Cuentos
Todos los cuentos publicados
Buscar
Todos los cuentos publicados
Capítulos de novelas disponibles
Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar
Esta historia empieza y termina frente a un espejo. Un espejo pequeño con un marco de plástico gastado. Un pobre espejo, clavado encima de un lavamanos viejo. La primera imagen es la cara de un hombre de mediana edad a punto de romper en llanto. El hombre soy yo hace cuarenta años. En cuestión de minutos voy a vomitar media botella de ron, enjuagarme la cara y tumbarme a dormir la borrachera, pero de momento me veo a mí mismo como si fuera otra persona: los ojos desorbitados, la nariz pequeña como labrada con navaja, las cejas despeinadas, los dos dientes delanteros ligeramente separados, la barba crespa con las primeras canas, y me digo al espejo en voz baja para no despertar a Emiliano: “Poeta menor”. Pero no pasa nada, no siento nada, sino que me quedo mirándome insatisfecho. Entonces me concentro y lo vuelvo a decir, esta vez en un tono dramático, afectado, como de villano de telenovela: “Poeta menor. Eso es lo que siempre has sido y lo que siempre serás, un poeta menor que no le importa a nadie, un fracasado es lo que eres”, y ahora sí, rompo en un llanto adulto, vomito la bilis y me tumbo en el colchón sin cama. La escena se repite esporádicamente a lo largo de dos años, durante los cuales aumenta en frecuencia e intensidad.
En esa época yo no era nadie, ni siquiera un poeta menor. Era un hombre con un matrimonio fracasado a sus espaldas, que no había podido terminar sus estudios, ni mantener un trabajo por más de un mes y que había dispuesto dedicarse por completo a la literatura, pero que no tenía obra ni lectores ni perspectivas. Mi vida transcurría entre una hamaca y los bares de Sabana Grande: leyendo, fumando, esperando la inspiración para escribir y colapsando en borracheras lloronas cada vez más intensas. Casi ni comía. Mi dieta consistía en comida callejera: café, arepas, cachitos de jamón, perros calientes y limonadas frapé de Crema Paraíso, el único alimento que me provocaba de verdad. Digamos que era un monje literario desesperado por llegar a santo. No sé cómo se las arregló Emiliano para sobrevivir esos años. Nunca me pidió comida. Nunca me pidió nada. Yo apenas si le daba monedas sueltas cuando me acordaba de mi condición de padre. En esa época ni tenía dinero ni quería tenerlo. La plata que nos mandaba Josefina, la mamá de Emiliano, era justo la suficiente para mantenernos. Lo único que me interesaba era convertirme en un poeta admirado por mis amigos, leído en los bares, e idolatrado por las mujeres. Mejor dicho, yo quería ser el Chino Valera Mora y eso fue en lo que me convertí, en un imitador del Chino Valera Mora. Lo adoraba. No solo sus poemas, sino su personalidad, sus conversaciones, sus aventuras, su tono de voz, hasta su corte de pelo traté de copiar, y eso que consistía en no tener corte de pelo. Lo admiraba tanto que nunca me atreví a hablarle. Un día me senté a su lado en La Bajada, pero no pude abrir la boca de la emoción. Recuerdo que recitó un poema que acababa de terminar, “Oficio puro”, que me estremeció, no solo de la admiración, que la sigo teniendo en el caso del poema, sino porque apenas recitó el primer verso me di cuenta de que yo nunca iba a poder escribir así.
Salí de esa etapa gracias a Beata Schultz. Si no la hubiera conocido, todavía estaría echado en la hamaca tratando de convertirme en el Chino Valera Mora, o habría terminado alcoholizado como tantos escritores de mi generación. Una vez sumé las horas que pasé con ella. Apenas llegaban a nueve, y, aun así, estoy seguro de que es la persona que más ha influido en mi vida. Más que María Eugenia, que es mucho decir, y, por supuesto, muchísimo más que Josefina, cuya única influencia en mi vida fue haber parido a Emiliano (y, debo aceptarlo, haberme mantenido en los años difíciles). Beata, esto no lo sabe nadie, es la mujer de “Instituto Postal Telegráfico”, el poema que me consagró. Y el ángel de luz que la anuncia es Leonidas Pardo, el cartero que una mañana de mayo tocó la puerta del apartamento y me entregó la invitación que iba a cambiarme la vida. La aparición de Leonidas fue un milagro por partida doble. Primero, porque el correo en Venezuela siempre ha sido un desastre y era casi imposible que una carta llegara a tiempo desde La Habana. Segundo, por la invitación en sí, que consideré como la oportunidad de por fin convertirme en un poeta reconocido.
Hubo un breve período en la historia de Venezuela en el que el correo funcionó, entre finales de los años setenta y principios de los ochenta. En esa época el Gobierno relanzó el sistema postal y le dedicó muchísimos recursos. Empezaron a aparecer oficinas de correo en las plazas públicas, unos edificios prefabricados ultramodernos adornados con el logo del recién bautizado servicio nacional de correo, Ipostel. Y también aparecieron los carteros como Leonidas y su flamante uniforme amarillo que exudaba modernidad, desarrollo, futuro y, por supuesto, muchísimo sudor, porque era de tela gruesa y en Caracas hace calor. Ipostel, como el país entero, colapsó en febrero del 83, un día que hoy se conoce como el Viernes Negro, pero esa es otra historia. En esta, Leonidas el cartero me entrega un sobre en la puerta del apartamento. Al final del pasillo veo a Emiliano escabullirse por las escaleras con su amigo Ranfis. Percibo un ligero tufo a mariguana, pero en vez de llamar a los muchachos y averiguar, me doy cuenta de que el sobre está estampado con el logotipo de la Casa de las Américas y sucumbo a la tentación de abrirlo. La carta está escrita a máquina y firmada por un tal Roberto Fernández Retamar. Es una invitación al Olimpo: un congreso de escritores en La Habana junto a nada menos que Gabriel García Márquez, Ernesto Cardenal y Mario Benedetti. Dice que me contactarán pronto con detalles sobre el programa y la logística del viaje. La carta remata declarando que mi presencia es vital para la revolución. Mi nombre está clarísimo en el encabezado: Alfonso Dubuc, de modo que no puede ser una equivocación. Es la primera vez que me invitan a un congreso internacional. Me pregunto si debo pagar el pasaje, pero releo y veo que dice claramente que la revolución correrá con los gastos. Pienso en los poemas que envié al Premio Casa de las Américas el año anterior; tal vez causaron una buena impresión y por eso me invitan. Pienso que estoy inscrito en el Partido Comunista desde el 74, pero nunca participo en sus actividades. Imagino que mis poemas gustaron tanto que me van a proponer publicarlos, o que me pedirán que los mande otra vez al concurso el año entrante. Luego me pregunto a quién puedo llamar para enterarme de los detalles: la fecha de salida, el hotel, si tengo que escribir un discurso, preparar una conferencia o participar en un recital. Releo la carta y me doy cuenta de que no tiene instrucciones, solo me piden esperar. Y eso fue lo que hice, esperar, cosa que no me costó mucho, porque en eso consistía mi vida, en fumar, leer en la hamaca, salir a beber y esperar golpes de inspiración para escribir.
La invitación a Cuba me infundió una confianza entonces inusual en mi escritura. Me dieron unos arrebatos de inspiración en los que escribía sin parar. El problema era que cuando leía los borradores me daba cuenta de que eran malos. Eran textos ejemplares en el papel: inscritos en la tradición conversacional, incrustados de cantos de grillos y constelaciones, coronados con metáforas osadas; poemas como los que se publicaban en la revista Imagen de aquel entonces, pero les faltaba fuerza. Aparte de algunas contadas líneas rescatables, eran mediocres. Para completar, nadie me contactaba y la confianza que estaba ganando en mi escritura empezó a desvanecerse. Quien sí me llamó una de esas mañanas fue el profesor Navarro, director del José Antonio Páez, el colegio de Emiliano. Parecía preocupado, quería que nos reuniéramos cuanto antes a hablar de mi hijo. Como no tenía nada que hacer, salí a verlo de inmediato. Ese día el cielo estaba encapotado y caminé hasta el colegio sin prepararme para la lluvia. Era una caminata corta, de unos cinco minutos, entre los frondosos árboles de la avenida Caroní, que estaban cargados de pericos buscando refugio ante la inminente tormenta. El profesor Navarro me recibió en su oficina con una angustia que no podía esconder tras sus gruesos lentes de pasta marrón. Emiliano acababa de firmar el libro de vida. Era la segunda vez que lo hacía. A la tercera lo expulsaban. Lo encontraron fumando cigarrillos con Ranfis, el peor alumno del colegio y sin lugar a dudas la razón por la que se estaba metiendo en problemas. En cuestión de meses Emiliano había cambiado para mal. Había pasado de ser uno de los mejores estudiantes a convertirse en un alumno problemático. Hasta hace poco destacaba en Castellano y Matemáticas, le encantaba leer y escribir y se portaba bien en clases. Su promedio del trimestre anterior era de diecinueve. Ahora decía que odiaba los libros y raspaba un examen tras otro. Su promedio había bajado a doce. Lo peor era su comportamiento: hablaba en clase, irrespetaba a los profesores, desobedecía instrucciones y hasta fumaba. Una vez lo tuvieron que sacar de clases por eructar. Si seguía por ese camino iban a verse forzados a expulsarlo:
—El verdadero problema, señor Dubuc, es Ranfis, es una pésima influencia, ese muchacho es el diablo, sabemos que se mete drogas, nos consta, porque una vez le decomisamos un chicote de mariguana. Imagínese que un día la policía lo detuvo por robo y lo tuvo que soltar por falta de pruebas. Menos mal, porque un antecedente criminal significa expulsión inmediata. Usted sabe, cuando el río suena, piedras trae, y en el caso de Ranfis créame que no hay remedio posible, es un caso perdido. Mi consejo es que los separe, haga todo lo posible por alejar a Emiliano de Ranfis y verá cómo las cosas mejoran rápido. Su hijo es uno de los estudiantes más inteligentes que han pasado por aquí y no podemos darnos el lujo de perderlo, pero para eso es muy importante contar con su ayuda, es decir, con su mano firme.
—Eso mismo voy a hacer, profesor Navarro, voy a hablar con él.
—La familia es clave en situaciones así. La familia de Ranfis es un desastre, el diablo ese vive con la abuela que está ida de la cabeza. Pobre anciana. Y a sus padres no les interesa nada, el padre es electricista y no sale de su taller y la madre es un misterio. Ninguno de los dos ha portado nunca por aquí. El caso de Ranfis es complicado, pero el de Emiliano es diferente, Emiliano cuenta con usted, es rescatable y nosotros vamos a hacer lo posible por salvarlo. Lo que pasa es que esas dos firmas en el libro de vida nos complican la situación. ¿Usted está consciente de que a la tercera tenemos que expulsarlo?
—Sí, eso tengo entendido, ¿cómo es que funciona el libro de vida exactamente?
—Le explico: cuando un alumno incurre en una falta grave, tiene que firmar. La lista incluye faltas como pelear a puños, irrespetar a un profesor, fumar, beber alcohol, meterse drogas, besarse con la novia, etc., faltas que se pueden perdonar una, hasta dos veces, porque al fin y al cabo estamos hablando de jovencitos, pero no una tercera vez. No podemos tratar a Emiliano diferente a los otros alumnos, es una cuestión de equidad, necesitamos que su familia se involucre, que tome cartas en el asunto. ¿Le puedo hacer una pregunta personal?
—Cómo no, profesor.
— ¿Su esposa vive en el extranjero?
—Sí, mi exmujer vive en París.
— ¿Y en su casa solo viven Emiliano y usted?
—Sí, solo vivimos nosotros.
—Este es el tipo de situaciones donde una madre ayuda mucho, porque ve cosas que nosotros los hombres no estamos capacitados para ver. ¿Usted se ha fijado en el aspecto de su hijo últimamente?
—Yo lo veo igual, como un muchacho de su edad: saludable, vigoroso, con mucha energía.
— ¿Pero usted no se da cuenta de cómo se viste, de si anda con la camisa por fuera o se pone los pantalones rotos? ¿Usted le revisa los ojos o le huele el aliento cuando llega tarde? A esa edad más de uno se mete droga.
—La verdad no.
—Es que para esas cosas hacen falta las mujeres y su sexto sentido, ¿a usted no le parece que Emiliano ha cambiado desde que comenzó el año escolar?, ¿lo ha visto leyendo últimamente? Antes leía mucho, ahora dice que los libros le repugnan.
—Eso sí lo he notado, que se queja de los libros, pero no por su contenido, sino porque tengo muchos y tuve que guardar unos cuantos en su cuarto y eso le molesta. Es que tenemos muy poco espacio.
— ¿Pero Emiliano hace sus tareas, obedece?
—La verdad es que pasa mucho tiempo en la calle jugando con sus amigos.
— ¿Con Ranfis?
—Sí, con Ranfis.
—Ese es el problema, señor Dubuc, ese es el problema, y hay que matar la culebra por la cabeza.
Salí confundido de allí. En esa época yo consideraba al profesor Navarro un “pequeño burgués”, pero eso no quería decir que estuviera equivocado. Emiliano estaba cambiando, lo cual era natural a su edad, y el cambio podía ser peligroso. Yo lo dejaba tranquilo. Me parecía importante respetarlo, tratarlo como me hubiera gustado que me trataran a mí a esa edad. Lo de las drogas me sonaba a exageración y si bien Ranfis tenía mala fama, no me parecía un muchacho malo. Yo a esa edad hice cualquier cantidad de locuras. Por otro lado, había una parte de mí que me llamaba a actuar con firmeza, a hacer lo que recomendaba el profesor Navarro: cortar toda comunicación con Ranfis, controlar las actividades de mi hijo. Lo mejor era hablar con Emiliano, escucharlo, aclarar las cosas directamente con él. Me fui a tomar una limonada frapé a Crema Paraíso para calmarme. El placer del primer trago, ese gusto ácido y dulce a la vez y la textura del hielo triturado sobre la lengua me causan un enorme placer. El segundo trago me heló el esófago al punto de hacerme retorcer, pero la sensación de enfriamiento se fue pronto y seguí bebiendo con calma hasta terminar el vaso. Pedí otro vaso y me lo fui tomando en el camino cuando comenzó a llover. Me cayó encima un aguacero tropical de esos que parecen cascadas. Había tanta agua que no podía ver más allá de mis narices y me tenía que fijar en la acera para mantener el rumbo. La ropa me pesaba de la cantidad de agua que había absorbido y sentí un frío que se acentuaba con los tragos de la limonada, pero hice un esfuerzo deliberado por seguir caminando como si no pasara nada: la casa estaba a dos cuadras y unos minutos de más no iban a empeorar mi situación. Ese momento, nadie lo sabe, fue el origen de “Tormenta en Crema Paraíso”, uno de mis últimos poemas conversacionales y uno de los pocos de esa etapa que todavía incluyo en mis antologías.
Cuando llegué al apartamento me eché un baño de agua caliente larguísimo y me senté a escribir en interiores. Me gusta andar en interiores en la casa, sobre todo cuando trabajo. María Eugenia me lo prohíbe porque le parece de mal gusto. Siempre que puedo cierro la puerta del estudio y trabajo en interiores escondido de ella. Suelo trabajar lento, independientemente de lo que me ponga. Vargas Llosa una vez me contó que se vestía de traje y corbata para escribir. Nos reímos mucho cuando le conté que yo solía hacer lo contrario, que escribía en interiores, y llegamos a la conclusión de que lo que importaba era tener un ritual de calentamiento y que el acto de vestirse o desvestirse podía formar parte de él.
Las pocas veces que un poema me sale rápido, en vez de sentirme satisfecho, siento un cubito de plomo en el pecho y me pongo a caminar en círculos. “Tormenta en Crema Paraíso” lo escribí de un tiro, pero no caminé en círculos, porque el vacío me lo llenaron Ranfis y Emiliano. Los oí entrar al cuarto de Emiliano y me puse a espiarlos. Ranfis hablaba un caraqueño alucinante, un lenguaje callejero y malandro de una musicalidad contagiosa, el caraqueño de los jóvenes de esa época en su versión más pura, fragmentado, rítmico, cargado de neologismos insólitos: “tripear”, “cabilla”, “vapor”, que soltaba con naturalidad entre voces tradicionales, como el “güebón” con el que remataba las frases; un idioma vivo. Me encantaba anotar sus expresiones con la esperanza nunca realizada de escribir un poema en ese lenguaje vernáculo. A veces pienso que lo que me gustaba era el desenfado con que hablaban, es decir, el desenfado de la juventud que yo ya había perdido.
Al contrario de lo que la gente cree, los poetas somos egoístas. Mi hijo estaba a punto de ser expulsado del colegio y a mí lo único que me importaba era el castellano que hablaba con su amigo. El profesor Navarro me había recomendado que lo separara de Ranfis y yo solo podía pensar en escribir un poema que se sintiera nuevo. Digamos que entonces yo era una suerte de pedófilo de la palabra dispuesto a sacrificar a mis seres más queridos de ser preciso. Creo que todavía lo soy, aunque los años y las morochas me hayan ablandado. Eso sí, hay que admitir que Ranfis era buenmozo. Tenía una nariz triangular pero bien proporcionada, el pelo liso negro, piel suave y tronco largo, como de nadador. Emiliano también era guapo: un poco más fornido y moreno que Ranfis y con los mismos crespos negros de ángel y ojos almendra que yo tenía a su edad. La belleza de Ranfis y Emiliano era excepcional para la adolescencia temprana, que suele producir cuerpos mutantes, desproporcionados, cargados de barros y barbas incipientes. Sus cuerpos en cambio eran fuertes, elásticos, jóvenes. Esa última inocencia física me causaba una gran curiosidad, quizá porque nunca fui consciente de la mía.
Al final no le hablé a Emiliano sobre mi reunión con el profesor Navarro. No me atreví. Postergué la conversación en varias ocasiones con pretextos peregrinos y se me fue olvidando en la medida en que la ilusión del viaje a Cuba se transformó en angustia, porque no me llamaban de la Casa de las Américas. A veces imaginaba que un funcionario cubano o el mismo cartero Leonidas iba a tocar la puerta para entregarme el pasaje. Al final el contacto se hizo por teléfono. Una mujer con acento cubano me llamó para invitarme a una recepción en la residencia del embajador. Nunca me habían invitado a un evento oficial, mucho menos en una embajada. Lo primero que me pregunté al colgar fue si el Chino Valera Mora estaba invitado y lo segundo, de dónde iba a sacar un traje decente para aparecerme en la recepción. Yo, el hombre que trabajaba en interiores, no tenía ni siquiera una camisa apropiada para una fiesta formal. La ansiedad fue tal que salí de una vez a la tienda RORI de Chacaíto. Me probé varios trajes, hasta que el vendedor me recomendó uno de cuadros blancos y negros muy elegante que estaba en oferta. Me pareció que el estilo pegaba con lo que se podría esperar de un poeta y me lo probé. La tela era suave y ligera y me hacía sentir como una persona importante. Cuando fui a pagar, el vendedor me contó que el traje se llamaba Príncipe de Gales, por el estampado. No pude sino darle las gracias por la aclaratoria y explicarle en un tono condescendiente que no me podía presentar en la Embajada de Cuba con un traje llamado “Príncipe de Gales” por razones obvias. Quizás tenía una chaqueta de pana de esas que venían con parches de cuero en los codos. El vendedor, que era respondón, me dijo que los cubanos no se lo pensaban dos veces para llamar a sus puros largos “Churchill”. De cualquier manera, tenían una chaqueta de pana verde con parches de cuero marrón en los codos, pero costaba el doble que el Príncipe de Gales, que era italiano. Me probé la chaqueta de pana y, aunque me quedaba larga de talle, la compré por ciento cincuenta bolívares.
El día de la recepción, la señora Arroyo, mi vecina de enfrente, me vio salir y me dijo que parecía un profesor universitario. Su comentario me halagó. Cogí un San Ruperto hasta las Mercedes. Fuimos bordeando el Guaire, que estaba casi seco. En una plaza en Las Mercedes acababan de inaugurar un módulo de Ipostel, una estructura futurista de fibra de vidrio y poliuretano. Casi me paro a visitarlo de la emoción. Ya había visto uno en Bello Monte, pero todavía no estaba abierto al público. Los módulos de Ipostel me parecían obras maestras de la arquitectura. Su circularidad, que la gente identificaba con un hongo, me hacía evocar imágenes poderosas como la matriz de una mujer en estado, una churuata indígena y un platillo volador, imágenes que luego incorporé en “Instituto Postal Telegráfico”. No me paré a visitar el módulo por miedo a llegar tarde. Eran las cinco y veinte y la recepción comenzaba a las seis en punto. Todavía me faltaba coger un por puesto frente al Centro Comercial Las Mercedes para subir a Cumbres de Curumo. No quería causar una mala impresión por impuntualidad. El esfuerzo valió la pena: llegué a las seis y quince, un poco sudado, porque tuve que subir varias cuestas y hacía un calor de perros. De hecho, me topé con un perro callejero caminando por el medio de la calle con la lengua guindándole a un lado del hocico. Toqué el timbre de la residencia y la puerta de metal negro se abrió con un chirreo. Me extrañó que no hubiera vigilancia. En mi ingenuidad pensé que no había vigilantes porque los cubanos eran modestos y confiados. Me terminé de convencer de ello cuando me recibió el embajador mismo. Aunque nunca lo había visto en mi vida, me reconoció de inmediato: “¿Alfonso Dubuc? Qué honor recibir a un rara avis como usted, el único poeta puntual de América Latina. Es la primera persona en llegar a tiempo a una recepción en la historia de esta embajada y eso hay que celebrarlo”. El embajador no solo me había reconocido, sino que estaba enterado de mi trabajo: me habló de mis pocos poemas publicados como si se tratara de la obra de un escritor importante. Yo no estaba acostumbrado a que me tomaran en serio y la verdad es que no sabía bien qué decir. Le seguí la corriente asintiendo con monosílabos a todo lo que decía. Me despachó al rato sirviéndome un ron seco y excusándose por tener que atender una llamada telefónica. Seguro mi parquedad lo aburrió a muerte y se inventó lo de la llamada. El hecho es que me dejó solo en una sala al lado del jardín. La única persona que portaba por el sitio era un mayordomo negro con una sonrisa blanca como su uniforme. En el fondo me sentí aliviado de que no hubiera llegado nadie, porque me iba a dar tiempo para que se me secara el sudor.
Los primeros invitados llegaron pasadas las siete. No conocía a nadie, pero la gente me trataba con respeto cuando le decía que era miembro de la delegación para el congreso. Al contrario de lo que me imaginaba, nadie hablaba de literatura. En realidad no hablaban de ningún tema interesante. Lo que hacían era bromear y repetir banalidades. De lo que sí hablaban a veces era de escritores, sobre todo de García Márquez, pero no de su obra, sino de su vida privada o de su amistad con Fidel y su enemistad con Vargas Llosa. Le decían “Gabo” y todos parecían sentirse cercanos a él. A Vargas Llosa en cambio le decían “momio reaccionario”. Cada vez que entraba alguien, me asomaba con la esperanza de que fuera el Chino Valera Mora, pero el Chino no apareció nunca. Quienes sí aparecieron fueron Orlando Burigiatti y su mítica barba de duende enorme. Me sabía de memoria párrafos de Ultimátum, un libro de fragmentos narrativos que leí con devoción cuando se ganó el Casa de las Américas a mediados de los setenta. Ultimátum atrapa desde la primera línea, aunque no tiene una trama clara; es un libro que se sostiene a punta de frases punzantes e imágenes violentas, una suerte de bonsái literario de espinas envenenadas que ha envejecido bien y que sigo leyendo hoy en día a pesar de todo lo que pasó y de la transformación, o más bien revelación, de la maldad de Burigiatti (imposible no pensar en términos maniqueos con personajes así).
No sé si fue porque estaba un poco bebido o porque Burigiatti me trató con amabilidad que no me angustié cuando hablé con él la primera vez. En esa época idealizaba a los escritores famosos. Me daba pánico hablar con ellos. Aunque me cueste aceptarlo, confundía éxito con calidad. Burigiatti me dio un abrazo como si me conociera de toda la vida y celebró mi trabajo sin exageraciones. Hasta ese día, casi todas las personas que me hablaban de mi obra lo hacían por educación. Me bastaba con escucharlas dos minutos para darme cuenta de que no me habían leído. Sentí tanta confianza con Burigiatti que me atreví a aconsejarle que dejara la ficción y se volcara por completo a la poesía. Por buena suerte, se tomó el comentario como un cumplido. Me habló de Cuba y prometió servirme de guía una vez allá. Envalentonado por los tragos, le pregunté por el Chino. Al parecer llevaba tiempo “enfermo por la bebida”. Una pena. Luego me dijo que tenía suerte de ir a La Habana, ciudad a la que se refirió como la capital literaria de América Latina, título temporal, pues le correspondería al DF o a Buenos Aires, cuando la revolución triunfara allí: “El socialismo es una fuerza indetenible. Los sandinistas entraron en Managua el mismo día que Moscú inauguró los Juegos Olímpicos mejor organizados de la historia. Lo más grande de todo esto es que estamos del lado bueno de la historia, del lado de los necesitados. El único peligro es los Estados Unidos y por eso es vital que nos plantemos con la revolución en este momento. El congreso es crítico para el prestigio de la revolución. Además, va a estar buenísimo. ¿Has ido a Cuba? Se la pasa buenísimo allá. Es una fiesta inteligente, un banquete estético y emocional. Cardenal va a presentar sus nuevos poemas. Tuve la oportunidad de leerlos. Es una bestia Ernesto. Muy mujeriego, eso sí. Es la única persona que conozco que combina misticismo y compromiso sin morir en el intento. Un renovador del lenguaje. Pensar que es cura. Todos los curas deberían ser como él si de verdad siguieran las enseñanzas del evangelio y el ejemplo de los primeros cristianos que no tenían posesiones. Yo los considero precursores del socialismo. Habría que vivir así, en comuna, como quería Tolstói, ¿no te parece?”. Todo lo que me decía Burigiatti me parecía bien. El embajador se nos acercó, repitió la broma del poeta puntual, nos dio un sobre con los boletos aéreos y me dijo que me preparara para leer mi trabajo en un recital en La Habana; tenía la certeza de que me iba a ir bien porque allá la gente siempre llega a tiempo.
No recuerdo qué pasó después, aunque estoy seguro de que seguí bebiendo porque me desperté con un dolor de cabeza insoportable, de los que hacen perder el sentido de la orientación. Me di cuenta de que estaba en mi apartamento cuando vi el cenicero repleto de colillas al lado del colchón. Encendí un cigarrillo con la esperanza de engañar al dolor de cabeza con el efecto de la nicotina. Por supuesto, el cigarrillo empeoró mi estado con esa típica sensación de mareo y asfixia leve. Lo único que podía ayudarme a recobrar energía era una dosis industrial de limonada frapé. Me puse lo primero que tenía al alcance, la ropa que había usado en la embajada, y fui a Crema Paraíso en procura de sosiego. No es que la limonada frapé me quite el dolor, ni siquiera me atrevería a decir que lo mitigue, pero el sabor agudo y el paso del hielo triturado por mis tubos digestivos me infunden la fuerza necesaria para enfrentarme al día independientemente de las circunstancias.
De la edición de Alianza Editorial, 2020