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Un día estaba con los labios apretados y los ojos entrecerrados por el resplandor de la calle y parecía un recién nacido, con su cara roja y sus párpados trasnochados. Su saco sport lo contenía como cargado por una madre.
Pensé que miraba el mundo a través del velo rojizo que uno fabrica cuando cierra los ojos ante la luz solar, pero luego me di cuenta de que Adriano González León percibía el universo como si su cuerpo y su ánima fueran un cauce por donde obligatoriamente tiene que pasar un torrente.
Pasan los olores, los sabores, los chivos y los peces, las cabras y los crisantemos, la mar y el perfume de algo sublime, la radioactividad y el cosmos, las casas y las máquinas, los establecimientos comerciales y los bosques, las mujeres y la luna; el rayo, la lluvia, un cementerio y una bandada de golondrinas. Todo lo existente y más, se le vienen encima, formando una avalancha que asimila y se traga, en un segundo, porque a finales de cuentas él respira la materia y la transforma en un suspiro.
En aquel momento yo intentaba descifrar lo que hacía Adriano con la boca apretada en una línea horizontal y leve de camaleón dormido. Era un silencio tan breve, pero que en él parecía un siglo de mudez, porque uno está acostumbrado a que las palabras broten de su persona, sin principio ni final, de manera inagotable y hermosa.
Mucho después fue que tuve conciencia de lo que ocurría: Adriano González León estaba escribiendo en sus cuartillas espirituales y siguió haciéndolo cuando abrió sus ojos trujillanos y raspó los techos con una mirada que se insertó en el azul clarito y calculó la hora. Siempre anda escribiendo. Sobre todo, cuando lo atrapan los silencios como si hubieran agarrado a un turpial. Por eso es que necesita tanto conversar: para que se detenga un rato la máquina interior, que teclea con pulsaciones sanguíneas, con pálpitos acelerados, con taquicardias mitológicas.
Yo lo entrevistaba a cada rato, pero ese día quería hablarle de País Portátil, conversar con él sobre la novela, como cuando uno habla de un viejo amigo. Meditaba la manera de pasar la tarde leyéndole párrafos de País Portátil para verlo reencontrarse con aquellos textos y escuchar lo que tenía que decir de ese viejo compinche, de ese libro que a lo mejor estuvo meditando desde la infancia.
Pero no resultaba cómodo porque en aquellos días, cuando aún no había escrito Viejo, su amigo más nuevo; hablarle de País Portátil era como acusarlo de que ¿y entonces? ¿cuándo vas a escribir otra novela? Y eso que con País Portátil es suficiente para vivir siete vidas escabulléndose de los lectores aunque usualmente sean poquitos y constituyan una minoría, sobre todo los buenos lectores, a Dios gracias.
Claro: aquellos que se la pasaban acosando a su Juan Rulfo particular, que si un solo libro, que si se te acabó el carburo, que si el ratón no te deja pensar, ni siquiera atinaban a comprender y a entender que Adriano González León anda escribiendo desde que nació. Desde que amanece hasta que se acuesta, a la hora que sea que ese desaguisado ocurra.
Y yo lo seguía por la calle, con País Portátil en el bolsillo del saco, deseando meterle el diente a unas interrogantes y ansioso por degustar con el autor, unos cuantos capítulos, unos párrafos, en la barra de un bar donde las botellas absorban la poca luz.
Quería leerle, por ejemplo: “Ahora están allí, delante, todas las aglomeraciones del rojo y el violeta. En alguna parte los edificios se han puesto a botar humo, pintura, un almagre débil, trozos de papel para decorar, encajes, fondos transparentes de las mujeres. También en alguna parte se produce esa especie de melaza celeste que cubre la ciudad”.
Buscábamos un restaurante: qué duda cabe. Pero cuando estábamos cerca, Adriano fue retenido por un grupo de estudiantes. Ellos nunca renuncian a que se acaben las clases de Adriano. Entonces, sin mayores esfuerzos, sin más motivación que estar rodeado de muchachas y muchachos, él soltó sus conocimientos y su poesía, desbordándolo todo, llenando de literatura el aire caluroso; Mallarmé rebotaba en un capó; Rimbaud lamía las hojas de un acacio; una metáfora entró, cual moscardón, por el oído de una muchacha y nunca se le vio salir por el otro; un acomodador de carros que estaba uniformado con chaqueta vinotinto, miró desde el frente del restaurante y gritó “¡epa, Adriano!”, como si lo conociera desde los comederos de Valera. Y los ruidos y sonidos -campanas, sirenas, alarmas, cornetazos, cucharillas, tenedores y platos- que anuncian el mediodía, inventaron una jitanjáfora que sirvió como timbre para que Adriano terminara su clase magistral.
Hay que comprender que perennemente está escribiendo. Que él, en sí mismo, es un libro interminable, cuajado de dolores y de alegrías. Los dolores de la vida y la alegría de saber. Adriano sabe. Adriano vive cada segundo herniado de novela, mancado de poesía, afiebrado de cuentos. El persiste en sí mismo, escribiéndose por dentro todo lo que está allá afuera.
El es el país. Un País Portátil que es de todos y de nadie, cuyos confines sólo pueden ser contemplados en su inmensidad por el propio muchacho de Valera. Que en este momento cierra otra vez los ojos y desaparece por fracciones de segundo, yéndose a descansar a ese mundo interior suyo, que nunca nadie podrá conocer verdaderamente.
Porque Adriano González León llora sin saber que llora, sufre sin saber que sufre. Se ríe con la vibrante tenacidad del hombre herido. Él sabe que está condenado a escribir hasta el último aliento, aún durmiendo, aún dormido. Su esencia es la escritura. Escribe aunque se hunda en un marasmo. Es un hombre que se vino de Trujillo, escondido tras unos lentes de concha de tortuga, que lo hicieron correr desaforadamente, porque él está poseído, irremediablemente, por todos los demonios del abecedario.
Publicado en ocasión de cumplirse 35 años de País portátil en 2003