para saber en verdad cuál iba a ser su suerte.

El general Pablo Morillo, débil en extremo, pero recuperado del desvanecimiento sufrido durante la intervención, pidió que llamaran a su lado al coronel Asorey, su asistente. “Cambie esa cara, coronel, y cuidado se le ocurre ponerse a llorar delante de sus compañeros y subalternos. Quédese tranquilo, de esta no me muero”, le dijo con un hilo de voz, pero en nada exento de autoridad. Le preguntó por el brigadier La Torre. “Todavía está en la batalla, mi general, persigue al enemigo”. Preguntó entonces por el oficial presente de más alto rango. Ramón Correa, uno de los oficiales en torno al hospital de campaña se acercó a su lado. “Brigadier Correa, lo felicito por su actuación y la de sus hombres hoy. Ustedes han sido los artífices de esta victoria. Tome el mando hasta que regrese de la persecución, y lo asuma, el brigadier La Torre”. “Entendido, mi general”, dijo, y se cuadró marcialmente. “Mantenga la orden de perseguir al enemigo en retirada”, continuó Morillo. “¿Hasta el Orinoco, mi general?”, preguntó Correa con una sonrisa. “Sí, hasta el Orinoco, a por Bolívar, brigadier”, y su rostro se contrajo en una mueca que impidió la sonrisa con la que pretendió corresponderle. “La prioridad ahora es atraparlo. Seguramente va camino de Calabozo. Si logramos eso, la guerra habrá terminado y podremos irnos a casa. Ah, y cuide usted de que se respete la vida de prisioneros y heridos rebeldes”.

El camino a Villa de Cura, tendido en una carreta acondicionada para transportarlo, fue un viacrucis. El dolor se hacía más intenso con cada minuto transcurrido y, con los baches del camino, sufría puntadas terribles. Nada lo aliviaba y había tomado tanto ron que se sentía borracho. Solo sintió alguna mejoría cuando, una vez en el hospital de la Villa, tras reposar en un camastro de campaña, el doctor Samaniego le aplicó emplastos con pasta de opio sobre las lesiones. Menos adolorido, más débil, exhausto por la jornada e intoxicado por el ron ingerido, cayó en un sueño profundo aunque intranquilo, en el que alternaba quejidos y suspiros.

En la madrugada, tras revisar y curar de nuevo sus heridas, Samaniego ordenó su traslado a Valencia. Treinta de sus hombres se turnaban para llevarlo en hombros, casi a la carrera, en una hamaca colgada de una vara gruesa y cubierta con un lienzo fino para protegerlo de los mosquitos, el polvo y el sol. Por el paso acompasado de los hombres y la suavidad de la tela, que se amoldaba a cualquier sobresalto o movimiento inesperado en el camino, sus molestias fueron más leves que las del día anterior. El tramo más temible, atravesar el lago a cuyas orillas está la ciudad, resultó una maniobra fácil y tan llevadera como el resto del recorrido. Llegaron a Valencia al mediodía y fue llevado a la habitación preparada en el hospital. El doctor Samaniego, que lo acompañaba, examinó su herida tan pronto fue posible, le aplicó de nuevo pasta de opio y le cambió el vendaje. Pidió le dieran un caldo fuerte de gallina, que el paciente bebió casi con voracidad porque estaba hambriento, y prohibió visitas no autorizadas por él.

Durmió durante un largo rato y apenas abrió los ojos preguntó por el brigadier La Torre. Quería verlo para enterarse del resultado de la persecución de las tropas rebeldes, no perdía las esperanzas de que Bolívar hubiese sido hecho prisionero. Samaniego, presente cuando había despertado, le explicó que eso no podía ser en lo inmediato. “Perdió usted mucha sangre, mi general, necesita descansar sin hacer ningún esfuerzo, aparte de respirar. Lo mejor para usted es el reposo y seguir su dieta a base de caldos para reconstituirse y recuperar las fuerzas. Está usted muy débil. Si se queda tranquilo, volverá a dormirse, se lo garantizo. Eso es fundamental. Mañana curaré de nuevo sus heridas y, si todo está aparentemente bien, si no hay supuración y veo que está usted más fuerte, se llamará al brigadier La Torre para que escuche su informe. No hable mucho. Cuanto menos hable, menos le dolerá”.

Morillo tomó de la mano al médico y le miró a los ojos. “Juan, tengo una herida mortal, lo sé. No quisiera morir sin saber cuál fue el final de mi última batalla. No me niegues eso ahora, después no sabemos si será posible. Permitidle a La Torre entrar a verme y dile lo que quiero oír, verás que no hablaré”.

El parte de La Torre tuvo una sola nota negativa. “No dimos con Bolívar, mi general. No pudimos cogerle en la batalla, aunque peleó buena parte de ella en primera línea. Hay testimonios de hombres nuestros que lo vieron a caballo, combatiendo y dando órdenes como un poseído por el demonio. Maneja bien el sable, lleva dos pistolas y una lanza corta, que al parecer también sabe usar muy bien. Los desgraciados que pretendieron acercársele y cruzar armas con él, lo pagaron caro, porque sabía defenderse y, además, en batalla, siempre está rodeado de varios guerreros magníficos. Escapó al sur, a Ortiz y probablemente, amparado por sus hombres más leales, regrese a Angostura. Pudimos, sí, capturar intacto su campamento y su tienda, donde estaba buena parte de sus pertenencias y bagaje, incluyendo un cajón de documentos con información militar y cartas personales muy valiosas. Ya ordené que los enviaran a España, pero que antes hicieran copia de los documentos relevantes, para dejarlos aquí y que nuestra inteligencia los revise y aproveche. Es todo, señor”.

Se quedó a solas con Samaniego unos minutos y antes de que se marchara, le preguntó: “¿Cuándo sabremos si salgo con vida de esta, doctor?” “Debemos esperar unos días, mi general. Si no presenta fiebre, no tiene dolores internos, no se le han infectado las heridas externas, ha mejorado su estado y se siente bien, aun con su debilidad, eso indicará que no hubo lesiones intestinales y entonces podríamos afirmar que está fuera de peligro. Déjeme decirle que solo por la herida y la sangre derramada, cualquier otro hombre ya habría muerto. Gracias a Dios, mi general, no ha sido así. Creo que usted sabe cuán importante es su permanencia al frente de este ejército, su muerte habría significado el fin de todo, la derrota de nosotros, del rey y de España”. “Ay, mi querido amigo, creo que ni así regresaríamos a casa”.

Esa primera noche en Valencia no podía conciliar el sueño. Sentía un dolor sordo en el abdomen que se extendía a la pierna izquierda y su malestar era intolerable. Había sido herido varias veces antes en otras batallas, pero nada superaba el suplicio de esta de La Puerta. Nunca estuvo tan adolorido, nunca sintió esas punzadas agudas repentinas que le arrancaban aullidos. Tenía una sed de resaca, mas no la saciaba al beber agua, y le dolía la cabeza. Pidió al personal a su servicio una botella de ron, se iba a emborrachar de nuevo. El doctor Samaniego apareció de pronto en su habitación: “No le hará falta el ron, mi general, traje algo mejor para aliviarle el dolor y ayudarlo a descansar, Láudano de Sydenham. Voy a darle una dosis moderada porque si abusamos de él puede provocarle delirios o pesadillas”. Le sirvió la poción en un pequeño vaso y guardó el frasco en su bolsillo.

Minutos más tarde cayó en un sueño raro, una especie de borrachera extraña de la que entraba y salía a ratos. Iba y volvía a España, flotaba por los pasillos y patios perfumados de naranjos en la casa de su María Josefa, en Cádiz. Entraba en el cuarto de ella y la veía dormir, cual una virgen, esperándolo para hacerse mujer, porque ni siquiera habían tenido oportunidad de compartir lecho tras la boda. Miraba su rostro hermoso y evocaba la dulzura de su carácter, María Josefa, María Josefa, el bálsamo al otro lado del mar que le concedía unos minutos de consuelo, felicidad y esperanza en el mundo tenebroso de Tierra Firme. Encontró asimismo refugio en la Fuentesecas de su niñez, entre trigales, campos labrados y, como otrora, en casa, con sus padres, los campesinos a quienes debía el amor por la tierra.

Revivió también visiones agitadas, episodios de su vida que se presentaron como en un torbellino. Sufrió de nuevo la derrota naval de Finisterre, sintió las lágrimas y sangre derramadas en la tragedia de Trafalgar, la humillación por el gran desastre de la Armada, la vergüenza de su victoria en Cartagena de Indias, cabalgó con su regimiento en Bailén, celebró sus triunfos. Decenas de batallas revividas que lo dejaron sudoroso y exhausto, aunque olvidado por completo del dolor de sus heridas.

Estuvo de nuevo en la ceremonia de su designación, en agosto de 1814, como jefe del ejército expedicionario destinado a América, a llevar de vuelta la paz y el orden que caracterizaron a las Indias en trescientos años de pertenencia a España. Volvió a sentir el orgullo de aquel día. Él, Pablo Morillo y Morillo, hijo y nieto de campesinos, entraba al santuario de los grandes militares españoles, doce mil hombres, decenas de barco a su mando, un reconocimiento inédito en la larga historia del reino.

Su viajar se fue haciendo más lento a medida que el opio lo sumía en ensoñaciones más profundas. Visitó de nuevo el Castillo de las Cuatro Torres para encontrarse con el viejo general indiano a quien debió haber hecho caso, pero ya no podía. Revivió los momentos de sus grandes decisiones desde su llegada a Tierra Firme en 1815, cada episodio importante, sus triunfos, sus derrotas, aciertos, errores y arrepentimientos. En varias ocasiones había estado muy cerca de dar un golpe definitivo a los traidores secesionistas. La Puerta quizás había sido la oportunidad más cercana de lograrlo; si tan solo no lo hubiese herido aquel hijo de puta o si La Torre hubiese atrapado a Bolívar en su retirada. Aun sin haberlo apresado, le había propinado una derrota militar definitiva, moralmente catastrófica, que hablaba por sí sola de su condición de buen conductor de ejércitos en batalla. Pero no se pudo dar el golpe mortal que deseaba.

Contrario a ese recorrido satisfactorio, cuando despertó sentía unas ganas enormes de mandar todo a la mierda. “Si tuviera el poder de echar el tiempo atrás, lo haría, quiero volver a agosto de 1814 y estar otra vez en aquella reunión de generales, y cuando me propusieran encabezar la expedición a Tierra Firme, decirles que no con un par de cojones”.

Su herida, concluyó, no había sido producto del azar en una batalla violenta en un territorio terrible y contra hombres salvajes. Él mismo se la había infligido tres años atrás, cuando, desoyendo su propia conciencia y los ruegos de su futura esposa, ciego por su ambición de gloria había decidido venir. No sabía si iba morir o no de ella; había visto sucumbir a tantos por heridas como esa que sentía una necesidad tremenda de poner en orden las cuentas consigo mismo, de reconstruir su parábola desde que partió de Cádiz. Quizás si hubiese conocido antes a aquel viejo y triste general, no estaría, como estaba, ante las puertas de la muerte.

Usted no tiene idea de lo que es Tierra Firme, mariscal Morillo. No tiene posibilidad alguna de imaginar cuán incierto es ese mundo, cuán primitivo y, al mismo tiempo, igual que las mujeres fatales, cuán seductor. Si lo supiera, estaría aterrorizado y no iría a ella jamás. Yo mismo, que nací y viví allá hasta hacerme hombre, no sabía cuán oscuras e ignotas eran las sombras que cubren nuestra querida Venezuela.

 

Capítulo 1- La puerta, febrero de 1818. Tomado de la primera edición de Editorial Alfa, 2024

Un comentario en "El pacificador"

  • Carlos Maldonado-Bourgoin dijo:

    Francisco Suniaga regala al lector, enamorado de su país, este nuevo trabajo narrativo lleno de imágenes poco conocidas de la terrible gesta libertadora, entre vencedores y vencidos..El héroe de Bailèn, General Pablo Morillo está
    camino a su retiro de la guerra, dejando a su segundo General La Torre.
    Pocos narradores cuentan la época del lado del vencido. Con una pluma rica y convincente Suniaga transporta al lector del campo de batalla al campamento lleno de heridos del ejército realista.
    Los recursos literarios de Suniaga proyectan un vivaque narrativo lleno de vivencias que superan cualquier intento de literatura pompié.
    Felicitaciones al autor neoespartano.

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