Conciencia de muerte, de Alejandro Coita
06/ 06/ 2016 | Categorías: Cuentos, Lo más recienteSegundo lugar del Premio de cuento para jóvenes autores de la Policlínica Metropolitana 2016
Para Franklin Pita, in memoriam
1
Desde pequeño iba casi todos los fines de semana a visitar al abuelo en su casa de la costa, una vieja casa de labranza situada a kilómetro y medio del Mar Caribe. Admito que al principio la vista del mar me emocionaba, la espuma bañando los pies de la gente, el sol y la brisa cálida; pero el tiempo fue aplacando mi entusiasmo en tales visitas, por lo que mi alegría al saludar al abuelo se hacía cada vez más fingida, y yo me sentía cada vez más miserable. No es que haya sucedido algo que me marcara al punto de no querer regresar, es que las horas de los fines de semana prefería invertirlas en otros menesteres. Tocar la guitarra, por ejemplo, o leer, o ver televisión. Pero de esto el abuelo no tenía nada de culpa; el objetivo de mi enfado era mi padre, el artífice de tan incómoda costumbre.
Y quién sabe cuándo aquella rutina hubiese encontrado una interrupción menos desafortunada, si el abuelo no hubiera descuidado su presión arterial. El primer infarto lo condenó a una larga estadía en el Hospital Universitario, adonde fuimos con frecuencia para hacerle compañía. Y un día, mientras lo visitábamos, me vi atravesado por una inquietud, o más bien por una certeza. Que alguien cercano a mí pudiera estar próximo a morir me hizo tener conciencia de mi propia condición de mortal, y la angustia que sentí al comprender la inexorable distancia que me separaba de mi propia muerte fue de tal magnitud, que los sentimientos que afloraron en mi exterior con respecto a la situación del abuelo lucieron exageradamente sinceros. A los familiares les conmovió que llorara a moco suelto por el abuelo, que aún se aferraba a la vida, cuando en realidad lo hacía por la seguridad que acababa de contraer acerca de mi propia mortalidad.
Al cabo de un mes el abuelo recibió el alta médica y volvió a su casa en la costa, y con ello también se reanudaron las visitas que mi padre y yo le hacíamos cada fin de semana. No obstante, el carácter de los viajes dio un giro: ahora debíamos cuidar al abuelo y estar pendientes de su delicada salud. Si antes no pude decirle a mi padre que no quería seguir siendo parte de aquello, mucho menos podía hacerlo ahora. Con el abuelo en estado de convalecencia, mi actitud habría sido tildada de cruel y fría, y habría echado al garete la buena actuación que ofrecí en el hospital.
La casa del abuelo olía a vejez y a medicinas. Me resultaba increíble que el aroma a salitre que llegaba del mar no fuera capaz de disipar aquel olor que envolvía todas las cosas, como un manto pegajoso e invisible. La habitación donde él dormía tenía un hedor especialmente concentrado, al punto que mis negativas a entrar necesitaron un motivo creíble para sustentarse. Como hasta antes del infarto el abuelo era un hombre animado y de buen humor, acudí a la tristeza que me causaba verlo ahora en cama, sublevado a los medicamentos y a una dieta espantosa, para ganarme el visto bueno de mi padre en mi intento de quedarme afuera del cuarto. Y mi padre, luego de abrazarme, dijo que un paseo por orilla de la playa me ayudaría a poner en orden mis golpeados sentimientos.
Por otro lado, aquella situación vino a coincidir con el momento más bajo de convivencia del matrimonio que eran mis padres. Si bien es cierto que la enfermedad del abuelo había conseguido, ora por respeto, ora por auténtica pena, apaciguar las acaloradas discusiones entre mi padre y mi madre, el silencio que ahora reinaba en casa no era, bajo ningún concepto, señal de una posible reconciliación. (De hecho, creí saber que era precisamente lo contrario: el silencio indicaba que todo había sido dicho sin que un acuerdo haya podido alcanzarse, el silencio era una falsa tregua antes del cese definitivo de tan irrisoria convivencia.) Pese a esto, la conciencia de muerte que había adquirido me impedía percibir aquella inminente ruptura como algo verdaderamente trágico. Aunque tomáramos caminos distintos, mi padre, mi madre y yo moriríamos irremediablemente, y todo cuanto precediera a aquel destino carecería de absoluto significado. Tal era mi consuelo.
Mi madre era una persona rígida, severa, muy poco dada al humor y a las bromas; y hasta el instante en el que me fue otorgada la conciencia de muerte, esa manera de ser me pareció insólita y desagradable. No obstante, tras aquella inflexión en mi particular concepción del mundo, mi madre se erigió ante mí como una figura solemne que reclamaba admiración y respeto por partes iguales. ¿Acaso no era su actitud una señal de que ella también poseía la conciencia de muerte? ¿Acaso no se esforzaba en lucir dicha conciencia y yo, impedido por un intelecto demasiado infantil, no había sido capaz de darme cuenta? El hecho de que ahora ambos poseyéramos la conciencia de lo inútil e ilusorio de la vida me daba una nueva perspectiva de la relación madre-hijo, aunque no tenía yo el interés de iniciar junto a ella una sociedad al respecto.
Los paseos a lo largo de la orilla de la playa que mi padre tanto me recomendó, no lograron sensibilizarme con respecto a la salud del abuelo, ni mucho menos suavizar la visión que tenía frente a mi propia muerte. Mi forma de pensar podía ejemplificarse de la siguiente manera: a mi lado se dejaba ver el sol proyectando un haz de luz sobre el mar, los islotes protuberantes en el horizonte, los niños correteando y riendo, los adultos disfrutando de un día impecable… Aquel paisaje, más propio de un cuadro pintado al óleo que de una imagen captada por el ojo humano, poseía sin duda una gran belleza. Pero ¿no sería esta belleza arrancada de mis ojos una vez que la muerte sellara mis párpados? ¿El hecho de que tan hermosa imagen fuera a ser borrada de mi registro no era un aliciente para creer que la vida carecía de completo sentido? Disfrutar de aquella imagen era desconocer el poder que se me había otorgado, y yo no era capaz de infligirme una humillación de semejantes proporciones. Me parecía mucho más digno sentarme sobre la arena y mirar con indiferencia un punto azul en el horizonte.
Una escena sí logró conmoverme, aunque no al punto de modificar mi conciencia de muerte. Estaba yo sentado sobre la arena, fría a causa de que la sombra tenía ya rato proyectándose en aquel lugar, cuando vi a una mujer, más o menos de la edad de mi padre, jugando con un niño de cinco o seis años. El niño correteaba por todos lados, pisando indistintamente partes sombreadas y otras en las que incidía el sol, y caía torpemente de bruces para volverse a levantar riéndose a carcajadas. Entretanto, el papel de la mujer era perseguir al niño hasta asirlo por un brazo o una pierna, lo que representaba su particular modo de ganar. Creía que ningún adulto podría tomarse aquello como algo serio, pero el nivel de compromiso que ella parecía tener en ese juego tan absurdo me llevó a dudar de mí mismo y de mi recién adquirida visión del mundo. Más aún me impresionaban las risas de ambos entretejiéndose con el sordo ronquido que producían las olas al chocar contra la orilla, en total sincronización y armonía. Que un adulto pudiera disfrutar de un juego impropio de su edad me parecía inconcebible, grotesco, inmoral; pero la belleza nacida de la mezcla de sonidos y el nivel de honestidad que la mujer conseguía imprimir en aquellas risas eran señales claras del realismo de la escena, y manchaban por doquier la pulcra concepción que yo tenía frente a lo miserable de la existencia humana; sin embargo, el abrupto final de ese día de playa rompería todas las ilusiones creadas en torno al juego. Una señora emergió de repente del agua, solicitando mediante gritos el auxilio de un socorrista para alguien que se había ahogado. Casi al instante dos socorristas penetraron en el mar, en tanto que un tercero se quedó en la orilla para guiar a los bañistas hacia afuera de la playa. Una muchedumbre se agolpó de cara al rescate, con la señora que había advertido al ahogado como centro de atención. La señora contó que había sido rozada en el hombro por algo rígido, de una consistencia propia de la piel de otro ser vivo, y al voltear observó que se trataba, para su horrible sorpresa, de un cuerpo humano. Lo extraño era que el bañista flotaba boca abajo, y no tenía más movimiento que el propiciado por el débil oleaje. Nadie se atrevía a decirlo, pero era obvio que el bañista ya estaba muerto. Probablemente se trataba de alguien que, durante un día de mar embravecido, quizás con varias copas de alcohol en su cerebro, se echó al agua sin tener idea del peligro al que se exponía. Incluso pude imaginar el cuerpo hinchado y deforme sobre la arena una vez fuera sacado por los socorristas, a causa del prolongado tiempo que pudo haber permanecido en el mar. Y pese a lo tenso de la situación, lo que me devolvió por completo a la realidad, lo que disipó todas las dudas creadas en torno al juego de la mujer y el niño, fueron los gritos desesperados de la señora al salir de la playa. Aquellos desgarradores gritos habían destrozado de tal manera la armonía creada entre las risas y el ronquido del mar, que la reminiscencia del juego que aún flotaba en el aire se tornó gris y pesada, y debió ser —como sin duda ocurriría con un par de mentes reflexivas— motivo de vergüenza para ambos jugadores. Y de dicha vergüenza se alimentaba mi nueva visión del mundo, se añadía a mi tarde un reconfortante sabor trágico. No cabían dudas, pues, de que era mía la victoria más absoluta. Antes de irme busqué a la mujer y al niño con la vista para confirmar en la ausencia de sus risas mi extraña victoria, pero al no encontrarlos concluí que se habían esfumado durante el guirigay, y me invadió una profunda sensación de pérdida.
2
Durante el sueño me tentaba con frecuencia la idea del suicidio. Y aquella tentación cobraba, desde luego, formas de pesadillas. Aclaro que las pesadillas no eran todas exactamente iguales; variaban en algún punto o mi perspectiva sobre lo que ocurría. Por ejemplo, en ocasiones mi visión frente a los hechos era en primera persona, tal cual la vida real; y si me topaba con algún monstruo que me enseñase sus terribles fauces, era capaz incluso de distinguir los carnosos pliegues de las encías y las angulosas imperfecciones de los colmillos. (Que sirvan las figuraciones de monstruos, aunque fuesen en sueños, como evidencias de mi infantil intelecto anteriormente mencionado.) En cambio, otras veces podía la pesadilla ser menos explícita y carecer yo de una entidad corpórea convencional: podía ser el aire que entrase a los pulmones de alguien y fuera expelido en forma de dióxido de carbono, o la savia que manase de un árbol herido por el violento picoteo de los pájaros. El nivel de crudeza del sueño tampoco era constante, pero logré descubrir que incidía en él la cercanía en el tiempo de hechos particularmente espeluznantes, como noticias de desmembramientos o masacres a familias enteras, tan comunes en aquella época a lo largo y ancho de mi país. Si mi temor a la muerte había condicionado mi manera de percibir el mundo mientras estaba despierto, el miedo a morir de forma especialmente horrible y dolorosa condicionaba a su vez mi subconsciente durante los sueños. El suicidio era, por paradójico que parezca, el único medio que se me ocurría de evitar que aquellos temores se llevasen a cabo por cuenta propia.
Obsesionado con el tema, me dediqué a buscar información relativa al suicidio, y encontré que varios de mis autores predilectos habían puesto fin a sus vidas de modo trágico. Ernest Hemingway, por ejemplo, se disparó un escopetazo en el techo de la boca después de sufrir numerosos accidentes y ver su salud deteriorarse. Yukio Mishima se abrió el estómago como parte de un ritual, aunque es probable que su caso no haya representado ninguna sorpresa. La obra del señor Mishima estuvo impregnada desde siempre de un afanoso deseo de morir, de que su muerte se convirtiera en la piedra angular de su legado artístico; por ende, el carácter trágico se debe a la forma, indeciblemente dolorosa, que escogió para quitarse la vida, y no tanto al fondo, calculado previamente con frialdad. Pero, de entre todos los casos que hallé, el que con mayor hondura penetró en mi corazón, el que logró incluso exprimir de mis ojos unas cuantas lágrimas, fue sin duda el de Virginia Woolf. Resulta que la señorita Woolf, sumida en un profundo estado de depresión, decidió colocarse su abrigo, llenarse los bolsillos con grandes piedras y lanzarse al río Ouse, cerca de su hogar en la ciudad de Sussex, para morir ahogada. Se dice que días antes lo había intentado sin éxito, y al llegar a casa con las ropas mojadas argumentó que se había caído por accidente al río para no alarmar a su esposo… Dentro de mí una voz se pregunta si unas cuantas piedras son realmente capaces de impedir que un cuerpo salga a flote, pero, tras reflexionar un instante, sacudo mi cabeza con vehemencia y pretendo no escucharla. La verdad es que la concepción de su muerte me produce una imagen tan limpia y hermosa, que intento mantener a raya estas ridículas vacilaciones lógicas, sin cabida en la mente del verdadero artista, para no ensuciarla.
Una noche de octubre fui despertado por un golpeteo en la puerta de mi habitación. Era mi madre. Tenía aspecto de enferma y estaba temblando. Para que mi madre llamara a mi puerta, incluso durante el día, tenía que haber detrás un motivo extraordinario. Su aspecto solo vino a confirmar que se trataba de algo extraordinariamente trágico: a un primo mío, muy querido por ella y por mí, se le había roto un aneurisma cerebral. Tal fue el diagnóstico que hicieron los médicos del Hospital Universitario, adonde llegó desde otro centro en el que no pudo ser ingresado por razones absurdas y deprimentes (falta de insumos, falta de médicos, ausencia de voluntad); y durante aquel periplo las convulsiones que habían iniciado en casa se repitieron incontables veces. Allí lograron estabilizarlo con la ayuda de calmantes y antiepilépticos, mientras se debatían entre operarlo cuanto antes o aguardar a que bajase la actual inflamación. Ambas opciones suponían un gran riesgo: por un lado, a los médicos se les haría más difícil maniobrar con el abultado cerebro ocupando hasta el mínimo resquicio de la cavidad craneal; por otro, esperar implicaba la posibilidad de que en cualquier momento le sobreviniera una nueva hemorragia, esta sí definitiva. Era inevitable que tan compleja indecisión obligará a un miembro del personal a comunicarle a mi tía, la madre de mi primo, que las probabilidades de que éste sobreviviese eran bajísimas, por no decir casi nulas. Mi tía había llamado a mi madre llorando, y ahora ella me informaba a mí de todo lo que había ocurrido mientras dormía, bajo la oscuridad nocturna de la que yo me sentía particularmente protegido. Sin embargo, con las cenizas de un mal sueño todavía revoloteando en mi propia noche interior, no fui consciente de la gravedad de lo dicho por mi madre, no fui capaz de entender que algo mucho más relevante que mi conciencia de muerte estaba ocurriendo no muy lejos de mí. A lo sumo comprendí, cuando las lágrimas brotaron de los ojos de mi madre, que me había quedado solo en mi peculiar forma de entender el mundo.
Luego de la primera operación, que se produjo finalmente a los tres días de haber sido ingresado, mi primo tuvo que pasar una segunda vez por quirófano a causa de una complicación. A raíz de la pérdida de sangre y de la consecuente disminución de la presión arterial, una vena se le contrajo al punto de impedir por completo el paso de la sangre hacia el hemisferio derecho de su cerebro, ocasionándole un daño grave a los tejidos que controlaban la mitad izquierda de su cuerpo. Esta recaída —según los médicos— resulta bastante común, y terriblemente mortífera en la mayoría de los casos. Si sumamos el tiempo de ambas operaciones, mi primo estuvo más de diez horas con su cerebro en manos del personal médico, más de diez horas con la vida pendiendo de un hilo muy débil… Pero contrario a lo que insinuaban las delicadas circunstancias que hasta aquí he relatado, aquel hilo jamás se cortó.
Durante su estancia en el hospital, fui testigo de algo que el mundo insiste en llamar «milagro». Yo, en cambio, prefiero el nombre de «resurgimiento del alma humana», para seguir la línea trazada hasta aquí por mi infantil intelecto. El «resurgimiento» radica en que vi a mi primo pasar desde un estado de profunda inconsciencia —inmediatamente después del par de intervenciones— a uno donde gozaba de plenitud de facultades. Aquel proceso, claro está, fue arduo, sufrido, tormentoso en exceso. Al principio le fueron vedadas las capacidades más elementales del ser humano (hablar, caminar, masticar y tragar sólidos, hacer esfuerzos para defecar), lo que en la literatura suele ser retratado como un «descenso a los infiernos». Poco a poco, sin embargo, pudo ir recuperando algunas de estas habilidades, elevando así su relación con el mundo a un nivel mínimamente llevadero. (Esto es, desde mi punto de vista, un aspecto fundamental, tomando en cuenta que, en promedio, la felicidad del hombre se basa en proyectar una buena imagen de su relación con el entorno, lo que le lleva a ocultar su sufrimiento de los ojos del mundo. Y como tal sufrimiento no puede simplemente borrarse, decide encerrarlo en su propio corazón. Mi primo, en cambio, se había liberado de tales inhibiciones a causa de la enfermedad, lo que hacía de su relación «mínimamente llevadera» con el mundo algo más auténtico y profundo que una mera pretensión.) Por otro lado, él y yo siempre tuvimos una comunicación fluida, a pesar de que nos limitábamos a hacer pequeñas bromas y banales comentarios sobre viejas amistades en común. (Evité basar nuestras conversaciones en tópicos demasiado serios para que él no asociara la seriedad del tema con la precariedad de su estado.) Y su media sonrisa como respuesta a mis bromas indicaba que se estaba recuperando a una velocidad difícil de creer para un incrédulo como yo. Por lo demás, era obvio que el «resurgimiento» era indetenible. Al cabo de dos meses mi primo dejó el hospital rechazando la silla de ruedas, caminando sin más ayuda que la proporcionada por mi hombro y el hombro de mi tía.
Con motivo del alta médica de mi primo y del «milagro» que ello representaba a ojos del mundo, mi tía hizo llegar invitaciones a familiares y amigos anunciando una pequeña reunión. Se esperaba que allí concurrieran la mayoría de las personas que habían contribuido, de una u otra manera, a la salvación de mi primo. El «resurgimiento del alma humana», que tan manifiestamente había acontecido, me llevaba a dudar de mi conciencia de muerte, largamente arraigada en mi forma de ser. ¿Acaso no era mi primo un ejemplo de que, tras siglos de lucha, el alma humana había conseguido sobreponerse a la mismísima muerte? ¿Acaso ello no implicaba que había dignidad en el mero hecho de vivir, aunque ésta tuviese fecha de vencimiento? Podría decirse que el resurgimiento de mi primo había dado marcha a mi propia manera de resurgir, mucho menos visible y, desde luego, menos heroica… Pero la vida no tardaría en demostrarme que yo no debía incurrir en el error de dejar que aquel resurgimiento se concretase en mí.
Sucede que un día antes de la reunión, un amigo mío —uno de los pocos que aun después del cambio en mi forma de ser seguía siendo un verdadero amigo para mí— sufrió, mientras cenaba en familia, el feroz rompimiento de un aneurisma cerebral. Y contrariamente al resurgimiento que había tenido lugar en mi primo, mi amigo cayó muerto al instante.
Frente a la noticia, frente a la suerte tan dispar sufrida por mi amigo y el hecho de que ocurriera bajo semejantes circunstancias, mi primera reacción fue de incredulidad. Luego, como el desvanecimiento de la conciencia de muerte ya estaba en pleno proceso, era natural que reaccionara como lo haría cualquier otra persona, que es justo como no lo hubiera hecho algunos días atrás. Derramé lágrimas por mi amigo muerto, por su familia, por los amigos que le eran incluso más cercanos que yo. Me tiré al suelo, lancé patadas al aire, me llevé a la boca sábanas y almohadas. Y más aún me afectó el saber que, como elemental consecuencia de su muerte, me sería imposible verlo envejecer, y que su esbelta y joven figura atizaría mi propio deseo de morir con cada día que me distanciara del joven que era yo en ese preciso instante. Mi repentino deseo de morir, de reencontrarme con mi amigo en igualdad de condiciones, donde sea que estuviese, se alimentaba de mi profundo miedo a la muerte, por paradójico que parezca. Cada hombre, cada mujer y cada animal del mundo debían tener, según mi resucitada visión, un vaso hinchado creciendo en algún resquicio de su cerebro, y en mi caso estaba seguro de que aquel vaso tardaría poco en estallar. Tal era mi nuevo pensamiento.
3
El segundo infarto del abuelo se produjo justo cuando mi padre y yo estábamos de visita. Aclaro que yo no me encontraba presente en el momento exacto, pues ya era habitual que estuviese en una playa cercana escapando del enfermizo olor que reinaba en su domicilio, a la vez que intentaba convencerme a mí mismo de que tanta belleza era un truco barato del destino para hacerme bajar la guardia de nuevo. En ocasiones tendía mi cuerpo sobre la arena rasposa, infestada de conchas, y miraba la placa azul en lo alto y las nubes copando inoportunamente mi campo visual. Creía ahora que si las nubes eran tan pesadas como afirmaba la ciencia, en cualquier momento alguna podía caerme encima y enterrar mi débil cuerpo varios metros bajo la arena. Por eso, cuando me oscurecía la presencia de una nube, me levantaba a trompicones e iba en busca de una zona en la que incidiera el sol, o, preferiblemente, un sitio donde alguna palmera proyectara su piadosa e inofensiva sombra. Si alguien hubiera dedicado sus tardes a observarme, lo más probable es que me hubiese abordado para cerciorarse de mi estado mental, o me hubiese escogido como objeto de burlas, pues a todas luces mi comportamiento encajaba con el perfil de un lunático. Por otro lado, después del incidente del ahogado, no había vuelto a ver a la mujer y al niño, lo que incrementaba mi ansiedad. El deseo que tenía de escuchar de nuevo las risas de la mujer y el niño radicaba en que, pese a la desgracia acontecida con mi amigo, aún habitaba en mí la semilla de la salvación, y oír aquellas risas armónicamente acompasadas con el ronquido del mar podía ser el riego necesario para que la semilla germinara dentro de mí. Pero como esta semilla flotaba en lo más recóndito de mi ser, no pude advertir de inmediato el contradictorio fenómeno que se estaba gestando, y solo ahora soy capaz de ponerlo en palabras. Así que ese día, como todos los días en que repetía esa rutina, esperé hasta las seis o seis y treinta de la tarde y, convencido ya de que la mujer y el niño no harían acto de presencia, regresé cabizbajo a la casa del abuelo.
La penumbra parecía haberse adueñado del interior de la casa. No era extraño; se debía a que llegaba tras haber recibido por largo rato los agónicos rayos del sol, forzando así a mis pupilas a achicarse. Pero, aun sabiéndolo, no pude evitar aturdirme por la oscuridad, por la profunda oscuridad que se arrojó sobre mí al abrir la puerta, dejándome con una desesperación similar a la que ha de tener un ciego cuando es consciente de que sus esfuerzos por disolver la ceguera resultan estériles. Y tal como haría un ciego, enfilé a tientas hacia aquella negrura, asistiéndome con los objetos que más firmemente tenía dibujados en la memoria. Una pared, un estante, el espaldar de una silla. Todo se volvía un asidero, incluso el olor a vejez y a medicinas que cobraba mayor intensidad en la medida que me acercaba a la habitación del abuelo. Fui guiado por los sentidos del olfato y el tacto hacia aquella pieza, encorvado y contraído por el temor de chocar con alguna figura saliente, olvidada en el trazado de mi mapa mental. Al llegar a la pieza, donde ya unos destellos disipaban la penumbra, reaccioné al hecho de no haber escuchado ningún ruido, más allá del causado por mí en mi torpe andadura. Estaba solo, ciego, envuelto en sudor y con una postura que sugería un encierro de años, sin exposición a la luz solar ni contacto de ningún género con el mundo exterior. Sin embargo, tan siniestra perspectiva duró apenas un par de minutos, pues cuando las bombillas —que estaban ya encendidas— comenzaron de verdad a iluminar, la escena perdió por completo su cariz tenebroso, y me invadió en su lugar una sensación mezclada de ridículo y vergüenza. Abatido, me desplomé como un ciervo muerto sobre el sofá de la sala-comedor, y desde allí vi una nota sospechosamente dejada encima de la mesa:
Estoy con el abuelo en el Hospital de la Costa. No podré pasar a buscarte, trata de venir por tu cuenta. ¿Sabes cómo llegar?
Papá
La manera más rápida de ir a la playa implicaba pasar frente a la fachada del hospital. Y aunque la mayoría de las veces prefería tomar un camino más largo —uno lleno de tiendas, automóviles y restoranes que desprendían agradables aromas—, sabía perfectamente cómo llegar por mi cuenta, por lo que ir a pie no representaba ningún problema. Me abrigué con una cazadora y, resignado, salí de nuevo a la calle. La oscuridad que tanto me sorprendió al entrar a la casa ahora se había derramado fuera de ella. La luna era floja y opaca, y el deficiente alumbrado público escasamente tenía fuerzas para asistirme en mi recorrido. Cabizbajo, las manos en los bolsillos, fui contando los pasos a medida que aprovechaba el impulso de cada zancada para aumentar mi ritmo. Incluso llegué al punto de correr varias veces, pero al cansarme me detenía para insuflarle aire a mis pulmones, y volvía a emprender mi andadura a paso lento. El chirrido de los grillos, estridente a esas horas y en esa época del año, acompañaba el trajín de mis pisadas. El resto de la noche era silencio, a excepción del ruido que no demoraba en salir de los contenedores de basura, seguramente al ser registrados por perros y ratas hambrientos, o quizás también por algún indigente. A ojos de un tercero, y con semejante concierto de fondo, yo era el vivo reflejo de un espíritu sumido en la perdición más absoluta. Pero así y todo, tras novecientos setenta y nueve pasos, conseguí llegar al hospital sin ningún contratiempo.
Al entrar, subí un piso, y tras equivocarme varias veces de puerta, encontré la sala donde estaba mi padre. Admito que no ofrecí disculpas a ninguna de las personas que me vieron ingresar accidentalmente a sus habitaciones, pero esto no se debe a una disposición grosera de mi parte, sino a que llevaba demasiado tiempo sin pronunciar palabra, y temía que ese letargo en el habla le confiriera a mi voz un tono áspero o antinatural, verdaderamente ofensivo a oídos de quien espera escuchar perdone usted. En cuanto abrí la puerta correcta, me fijé en las cuatro filas de sillas metálicas orientadas de cara a un televisor. Solo dos personas estaban allí sentadas, una a cada extremo de la primera fila —un señor mayor y una joven señorita con la cabeza sumida entre las piernas—, y ninguna parecía muy pendiente de la acción en la pantalla. Las enfermeras desfilaban con premura yendo de una habitación a otra, y en proporción hacían más ruido que el buen número de pacientes y acompañantes que preferían estar de pie. Sin pensar mucho, atribuí al aspecto incómodo de las sillas el hecho de que no hubiese más gente sentada; y aunque esto pueda parecer un detalle insignificante en la vida de cualquiera, quizás fui demasiado ingenuo al no considerar la influencia del estado emocional de las personas en su decisión de no sentarse. A un costado de la sala, con la espalda apoyada en una pared, divisé por fin a mi padre. Estaba de brazos cruzados, sus facciones limpias delataban que no había llorado, y sus ojos no mostraban aún señales de querer hacerlo. Aliviado, me acerqué lo suficiente para entrar en su campo visual, y, sin necesidad aún de decir nada, descruzó los brazos y me dio el parte de la situación. Resulta que el abuelo se había levantado de su cama para ir al baño cuando perdió el conocimiento y se desplomó. Mi padre, que estaba en ese momento en la cocina, corrió a ver lo sucedido, y tras superar fugazmente su conmoción inicial, cargó al abuelo y lo llevó a cuestas hasta la vieja pickup, con suerte de que la dieta le había aligerado bastante el peso. Ya estaba a punto de pisar el acelerador cuando le vino mi recuerdo a la mente; así que se bajó de la camioneta, garrapateó como pudo una nota sobre la mesa de la sala-comedor y, ahora sí, condujo a toda prisa hasta el hospital, donde a mi llegada el abuelo ya estaba siendo intervenido. Con irónico asombro me contó, además, que no le pusieron trabas para ingresarlo; tal vez porque se trataba de un hombre de la tercera edad, tal vez porque era evidente la gravedad de su estado, tal vez porque la gerencia del hospital recordó para qué está ahí el hospital después de todo… Detrás del ánimo de mi padre se asomaba un tímido buen humor, inusual en él, y todavía más teniendo en cuenta las circunstancias. No obstante, después de narrarme los hechos, se dedicó a ignorar mi presencia, esperando que tuviese con él la misma cortesía. Y la tuve, aunque desconozco si inconsciente o cabalmente, pues la imagen del abuelo comenzó a rondar mi cabeza y a ocupar toda mi actividad mental. ¿Acaso el hecho de que el abuelo estuviera otra vez frente a las puertas de la muerte, no me obligaba a dar un paso más en su misma dirección? ¿Acaso no resulta inalterable el orden que la condición humana nos impone para irnos muriendo, para jalarnos lentamente hacia el abismo, para marchitarnos por fuera a la vez que nos vaciamos por dentro? Pues qué otra cosa pueden ser la vejez o el envejecimiento, sino una mera evidencia del creciente vacío interior. Tales dudas asolaban mi espíritu, maltrecho y frágil por lo vivido en los días previos, cuando observé a un médico salir del quirófano y dirigirse hacia nosotros. Una sensación de peligro me puso la carne de gallina y acabó al instante con el estado de torpor en el que me hallé tras estar tanto tiempo sumido en mis cavilaciones. Escuché oscuramente las palabras de aquel médico, arrojadas hacia nuestros oídos con pasmosa suavidad; pero fue al recibir un tibio abrazo de mi padre cuando terminé por descifrar el cuadro del que yo también hacía parte. No pude corresponderle como era debido, sin embargo, y me limité a apoyar mi cabeza en el hueco de su clavícula y a esperar el momento idóneo para zafarme de sus brazos. Cuando lo hice, me fijé en su rostro. Tenía una expresión grave, como si se hallara en medio de una profunda contradicción, mas sus ojos todavía estaban secos. En aquel instante odié a mi padre por no llorar, por reprimir el dolor que con seguridad lo embargaba, y por su actitud tan falsamente estoica. Pero incluso mayor fue el odio que tuve hacia a mí mismo, por no poder ser como él.
4
El funeral del abuelo gozó de una concurrencia más o menos considerable. Entre hijos, nietos, amigos y allegados superábamos con holgura el medio centenar de personas. Había muchos parientes que no me eran conocidos, y vista la desafortunada situación que nos reunía, me decidí a saludar secamente y no congeniar demasiado con ellos. En realidad, el funeral era la excusa perfecta para mostrar al mundo una postura más acorde a mi oscuridad interior, sin temor a que nadie se formase una opinión negativa acerca de mi actitud tan poco cívica. El velatorio se realizó en una pequeña capilla de hormigón, donde el techo, con majestuosos detalles trazados en yeso, tenía en su centro una claraboya por la que el sol encontraba sitio para llegar hasta las coronas y los ramilletes que la gente depositaba alrededor del féretro. Los asistentes —al menos la mayor parte— fuimos acercándonos en fila india hacia el abuelo para verlo por última vez. Y pese a estudiar el comportamiento de quienes me precedieron en el rito, para imitar sus ademanes y no ser foco de vergüenza por algún gesto fuera de lugar, no tuve a bien reaccionar cuando llegó mi turno. Mis pies habían echado raíces en el suelo y mi cuerpo, trémulo, carecía de la serenidad y la presteza necesarias para desenterrarlos. Mi padre, al ver el estado de parálisis en que me hallaba, puso su mano en mi espalda y me empujó hacia adelante con suavidad, obligándome a atisbar dentro del ataúd. El abuelo yacía con expresión plácida, las manos juntas sobre el pecho, amortajado con una tela blanca que, según pude saber con anterioridad, había sido confeccionada siguiendo el patrón original de un antiguo sastre, diseñado ex profeso para velar a los fallecidos de nuestra familia. Incontables muertos habían vestido aquella prenda, y en algún punto de la historia sería preciso que yo también lo hiciera para continuar la tradición. Al comprender esto, el terror que laceró mis entrañas fue de tal magnitud que me hizo retroceder algunos pasos, y estuve a punto de echar a correr si en mi retroceso no hubiera tropezado con el cuerpo de mi madre. Después del velatorio y el posterior entierro, a la salida del cementerio donde tuvo lugar la ceremonia fúnebre durante dos días consecutivos, vi cómo mis padres se abrazaban antes de subirse a la vieja pickup. Mi padre rodeó el cuello de mi madre con su brazo y la besó dulcemente en la mejilla. Mi madre, por su parte, apoyó la cabeza en el hombro de mi padre y cerró los ojos con absoluta complacencia. Por alguna razón muy poco verosímil, tuve el presentimiento de que aquella sería la última vez en que estarían tan cerca el uno del otro, y sentí, de pronto, un enorme vacío creciendo en mi interior.
Con el objeto de recoger los bienes del abuelo y ponerlos a disposición del testamento que sería leído por un abogado en los días subsiguientes, acompañé a mi padre una última vez a la vieja casa de la costa. En la parte posterior de la pickup viajaron con nosotros una seis o siete cajas para guardar todo lo que encontrásemos, aparte de dos voluminosas maletas con no sé qué propósito. Era una mañana fresca y aireada, con los rayos del sol enrojeciendo mis mejillas a través del vidrio. Durante el recorrido, mi padre se mantuvo, fiel a su costumbre, bajo un hondo silencio; aunque, a diferencia de ocasiones anteriores, esta vez no encendió la radio para disimular su estado de ausencia. Asumí que debía estar inmerso en una profunda meditación relativa a la muerte del abuelo, y la radio solo conseguiría perturbarlo o desviarlo de tan sinceras reflexiones. Además, la expresión contrariada de aquel fatídico día seguía impregnada en su rostro, como una obra labrada a cincel sobre una piedra, y temía remover sus frágiles pensamientos si abría la boca para decir alguna tontería, así que decidí contribuirle con mi propio silencio. Al llegar, sin perder tiempo, nos pusimos a registrar cada rincón de la casa. Yo estaría encargado de la sala-comedor, en tanto que mi padre revisaría las habitaciones. Me agaché hasta quedar a la altura de los estantes y comencé a vaciar su contenido en una caja que había situado previamente a mis pies. No reparé demasiado en lo que pasaba por mis manos, pues todo se reducía a viejos papeles, recuerdos que mi abuelo había comprado en sus viajes por Europa y obsequios que había recibido a lo largo de sus ochenta y dos años de vida. Semejante sencillez en los objetos que me tocó registrar hizo que mi trabajo terminase pronto. Cuando fui a las habitaciones para anunciar el final de mi labor, mi padre sostenía una fotografía en blanco y negro, y la contemplaba absorto en antiguas vivencias, según me pareció. No me acerqué lo suficiente para detallar la fotografía, pero tenía la seguridad de que allí debía aparecer mi padre abrazado con el abuelo, o quizás también el resto de la familia. Convencido de que no sería buena idea interrumpirlo, volví a la sala-comedor y me tendí sobre un sofá. Y allí, de pronto, me asaltó una terrible inquietud. Si aquel viaje constituía mi última estancia en la casa del abuelo, sería también la última vez que tendría acceso a la playa, y por ende, a ser salvado por la contemplación del juego de la mujer y el niño. Estremecido por esta revelación, me puse bruscamente de pie. Aunque las probabilidades de encontrar a la mujer y al niño jugasen en mi contra, no tenía más opción que ir de inmediato a la playa para tener alguna oportunidad de salvación. Y como no me atrevía a interponerme entre mi padre y sus añoranzas, decidí salir de casa sin decirle nada, cerrando con delicadeza la puerta para que ni siquiera ese leve chasquido metálico le hiciera sobresaltar.
Al salir, una débil llovizna comenzó a acariciarme el cráneo y la espalda. Estaba a tiempo de regresar y buscar mi cazadora, pero la ansiedad me borró enseguida esa posibilidad de la mente. Caminé a paso vivo, ignorando a la gente que avanzaba, como yo, hacia la playa. O quizás no iban ya a la playa, convencidos de que la lluvia arreciaría y daría al traste con tan ingenuas pretensiones. Tal hipótesis, de hecho, no tardó en volverse realidad: más o menos a la altura del hospital, la lluvia se convirtió en un auténtico diluvio. De inmediato me empapé hasta los huesos, y al no tener ya razón para cubrirme bajo algún alero, me decidí a correr, como un loco tras un espejismo, sin que me importase en lo más mínimo contraer una infección. Resbalé y me golpeé la cabeza con el brocal de la acera, quedando aturdido por unos minutos pero sin llegar a desmayarme. Al ponerme de pie me llevé las manos a la frente: cuajos de sangre se empegostaban entre mis dedos antes de que la lluvia los arrastrara en su torrente. Aún grogui, dolorido por doquier, con la cabeza hinchada como un globo, retomé mi carrera bajo el estrepitoso aguacero.
Llegué a la playa convertido en una esponja, con la cabeza rota y los ojos inyectados en sangre. Afortunadamente, la lluvia daba señales de amainar, y el cielo comenzaba a mostrar el sol. Tras vislumbrar los primeros rayos de sol, los bañistas que se habían resguardado bajo los aleros de un restorán mientras duró la lluvia se apresuraron a terminar sus bebidas y retornaron felices al mar. Para mi sorpresa, la mujer y el niño se desprendieron de aquel tumulto, buscando un espacio propicio para iniciar su juego. Corrí a refugiarme entre las enormes piedras de un muro, pues tenía la idea de que mi oscura presencia podía perturbar el sentido de su juego, impidiendo así mi propia salvación. Escuché las risas acompasadas con el ronquido del mar como si fuesen una pieza compuesta en un mundo ajeno, superior, inaccesible para mí. Me hacían el efecto de una melodía celestial. Y, de repente, me sobrevino el deseo irrefrenable de ser parte de aquel juego. Quería ir y unir mis risas a las suyas y al ronquido del mar; quería participar en la belleza y en la salvación de otros; quería ser, de nuevo, un ser humano con perspectiva de un futuro posible. Contagiado por este deseo, me dispuse a saltar el muro e ir al encuentro de la mujer y el niño, cuando observé que la vieja pickup de mi padre ingresaba al estacionamiento de la playa. Era natural que hubiese ido en mi busca; sin embargo, yo ya me había olvidado de él por completo. Y como no podía dejar que me viese en ese estado tan lamentable y en tan bochornosa situación, volví a esconderme entre las piedras del muro. Debido al sol, que me daba ahora de frente, solo alcanzaba a ver tres ennegrecidas figuras contrastando con el horizonte azulado, pero eso me bastaría para distinguir lo que vendría a continuación. Tras bajarse de la pickup, mi padre caminó en dirección a la orilla de la playa. El niño corrió hacia mi padre y lo abrazó por una pierna. Mi padre se agachó hasta quedar a su altura y le estampó un beso en la mejilla. Al poco, la mujer se acercó también y juntó sus labios con la boca de mi padre. Los tres rieron al unísono, y aquellas risas, ahora deformes y siniestras, sumieron mi alma en la más abrasadora perdición.
Humillado por caer derrotado frente a mi padre, tendí mi cuerpo sobre el muro de piedras, soportando el dolor punzante que esto suponía. En lugar de mí, otro sería el salvado, y cuanto precediera a mi final ya no tendría ninguna importancia. Di una media vuelta encima del muro, golpeándome los brazos y los tobillos pero sin que este dolor alcanzara para inmutarme. Observé el mar de reojo y noté lo calmo que estaba. Sentí un chispazo recorrer mi espina dorsal. Resignado, busqué entre las enormes rocas un puñado de piedras y las introduje en mi bolsillo.
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