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Como de costumbre, los niños berreaban en la parte trasera del coche como cada vez que hacían largos viajes por carretera. Quedaba solamente una barra de chocolate y Erica y Juanpi apetecían la golosina al mismo tiempo, y completa.
Por eso Milena cerraba los ojos al paisaje de la Turnpike en un hermoso día de verano en la Florida, aunque eso significara privarse de la planicie azul. Eran sus dos hijos adolescentes en la eterna disputa diaria, solo que esta vez, contenidos por los cristales de una van rentada para el último viaje que haría la familia reunida.
Milena pensaba que era difícil que los chicos permanecieran en casa por mucho tiempo más. Erica se marcharía el próximo año a la universidad de Maryland y Juanpi… quién lo sabía, aún le esperaban tres años más de escuela, pero también terminaría por irse.
Rafael solo conducía como si nada en derredor le disturbara. Pero ciertamente los niños no dejaban que Milena escuchara las frases cálidas que susurraba Carole King desde el reproductor del automóvil; así que aún con los ojos velados, la madre tanteó el panel de los controles hasta encontrar la perilla del volumen. La hizo girar y entonces la voz de aquella mujer invadió todo el recinto cerrado del auto y resonó will you still love me tomorrow, en vivo, con aplausos del público y Milena recordó su propia adolescencia llena de sueños y buenos augurios, las patinatas de la calle ciega en diciembre, las fiestas bailables de la preparatoria y su primera relación sexual. Carole King siempre cantando y tentando su fibra de joven romántica. Por eso había preparado con esmero el repertorio musical para el viaje a Disneyworld. Tenía la ilusión de rodar relajada, aspirar el paisaje y rememorar la juventud que ya no tenía, soñando con los veinte años.
Ahora estaba casada y tenía dos hijos imberbes que se abofeteaban como un par de tontos de comedia de televisión y David simplemente se quedaba callado como cada vez que discutían, como cada vez que se amaban a oscuras, como cuando su padre murió, como cuando lo despidieron de su empleo y como cuando se hicieron trizas las torres gemelas con su hermano Antonio dentro, en el piso 22.
De ahí que el camino no fuera lo que ella había imaginado tan solo porque sus hijos estaban enfrascados en el duelo sin fin de los hermanos que se aman y porque David permanecía incólume y silente siempre que había algo que decir.
Pasaron las salidas de Okechobee y Kissimee y en la siguiente estación de servicio David decidió hacer una parada para que todos fueran al baño y para reponer la gasolina consumida durante el trayecto. Pensó que tal vez el inciso, el paréntesis del itinerario, unos minutos para poder abstraerse, pondría fin al barullo de los chicos y al volumen de los acordes. Tonight you’re mine/ completely. So please…
—Veinte años de casados no es poca cosa —pensaba Rafael con orgullo. Formar una familia, hacer un hogar y mantenerlo por tantos años era una victoria que consideraba propia.
Erica sería muy pronto una hermosa mujer, tal vez se casaría al graduarse y les daría nietos. Juanpi no era muy guapo, pero si muy inteligente. Sacaba estupendas calificaciones en la escuela y era un destacado jugador del equipo de softball. Milena seguía siendo una mujer atractiva a sus cuarenta años y él todavía no pintaba la misma enorme barriga que tenían todos sus amigos de la infancia.
Se introdujo en el inodoro de hombres, se bajó la cremallera y destapó su miembro flácido. La descarga fue un alivio casi del mismo tenor que el silencio forzado de los chicos. Cuando estuvo listo, se distrajo observando las pintas de las paredes, le parecieron graciosas y ocurrentes, ese era uno de los talentos que más admiraba en los demás. Él era un hombre organizado, pero no demasiado vivaz.
De momento, no le corría prisa por regresar al coche, así que las estuvo leyendo detenidamente hasta que otro hombre entró al lavabo.
De inmediato se sacudió su miembro y regresó el zipper del jean a su lugar, se lavó las manos y salió. Afuera le esperaban ya sus hijos y su esposa, dentro de la Van.
Pagó el combustible por adelantado en la cabina y cuando regresaba a su auto, un hombre joven lo interceptó inesperadamente.
Era el otro individuo del baño, un ser anónimo y sin rostro que también acaba de orinar.
—Hermano, necesito dinero.
Era inquietante. Parecía no haberse aseado en días. Y sin embargo, su aspecto era gentil.
Ajena, Milena se miraba en el espejito retrovisor, los labios bien delineados y carnosos y tres arrugas sutiles en su frente de tanto contraer el ceño dentro de casa.
—En serio, hermano. Es de vida o muerte. Debo poner gasolina a mi auto o si no, no llegaré jamás.
Milena sintió el peso de una oquedad invisible, descomunal, sobre su hombro derecho y tuvo que alzar la mirada con urgencia. Topó con dos ojos azules espesos y difíciles. Continuó por la línea divisoria de una nariz aguileña y terminó en la perilla rala y sin afeitar del hombre que estaba junto a su esposo.
Rafael le hizo caso omiso al desconocido pero se percató a la perfección del matiz impaciente del joven y al mismo tiempo, de su ánimo burlón. Lo esquivó sin disimulo y fue hasta su coche. Introdujo la manguera y activó el llenado. Pero ya era demasiado tarde.
Erika y Juanpi no hablan. Mascullan una barra de baberuth, y sólo permanece el zumbido de las nueces que se quiebran tercamente bajo sus dientes. Milena se sobrecoge por el repaso que el desconocido le desparrama a través de la transparencia de la ventanilla. Una mirada temeraria, impertinente. Los chicos trituran la golosina, las mandíbulas repitiéndose. En medio del silencio, cada bocado del chocolate se desliza sobre muelas y lenguas empalagadas. Se adhieren, se retuercen, resuellan.
—“Ma” ¿Qué miras? —pregunta Juanpi con la boca inundada. Intuye perfectamente a quién mira.
Pero Milena lo disimula mientras presiona por segunda vez play.
Is love I can be sure of/ tonight
El extraño mantiene los ojos sembrados en el rostro de ella, así que el hombre decide avecinarse a la mujer para verla de cerca. I want to know when the morning light
Desde la manguera y su aroma hondo a carburante, Rafael rastrea la efigie de su esposa con pavura. Mira al hombre llegar hasta la ventanilla de su mujer, recorrerla desde el rostro hasta sus muslos y hablar sin emitir sonido alguno.
Milena lo observa a través del vidrio, lo mismo que Juanpi y Erica. Sus músculos bien sembrados, el tono dorado de su piel joven. Los ojos azulísimos, los dientes perfectos. Entona los labios con cada palabra exagerada, se regodea en las vocales, las extiende, y oprime las consonantes.
—Necesito gasolina para ir a visitar a mi mami.
Repite, aúlla, para—ir—a—visitar—a—mi—maaa—miii.
Los tres dentro del auto sienten miedo, pero Milena mucho más porque su aprensión es diferente. El suyo es el temor a lo que se desea, como cuando bailaba muy guarecida con algún chico en las fiestas de la preparatoria y deseaba más. Una mano deslizándose desde dentro de su falda, unos dedos interceptando botones y arrullando sus pechos, un espesor en la vagina, un latido impaciente.
Trata de mirarlo de nuevo, de convencerse de sus malas intenciones pero sólo atisba sus dientes súbitos, sus propios sueños olvidados de adolescente y las pestañas de él negras como el pentagrama musical. A Milena le duelen los ojos.
El orificio oscuro de un revólver se posa sobre el trasluz en un abrir y cerrar de ojos. Erica comienza a llorar y desde afuera, prendido a la manguera, Rafael observa. Hace el amago de acercarse al criminal pero retrocede ante el agujero amenazador del arma.
Milena baja la ventanilla y el hombre le sonríe con lozanía, deja al descubierto la intimidad de su boca, su encía, su lengua irreprochable. Sus ojos también se alegran y tres arruguitas alrededor le hacen una comparsa tierna.
—¿Quieres acompañarme a visitar a mi mami?
Todo se detiene en la gasolinera. Los fluidos, las miradas y los músculos. Todo menos el pánico.
Will you still love me tomorrow
Milena busca los ojos de Rafael y están allí, temblorosos y vivos, oteando de un lado a otro sus posibilidades: el hombre tiene un revólver, apunta a su mujer; sus hijos están dentro del auto. Y él está desarmado, literalmente, en cuerpo y alma.
Con serenidad, Milena le entrega un billete de cincuenta dólares. El joven lo toma y acaricia la mano de ella. Se erizan.
—Ven conmigo —le pide el joven a Milena con enorme dulzura.
—Ya tiene el dinero para la gasolina, ahora déjenos —reclama Rafael camuflado en su esquina.
—Ven conmigo, por favor.
—No puedo dejar a mis hijos, no me pidas eso.
—Te lo estoy rogando.
Ahora Rafael está seguro de que debe actuar. Camina dos pasos pero el inefable ojo del revólver se posa sobre su pecho sin remedio. El esposo cree que está dispuesto a morir.
—Hermano, quédate en tu sitio —le advierte el joven con su rostro angelical y saludable.
Rafael porfía tímidamente. Dentro del auto, los niños comienzan a gritar de nuevo, como cuando peleaban por el chocolate. De la misma forma, con el mismo furor que antes y que siempre.
Así que Milena sube el volumen a Carol y sella sus ojos.
You gave your love so sweetly/ tonight the light of love is in your eyes/ but will you love me tomorrow
—Tengo cuarenta años, de qué te serviría —musita Milena aún con los ojos cerrados, resguardándose del deseo.
—Para contarte mi vida, para bailar desnudos, para descubrirte toda, para que me acompañes durante un largo camino a ninguna parte.
Tonight in words unspoken you said that I’m the only one/ but will my heart be broken/ when the night meets the morning sun
Rafael no puede escuchar nada porque la King, con el torrente de su clamor, opaca todo sonido. Trata de leer los labios de él, los de ella, pero es inútil. Ni siquiera puede comprender la catadura de sus gestos, mucho menos qué significa la expresión anhelante de sus aires.
I’d like to know/ that your love is love that I can be sure of/ so tell me now and I won’t ask again
Y entonces el forajido entona la última frase, la que es crucial, la estrofa en la que Carol descarga toda su efusión y el individuo canta y se estremece —will you still love me tomorrow/ baby will you still love me tomorrow.
Y atardece en la Turnpike; Milena, muy queda, puede percibir la tarde majestuosa mientras el joven guarda su revólver y conserva el billete en uno de los bolsillos de su blue jean maltrecho, como si fuera una reliquia invalorable junto al sabor de la oración final de Carole King; su autito rojo y mustio lo espera. Así que se abastece de gasolina y se va sin pagar.
Milena se siente más defraudada aún que en los últimos quince años y comienza a llorar y justo en el momento en que Rafael se dispone a abordar nuevamente el lugar del piloto, desesperado y queriendo abrazar a su familia salva, ahogado, Milena se desliza por el asiento de cuero rojo, clausura los seguros y enciende el auto. Y parte.
Milena y sus dos hijos adolescentes, ahora reservados y discretos, van por la Turnpike a toda velocidad.
—Má… ¿Y pá?— preguntan los chicos.
Pero Milena no responde, sólo hace silencio y conduce.
Les espera el viaje a Disneyworld. En el camino, a doscientas millas de un esposo desatendido, el auto bermellón y mustio del hampón inusitado, se encuentra inerte en el hombrillo de la vía. Solo y abandonado, como Rafael. Lo flanquean dos patrullas de policía; los agentes no hacen otra cosa que preguntarse por cuál de los caminos llanos y verdes se ha desvanecido el hombre.
Milena disminuye la velocidad, trata de averiguar, de ver más allá de la distancia y de sus pupilas. Nada por ninguna parte.
Ahora Carol King no tiene competencia.